viernes, 16 de octubre de 2009

FARINELLI

MERLIN Y HARRY


Todos sabemos que el mago más famoso en el mundo entero se llama Merlín. En algún momento de nuestra niñez comenzamos a conocer de su magia y sus historias junto a Arturo y sus caballeros, ya sea mediante cuentos a la hora de dormir, novelas fantásticas o películas. Quienes leímos la saga de Harry Potter sabemos además que Merlín es considerado como uno de los grandes magos del mundo mágico y en virtud de ello es que la más alta condecoración que se puede entregar a un mago o bruja es un premio llamado Orden de Merlín (sea de Primera, Segunda o Tercera Clase, según los méritos del beneficiado).




Es notable y evidente que a J. K. Rowling le fascina también la leyenda arturiana, de la cual forma parte Merlín. Para cualquier escritor escocés debe ser difícil renunciar a ese mundo mágico que está impregnado en la historia y más antiguas tradiciones y leyendas de las Islas Británicas. Por ello Rowling, cuya intención fue crear un mundo mágico actual, no trató de evitar el recuerdo de esas leyendas sino de basar su mundo en ellas, demostrar que sus magos son directos descendientes de los antiguos druidas de esas tierras.



Para constatar lo anterior, sólo hay que recordar algunos nombres… Arturo (Arthur) es el patriarca de la familia Weasley y parece tener toda una “corte” de caballeros en sus hijos. Su única hija se llama Ginebra, quien en la leyenda es la esposa del rey Arturo. Tanto Percy Weasley como Albus Percival Wulfric Brian Dumbledore, tienen el nombre de un famoso caballero de la Mesa Redonda. Incluso, tal vez para mencionar el nombre y no sentir que faltaba “alguien” en su obra, hizo que la Tía Muriel mencionara a su primo Lancelot, un sanador de San Mungo.



Hay muchos hechos, objetos y referencias a la leyenda arturiana en la obra de Rowling, pero no es mi objetivo debatirlos todos en este momento. Me quiero centrar en el personaje de Merlín y cómo JK lo incluyó en su obra, más allá de los premios de la Orden de Merlín y las expresiones del habla cotidiana de los magos. Porque a mis ojos de apasionada de esa historia de los siglos oscuros de la Gran Bretaña, creo ver una imagen de ese hechicero presente en su obra literaria.



¿Dónde está Merlín en la saga de Rowling? ¿A quién se parece?



Sin duda que muchos pensarán que estas preguntas tienen una sola respuesta y afirmarán con mucha convicción: Albus Dumbledore.



Pero esa no es mi respuesta.



No niego que Albus Dumbledore tiene todo el aspecto del Merlín que tenemos en la mente, probablemente gracias a la película de dibujos animados de Disney: La Espada en la Piedra. Un anciano hechicero sabio, poderoso y gentil, con una larga barba blanca… y deseoso de enseñar su saber a un muchacho.



Se parece ¿no? Y tal vez tengan razón…



Pero existe otra semejanza, no tan a la vista, sino oculta en el tiempo en que se mueve la historia y en las complejidades de la trama. No se trata de una similitud perfecta, pