sábado, 31 de octubre de 2009

viernes, 30 de octubre de 2009

EN EL CENART

Talleres, instalaciones, exposiciones, ofrendas, gastronomía y narraciones orales, son algunas de las 144 actividades que se desarrollarn del 29 de octubre al 2 de noviembre, como parte de la Novena Feria de las Calacas que se realizará en el Centro Nacional de las Artes (Cenart).





El intercambio de historias y tradiciones entre las familias mexicanas es el objetivo principal de esta fiesta en la que participarán artistas como Arcángel Constantini y el clown Aziz Gual, así como de artesanos chiapanecos. En entrevista con Notimex, la coordinadora nacional de Desarrollo Cultural Infantil del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), Miriam Martínez, explicó que este año esperan la visita de unas ocho mil personas.



"Va a ser muy divertido y muy diverso, lo que estamos esperando es que haya un diálogo entre las tradiciones prehispánicas, lo contemporáneo y las nuevas tecnologías, con relación a la reinterpretación de la muerte", expresó la funcionaria. Entre otras cosas, dijo, será muy interesante e importante cómo desde la mirada de los niños y de los jóvenes se actualiza el concepto de la muerte, a través del intercambio de historias familiares y de tradiciones.



Como parte del programa "Alas y Raíces a los niños", esta novena edición se caracterizará por la participación activa tanto de los visitantes como de los artistas. Esta feria, ahondó, es uno de los eventos más sólidos de "Alas y Raíces" lo organizamos en el Cenart con la idea de celebrar la tradición del Día de los muertos, con la apertura de más espacios que despierten la creatividad en niños y jóvenes, así como para los artistas que trabajan ex profeso para esta feria.



Una de las actividades que se desarrollan en el marco de esta feria, es el tradicional Paseo de los muertos que es un recorrido nocturno por la cañada con narradores orales disfrazados, acompañados de una banda musical, que van contando historia de terror.




Asimismo, habrá una muestra artesanal y gastronómica que venderá diversos objetos artesanales provenientes de Chiapas y otros estados de la República, así como alimentos tradicionales como el pan de muerto, tamales y atoles, entre otros.




Otra de las actividades que destacarán será el montaje de una ofrenda conmemorativa al Día de Muertos, donde los visitantes serán los encargados de conformarla con fotografías u objetos significativos que hayan pertenecido a sus seres queridos.



En esta misma ofrenda se colocará una instalación que consiste en la colocación de una especie de máquina grabadora, donde los visitantes podrán grabar mensajes a sus seres queridos ya fallecidos, así como una reflexión acerca de la muerte.



En el centro de esta ofrenda comunitaria, estará la intervención del artista de medios digitales, Arcángel Constantini, quien creo un proyecto con muñecos de peluche adquiridos en el mercado de Santa Martha Acatitla, con los que se hace una interpretación sobre la existencia de la vida y de los objetos después de la muerte.



Otra propuesta ex profeso para la feria son los epitafios cómicos que serán presentados como parte del espectáculo teatro de calle y de música en movimiento que pretende hacer una reflexión lúdica sobre la muerte a través de las emociones.



Martínez añadió que para descentralizar la oferta cultural, en la delegación Milpa Alta se impartirán diversos talleres, entre ellos de Zompantli, elaboración de farolitos mediante la talla de chilacayotes y globos de Cantoya, hechos con papel de china, que se volarán el 31 de octubre y el 1 de noviembre.

DIA DE MUERTOS

Mitos y tradiciones de Día de Muertos


El Día de Muertos constituye un ritual lleno de colorido, aromas y sabores que con sólo dedicar unos cuantos minutos en la cocina se forma una ceremonia tradicional que sólo una vez al año se disfruta.


En estados de nuestro país como Oaxaca, la celebración recobra vida días antes de lo acostumbrado, desde octubre ya se inicia el culto a los muertos. El 28 de octubre, los oaxaqueños inician el ritual con la iluminación de las velas. Visitas al panteón y decoración de altares. Rituales espirituales se practican a partir del 1o. de noviembre con la familia.




El altar se decora con varios elementos, entre ellos, las flores, frutas y el pan. Caléndulas o cempasúchil son las flores del Día de Muertos.



LA ESENCIA DE LA TRADICIÓN SIEMPRE SE CONSERVA A PESAR DE QUE CADA ESTADO LE DA UN TOQUE PARTICULAR.



Entre las comidas que se incluyen en el altar están el pan de muerto, calabaza dulce, tamales y calaveras de azúcar.



DURANTE EL 2 DE NOVIEMBRE LA ALEGRÍA SE MEZCLA CON EL CULTO.



◗ Bailes como “el del hombre viejo o el del pez blanco” no se hacen esperar.

◗ Las almas de los niños llegan a las ocho de la mañana y se quedan hasta el mediodía.

◗ Las almas de los adultos llegan a las ocho de noche.

◗ Las ofrendas se presentan a través de distintos alimentos y dulces



ES UNA CELEBRACIÓN DONDE LA VIDA RINDE CULTO A LAMUERTE Y RECUERDA QUE EN UN MOMENTO LAS ALMAS SE VUELVEN A ENCONTRAR CON LOS SERES QUERIDOS.

E.T.A. Hoffmann


La Fermata (Die Fermate) es un relato de terror del escritor alemán E.T.A. Hoffmann, escrito en 1815.




Aquí, E.T.A. Hoffmann se desenvuelve en su medio natural: lo fantástico. Tanto la estructura del relato, como la elaboración de sus personajes, es tan acabada que no sorprende encontrar algunos rasgos que luego serán lugares comunes en la literatura fantástica.









La Fermata.

Die Fermate, E.T.A. Hoffmann (1776-1822)





El cuadro, alegre y lleno de vida, de Hummel que representa una reunión en una taberna italiana, hízose célebre en la Exposición de Berlín de 1814, en la que figuró, causando las delicias de muchos. Un emparrado de vegetación lujuriante..., una mesa con vinos y frutas...; en ella, dos mujeres italianas sentadas frente a frente: una que canta y otra que toca la cítara. Detrás de ellas, entre las dos, un abate que hace de director de orquesta. Con la batuta en alto espera el momento en que la cantante, con la vista fija en el cielo, acabe la canción, en una nota prolongada, para bajarla, y que la citarista ataque valientemente el tema principal. El abate está lleno de admiración, de placer celestial..., y, sin embargo, una tensión angustiosa. Por nada del mundo querría marcar mal. Apenas se atreve a respirar. De buena gana ataría las alas a las abejas y a las moscas para que no hiciesen el menor ruido con sus vuelos. Y aborrece con tanto más motivo al hostelero, que en aquel preciso instante aparece trayendo el vino que le han pedido. Ilumina la terraza la luz, que entra a raudales por las arcadas. Un jinete espera al pie a que le sirvan un vaso de vino sin apearse del caballo.



Ante este cuadro estaban parados los dos amigos Eduardo y Teodoro.

-Cuanto más miro -decía el primero- a esta cantante, algo anticuada, pero llena del espíritu de una verdadera artista, con su traje de colores vivos; cuanto más contemplo el perfil romano y la hermosa figura de la citarista; cuanto más me fijo en el distinguido abate, tanto más me impresiona el conjunto y me da idea de verdad. Quizá sea un poco exagerado, en el buen sentido; pero lleno de alegría y de gracia. Me gustaría poder subir a la terraza y coger alguna de las frutas que me están invitando. Me parece que llega hasta mí el aroma del vino generoso. No; esta inspiración no ha brotado en el ambiente frío y seco que nos rodea. Vamos a honrar el cuadro y al arte y a la hermosa Italia, donde se siente la alegría de vivir, bebiéndonos una botella de vino italiano.



Mientras Eduardo pronunciaba con frases entrecortadas este discurso exaltado, Teodoro permaneció en silencio y meditabundo.

-Sí, vamos -dijo como despertando de un sueño, pero apartándose del cuadro con gran trabajo y siguiendo casi maquinalmente a su amigo; y al llegar a la puerta volvióse de nuevo para dirigir una última mirada a la cantante y al abate.

La proposición de Eduardo se llevó a efecto. Atravesaron la calle y a poco estaban en la sala Tarone con una botella delante, semejante en todo a la del emparrado.

-Me parece -dijo Eduardo después que hubieron vaciado algunos vasos, y Teodoro continuaba callado y ensimismado-, me parece que a ti el cuadro no te ha hecho el mismo efecto de alegría que a mí.

-Te aseguro que comprendo perfectamente toda la parte alegre y graciosa del cuadro; pero lo raro es que representa fielmente una escena de mi vida y los personajes son verdaderos retratos. Convendrás conmigo en que los recuerdos alegres rara vez logran conmover al aparecer repentinamente y como evocados por un conjuro mágico. Y, sin embargo, éste es mi caso.

-¿De tu vida? -exclamó Eduardo asombrado-. ¿Una escena de tu vida es lo que representa ese cuadro? Desde luego me ha parecido que el abate y la cantante son verdaderos retratos; pero no acierto a comprender qué puedan tener de común contigo. Cuéntame la cosa; estamos solos y nadie ha de venir a interrumpirnos.

-De buena gana lo haría -repuso Teodoro-; pero lo he de tomar de muy atrás..., de los tiempos de mi juventud.

-Cuenta sin miedo-respondió Eduardo-. Sé muy poco de tus años juveniles, y si el relato es largo, lo único que puede ocurrir es que tengamos que pedir otra botella, lo cual no ha de ser una desgracia para nosotros, y mucho menos para Tarone.

-Nadie extrañó -comenzó a decir Teodoro- que dejara todas las cosas para dedicarme a la música, pues ya desde mis primeros años no hacía casi nada y me pasaba los días enteros aporreando el piano, viejo y desafinado, de mi tío. Era muy difícil en mi pueblo estudiar música, pues no había nadie que pudiera enseñarme más que un organista viejo y terco, que me atormentaba con tocatas oscuras y disonantes. Pero, sin amedrentarme por eso, yo seguía valientemente. A veces aborrecía al viejo; pero se ponía a tocar a su manera una composición buena y me reconciliaba con él con el arte. Algunas composiciones, sobre todo las del viejo Sebastián Bach, me hacían una impresión extraña: me parecían relatos llenos de episodios sobrenaturales y terroríficos que me sobrecogían con esos estremecimientos tan corrientes en la juventud. Abríase para mí un edén cuando en invierno, como solía ocurrir, el director de orquesta de la ciudad, con sus compañeros y un par de aficionados, organizaban un concierto y, por mi buen oído, me encargaban de tocar los timbales. Después he pensado muchas veces en lo risible y ridículo de tales conciertos. Por lo general, mi maestro tocaba dos conciertos para piano, de Wolf o de Emanuel Bach; uno de los violines se esforzaba por interpretar a Stamitz, y el recaudador de contribuciones soplaba en su flauta con tanto afán y tanta fuerza que apagaba las dos velas del atril, que constantemente tenían que estarse encendiendo. En canto no había que pensar, lo cual criticaba mucho mi tío, gran amigo de la música. Recordaba con entusiasmo los antiguos tiempos en que los cuatro cantores de las cuatro iglesias del pueblo se unieron para cantar en un concierto Lonchen um Hofe. Lo que más solía alabar era el espíritu de tolerancia que llevó a los cantores a unirse en honor del arte, pues además de los católicos y los evangélicos, los reformistas, representados por dos jóvenes, dividían a alemanes y franceses. El cantor francés acaparó el papel de Lottchen, y según aseguraba mi tío lo cantó de la manera más prodigiosa que se puede imaginar, con su voz de falsete. Vegetaba a la sazón entre nosotros, en mi pueblo quiero decir, una señorita llamada Amable, que recibía una pensión exigua como cantante retirada de la Corte, y mi tío pensó que nadie mejor que ella podía figurar en los conciertos, mediante una pequeña retribución. La señorita se hizo mucho de rogar; pero al fin accedió, y se cantaron arias en los conciertos. Esta señorita Amable era una persona extraordinaria. Aún recuerdo perfectamente su flaca figura. Con mucha seriedad y prosopopeya solía aparecer ante el público, con un vestido de colorines y la partitura en la mano, haciendo una ligera inclinación de la parte superior del cuerpo para saludar. Llevaba un adorno de cabeza extraño, en cuya parte delantera figuraba un ramo de flores de porcelana, que temblaban y se movían mientras cantaba. Cuando terminaba su parte y la concurrencia cesaba de aplaudir, entregaba a mi tío la partitura, dirigiéndole una mirada altiva y permitiéndole tomar un polvo de rapé de la tabaquera que ella sacaba para tomarlo, y que ostentaba en la tapa la imagen de un perro de lanas. Tenía una voz fea y chillona, hacía toda clase de floreos absurdos y de gorgoritos, y te puedes figurar el efecto que tales cosas me harán unidas al aspecto risible de su físico. Mi tío se deshacía en alabanzas, cosa incomprensible para mí, que era de la opinión de mi organista, el cual, en su humor hipocondríaco, y por ser además un detractor del canto, se burlaba lindamente de la ridícula señorita.



Cuanto más vivamente compartía con mi profesor el desprecio por el canto, tanto más se esforzaba éste por desarrollar en mí el genio musical. Con gran afán enseñóme el contrapunto, y tardé muy poco en ejecutar las piezas más difíciles. Acababa de tocar una de éstas el día de mi cumpleaños diecinueve, delante de mi tío, cuando el camarero de nuestra posada más distinguida se presentó anunciando a dos damas que acababan de llegar. Antes de que mi tío tuviera tiempo de quitarse la bata de flores y ponerse la levita entraron las anunciadas. Ya sabes tú la impresión que produce la presencia de todo lo extraño en las gentes educadas en la estrechez de los pueblos; la de aquellas personas, que tan inesperadamente llegaban, era de lo más a propósito para dejarme como encantado. Imagínate dos italianas altas y esbeltas, vestidas a la última moda, un poco exagerada, con aires de inteligentes y muy amables, que se dirigieron a mi tío con voz armoniosa. ¿Qué idioma extraño hablaban? Sólo alguna vez sonaba como alemán... Mi tío no les entendía una palabra... Un poco azorado, les señaló el sofá. Ellas se sentaron y hablaron entre sí unas palabras que sonaron como música. Por fin lograron hacerse entender de mi tío; le dijeron que eran cantantes, que iban de viaje, que querían dar algún concierto en el pueblo y que se dirigían a él por ser el que se ocupaba en aquellas cosas.



Mientras hablaban entre sí yo escuché sus nombres, y me pareció que de aquella manera podía comprender mejor a cada una de las dos, que juntas me impresionaban demasiado. Lauretta, la mayor de aspecto, de ojos luminosos, hablaba con viveza extraordinaria y gesticulando mucho. Aunque no era muy alta, tenia muy buena figura, y mi vista se perdía en sus encantos, para mí completamente desconocidos hasta entonces. Teresina, más alta, más esbelta, de rostro más largo y más serio, hablaba poco, y en cambio parecía más inteligente. De cuando en cuando sonreía de un modo especial, como si le produjera una sensación agradable el ver a mi tío, que se envolvía en su bata de seda y trataba en vano de ocultar una cinta amarilla, delatora de la camisa de dormir, que sin cesar le asomaba por debajo del cuello. Al fin se levantaron; mi tío les prometió organizar el concierto para tres días después, y ellas le invitaron en compañía mía, que les fui presentado como un joven virtuoso, a tomar chocolate aquella tarde...



Subimos la escalera con mucha solemnidad y como si nos dirigiéramos a una aventura para la cual no estuviésemos preparados. Después que mi tío, preparado de antemano para ello, habló largamente de arte, diciendo una porción de cosas que no comprendimos nadie, ni siquiera él; después de que yo me abrasé la lengua dos veces con el chocolate ardiendo, emulando con ventaja a Escévola, dijo Lauretta que iba a cantar algo. Teresa tomó la cítara, la templó y atacó las primeras notas. Nunca había oído yo aquel instrumento, conmoviéndome en extremo la dulzura llena de misterio con que sonaban las cuerdas. Lauretta comenzó la canción muy piano, subiendo lentamente hasta el fortísimo y atacando con valentía las octavas. Aún recuerdo la letra del principio: Sento l'amica speme. Oprimióseme el pecho; jamás había podido presumir aquello. Conforme Lauretta cantaba y con su fuego encendíanse los rayos que me rodeaban, sentía yo que despertaba el sentimiento musical que llevaba dentro y se encendía en llamas hermosas y fuertes. ¡Ah!, por primera vez en mi vida oía música. Las dos hermanas cantaron el dúo, serio y profundo, del abate Steffani. El contralto lleno y celestial de Teresina me llegó al alma. No pude contenerme: las lágrimas brotaron de mis ojos. Mi tío carraspeaba, dirigiéndome miradas de descontento; pero de nada le valió.



Yo estaba fuera de mí. A las artistas les agradó aquello, al parecer, interesáronse por mis estudios musicales; yo, avergonzado, declaré mis esfuerzos, y con la audacia que me daba el entusiasmo confesé que hasta aquel día no había oído música. II bon fanciullo! , murmuró Lauretta con dulzura y amabilidad. Al volver a casa apoderóse de mí una especie de furor; reuní todas las sonatas y fugas que tenia, incluso cuarenta y cinco variaciones sobre un tema canónico que compusiera el organista, y que me había confiado en borrador, las arrojé al fuego y me reí con fruición al ver cómo chisporroteaban y se consumían aquellos papeles. Luego me senté ante el piano y traté de imitar el sonido de la cítara y de tocar y cantar la melodía que cantaron las hermanas. A media noche salió mi do de su cuarto y, apagándome las dos luces, dijo: "No se hacen esos gorgoritos ni se atormentan los oídos de ese modo." Y se volvió a su habitación. No tuve más remedio que obedecerle. El sueño me descifró el enigma de la canción...; por lo menos así me lo figuré yo, pues canté perfectamente sento l'amica speme. A la mañana siguiente puso a prueba mi tío a todos los que sabían tocar algún instrumento. Quería mostrar lo bien que se portaba nuestra orquesta, y se sintió muy descorazonado con la prueba. Lauretta propuso una gran escena; pero en el recitado todos desafinaron y se fueron cada uno por su lado, como quien no tiene la menor idea del acompañamiento. Lauretta gritó..., se enfadó..., lloró de rabia e impaciencia. El organista estaba sentado al piano, y a él fueron dirigidos los cargos más violentos... El organista se levantó y, muy indignado y sin decir una palabra, se fue del salón. El músico de la ciudad, a quien Lauretta llamó asíno maledetto, se colocó su violín debajo del brazo y se puso el sombrero sin cumplimientos. Dirigióse acto seguido hacia la puerta, siguiéndole sus compañeros, con el arco metido entre las cuerdas y las boquillas sin quitar. Los aficionados contemplaban la escena con mirada triste, y el recaudador de contribuciones exclamó en tono trágico: "¡Dios mío, que nervioso me ponen estas cosas!" Mi timidez desapareció como por encanto; atraveséme en el camino del músico de la ciudad, le rogué, le supliqué, le prometí seis minués nuevos con doble trío para el baile. Logré por fin convencerle. Volvió a colocarse ante el atril, sus compañeros hicieron lo propio; la orquesta se organizó a poco sin faltar más que el organista, que, muy despacito, atravesaba la plaza del mercado sin atender a ningún llamamiento. Teresina había permanecido durante toda la escena con la risa contenida; Lauretta estaba en este momento tan alegre como iracunda estuvo antes. Alababa sobremanera mis esfuerzos. Me preguntó si tocaba el piano, y antes de que yo contestara afirmativamente me vi sentado en el puesto de organista con la partitura delante. Nunca había acompañado a cantar ni dirigido una orquesta. Teresina se colocó a mi lado para indicarme los tiempos, y Lauretta me animaba a cada momento con un "¡bravo!"; la orquesta seguía y todo marchaba a maravilla. En la segunda prueba cada cual tocó lo mejor que pudo, y el efecto del canto de las dos hermanas en el concierto fue indescriptible. En la residencia real se preparaban varias fiestas con motivo del regreso del príncipe, y las invitaron a que cantaran en el teatro y en salas de conciertos. Hasta que llegase aquella fecha decidieron permanecer en nuestro pueblo, y, por tanto, aun dieron algunos conciertos más. La admiración del público llegó al delirio. Sólo la vieja Amable, tomando un polvo de rapé de su tabaquera con el perrito de lanas, aseguraba que aquellos gritos no eran canto; mi organista no apareció por parte alguna, y, a decir verdad, no le eché de menos. Yo era el hombre más feliz de la tierra. Pasaba todo el día con las dos hermanas, las acompañaba y sacaba de las partituras las voces que habían de necesitar en la Corte.



Lauretta era mi ideal; sufría con paciencia sus malos humores, sus violencias... sus vejaciones de virtuosa, en el piano. Ella, y sólo ella, me había puesto de manifiesto lo que era la verdadera música. Comencé a estudiar italiano y a ensayarme con cancioncitas. Me elevaba al séptimo cielo cuando Lauretta cantaba mis composiciones y les dirigía elogios. A veces me parecía que yo no había pensado ni escrito nada, sino que la inspiración estaba en el canto de Lauretta. A Teresina no podía acostumbrarme: cantaba muy rara vez, no me daba la menor importancia y en ocasiones creía yo observar que se reía de mí. Por fin llegó el momento de la marcha. Entonces comprendí lo que Lauretta era para mí y lo imposible que me sería separarme de ella. Algunas veces, después de haberse smorfíosa, me acariciaba, aunque de una manera absolutamente indiferente; pero mi sangre se encendía, y sólo la frialdad corriente en ella me impedía estrecharla frenético en mis brazos. Tenía yo una voz pasable de tenor, muy poco ejercitada, y ella me la educó. Solía cantar con Lauretta esa serie innumerable de duettini italianos. Próxima la marcha, cantábamos un día uno de ellos... Senza di te, ben mío, vivere non poss"io. No pude resistir más y, desesperado, echéme a los pies de Lauretta. Ella me levantó, diciéndome: "Pero, amigo mío, ¿es que vamos a separarnos?" Yo la escuchaba asombrado. Me expuso su plan de que me fuese con ella y Teresina a la residencia de la Corte, pues alguna vez habría de salir de mi pueblo si me había de dedicar por entero a la música. Imagínate una persona que se halla en una sima profunda, que desespera de la vida, y en el instante en que cree llegado su fin se encuentra en un edén florido, con mil lucecillas alegres que lo rodean y le dicen: "Querido, puedes vivir aún." Eso fue lo que yo sentí.¡Con ellas a la Corte! No podía pensar en otra cosa. No te cansaré contándote mi trabajo para convencer a mi tío de que convenía marchar a la Corte, que, por otra parte, no estaba muy lejos. Por fin cedió, prometiéndome ir él también. Aquello no entraba en nuestros planes. Por tanto, hube de ocultar mi decisión de marchar con las cantantes. Un oportuno catarro que cogió mi tío me salvó. Salí en el correo, pero sólo hasta la primera parada, donde me quedé esperando a mis diosas. Un bolsillo bien provisto me ponía en condiciones de preparar todo convenientemente. Mi espíritu romántico me hizo concebir la idea de acompañar a mis damas a caballo, como un paladín. Me procuré un rocín, no muy bello que digamos, pero muy seguro en opinión de su dueño, y salí al encuentro de las cantantes. A poco apareció el coche; en el asiento de detrás venían las dos hermanas, y en el de delante la doncella, la regordeta Juana, una napolitana morena. Además, el carruaje iba cargado con toda clase de cajas, paquetes y cestas, de los que no se separan las señoras que van de viaje. Juana llevaba sobre la falda dos perritos de aguas, que me recibieron ladrando cuando me acerqué a saludar a las que llegaban. Todo marchó bien al principio; pero al llegar a la última parada se le ocurrió a mi caballo la idea de volverse a su patria. El convencimiento de que en tales casos no es conveniente emplear los medios violentos me indujo a intentar convencerle con suavidad; pero el terco animal permaneció insensible a todas mis amabilidades. Yo quería ir hacia delante y él hacia atrás, y todo lo que al cabo de esfuerzos sobrehumanos pude conseguir fue que en lugar de andar en la dirección que él quería comenzase a dar vueltas. Teresina sacó la cabeza fuera del coche, riéndose con toda su alma, mientras que Lauretta, tapándose el rostro con ambas manos, gritaba lo mismo que si me viera en peligro de muerte. La desesperación dióme ánimos: clavé las espuelas en los ijares del bruto, y en el mismo momento me vi en el suelo. El caballo quedóse parado tranquilamente y mirándome con aire socarrón. Yo no lograba ponerme en pie; el cochero apresuróse a acudir en mi auxilio; Lauretta se bajó del coche llorando y gritando; Teresina reía sin poderse contener. Me había torcido un pie y no podía montar de nuevo. ¿Qué hacer en aquel apuro? Ataríamos el caballo al coche y yo me metería en él como pudiera. Figúrate dos muchachas robustas, una criada gruesa, dos perros, una docena de bultos, cajas y cestas, y además yo, en un coche pequeño...; imagínate los lamentos de Lauretta, protestando por lo incómodo del asiento..., los aullidos de los perros..., las murmuraciones de la napolitana..., los gestos de Teresina..., el dolor agudísimo que yo sentía en el pie, y te podrás hacer cargo de lo agradable de mi situación. Teresina dijo que no podía más. Nos paramos, y de un salto se apeó del coche. Desató mi caballo, colocóse a horcajadas en la silla y comenzó a trotar y a hacer corcovetas delante de nosotros. No tuve más remedio que reconocer que lo hacía muy bien. Su gracia y su distinción resaltaban aún más a caballo. Pidió la cítara, y, con las riendas en el brazo, empezó a cantar romanzas españolas a toda voz. Su vestido claro de seda flotaba al aire en pliegues armoniosos y las plumas de su sombrero ondeaban como movidos por los espíritus de las notas. El conjunto resultaba de lo más romántico, y yo no apartaba los ojos de Teresina, a pesar de que Lauretta consideraba que era una loca, cuya audacia podía costarle cara. Afortunadamente nada ocurrió: el caballo había perdido su terquedad o le agradaba más la cantante que el paladín; en una palabra, hasta las mismas puertas de la residencia real no volvió Teresina a meterse en el coche.



Aquí me tienes en los conciertos y óperas y en todo lo que era música..., sirviendo de repetidor de arias, dúos y de todo lo que se quería estudiar. Observarás que mi espíritu ha cambiado por completo. Toda mi antigua timidez ha desaparecido; como un maestro me siento ante el piano con la partitura delante para dirigir la parte de mi dama. Toda mi inteligencia.., todos mis pensamientos son melodías... Compongo toda clase de canciones y de arias sin preocuparme para nada del arte del contrapunto, y Lauretta las canta, aunque siempre en nuestra habitación... ¿Por qué no querrá nunca cantar nada mío en los conciertos?... No lo comprendo... Teresina se me representa sobre un corcel orgulloso, con la lira en la mano, como la figura misma del arte romántico... Y sin poderlo remediar escribo algunas canciones serias. Lauretta maneja las notas como un hada. ¿Qué será lo que intente y no le salga bien? Teresina no hacía escalas...; lo más era una ligera apoyatura; pero sus tonos sostenidos llegaban a lo más íntimo del alma. Yo no sé cómo estuve tanto tiempo sin ver esto.



El concierto benéfico en que habían de tomar parte las dos hermanas llegó; Lauretta cantó conmigo una larga escena de Anfossi. Estaba yo sentado al piano, como de costumbre. Era el momento de la última fermata. Lauretta acudió a todos los recursos de su arte; parecía que un ruiseñor trinaba sin cesar...; luego, notas sostenidas..., escalas limpias: todo un solfeggio. La cosa me pareció demasiado larga; sentí detrás de mí como un ligero soplo. Teresina estaba allí. En el mismo momento Lauretta comenzó a lanzar gorgoritos sin interrupción, intentando seguir con ellos hasta entrar en el otro tono. El demonio me inspiró: con las dos manos indiqué el tiempo; la orquesta me siguió; los gorgoritos de Lauretta se terminaron causando asombro general... Lauretta, dirigiéndome miradas con las que hubiera querido atravesarme, rompió la partitura, me la tiró a la cabeza, haciendo volar en derredor mío los pedazos de papel, y como una furia atravesó por entre la orquesta para dirigirse al salón contiguo. En cuanto se terminó la pieza apresuréme a ir tras Lauretta. Estaba llorando y pataleando. "¡Fuera de mi vista, maldito hijo del infierno!" Arrojóse sobre mí y yo salí escapado. Durante el concierto, que se continuó, Teresina y el director de orquesta lograron calmarla y que se decidiera a cantar; pero con la condición de que yo no me sentara al piano. En el último dúo que cantaron las dos hermanas, Lauretta hizo primores de garganta, siendo muy aplaudida y quedando en muy buen lugar. Yo no podía consentir los malos tratos sufridos delante de tantas personas extrañas, y decidí marcharme a la mañana siguiente a mi pueblo. Estaba haciendo el equipaje cuando se presentó Teresina en mi cuarto. Al ver mis preparativos quedóse llena de asombro. "¿Quieres abandonarnos?" Yo le expliqué que después de la vergüenza por que me había hecho pasar Lauretta no podía permancer un día más a su lado. "¿Entonces te vas por causa de las tonterías de una loca?" -dijo Teresina-. ¿Crees tú que vas a vivir dentro del arte en otro sitio mejor que a nuestro lado? Tú puedes perfectamente evitar que Lauretta continúe con esos arranques. Has sido demasiado condescendiente con ella, demasiado dulce, demasiado blando. Sobre todo, exageras demasiado el arte de Lauretta. Ciertamente, tiene buena voz y mucha práctica; pero ese afán de gorgoritos, esas escalas interminables, esos eternos trinos, ¿qué son sino artificios que deben considerarse como los saltos audaces de un bailarín en la cuerda floja? ¿Pueden tales cosas impresionar y conmover? Esos gorgorios que tú has destrozado no los puedo sufrir, me hacen daño, me molestan. Y ese subir y subir el tono, ¿qué es sino pura afectación? A mí lo que más me gusta es el tono medio y el bajo. Y, sobre todo, lo más admirable es un verdadero portamento di voce. Nada de adornos inútiles: un tono sostenido y fuerte... que impresione el alma. Ese es el verdadero canto, y así canto yo. Si ya no puedes resistir a Lauretta, piensa en Teresina, que te quiere bien y que con mucho gusto te verá convertirte en su compositor y maestro. No lo tomes a mal: todas tus canciones y arias valen muy poco comparadas con la única." Teresina se puso a cantar con su voz llena y bien timbrada una canción que había compuesto hacía poco en tonos sacros. Nunca pude imaginarme que aquello pudiera sonar así. Las notas me hacían un efecto inesperado: las lágrimas acudían a mis ojos, lágrimas de alegría y entusiasmo; cogí la mano de Teresina y se la besé mil veces, jurando no separarme de ella jamás. Lauretta miraba mis relaciones con Teresina con cierta cólera envidiosa y echaba de menos mi ayuda, pues, a pesar de todo su arte, no estaba en condiciones de estudiar sola nada nuevo, pues leía mal y no cogía bien los tonos. Teresina, en cambio, repentizaba perfectamente y tenía un sentido exacto de tono. Lauretta demostraba más que nunca su terquedad y su mal genio cuando se la acompañaba. Nunca estaba a tiempo...; trataba al acompañante como si fuera un mal necesario...; no quería que se oyese el piano: siempre había que tocar pianissimo, cediendo y cediendo de cadencia en cadencia como a ella se le antojaba. Yo me ponía en contra de su sistema, luchaba con sus malas costumbres, le demostraba que sin energía no se concebía acompañamiento alguno, que el arte de canto tiene que diferenciarse de la facilidad sin armonía. Teresina me apoyaba. Yo me dediqué a hacer composiciones en las que los solos eran siempre para la voz baja. Teresina también me manejaba a su gusto, con gran satisfacción mía, pues yo suponía que sabía más y comprendía mejor que Lauretta la seriedad alemana. Recorrimos el mediodía de Alemania. En una ciudad pequeña nos encontramos con un tenor italiano que iba de Milán a Berlín. Mis damas se entusiasmaron con su compatriota; no se separaban de él. El cantante demostraba preferencias por Teresina, y, con gran molestia por mi parte, vime reducido a hacer un papel muy secundario.



Un día que iba a entrar en la habitación con una partitura debajo del brazo oí que hablaban en tono más animado mis dos damas y el tenor. Ya entendía perfectamente el italiano y no se me podía escapar una palabra. Lauretta le contaba el suceso del concierto, diciéndole que le había estropeado su escala. "Asino tedesco", exclamó el tenor; y su frase me hizo concebir la idea de arrojar por la ventana al héroe de teatro, pero me contuve. Lauretta siguió, diciendo que habían querido echarme de su lado inmediatamente; pero que, en vista de mis súplicas accedieron a que continuase con ellas, soportándome por compasión, ya que tenía empeño en estudiar el canto a su lado. Teresina mostróse de acuerdo con su hermana, ante mi asombro extraordinario. "Es un buen chico -dijo- además, ahora está enamorado de mí y todo lo escribe para mi voz. No deja de tener talento, pero trabaja con la tiesura y la torpeza propias de los alemanes. Yo espero hacer de él un compositor, pues, como ha escrito poco para la voz alta, me ha hecho algunas cosas buenas; por eso le dejo que siga adelante. Muy aburrido resulta con su amor y sus lisonjas, y también es un martirio el tener que sufrir sus composiciones, que muchas son bastante malas." "Por lo menos, de eso ya me veo yo libre -dijo Lauretta-: pero tú sabes muy bien lo que me ha perseguido con sus arias y sus dúos."



Y empezó a tararear un dúo mío, que en su época había alabado mucho. Teresina hacía la segunda voz, y las dos se burlaban lindamente de mí y de mi obra. El tenor se reía a carcajadas. Me quedé frío, y tomé una decisión rápida. En silencio me trasladé a mi cuarto, cuya ventana daba a una callejuela. Enfrente estaba el Correo y a la puerta el coche de Bamberg. Los pasajeros iban en dirección a la puerta, y, por tanto, tenía una hora de tiempo. Recogí mis cosas a toda prisa, pagué la cuenta entera en la posada y me dirigí al Correo. Cuando iba por la calle principal vi a mis dos damas, que aún estaban en la ventana con el tenor y se asomaban atraídas por el sonido del cuerno del postillón. Me acurruqué en el interior del coche, y pensé con alegría en el efecto de las cartas llenas de amargura que había dejado para ellas.



Con mucha parsimonia apuró Teodoro el resto de la botella de vino de Elea que Eduardo le sirvió.

-No esperaba yo -dijo, después de limpiarse los labios-, no esperaba yo tal deslealtad en Teresina. Su imagen simpática en el caballo, haciendo corvetas y cantando romanzas españolas, no se aparta de mi mente. Ese fue su punto culminante -continuó Teodoro-. Aún recuerdo la impresión extraña que me produjo la escena. Olvidé mis dolores, y Teresina se me apareció corno un ser extraordinario. ¡Qué verdad que tales momentos quedan grabados para siempre y no se borran nunca! Siempre que me ha salido bien una romanza he tenido presente la imagen de Teresina en aquella ocasión. -Sí -dijo Eduardo-; pero no debemos olvidar tampoco a la artista Lauretta, y brindaremos a la salud de las dos hermanas.



Así lo hicieron.

-¡Ah! -exclamó Teodoro-. ¡Cómo aspiro en este vino los dulces aromas de Italia!... ¡Cómo siento que inundan mis nervios y mis venas de frescura! ¿Por qué abandoné tan pronto aquel delicioso país?

-Pero -repuso Eduardo- en todo lo que me has contado no veo relación alguna con el cuadro, y me parece que ya no tienes nada que decirme de Lauretta y Teresina. Claro está que demasiado he comprendido que las dos damas del cuadro en cuestión no son sino dos artistas.

-Así es, en efecto -respondió Teodoro-, y mi nostalgia del delicioso país me lleva directamente a lo que tengo aún que decirte. Cuando hace cosa de dos años me disponía a abandonar Roma, di un rodeo yendo a caballo. A la puerta de una taberna vi una muchacha muy linda, y se me ocurrió tomar una copa servida por las manos de aquella niña. Me detuve en la puerta, al pie del emparrado que iluminaban los rayos del sol. A lo lejos creí oír voces que cantaban y los acordes de una cítara. Escuché con atención, pues aquellas voces de mujer me hacían un efecto extraño, evocando recuerdos que no deseaba evocar. Apeéme del caballo, y, despacito; me acerqué al emparrado, de donde parecía salir la música. La primera cantaba sola una canzonetta. Cuanto más me acercaba tanto más desaparecía lo conocido que me emocionara al principio. La cantante ejecutaba una fermata complicada. Las escalas se oían más altas y más bajas...; al fin escuchóse una nota sostenida... Pero, de repente, una voz de mujer empezó a lanzar todo género de maldiciones, de denuestos, de improperios. Un hombre protestaba, otro reía. En la disputa se mezcló otra voz de mujer. A cada momento los gritos eran más fuertes y más furiosos. Al fin me encontré junto al emparrado... un abate salió corriendo junto a mi sin ceremonia alguna...; me miró; reconocí en él a mi amigo el signor Ludovico, mi mentor musical en Roma. "¿Qué le pasa?", exclamé. "¡Ah, signor maestro, signor maestro -clamó el-; líbreme de esa furia..., de ese cocodrilo..., de ese tigre..., de esa hiena..., de ese demonio de mujer! Ciertamente que he entrado a destiempo en la fermata de la canzonetta de Anfossi y que he destrozado su escala; pero ¿por qué la miré a los ojos, diosa satánica? Al demonio todas las fermatas..., todas." Muy emocionado, penetré en el emparrado con el abate, y a la primera mirada reconocí a Lauretta y a Teresina.



Aún estaba la primera chillando y pataleando; su hermana le dirigía la palabra, tratando de calmarla; el hostelero, con los desnudos brazos cruzados, mirábalas riendo, mientras una criada colocaba botellas encima de la mesa. En cuanto las cantantes me vieron acercáronse a mí. "¡Ah signor Teodoro!", decían y me abrumaban con demostraciones amistosas. Toda la disputa se había olvidado. "Aquí tiene usted -dijo Lauretta al abate- un compositor con tanta gracia como un italiano y tan fuerte como un alemán." Las dos hermanas, quitándose una a otra la palabra, hablaron de los días felices que habíamos pasado juntos, de mis aficiones musicales desde muy joven, de nuestros estudios, de las excelencias de mis composiciones...; nunca habían logrado cantar nada con más gusto que lo compuesto por mí. Teresina me anunció que estaba contratada como primera cantante trágica para el próximo Carnaval; pero que quería poner por condición para aceptar que se me encargase una ópera trágica, pues ella era de opinión que mi especialidad era lo trágico. Lauretta opinaba lo contrario, y creía que era una lástima que no me dedicase a la ópera bufa. Estaba precisamente contratada para ésta y desearía vivamente que fuese yo el autor de la obra en que ella pudiera lucirse. Puedes imaginarte mis sentimientos entre las dos hermanas. Además, advierte que la reunión en que yo aparecí era la misma pintada por Hummel en el preciso instante en que el abate está a punto de estropear la fermata de Lauretta.



-Pero ¿no se acordaban -preguntó Eduardo- de tu despedida; de tu carta?

-No dijeron una palabra que hiciera referencia a ello -repuso Teodoro- y yo tampoco, pues ya hacía mucho tiempo que se me había pasado el rencor y mi aventura con las dos hermanas se me aparecía como cosa de broma. Lo único que me permití fue contar al abate que hacía algunos años me ocurrió exactamente lo mismo que le había sucedido a él con un aria de Anfossi. Esforcéme en pintar mi unión con las hermanas, y, dejando caer ciertas observaciones como de pasada, les hice comprender que la experiencia de la vida y del arte me había dado cierta superioridad sobre ellas. Y después de todo -continué-, fue un bien que yo hiciera aquello con la fermata, pues estaban las cosas de un modo que habrían sido eternas, y si dejo seguir a la cantante, aún estaría sentado al piano. "Pero -repuso el abate- ¿qué maestro puede permitirse dictar leyes a la prima donna? Y además, su falta de usted fue mucho más grave, por estar en la sala de conciertos, que la mía aquí en el emparrado... Claro está que yo no representaba más que la idea de maestro, y estoy seguro de que si no me miran esos ojos celestiales con su fuego y su dulzura no habría sido tan asno." Las últimas palabras del abate fueron salvadoras, pues Lauretta, que durante la conversación se había ido enfureciendo, se calmó con ellas.



Pasamos juntos la velada. Catorce años -tanto tiempo había transcurrido desde mi separación de las dos hermanas- hacen cambiar mucho. Lauretta había envejecido bastante, aunque no perdió del todo sus encantos. Teresina se conservaba mucho mejor y tenía la misma figura arrogante. Además iban vestidas con atildamiento y su aspecto era en el arreo exterior el de siempre, aunque catorce años más joven que ellas. Accediendo a mis ruegos, Teresina cantó una de aquellas canciones serias que tanto me impresionaban; pero me pareció que sonaba de otro modo, y lo mismo me ocurrió con Lauretta, cuya voz había perdido mucho a pesar de conservar aún fuerza y frescura, si bien era muy distinta de la que yo recordaba. La comparación de los sentimientos interiores con la no siempre agradable realidad tenía que serme más molesta aún recordando la conducta hipócrita de las hermanas, sus éxtasis fingidos y su admiración concedida con aire protector. El grotesco abate, que cortejaba a las hermanas con toda asiduidad; el buen vino, abundantemente escanciado, me devolvieron mi buen humor, y la noche transcurrió en la mejor armonía. Con mucha insistencia invitáronme las dos hermanas a que fuera a su casa para tratar de todo lo necesario con destino a las partituras que había de escribir dedicadas a ellas. Me marché de Roma sin intentar verlas.



-Y sin embargo, a ellas les debes el haber despertado tu afición al canto -dijo Eduardo. -Indudablemente -repuso Teodoro-, y además una porción de melodías de las mejores; pero, a pesar de todo, no hubiera querido volver a verlas. Todo compositor recuerda alguna impresión profunda que el tiempo no puede borrar. Y llega un momento en que el espíritu que vive en las notas habla, y es la palabra creadora que despierta a los demás espíritus que duermen dentro de él, haciéndolos salir para no desaparecer jamás. Y se nos figura que todas las melodías que brotan de ese modo pertenecen a la cantante que encendió la primera chispa. Las oímos, escribimos lo que ella cantó, nuestra debilidad nos hace aferrarnos a la pequeñez y nos empeñamos en rebajar lo sobrenatural a los límites de la estrechez terrena. Y la cantante se convierte en nuestra amante o en nuestra esposa. El encanto desaparece y las melodías íntimas se desvanecen con la rotura de una sopera o con una mancha de tinta en la ropa limpia. Muy de alabar es el compositor que no desciende a la vida terrena y sabe conservar vivo el fuego sagrado de la música dentro de su ser. Ojalá el joven se sienta profundamente conmovido por los tormentos del amor y de la desesperación si la divina encantadora se separa de él; entonces su figura se convierte en notas maravillosas y celestiales y él vive en una juventud eterna produciendo melodías que son siempre ella. En este caso ella es el ideal supremo, que vive en el fondo del alma y se exterioriza en formas distintas.



-Un poco extraño es eso; pero, de todos modos, digno de elogio -dijo Eduardo cuando, del brazo de su amigo, salía de la taberna de Tarone.


Los Maestros Cantores (Der Kampf der Sänger) es un relato fantástico del escritor alemán E.T.A. Hoffmann, publicado en 1818.




En este cuento, Hoffmann se aleja un poco de su afinidad por el horror clásico, y se sumerge, con notable maestría, en el terreno de la leyenda.











Los Maestros Cantores.

Der Kampf der Sänger, E.T.A. Hoffmann (1776-1822)





I. En la Corte de Turingia:

El landgrave que gobernaba en Turingia en 1208 era un gran amigo y protector de los maestros cantores. Estos formaban asociaciones reglamentadas compuestas por discípulos, poetas, músicos y amigos del arte lírico.



El duque que en aquella época tenía a su cargo el gobierno de Turingia había reunido a seis ilustres maestros cantores, que intervenían en brillantes fiestas y torneos. Entre las damas de la corte había una particularmente aficionada a ese arte. Era la condesa Matilde. Enrique de Ofterdingen era un joven y apuesto maestro cantor a quien el landgrave distinguía sobre los demás. Este favorito de la corte estaba enamorado de la condesa Matilde; pero ésta, que conservaba el recuerdo de su difunto marido como un sagrado culto, no correspondía a sus galanteos.



La llegada de otro maestro cantor eclipsó en parte gloria y el prestigio del afortunado joven.

A pesar de querer mucho a su rival y de haber aceptado con resignación el olvido en que lo tenía el landgrave, Enrique se sentía desdichado. Poco tiempo después, positivamente enfermo, abandonó el castillo de Wartburgo, y se fue a la ciudad de Eisenach. Los maestros compañeros suyos se afligieron mucho al ver su estado. Únicamente Wolfram pareció alegrarse. Decía que ahora que su enfermedad era física a todas luces, debía de estar próxima su total curación. Pero viendo que el tiempo pasaba y que no tenía noticias del restablecimiento de su amigo, decidió un día visitarlo. Cuando el enfermo notó la presencia de su amigo en el dormitorio, se incorporó con dificultad y le tendió la mano.



-Sé que mi mal es mal de amor- le dijo-. Estoy perdidamente enamorado de la condesa Matilde. Y como estoy convencido de que nunca podré ser correspondido por ella, he preferido venir a terminar mis días lejos del castillo renunciando a ella definitivamente.

-Haces mal en peder las esperanzas.

-Agradezco tu buena intención, pero sé que tú también la amas y que ella te corresponde.



A pesar de su promesa de no regresar al castillo de Wartburgo, el pobre enamorado intentó más de una vez emprender el viaje. Y un día, al anochecer, sin saber cómo, se encontró de pronto en la selva que circulaba el castillo. No comprendiendo lo que le pasaba y presa de gran desesperación se echó sobre el pasto. De pronto oyó a sus espaldas una risa estridente que le heló la sangre. Se volvió asustado y vió una figura alta y oscura que con voz irónica y destemplada le dijo:



-No dudo que yo puedo ser el más grande de los maestros, pero no debo daros lecciones.

-¿Es posible?- preguntó Enrique.

-Sí. Pero no os desaniméis. Puedo daros varios consejos tan valiosos como un curso completo. ¿Habéis oído hablar alguna vez de un célebre maestro cantor llamado Klingsohr?

-Sí. He oído hablar de él.

-El pueblo dice que es un poderoso nigromante y que tiene relaciones con el diablo.

-¿Y qué debo hacer?

-Irlo a ver. El os enseñará el camino para triunfar.

-¿Dónde lo puedo ver?

-En Hungría. Si no podéis ir en seguida, y para que os sirva de ayuda en vuestros estudios, os entregaré un librito compuesto por él. Contiene además de las verdaderas reglas del arte, algunas bellas canciones de Klingsohr.



Apenas terminó de pronunciar estas palabras, el hombre vestido de negro sacó de un bolsillo interior un librito con tapas de color rojo vivo. Después de entregárselo a Enrique, desapareció.

El joven se quedó dormido, y al despertar notó que el sol estaba ya muy alto. Sobre sus rodillas vió el libro de tapas rojas.



II. De regreso:

Deseando tener noticias de Enrique, Wolfram volvió otro día a Eisenach. Se dirigió a la casa donde se hospedaba su amigo, pero no lo encontró. Y allí le informaron que había desaparecido. Triste por la inesperada noticia, regresó a la corte.



Un día de primavera hubo un torneo poético en el jardín de la residencia ducal. Iba a empezar Wolfram con uno de sus cantos, cuando de entre los árboles apareció un joven. Todos reconocieron a Enrique en él. Y grande fue la alegría de todos, ya que lo habían dado por perdido. Se dirigieron a él y le prodigaron afectuosos saludos. El joven maestro, en cambio, sin fijar apenas la atención en tan sinceras pruebas de amistad, se acercó al landgrave, e inclinándose ante él y ante la condesa Matilde, manifestó que estaba definitivamente curado de la enfermedad que había motivado su alejamiento y que deseaba tomar parte en el torneo. Todos notaron un cambio raro en su físico y en sus maneras. Ya no era, como antes, un joven tímido y soñador.



Wolfram entonó un canto en honor del dueño del castillo. Luego se refirió al regreso del querido amigo a quien creía perdido, improvisando unos versos llenos de sentimiento. Enrique, lejos de manifestarse agradecido, frunció las cejas y, poniéndose luego en medio del círculo destinado a los cantores, empezó una melodía tan diferente a las demás, que dejó sorprendida a la reunión. Una vez que hubo dado la nota final se hizo un largo silencio al que sucedieron entusiastas aplausos. La misma condesa Matilde, no pudiendo contener su admiración, se levantó de su asiento y acercándose a Enrique le colocó en la frente la corona que constituía el trofeo destinado al vencedor.



Mientras todos dirigían sus alabanzas al joven maestro, una sola persona permanecía silenciosa y preocupada: el landgrave. Desvanecida la primera impresión producida por el maravilloso canto de Enrique, los maestros no tardaron en observar todo lo que en él había de falso brillo y de audacia sin recato. Únicamente la condesa Matilde seguía siendo una entusiasta admiradora del joven poeta. Y en poco tiempo todo el mundo notó un gran cambio en la noble dama.



Por eso el landgrave, temiendo que las otras damas de la corte siguieran tan poco recomendable ejemplo, prohibió que se dedicasen a la poesía. La que así lo hiciere sufriría pena de destierro. La condesa Matilde se vió obligada a retirarse de Wartburgo. Y se instaló a poca distancia de la ciudad de Eisenach, a un castillo donde Enrique pensaba también ir. Pero el señor de Turingia le ordenó que se quedara en su mansión para tomar parte en el torneo al que lo habían retado los demás maestros.



-Con vuestro comportamiento –dijo-, habéis creado la división en el círculo amable y cerrado que yo había formado aquí.

-No sé, señor –contestó Enrique-, cómo he podido hacerme acreedor de tan fieros reproches. La casualidad quiso que cayera en mis manos un bello libro, obra de un célebre maestro. Y, subyugado por su contenido, sentí el deseo de conocer al autor de tamaño prodigio y estudiar su arte maravilloso. A Hungría me fui, y allí visité al maestro Klingsohr, a quien debo el arte sobrenatural de mis versos.

-Varias veces me ha elogiado vuestro maestro el duque de Austria –contestó el landgrave-, y por él se que es hombre versado en las ciencias ocultas. Pero un poeta deber ser sencillo. Los maestros cantores de esta corte están irritados pro vuestro comportamiento altanero. Quieren disputar el premio del canto. Es necesario que respondáis a su desafío.



Enrique aceptó. Llegó el día del torneo, y, ya fuese por la poca consistencia de las lecciones recibidas o el exaltado entusiasmo de sus rivales, fue vencido.

Entonces éste, enfurecido, entonó, un canto irónico con indirectas hirientes para el landgrave y las damas de la corte. Se irritaron todos los presentes, y viendo enrique en peligro su vida, rogó al dueño del castillo que lo protegiera y permitiera ser juez, en una próxima lucha, al mismo maestro Klingsohr.



-Las cosas han llegado a un extremo –contesto el noble señor- que ya no se trata de vencer en un torneo poético. Me habéis insultado habéis atentado contra el honor de las damas de la corte que, por serlo, merecen el mayor respeto. Del concurso que pedís depende, no solamente vuestra reputación sino también mi dignidad y el honor de las damas de Wartburgo. Consiento en que se celebre y en que actúe como juez el maestro Klingsohr. Uno de los cantores será vuestro competidor. Lo designará la suerte, y vos mismo elegiréis el tema que más os agrade. Pero tened presente que el vencido será condenado a muerte.

-Gracias, señor- dijo Enrique, arrodillándose ante landgrave.

-Id a buscar vuestro maestro y haced que esté dentro de un año. El será el árbitro en la próxima lucha a vida o muerte.

Enrique se retiró y durante varios meses reinó la más completa tranquilidad en el castillo Wartburgo.



III. El maestro vencido:

Faltaba poco para vencer el plazo acordado por el landgrave para que el maestro Klingsohr se encontrara en Wartburgo, cuando se supo en el castillo la llegada de éste a la próxima ciudad de Eisenach. Los maestros cantores se regocijaron, pues ello suponía la proximidad del duelo poético con Enrique. Wolfram, por su parte, estaba más impaciente que ninguno, pues deseaba tratar al famoso Klingsohr y conocer su ciencia. No pudiendo aguantar más, un día se dirigió a Eisenach. Al llegar a la casa donde se hospedaba el célebre maestro vió que muchos alumnos de canto se habían congregado junto a la puerta y hablaban del ilustre visitante. Después de vencer no pocos inconvenientes, Wolfram entró en la casa y se hizo anunciar.



Un sirviente elegantemente vestido le abrió la puerta del aposento ocupado por Klingsohr. Al penetrar en él, el poeta suizo vió a un hombre de elevada estatura ataviado con un caftán de terciopelo de color carmesí con largas mangas y adornos de piel de marta. Su aspecto era majestuoso, y sus ojos parecían despedir rayos. En la pieza había profusión de libros e instrumentos de todas clases, y en un rincón, un viejo enano pálido, de unos tres pies de estatura, que, encaramado sobre un taburete ante un pupitre, escribía con una pluma de plata en una hoja de pergamino lo que le iba dictando el huésped, que no era otro que Klingsohr. Cuando la mirada de éste se dirigió a Wolfram, el joven maestro cantor le dirigió un atento saludo en verso; le dijo que deseaba disfrutar de las bellezas de su arte, y le rogó que le contestara también un verso. El maestro midió de pies a cabeza con una mirada colérica y le contestó:



-¿Quién sois vos para interrumpirme con vuestras torpes estrofas y provocarme como si estuviéramos realizando un torneo poético?...¡Ah!... Sin dudas, sois Wolfram, el más ignorante de los cantores que en Wartburgo se califican así mismos de maestros.

Conteniendo a duras penas su indignación, contestó el joven:

-No está bien en un maestro como vos contestar de tal manera al saludo que respetuosamente os he dirigido. Estoy por creer que es cierto lo que se dice: que tenéis trato con los espíritus del infierno, pues sois orgulloso como ellos.

-No habléis de mismo relaciones con los espíritus, porque no sabéis de qué se trata. Pero, ya que lo queréis, acepto vuestro desafío. Cantaremos, pero no aquí, pues esta habitación no se presta para esta clase de ejercicios. Además, quiero que bebáis conmigo un vaso de buen vino.



Al oír esto, el enano que escribía saltó al suelo desde su alto taburete con tal violencia que lanzó un gemido. Klingsohr, fastidiado, se dio vuelta y de un empujón lo mandó al interior de un armario, donde lo dejó encerrado con llave. En seguida acomodó los libros que estaban abiertos y diseminados a su alrededor. Cada vez que la tapa de un volumen caía sobre las hojas de pergamino se oía un lúgubre sonido parecido al suspiro de un moribundo. En los armarios y arcas resonaba un indefinible rumor y un pájaro grande revoloteaba por la habitación agitando sus doradas alas. La noche había llegado y el joven visitante empezó a sentir miedo. Entonces Klingsohhr extrajo de una caja una piedra que derramó por la pieza una claridad parecida a la del sol. Inmediatamente renació la calma; Wolfram ya no vio ni oyó nada de cuanto lo había asustado.



Entraron dos sirvientes trayendo un espléndido traje con el que vistieron a su patrón. Luego éste y Wolfram, se fueron a una taberna próxima. Después de beber algunos vasos de vino, brindando por su reconciliación, los dos poetas entonaron diversas canciones. Desdichadamente para el joven, nadie estaba allí que pudiera ser juez del singular torneo, pues de ser así, le habría dado a él la palma. Tan inspirado estuvo en sus canciones que el mismo Klingsohr confesóse vencido.



-Pero no os vanagloriéis -le dijo-. Aunque me habéis ganado hoy, no ocurrirá lo mismo mañana. Os enviaré por la noche a un famoso cantor llamado Nasias, Luchad contra él y ¡ay, de vos, si os vence!



IV. La derrota de Nasias:

Aunque los maestros, cuando se hallaban reunidos en la taberna, creían que nadie estaba escuchando su canto ni sus palabras, lo cierto era que los admiradores de ambos fueron testigos de lo ocurrido allí. Tanto los de un bando como los de otro consideraban imposible que Klingsohr se hubiera declarado vencido. Los amigos de Wolfram aconsejaron a éste que abandonara la lucha, pues, sin duda, aquel Nasias que el viejo le iba a mandar sería el mismísimo demonio. El joven poeta no atendió ninguna de las sensatas indicaciones aguardó tranquilamente la noche en la pieza que le había prestado un amigo suyo que le había dado albergue.



Llegó la noche y nada anunciaba al extraño visitante. Las pesas del reloj subían unas y bajaban otras en forma pausada y medida. Pero al sonar la medianoche, un golpe de viento invadió la casa; voces discordantes dejaron oír una especie de gemido y gritos destemplados como los de las aves nocturnas se unieron al fúnebre concierto. Wolfram había ya casi olvidado la anunciada visita. Por eso, al oír aquella batahola se estremeció, pero no tardó en reaccionar, recobrando la tranquilidad perdida. Como a impulsos del viento, se abrió violentamente la puerta y apareció un hombre alto circundado de un vapor rojizo, que se quedó mirando al joven poeta con centelleantes ojos. Se trataba de una aparición espantosa. Tanto, que otro hombre que no hubiera tenido el temple de Wolfram se hubiera desmayado. Pero nuestro héroe consiguió mantenerse firme, y con voz clara y potente, preguntó:



-¿Qué venís a hacer?

-Soy Nasias –contestó el aparecido y vengo a luchar con vos en el arte del canto.



Esto diciendo, abrió su capa y dejó caer sobre la mesa numerosos libros que llevaba bajo el brazo.

Inmediatamente con modulaciones singulares. Wolfram lo escuchaba con los ojos bajos. Cuando el visitante terminó, empezó el joven poeta a entonar varias melodías nobles y piadosas, consagradas por entero a las cosas santas. Nasias al oír las alabanzas al cielo saltaba de un lado para otro. Parecía como si quisiera arrojar sobre la cabeza del joven los pesados libros que había traído consigo. A medida que el canto de Wolfram ganaba en brillo y vigor, se debilitaba el poder de la mirada del irascible contrincante, a la vez que su estatura iba disminuyendo hasta llegar a los dos pies. Entonces el joven maestro se levantó y en nombre de Jesucristo y de los santos, ordenó al espíritu infernal que se retirara.



-Eres un alumno vil e ignorante –gritó Nasias con voz enronquecida por la rabia y dando saltos de furor.



Luego bramó como una racha de viento y desapareció, dejando en la habitación un penetrante olor a azufre. Wolfram, satisfecho de la victoria obtenida, abrió la ventana para que la brisa de la madrugada barriera las huellas dejadas por el diablo. Por la tarde el poeta abandonó la ciudad rumbo al castillo de Wartburgo. En el camino encontró a dos nobles caballeros, ricamente vestidos y bien montados, que iban a la cabeza de un cortejo numeroso y brillante. Le informaron que el landgrave los mandaba a la ciudad para traer al maestro Klingsohr con el fin de que actuara de árbitro en el singular torneo que iba a realizarse. El viejo maestro había pasado la noche en el balcón de su residencia observando el firmamento. Después de trazar sus líneas astrológicas, dijo a dos de sus discípulos que lo acompañaban:



-Esta noche ha nacido una hija de Andrés II, rey de Hungría. Esta princesa se llamará Isabel y, en premio a sus virtudes y a su piedad, un día será canonizada por el papa Gregorio IX. Y esta santa Isabel de Hungría será la esposa de Luis, hijo de Hermann, el landgrave de Turingia, protector de los maestros cantores.



Inmediatamente fue referida la profecía al noble señor de aquel estado, quien la recibió con intenso júbilo. A partir de entonces decidió tratar al célebre extranjero como un gran señor, haciéndolo escoltar como si fuera un príncipe, a su llegada al castillo, para intervenir en la justa. Mientras tanto, la hora del torneo a vida o muerte se aproximaba. Wolfram creía que no se podía realizar porque Enrique todavía no se había presentado. Sin embargo, el landgrave estaba ya informado de su llegada. Mandó disponer un gran patio interior del castillo para el combate y ordenó que llamaran al verdugo de Eisenach, para que ejecutara al vencido.



V. El triunfo de Wolfram:

En una de las salas del castillo hablaban como buenos amigos el landgrave de Turingia y el maestro Kinglsohr. Este afirmaba haber visto claramente la constelación que anunciaba el nacimiento de Isabel y aconsejaba al noble caballero el envío inmediato al rey de Hungría en una embajada con encargo de solicitar la mano de la recién nacida princesa para el príncipe Luis, que entonces contaba once años de edad. El landgrave encontró acertado el consejo y empezó a ponderar la ciencia del maestro. Y éste le habló en términos tales que el duque lo invitó a abandonar el lugar de su residencia para ingresara en la corte de Wartburgo donde sería tratado de acuerdo con sus merecimientos.



El maestro agradeció el ofrecimiento, pero de ahí no pasó, pues, según dijo, le debía tantos favores al rey Andrés de Hungría, que consideraba una ingratitud abandonarlo. Además, no creía poderse llevar bien con los maestros cantores de Turingia. Y dijo más: dijo que no podría ser juez en el singular torneo, pues debía regresar de inmediato a su patria. Y llegó el día del singular torneo. En medio del patio destinado al efecto había dos sitiales tapizados de negro para los maestros cantores que iban a tomar parte. Detrás de esos asientos se veía el patíbulo, donde debía ser ejecutado el vencido.



El landgrave designó jueces del certamen a dos caballeros de la corte que eran muy versados en poesía y música. Pero éstos y para el príncipe se había construído frente al lugar en que iban a actuar los contendores, una tribuna con ricos adornos. A continuación venían los estrados ocupado por las damas y demás espectadores. Una inmensa multitud, formada en su mayor parte por gente del pueblo, llenaba el patio y se amontonaba en las ventanas y techos. Al son de trompetas y címbalos, avanzó el landgrave con los árbitros del certamen, y fueron a sentarse en la tribuna de honor.



Los maestros cantores ocuparon inmediatamente sus correspondientes sitiales. Sobre el catafalco, el verdugo y sus dos ayudantes esperaban tranquilamente el momento de cumplir su ingrata tarea. El padre Leonardo, confesor del landgrave, se colocó junto al cadalso para asistir en sus últimos momentos al que debía pagar con la vida su derrota. El silencio más profundo reinaba entre los concurrentes. El mariscal del landgrave se adelantó hasta el centro del recinto y proclamó los motivos del torneo. El padre Leonardo levantó el crucifijo, y todos los maestros cantores, arrodillados y con la cabeza descubierta, juraron someterse a la voluntad de su señor. El verdugo empuñó el hacha y proclamó que ejecutaría lo mejor y más rápidamente que pudiera al que resultara condenado en el singular y terrible encuentro.



Después de un toque de trompetas, el mariscal llamó tres veces a Enrique de Ofterdingen. Y éste, a quien nadie había visto regresar a la corte, se encontró de pronto junto al mariscal. Se inclinó ante el landgrave y con voz clara y potente dijo que había llegado para luchar con el maestro que se le indicara. El mariscal se acercó a los maestros cantores llevando una urna de plata que contenía varios billetes en blanco menos uno. Cada participante tomó el suyo, tocándole a Wolfram el del signo indicador de que debía contender con Enrique. Se levantó con alegre decisión y al hallarse frente a su amigo experimentó un doloroso sentimiento al ver en su pálido rostro y en sus ojos brillantes una expresión parecida a la que había visto en el diabólico Nasias, vencido en una ocasión.



Enrique empezó a cantar, y Wolfram se estremeció: reconoció en la composición las palabras de música de Nasias. Cuando su contrincante terminó, tuvo que reunir todas sus fuerzas para poder contestarle como correspondía. Y lo hizo con un canto tan magnífico que provocó las aclamaciones de la multitud. Por orden del señor del castillo, Enrique cantó de nuevo y lo hizo de una manera tan admirable que entusiasmó a todos. El mismo Wolfram se sentía conmovido; pero divisando a la condesa Matilde en toda su belleza, tal como lo viera el primer día que la encontró en los jardines de la ducal mansión y observando que le dirigía una amorosa mirada, al llegarle a su vez el turno, cantó haciendo una descripción de la felicidad que experimentó cuando le tocó luchar contra el demonio. Puso tanto sentimiento y empleó tan lindas frases, que el pueblo, sin aguardar el fallo de los jueces,. Lo proclamó vencedor del torneo. El landgrave y los árbitros se levantaron confirmando la opinión general, resonaron las trompetas y el mariscal ciñó la corona en las sienes del triunfador.



El verdugo se preparó para ejecutar su terrible misión, pero apenas sus ayudantes quisieron apoderarse de Enrique, éste se convirtió en una nube negra y espesa que silbando desapareció en la atmósfera. Ante semejante prodigio, se retiraron todos pálidos y conmovidos. Y cuando el asombro que provocara se hubo calmado, el landgrave reunió a los maestros cantores y le dijo:



-Ahora comprendo por qué Klingsohr no quiso ser árbitro. Ya sea Enrique el que acaba de cantar o algún diablo mandado en su reemplazo, lo cierto es que la lucha ha terminado en vuestro honor.

Algunos sirvientes que estaban vigilando la puerta del castillo cuando se realizaba el torneo dijeron que en el momento el que Wolfram venció a Enrique vieron a un personaje parecido a Klingsohr alejarse del castillo montado en un caballo negro lleno de espuma.



VI. La salvación de Enrique y de Matilde:

La condesa Matilde entró en los jardines del castillo, donde la siguió Wolfram. La hermosa viuda tendió al joven poeta las manos en señal de agradecimiento y le dijo:



-Os estoy muy reconocida. Me salvasteis del poder del demonio.

-¿Es posible? –exclamó Wolfram, asombrado.

-Sí, mi querido maestro y amigo. Una noche, cuando todavía me sentía atada a la influencia nefasta de Enrique, quise componer un canto, y observé con horror que tanto las palabras como la música contenían frases que parecían inspiradas por una potencia infernal. Ante mí apareció de pronto una figura terrible que, agarrándome con sus ardientes manos, intentó arrojarme a un abismo que se había abierto a mis pies. Pero en aquel preciso instante se oyó un dulcísimo canto a cuyo influjo la figura diabólica quedó reducida a la impotencia, alejándose de mí, pero llevándose el pergamino en el que yo había escrito la extraña composición. Dando un aullido terrible se arrojó al abismo. Aquel canto salvador era el vuestro, era el mismo que hizo huir al diablo. Por eso, mi querido maestro, os debo más que la vida: os debo la salvación del alma.



Aquella misma tarde, estando Wolfram sentado en su aposento, le entregaron carta de Enrique. En ella el amigo lo saludaba cariñosamente, anunciándole que su espíritu estaba ya libre de la influencia del infierno. Después de agradecerle sus palabras bondadosas, le manifestaba que tenía la esperanza de poderle dar en breve mejores noticias. Tiempo después se supo que Enrique se encontraba en la corte del duque de Austria para el cual componía lindas canciones. Todo los maestros se alegraron de que hubiera renunciado a las falsas tentaciones y que, a pesar de los esfuerzos hechos por el infierno para atraerlo a sí, hubiera recobrado su alma religiosa.



Y así fue cómo Wolfram, con la pura inspiración de su canto y la amistad brotada de su noble corazón, logró la salvación de su amada y de su amigo y compañero.





Los Maestros Cantores (Der Kampf der Sänger) es un relato fantástico del escritor alemán E.T.A. Hoffmann, publicado en 1818.



En este cuento, Hoffmann se aleja un poco de su afinidad por el horror clásico, y se sumerge, con notable maestría, en el terreno de la leyenda.





Consejero Krespel (Rat Krespel) es un relato fantástico del escritor alemán E.T.A. Hoffmann, publicado en 1817.




El cuento pertenece, sin dudas, a una etapa extraordinariamente creativa de Hoffmann. En aquel período escribiría muchos relatos de diversa naturaleza. Consejero Krespel es uno de los más extraños y fascinantes.







Consejero Krespel.

Rat Krespel, E.T.A. Hoffmann (1776-1822)





El consejero Krespel era uno de los hombres más extraordinarios con que he tropezado en mi vida. Cuando fui a H... para pasar una temporada, toda la ciudad hablaba de él, pues acababa de realizar una de sus excentricidades. Krespel era famoso como hábil jurista y como diplomático. Un príncipe reinante de Alemania, de segunda categoría, se había dirigido a él para que redactase una Memoria en la que quería hacer constar sus bien fundados derechos a cierto territorio y que pensaba dirigir al emperador. Consiguió su objeto, y recordando que Krespel se había lamentado una vez de no encontrar casa a su gusto, se le ocurrió al príncipe, para recompensarle por su obra, comprar la casa que eligiera Krespel; este no aceptó el regalo en esta forma, sino que insistió en que se le hiciera la casa en el hermoso jardín que había a las puertas de la ciudad. Compró toda clase de materiales y los llevó allí; luego se le vio, durante días enteros, con su extraordinaria vestimenta —que se mandaba hacer según modelos especiales—, matar la cal, cribar la arena, amontonar ladrillos, etc. No trató con ningún maestro de obras ni pensó siquiera en un plano. Un buen día se fue a ver a un maestro de obras de H... y le rogó que a la mañana siguiente, al amanecer, estuviera en el jardín con oficiales, peones y ayudantes para edificar la casa. El maestro de obras le preguntó, como era natural, por el proyecto, y se asombró no poco cuando Krespel le respondió que no lo necesitaba y que todo saldría bien sin él. Cuando al día siguiente, el maestro y sus obreros estuvieron en el sitio indicado, se encontraron con una hondonada cuadrada, y Krespel le dijo:



—Aquí hay que fundar los cimientos de mi casa, y luego las cuatro paredes, que subirán a la altura que yo diga.

—¿Sin puertas ni ventanas? ¿Sin muros de través? —preguntó el maestro, asustado de la locura de Krespel.

—Ni más ni menos que como le digo, buen hombre —repuso Krespel tranquilamente—. Lo demás ya irá saliendo.



Sólo la promesa de una recompensa crecida pudo convencer al maestro para edificar tan extraño edificio; pero jamás se ha hecho nada con más alegría, pues los obreros, que no abandonaban la obra porque allí se les daba de comer y de beber espléndidamente, levantaban las paredes con gran rapidez, hasta que un día Krespel dijo:



—Basta ya.

Pararon los martillos y las llanas; los obreros se bajaron de los andamios y rodearon a Krespel preguntándole muy sonrientes:

—¿Qué hacemos ahora?

—¡Dejadme pensarlo! —exclamó.



Y se marchó corriendo al extremo del jardín, desde donde volvió muy despacio hasta el cuadrado construido; al llegar al muro movió la cabeza de mal humor, se dirigió al otro extremo del jardín, volvió a la edificación y repitió los mismos gestos de antes. Varias veces realizó la operación, hasta que al fin, corriendo, con la cabeza levantada hacia el muro, exclamó:

—Aquí, aquí me tenéis que abrir la puerta.

Dio las medidas en pies y pulgadas y se hizo como él quiso. Entró en la casa sonriendo satisfecho, cuando el maestro le hizo observar que las paredes tenían la altura de una casa de dos pisos corrientes. Krespel recorrió el recinto muy preocupado, llevando detrás a los obreros con los picos y los martillos, y de repente gritó:

—Aquí una ventana de seis pies de altura y cuatro de ancho... Allí una ventanita de tres pies de alto y dos de ancho.



E inmediatamente quedaron abiertas.

Precisamente en esta ocasión fue cuando yo llegué a H..., y era muy divertido ver cientos de personas que rodeaban el jardín lanzando gritos de júbilo cada vez que caían las piedras dando forma a una ventana donde menos se lo podía figurar nadie. El resto de la casa y todos los trabajos necesarios para ella los hizo Krespel del mismo modo, colocando todas las cosas según se le ocurría en el momento. Lo cómico del caso, el convencimiento cada vez más cierto de que al cabo todo se acomodaría mejor de lo que era de esperar, y sobre todo la liberalidad de Krespel, completamente natural en él, tenía a todos muy contentos. Las dificultades que surgieron con aquella manera absurda de edificar se fueron venciendo poco a poco y no mucho tiempo después se veía una hermosa casa que por fuera tenía un aspecto extraño, puesto que ninguna de las ventanas eran iguales, pero en el interior tenía todas las comodidades posibles. Todos los que la veían lo aseguraban así, y yo mismo pude convencerme de ello cuando me la enseñó Krespel después de conocerme. Hasta aquel momento, yo no había hablado con este hombre extravagante, pues la obra le tenía tan ocupado que no acudió ni un solo día, como era costumbre suya, a las comidas de los martes en casa del profesor M..., y le contestó a una invitación especial, que mientras no inaugurase su casa no saldría a la puerta de la calle. Todos los amigos y conocidos esperaban una gran comida con tal motivo; pero Krespel no invitó más que al maestro, con los oficiales, los peones y los ayudantes que edificaron su casa. Los obsequió con los más exquisitos manjares; los albañiles devoraron sin tino pasteles de perdiz; los carpinteros de armar se atracaron de faisanes asados, y los peones, hambrientos, se hartaron por aquella vez de fricasse de trufas. Por la noche acudieron sus mujeres y sus hijas y se organizó un gran baile. Krespel bailó un poco con la mujer del maestro; luego se colocó junto a los músicos y, tomando un violín, dirigió la música hasta el amanecer. El martes siguiente a esta fiesta, que el consejero Krespel dio en honor del pueblo, lo encontré al fin, con gran alegría por mi parte, en casa del profesor M... Cosa más extraña que la manera de presentarse de Krespel no se puede dar. Tieso y desgarbado, a cada momento se figuraba uno que iba a tropezar con algo y hacer una tontería; no ocurrió así, sin embargo, a pesar de que más de una vez la dueña de la casa palideció al verlo moverse alrededor de la mesa donde estaban las preciosas tazas, o cuando maniobraba delante del magnífico espejo que llegaba al suelo, o cuando cogía el jarrón de porcelana y lo alzaba en el aire para contemplar sus colores. En el despacho del profesor fue donde Krespel hizo más cosas raras por curiosearlo todo, llegando hasta a subirse en una butaca tapizada para alcanzar un cuadro y volverlo luego a colgar. Habló mucho y con vehemencia, saltando de un asunto a otro —sobre todo en la mesa—, o insistiendo en una idea como si no pudiera apartarse de ella y metiéndose en un laberinto en el que no se lograba entenderle, hasta que por fin dejaba el tema y la emprendía con otro. Su voz era unas veces alta y chillona, otras apenas perceptible, otras cantarina, y nunca estaba de acuerdo con lo que Krespel decía. Se hablaba de música, encomiando a cierto compositor, y Krespel se echó a reír, diciendo con su voz cantarina:



—Yo quisiera que el demonio, con su negro plumaje, metiera en el infierno, a diez mil millones de toesas, al maldito retorcedor de notas.

Y luego, alto y con vehemencia:

—Es un ángel del cielo, que dedica a Dios sus notas. Su canto es todo luz.

Y se le saltaban las lágrimas.



Hubo que hacer un esfuerzo para recordar que una hora antes habíamos estado hablando de una cantante. Se sirvió asado de liebre, y yo observé que Krespel limpiaba con mucho cuidado los huesos que le tocaron y trató de obtener informaciones precisas de las patas de la liebre, las cuales le dio, sonriendo amablemente, la hija del profesor, muchacha de cinco años. Los niños miraron al consejero con mucha amabilidad durante la comida, y al terminar se levantaron y se acercaron a él, pero con cierto respeto y manteniéndose a tres pasos de distancia.



«¿Qué va a ocurrir aquí?», me pregunté a mí mismo.

Se alzaron los manteles; el consejero sacó del bolsillo una cajita, en la cual tenía un torno de acero, lo sujetó a la mesa y empezó a tornear con gran habilidad y rapidez con los huesos de la liebre toda clase de cajitas y libritos y bolitas, que los chicos acogieron con gran algazara.

En el momento de levantarnos de la mesa, la sobrina del profesor preguntó:

—¿Qué hace nuestra querida Antonieta, querido consejero?

Krespel puso una cara como la del que muerde una naranja agria y quiere demostrar que le ha sabido dulce, convirtiéndose esta expresión en otra completamente hosca y en la que se podía vislumbrar, a mi parecer, mucho de ironía infernal.

—¿Nuestra? ¿Nuestra querida Antonieta? —preguntó con voz arrastrada y desagradable.

El profesor acudió en seguida. En la mirada amenazadora que dirigió a su sobrina comprendí que había tocado una cuerda sensible en Krespel.

—¿Cómo va con el violín? —le preguntó el profesor, cogiendo al consejero las dos manos.

El rostro de Krespel se alegró, y con su tono de voz fuerte respondió:

—Perfectamente, querido profesor. Hoy mismo, he abierto el magnífico violín de Amati64, del que ya le conté por qué casualidad vino a parar a mis manos. Espero que Antonieta habrá desmontado lo restante.

—Antonieta es una buena chica —continuó el profesor.

—Así es, en efecto —repuso el consejero.

Y cogiendo su sombrero y su bastón salió precipitadamente del cuarto.

En el espejo vi sus ojos húmedos de lágrimas.

En cuanto se hubo marchado insté al profesor para que me dijera qué tenía que ver con el violín y sobre todo con Antonieta.

—¡Ah! —exclamó el profesor—. Así como el consejero es en todo un hombre extraño, del mismo modo resulta en la construcción de violines.

—¿En la construcción de violines? —pregunté asombrado.

—Sí —siguió el profesor—. Krespel construye los mejores violines que se pueden hallar en nuestra época, según la opinión de los entendidos; antes solía permitir algunas veces que alguien tocase en ellos, pero hace mucho tiempo que no ocurre así. En cuanto construye un violín toca con él una o dos horas, con gran fuerza y expresión, y luego lo cuelga junto a los otros que posee, sin volver a tocarlo ni permitir que nadie lo toque. Cuando encuentra en cualquier parte un violín de un maestro famoso, lo compra al precio que sea, toca en él una vez, lo deshace para ver cómo está construido y, si no encuentra lo que busca, lo tira a una gran caja llena de violines deshechos.

—¿Y quién es Antonieta? —pregunté con vehemencia.

—Esa sería una cosa —repuso el profesor— que me induciría a despreciar al consejero si no estuviera convencido de que en el fondo hay algo que está unido al carácter bondadoso de Krespel. Cuando, hace muchos años, el consejero llegó a H... vivía como un anacoreta, con un ama de gobierno, en una casa oscura de la calle de... Sus excentricidades despertaron la curiosidad de los vecinos, y en cuanto él lo advirtió buscó y encontró amistades. Lo mismo que en mi casa, se habituaron a él en todas partes, al punto de resultar indispensable. No obstante su exterior áspero, los niños le tomaban cariño en seguida, sin llegar nunca a molestarle, pues a pesar de sus familiaridades siempre le profesaron un cierto respeto que le ponía a cubierto de los abusos. Ya ha visto usted cómo sabe ganarse el afecto de los niños. Todos le teníamos por solterón y nunca protestó por ello. Después de llevar aquí algún tiempo hizo un viaje, nadie supo a dónde, y regresó a los pocos meses. A la noche siguiente del regreso de Krespel se vieron las ventanas de su casa iluminadas de un modo inusitado, lo cual llamó la atención de los vecinos, y mucho más al oír una voz de mujer que cantaba acompañada por un piano. Luego sonaron las cuerdas de un violín, haciendo la competencia a la voz. Se supo que quien tocaba era el consejero. Yo mismo figuraba entre la multitud que el extraordinario concierto reunió delante de su casa, y puedo asegurarle a usted que en mi vida he oído nada parecido y que el arte de las más famosas cantantes me resultó en aquel momento soso y sin atractivos. No tenía la menor idea de aquellas notas sostenidas, de aquellos arpegios, de aquel subir hasta lo más alto del órgano y descender hasta lo más bajo. No hubo una sola persona que no se sintiera invadida por el encanto dulcísimo, y cuando la cantante calló sólo se oyeron suspiros. Sería ya media noche cuando oímos hablar al consejero; al parecer y por el tono, otra voz masculina le hacía reproches, y una voz de mujer que se quejaba. Cada vez con más vehemencia gritaba el consejero, hasta que al fin habló en el tono bajo que usted conoce. Un grito más alto de la mujer le interrumpió; luego todo quedó en silencio de muerte. De súbito se abrió la puerta y apareció en ella un joven que sollozando se metió en una silla de posta que estaba parada allí cerca y que desapareció inmediatamente. Pocos días después, se presentó el consejero muy satisfecho y nadie tuvo valor para preguntarle nada sobre aquella famosa noche. El ama de gobierno contó a los que le preguntaron que su amo había traído una joven lindísima que se llamaba Antonieta y que era la que cantaba tan primorosamente. También los acompañó un joven que se mostraba muy obsequioso con Antonieta y que debía de ser su novio; pero por voluntad de Krespel se había marchado en seguida. Las relaciones de Antonieta con el consejero son hasta ahora un secreto; pero lo cierto parece que tiraniza de un modo cruel a la pobre muchacha. La guarda como el Doctor Bartolo de El barbero de Sevilla a su pupila, al punto que apenas si la permite asomarse a la ventana. Si alguna vez, y a fuerza de muchos ruegos, la lleva a una reunión, la persigue con mirada de Argos y no permite que cante ni toque ni siquiera una nota, cosa que, por lo demás, tampoco hace dentro de casa. El canto de Antonieta en aquella famosa noche ha llegado a ser para la ciudad como una fantasía o una leyenda maravillosa, y hasta los que la oyeron suelen decir cuando oyen a alguna cantante que viene: «Valiente flauta. La única que sabe cantar es Antonieta».



Usted sabe que yo soy muy aficionado a estas cosas fantásticas y, por lo tanto, comprenderá que fue para mí una necesidad el conocer a Antonieta. Había oído muchas veces la opinión del público sobre el canto de Antonieta; pero no sospechaba yo que la maravilla estuviese en este mismo pueblo y encerrada y tiranizada por Krespel. Consecuencia natural de mi fantasía fue oír a la noche siguiente el canto de Antonieta, y como quiera que en un adagio —que me resultó tan risible como si lo hubiera compuesto yo— me conjuró del modo más conmovedor a que la salvase, decidí penetrar en casa de Krespel como Astolfo en el castillo encantado de Alcineo y salvar a la reina del canto.



Pero ocurrió precisamente lo contrario de lo que yo pensara, pues apenas vi dos o tres veces al consejero y hablé con él sobre la estructura de los violines me invitó a visitar su casa. Así lo hice y me enseñó todo el tesoro que poseía en violines. En una habitación había colgados unos treinta, entre ellos uno que tenía todas las trazas de una respetable antigüedad —con cabezas de león talladas, etcétera— y que, colgado un poco más alto que los demás y con una corona de flores, parecía reinar sobre los otros.



—Este violín —dijo Krespel, respondiendo a mis preguntas—, este violín es muy notable; es una pieza admirable de un maestro desconocido; a mi parecer, de tiempos de Tartini66. Estoy convencido de que en el fondo de su estructura hay algo especial y que en cuanto lo desarme descubriré el secreto tras el cual ando hace mucho tiempo; pero... ríase de mí si quiere..., esta cosa muerta, que sólo vive mediante mi mano, me habla a veces de un modo extraño, y el día que toqué este violín por primera vez me pareció que yo no era sino el magnetizador que despertaba a la sonámbula que me anunciaba su presencia con palabras armoniosas. No crea usted que soy tan tonto que dé importancia a tales fantasías; pero lo que sí puedo asegurarle es que no me he atrevido a deshacer este instrumento. Y ahora me alegro de no haberlo hecho, pues desde que Antonieta está aquí toco en él y a la muchacha le gusta mucho oírlo.



Estas palabras las pronunció el consejero muy conmovido, lo cual me animó a preguntarle:

—Mi querido amigo, ¿no querría usted hacerlo también en mi presencia?

Krespel puso un gesto agridulce y me respondió con su voz arrastrada y cantarina:

—No, querido compañero.

Con aquella respuesta quedaba la cosa indefinidamente aplazada. Luego me entretuvo enseñándome toda clase de rarezas, y al fin cogió una cajita, y sacando de ella un papel me lo puso en la mano diciéndome:

—Usted es un aficionado al arte; acepte este obsequio como un recuerdo que le ha de ser caro sobre todas las cosas.



Y con estas palabras me empujó suavemente hacia la puerta y me abrazó en el umbral. En realidad, me había puesto de patitas en la calle. Cuando desdoblé el papel me encontré con un trocito como de una octava de pulgada de una prima y un letrerito que rezaba: «De la prima que tenía el violín de Stamitz cuando dio su último concierto».



El modo con que me echó de su casa Krespel cuando hice mención de Antonieta pareció demostrarme que nunca llegaría a verla; pero no fue así, pues el día que fui a visitar por segunda vez al consejero la encontré en el cuarto de este, ayudándole a armar un violín. El aspecto exterior de Antonieta no era nada notable a primera vista; pero fijándose en ella quedaba uno suspenso de sus ojos azules y de sus hermosos labios rojos y de su aire dulce y amable. Estaba muy pálida; pero apenas se decía algo espiritual o alegre sonreía dulcemente, arrebolándose sus mejillas, que luego quedaban cubiertas de un ligero rubor. Sin encogimiento alguno hablé con Antonieta, sin advertir durante la conversación la mirada de Argos del consejero que le atribuyera el profesor; antes al contrario, continuó en su actitud corriente y hasta me pareció que aprobaba mi conversación con la joven. Repetí con alguna frecuencia las visitas a casa del consejero, y ocurrió que los tres nos habituamos a vernos y formamos un círculo muy agradable. Krespel me resultaba sumamente divertido con sus bromas; pero lo que me producía un verdadero encanto y me hacía soportar toda clase de cosas que en cualquier ocasión me habrían hecho impacientar, era Antonieta. En las rarezas y excentricidades propias del consejero se mezclaba mucho de soso y aburrido. Sobre todo observé que en cuanto hablábamos de música, particularmente de canto, sonreía con su expresión diabólica y decía alguna cosa incongruente y vulgar con la voz cantarina. En la profunda turbación que en tales momentos se leía en las miradas de Antonieta advertí claramente que aquello tenía por objeto evitar que yo le pidiera que cantase. No me di por vencido. Con los obstáculos que Krespel me ponía creció mi deseo de vencerlos y de oír cantar a Antonieta para no ahogarme en sueños y ansias. Una noche estaba Krespel de extraordinario buen humor; había desarmado un violín antiguo de Cremona, encontrándose con que el alma estaba colocada media línea más inclinada de lo usual. ¡Oh admirable experiencia!



Conseguí que se entusiasmase hablando del arte de tocar el violín. La manera de interpretar los grandes maestros, los verdaderos cantantes de que hablaba Krespel, trajo sin buscarla la observación de que ahora se volvía sin poderlo remediar a la afectación instrumentalista que tanto dañaba al canto.



—¿Hay nada más insensato —exclamé yo, levantándome presuroso y dirigiéndome al piano, que abrí sin más rodeos—, hay nada más insensato que esa manera retorcida que en vez de música parece como si las notas fuesen guisantes vertidos en el suelo?

Canté algunas de las fermatas modernas, que sonaban a ratos como un peón suelto, desafinando en algún momento a sabiendas. Krespel se reía con toda su alma.

—¡Ja, ja! Me parece que estoy oyendo a uno de nuestros italianos-alemanes o alemanes-italianos atreverse con un aria de Pucitta67, o de Portogallo68 o de cualquier otro maestro di capella o schiavo d'un primo uomo.

Creí que había llegado el momento.

—¿No es verdad —dije, dirigiéndome a Antonieta—, no es verdad que Antonieta no sabe nada de estos canturreos?



E inmediatamente entoné una deliciosa canción del viejo Leonardo Leo69. Se arrebolaron las mejillas de Antonieta, sus ojos brillaron con brillo inusitado, se acercó al piano..., abrió los labios..., pero en el mismo instante la separó Krespel; me cogió a mí por los hombros y exclamó en voz chillona de tenor:



—Hijito... Hijito... Hijito.

Y luego continuó, murmurando a media voz y cogiéndome de la mano:

—En realidad, faltaría a todas las leyes de la urbanidad y a todas las buenas costumbres, mi querido señor estudiante, si expresase en alta voz mi deseo vivo y ferviente de que el mismísimo demonio le agarrase en este momento por el pescuezo y le llevase a sus dominios; sin llegar a eso, puede usted comprender, querido, que como está muy oscuro y no hay faroles encendidos, si yo le echara por la escalera abajo es posible que se hiciera usted daño en algún miembro importante. Lárguese de mi casa, pues, sin dilación y recuerde con todo el cariño que quiera a su buen amigo, a cuya casa..., entiéndalo bien..., a cuya casa no debe volver nunca.



Con estas palabras me abrazó y se volvió, sujetándome bien, dirigiéndose hacia la puerta de modo que no me fue posible mirar a Antonieta. Comprenderá usted que en mi situación no era posible que yo pegase al consejero, que era lo único que se me ocurría. El profesor se rió mucho de mí y me aseguró que el consejero había acabado para él. Hacer el amor al pie de la ventana y rondar la casa no entraba en mis cálculos, pues para ello estimaba demasiado a Antonieta, mejor dicho, la consideraba como sagrada. Dolorido profundamente, abandoné H...; pero, como suele suceder, los vivos colores de aquel cuadro fantástico fueron palideciendo, y Antonieta y su voz, que nunca había oído, se me representaron al cabo del tiempo como una luz rosada.



A los dos años estaba yo en B... y emprendí un viaje por el sur de Alemania. En el crepúsculo rojizo aparecieron ante mi vista las torres de H... Conforme me iba acercando a la ciudad me sentía invadido de un sentimiento de angustia inexplicable; parecía como si me hubieran puesto en el pecho un peso enorme; no podía respirar; tuve que salirme del coche. Aquella opresión llegó a producirme hasta dolor físico. Al rato creí oír los acordes de un coro que flotaban en el aire..., se hicieron más precisas las notas; distinguí notas masculinas que cantaban un himno religioso.



—¿Qué es eso? ¿Qué es eso? —pregunté, sintiendo como si me atravesasen el pecho con un puñal.

—¿No lo ve usted? —respondió el postillón, que iba sentado junto a mí—. ¿No ve usted que están enterrando a una persona en el cementerio?



La verdad era que estábamos junto al cementerio, y advertí un círculo de personas vestidas de negro que se mantenían alrededor de una fosa que estaban cubriendo. Las lágrimas se me saltaron, y me pareció como si allí estuviesen enterrando toda la alegría de la vida. Bajamos rápidamente la colina y desapareció el cementerio; el coro se calló y no lejos de la puerta vi a unos cuantos señores en traje de luto que regresaban del entierro. El profesor y su sobrina iban cogidos del brazo, muy enlutados, y pasaron junto a mí sin conocerme. La sobrina se tapaba los ojos con el pañuelo y sollozaba violentamente. No me fue posible penetrar en la ciudad; envié a mi criado con el equipaje a la fonda en que había de alojarme y me dediqué a correr por aquellos contornos, tan conocidos para mí, con objeto de librarme de una sensación que quizá no tuviera por causa más que el efecto físico del calor del viaje, etc. Cuando penetré en la avenida que conduce a un sitio de recreo, se presentó ante mi vista el espectáculo más extraño que pueda darse. El consejero Krespel iba conducido por dos hombres, de los cuales quería a todo trance escapar con los saltos más extraordinarios. Como de costumbre, iba vestido con una levita gris cortada por él mismo, y en el sombrero de tres picos, echado materialmente sobre una oreja, llevaba un crespón que ondeaba al viento. Pendía de su cintura un tahalí negro, pero en lugar de espada llevaba metido en él un arco de violín. Me quedé helado. «Está loco», pensé, siguiéndole despacito. Aquellos hombres condujeron a Krespel hasta su casa y él los abrazó con grandes risas. Lo dejaron allí, y entonces dirigió la vista hacia donde yo me encontraba, casi a su lado. Me miró fijamente un rato y luego dijo con voz sorda.



—Bienvenido, señor estudiante... Ya comprende usted.



Y cogiéndome por el brazo me arrastró a la casa..., me hizo subir la escalera y me metió en el aposento donde estaban colgados los violines. Todos ellos tenían una cubierta de crespón. Faltaba el violín del maestro antiguo y en su sitio había colgado una corona de hojas de ciprés... Comprendí lo que había sucedido.



—¡Antonieta! ¡Ay, Antonieta! —exclamé sin consuelo.

Krespel estaba junto a mí como petrificado, con los brazos cruzados. Yo le señalé a la corona de ciprés.

—Cuando murió ella —comenzó a decir el consejero con voz cavernosa—, cuando murió se rompió el alma de aquel violín y la caja se hizo mil pedazos. No podía vivir más que con ella y dentro de ella; se puso en la caja y fue enterrado con ella.



Conmovido a más no poder, caí en una butaca. El consejero comenzó a cantar con voz ronca una canción alegre. Era un espectáculo tristísimo el verle saltar de un lado para otro y el crespón, flotando por el cuarto —tenía el sombrero puesto—, enganchándose en los violines. No pude contener un grito una vez que me rozó el crespón; me pareció como si me arrastrara a los profundos abismos de la locura.



De repente, Krespel se quedó tranquilo, y en su tono cantarín comenzó a decir:

—Hijito..., hijito..., ¿por qué gritas de ese modo? ¿Has visto al ángel de la muerte? Eso sucede siempre antes de la ceremonia.

Se colocó en medio del aposento, sacó de la vaina el arco de violín, lo levantó por encima de su cabeza y lo partió en pedazos. Y riendo a carcajadas exclamó:

—Crees que se ha roto, hijito, ¿no es verdad? Pues no lo creas..., no es así..., no es así... ¡Ahora estoy libre..., libre..., libre..., libre! ¡Ya no construiré ningún violín..., ninguno..., ninguno!

Y empezó a entonar una dulce melodía y a bailar a sus acordes en un pie. Lleno de espanto quise alcanzar la salida, pero Krespel me sostuvo y muy tranquilo comenzó a decir:

—Quédese, querido amigo; no considere locura la expresión del dolor que me martiriza mortalmente, y crea que todo ha sucedido por haberme hecho una bata con la que quería tener el aspecto de la Suerte o de Dios.



El consejero siguió diciendo todo género de incoherencias hasta que se quedó completamente agotado. A mi llamamiento acudió el ama de llaves y me sentí muy feliz cuando me vi libre de aquella especie de pesadilla. No dudé un momento de que Krespel se había vuelto loco, pero el profesor creía lo contrario.



—Hay hombres —decía— a los que la Naturaleza o una fatalidad cualquiera les arranca la cubierta con que los demás ocultamos las tonterías. Lo que para nosotros queda en pensamiento, Krespel lo pone en acción. Arrastrado por la amarga ironía espiritual, Krespel hace y dice tonterías. Pero esto es sólo su pararrayos. Devuelve a la tierra lo que es de la tierra y sabe conservar lo divino, continuando en perfecto estado en su interior, a pesar de las locuras que hace. La muerte repentina de Antonieta le ha sido muy dolorosa, pero apostaría a que mañana mismo el consejero continúa dando sus coces habituales.



Y verdaderamente ocurrió una cosa parecida a lo predicho por el profesor. Al día siguiente, Krespel estaba poco más o menos como antes; pero declaró que nunca más volvería a construir un violín ni a tocarlo. Según he sabido después, cumplió su palabra.



Las indicaciones del profesor fortalecieron mi íntimo convencimiento de que la relación, oculta tan cuidadosamente, de Antonieta con el consejero y su misma muerte eran un remordimiento para él que, con seguridad, llevaba aparejada cierta culpa. No quería abandonar H... sin reprocharle el crimen que yo presentía; deseaba llegar hasta su alma para provocar la completa confesión del horrible hecho. Cuanto más pensaba en ello, más claro veía que Krespel era un malvado y más firmemente me aferraba a la idea de espetarle un discurso que, desde luego, pensaba yo que habría de ser una obra maestra de retórica. Así dispuesto y muy sofocado acudí a casa del consejero. Lo encontré torneando juguetes, con su sonrisa tranquila.



—¿Cómo es posible —comencé a decirle sin preparación alguna—, cómo es posible que pueda usted disfrutar de un instante de paz sin sentirse atormentado por el recuerdo del horrible hecho cometido por usted y que debiera producirle siempre el efecto de la picadura de una víbora?

Krespel me miró sorprendido, dejando el cincel a un lado.

—¿Qué quiere usted decir, amigo mío? —me preguntó—. Siéntese en esa silla.



Muy excitado continué mi perorata, entusiasmándome más y más, acusándole de haber asesinado a Antonieta y amenazándole con la venganza eterna. Más celoso que ningún abogado, llegué hasta a asegurarle que procuraría averiguar todos los detalles de la cosa hasta conducirle ante el juez. Me desconcertó un tanto el ver que, cuando terminé mi pomposo discurso, el consejero me miró muy tranquilo sin responder una palabra, como si esperase a que siguiera hablando. Lo intenté, en efecto, pero me salió tan torpe y tan estúpido todo lo que dije, que me callé en seguida. Krespel gozó en mi confusión y su cara se iluminó con una sonrisa irónica. Luego recobró su seriedad y comenzó con tono grave:



—Joven: puedes considerarme loco o tonto; te lo perdono, pues los dos estamos encerrados en el mismo manicomio y te parece mal que yo me tenga por el Dios padre sólo porque tú te tienes por el Dios hijo; pero ¿cómo te atreves a querer meterte en una vida y a atar sus hilos, que son y serán siempre extraños para ti? Ella se ha ido y el secreto ha desaparecido.



Krespel se quedó pensativo; se levantó y dio dos o tres pasos por la habitación. Yo me atreví a rogarle que me aclarase el misterio; él me miró fijamente, me cogió de la mano y me llevó a la ventana, abriendo las dos hojas. Se asomó a ella, y con los brazos apoyados en el alféizar, me contó la historia de su vida. Cuando terminó me separé de él confuso y avergonzado.

Me explicó de la siguiente manera sus relaciones con Antonieta:



A los veinte años, su pasión favorita llevó a Krespel a Italia en busca de los violines de los mejores maestros. Entonces aún no los construía él y no se atrevía, por tanto, a desarmar los que caían en sus manos. En Venecia oyó a la famosa cantante Ángela..., que figuraba como primera parte en el teatro de San Benedetto. Su entusiasmo no se limitó a la parte artística, sino que se extendió a su belleza angelical. Krespel trabó amistad con Ángela, y a pesar de su carácter áspero logró conquistarla, particularmente por su pericia en tocar el violín. Las relaciones los llevaron en poco tiempo al matrimonio, que convinieron en mantener secreto, pues Ángela no quería retirarse del teatro ni cambiar el nombre que tantos triunfos le proporcionara por el poco armonioso de Krespel.



Con ironía mezclada de rabia, me pintó Krespel el martirio que hubo de sufrir una vez casado con Ángela. Toda la terquedad y la mala educación de todas las cantantes de primera fila juntas se encerraban en la figurita de Ángela. Si alguna vez trataba de hacerse el fuerte, Ángela le ponía delante todo un ejército de abates, maestros y académicos que, ignorantes de sus relaciones verdaderas, le consideraban como el adorador impertinente, sólo consentido por la bondad excesiva de la dama. Después de una escena de esta clase, bastante borrascosa, Krespel huyó a la casa de campo de Ángela y procuró olvidar las tristezas del día fantaseando en su violín de Cremona. No llevaba mucho tiempo tranquilo cuando su mujer, que salió casi inmediatamente detrás de él, apareció en el salón. Llegaba del mejor humor y, dispuesta a mostrarse amable, abrazó a su marido y, mirándole con dulzura, apoyó la cabeza en su hombro. Pero Krespel, ensimismado en el mundo de la música, continuó tocando el violín, haciendo repercutir sus ecos, y sin querer rozó a Ángela con el brazo y el arco. Ella se retiró furiosa. Bestia tedesca!, exclamó con ira; y arrancando a su marido el arco de la mano lo partió en mil pedazos contra la mesa de mármol. El consejero se quedó como petrificado ante aquella explosión de furor, y luego, como despertando de un sueño, cogió a su mujer con fuerzas hercúleas, la arrojó por la ventana de su casa y, sin preocuparse de más, huyó a Venecia y después a Alemania. Algún tiempo más tarde, comprendió lo que había hecho. Aunque sabía que la ventana sólo estaba a unos cinco pies del suelo y que en aquellas circunstancias no hubiera podido hacer otra cosa que lo que hizo, se sentía atormentado por cierta inquietud, tanto más cuanto que su mujer le había dado a entender que se hallaba en estado de buena esperanza. No se atrevía a hacer indagaciones, y le sorprendió sobremanera el que al cabo de ocho meses recibió una carta amabilísima de su adorada esposa, en la que no hacía la menor alusión al suceso de la casa de campo y le daba la noticia de que tenía una linda hijita, manifestándole al tiempo sus esperanzas de que el marito amato e padre felicissimo no tardaría en ir a Venecia. Krespel no fue allá; valiéndose de un amigo se enteró de todo lo ocurrido desde el día de su precipitada fuga, y supo que su mujer había caído sobre la hierba como un pajarillo ligero, sin sufrir el más mínimo daño en la caída. El acto heroico de Krespel hizo en su mujer una impresión extraordinaria, produciendo un verdadero cambio; no volvió a dar muestras de mal humor ni de caprichos estúpidos, y el maestro que trabajaba con ella se sentía el hombre más feliz del mundo porque la signora cantaba sus arias sin obligarle a hacer las mil variaciones que solía. El amigo le aconsejaba, sin embargo, que mantuviese en secreto el método de curación empleado con Ángela, pues, de divulgarse, se vería a las cantantes salir a diario por las ventanas. Krespel se emocionó mucho; mandó enganchar; se metió en el coche; pero de repente exclamó: «Alto. ¿No es posible —se dijo a sí mismo— que en cuanto me vuelva a ver se sienta otra vez acometida por el mal espíritu y volvamos a las mismas de antes? Una vez la tiré por la ventana: ¿qué habría de hacer en otro caso semejante? ¿Qué me queda?». Se apeó del coche, escribió una cariñosa carta a su mujer expresándole lo mucho que agradecía su amabilidad al decirle que la hijita tenía como él una pequeña marca detrás de la oreja, y... se quedó en Alemania. La respuesta fue muy expresiva. Protestas de amor..., invitaciones..., quejas por la ausencia del amado..., esperanzas, etc., recorrieron constantemente el camino de Venecia a H... y de H... a Venecia. Ángela fue por fin a Alemania y deslumbró como prima donna en el teatro de F... A pesar de no ser ya joven, deslumbró a todos con el encanto de su voz, que no había perdido nada. Entretanto, Antonieta había crecido y la madre se deshacía en elogios de la manera de cantar de la niña. Los amigos que Krespel tenía en F... se lo confirmaron, instándole a ir a F... para admirar a las dos sublimes cantantes. Pocos sospechaban el parentesco tan cercano que le unía a ellas. Krespel hubiese visto de muy buena gana a su hija, a la que quería de verdad y con la cual soñaba con frecuencia; pero en cuanto pensaba en su mujer, se ponía de mal humor y se quedaba en su casa, entre sus violines desarmados.



Habrá usted oído hablar del compositor B..., de F..., que desapareció de repente sin saber cómo, o quizá le haya conocido. Este individuo se enamoró de Antonieta locamente, y, como quiera que ella le correspondiera, rogó a su madre que consintiera en una unión que había de ser beneficiosa para el arte. Ángela no se opuso, y el consejero accedió también, con tanto más gusto cuanto que las composiciones del joven maestro habían encontrado favor en su severo juicio. Krespel esperaba recibir noticias de haberse consumado el matrimonio, pero, en vez de esto, llegó un sobre de luto escrito por mano desconocida. El doctor B... anunciaba a Krespel que Ángela había enfermado de un grave enfriamiento a la salida del teatro, y, que precisamente la noche antes de ser pedida Antonieta, había muerto. Ángela le había confesado que era mujer de Krespel, y Antonieta, por lo tanto, hija suya, y le rogaba que se apresurase a ir a recoger a la huérfana. Aunque la repentina desaparición de Ángela no dejó de impresionar al consejero, en el fondo se vio libre de un gran peso y sintió que al fin podía respirar con libertad. El mismo día en que recibió la noticia, se puso en camino hacia F... No puede usted figurarse la emoción con que el consejero me pintó su encuentro con Antonieta. En la misma forma extraña de su expresión había algo tan fuerte que no podría nunca repetirlo con exactitud. Antonieta tenía todas las condiciones buenas de su madre y, en cambio, ninguna de las malas. No albergaba ningún demonio que pudiera asomar la cabeza cuando menos se esperase. El novio estaba también allí. Antonieta conmovió a su padre hasta lo más íntimo cantando uno de los motetes del viejo padre Martini70, que sabía le cantara su madre en los tiempos de sus amores. Krespel vertió un torrente de lágrimas; nunca oyó cantar a Ángela de aquella manera. El tono de voz de Antonieta era especial y raro: unas veces semejaba al hálito del arpa de Eolo; otras, el trino del ruiseñor. Parecía como si las notas no tuviesen sitio suficiente en el pecho humano. Antonieta, sofocada de alegría y de amor, cantó y cantó todas sus canciones más lindas y B tocó y tocó entretanto, haciendo aún mayor la inspiración. Krespel oyó primero entusiasmado; luego se quedó pensativo..., silencioso..., ensimismado. Al fin se levantó, estrechó a Antonieta contra su pecho y le rogó en voz baja y sorda:



—No cantes más, si me quieres...; me oprimes el corazón..., me da miedo..., miedo...; no cantes más.

—No —le dijo al doctor R... el consejero al día siguiente—, no era simple semejanza de familia el que su rubor se concentrase, mientras cantaba, en dos manchas rojas sobre las pálidas mejillas; era lo que yo temía.

El doctor, que al comienzo de esta conversación se mostró muy preocupado, respondió:

—Quizá consista en haber hecho esfuerzos para cantar en edad demasiado temprana o un defecto de su constitución; pero el caso es que Antonieta padece de una afección de pecho, que precisamente es lo que da ese encanto especial y extraño a su voz, y la hace colocarse por encima de todas las voces humanas. Pero ello mismo puede ser causa de su muerte prematura, pues si continúa cantando no creo que tenga vida para más de seis meses.



A Krespel le pareció que le atravesaban el pecho con cien puñales. Sentía algo así como si en un árbol hermoso brotasen por vez primera las hojas y los capullos y tuviese que arrancarlo de raíz para que no pudiesen florecer más. Tomó una decisión. Explicó el caso a Antonieta y le dio a elegir entre seguir a su novio y las seducciones del mundo y morir en la flor de la juventud o proporcionar a su padre la tranquilidad de su vejez y vivir largos años. Antonieta abrazó a su padre, llorando; no quería comprender toda la verdad del caso temiendo el momento desgarrador de la decisión. Habló con su novio; pero, a pesar de que este prometió que nunca saldría de la garganta de Antonieta una sola nota, el consejero sabía de sobra que el mismo B... no resistiría a la tentación de oír cantar a Antonieta, aunque no fuese más que las composiciones suyas. El mundo, los aficionados a la música, aunque supiesen el padecimiento de Antonieta, no se resignarían a no escucharla, pues la gente es egoísta y cruel cuando se trata de sus placeres. El consejero desapareció con Antonieta de E.. y se trasladó a H... Desesperado, supo B... la partida. Siguió las huellas de los fugitivos, alcanzó al consejero y llegó tras él a H...



—Verle una vez más, y después morir —suplicó Antonieta.

—¿Morir? ¿Morir? —exclamó el padre, iracundo y sintiendo que un escalofrío le estremecía.

La hija, el único ser en el mundo que podía proporcionarle una alegría jamás sentida, lo único que le ligaba a la vida, imploraba, y él no quería ser cruel con ella; así que decidió que se cumpliese su destino.



B... se puso al piano. Antonieta cantó. Krespel tocó el violín satisfecho, hasta que en las mejillas de la joven aparecieron aquellas dos manchas fatídicas. Entonces mandó callar. Pero cuanto Antonieta se despidió de B... cayó al suelo lanzando un grito.



—Yo creí —así dijo Krespel—, creí que la predicción se cumplía y que estaba muerta; y como no era para mí una novedad, pues me había colocado en lo peor desde el principio, tuve cierta serenidad. Cogí a B... —que con el sombrero tenía el aspecto más ridículo y tonto del mundo— por los hombros, y le dije —el consejero adoptó su voz cantarina—: «Ya que usted, señor pianista, como se había propuesto, ha asesinado a su querida novia, puede usted marcharse tranquilamente, pues si permanece aquí mucho tiempo es posible que le clave en el corazón un cuchillo de monte, para que su sangre dé color a las mejillas de mi hija, que, como usted ve, están muy pálidas. Huya pronto de aquí si no quiere que le persiga o arroje sobre usted un arma». Indudablemente, estas palabras las debí pronunciar en un tono terrible, pues, lanzando un grito de espanto, el bueno de B... se separó de mí y salió precipitado de la casa.



Cuando se marchó B..., el consejero volvió al aposento donde se hallaba Antonieta tendida en el suelo, sin conocimiento. Vio que trataba de incorporarse, que abría un poco los ojos, pero que volvía a cerrarlos como si se hubiera muerto. Krespel comenzó a gritar inconsolable. El médico, que acudió al llamamiento del ama de llaves, declaró que Antonieta padecía un ataque grave, pero que no era de peligro; y, en efecto, se restableció rápidamente, mucho antes de lo que su padre se podía imaginar. La joven se unió a Krespel íntimamente, demostrándole un cariño sin límites; se compenetró con sus caprichos, con sus rarezas y sus extravagancias. Le ayudaba a desarmar violines antiguos y a armar los modernos.



—No quiero cantar más, sino vivir para ti —decía muchas veces, sonriendo, a su padre, cuando se había negado a acceder al ruego de alguien que le había pedido que cantase.



Krespel, sin embargo, procuraba evitar estos momentos, y por eso aparecía muy poco en sociedad y evitaba sobre todo que se encontrase donde hubiese música. Sabía muy bien lo duro que era para Antonieta el renunciar al arte en que se había distinguido tanto. Cuando Krespel compró el admirable violín que enterrara con Antonieta y lo iba a desarmar, su hija le miró con mimo y le preguntó:



—¿También este?

El consejero no sabía qué fuerza superior le impulsó a dejar intacto el violín y a tocar en él. Apenas comenzó a tocar las primera notas, cuando Antonieta exclamó:

—Ahí estoy yo... Ese es mi canto...



En verdad, los sonidos argentinos de aquel instrumento tenían algo maravilloso, parecían salir del pecho humano. Krespel se sintió profundamente conmovido; tocó con más gusto que nunca, y conforme atacaba las escalas, dándoles toda la expresión de que era capaz, Antonieta palmoteaba y exclamaba encantada:



—¡Qué bien lo he hecho! ¡Qué bien lo he hecho!

Desde aquella época su vida fue mucho más tranquila y alegre. Muchas veces le decía a su padre:

—Quisiera cantar un poco, padre.



Krespel descolgaba el violín y tocaba las más lindas canciones de Antonieta, lo cual le producía inmensa alegría. Poco antes de llegar yo, el consejero creyó oír en el cuarto junto al suyo que tocaban el piano; escuchó atento y distinguió claramente que B... preludiaba una pieza con su estilo acostumbrado. Quiso levantarse, pero se sintió como preso por fuertes ligaduras que no le permitieron moverse. Antonieta comenzó a entonar en voz baja una canción, llegando poco a poco a subir, subir hasta el fortissimo, y bajando de nuevo al tono profundo en que B... escribiera para ella una de sus canciones amorosas conforme al estilo del antiguo maestro. Krespel me decía que se encontraba en una situación incomprensible, pues sentía una satisfacción inmensa al tiempo que una profunda angustia. De repente le rodeó una gran claridad y vio a Antonieta y a B... abrazados y contemplándose con arrobo. Las notas de la canción y las del acompañamiento seguían sonando sin que Antonieta cantase ni B... pusiese las manos en el instrumento. El consejero cayó en una especie de desmayo, en el cual siguió oyendo la música y viendo la imagen. Cuando volvió en sí, le pareció que había tenido una pesadilla horrible. Precipitadamente penetró en el cuarto de Antonieta. Con los ojos cerrados, iluminado su rostro por una sonrisa celestial, con las manos cruzadas, yacía sobre el sofá, como si estuviese dormida y soñase con todas las delicias del cielo. Estaba muerta.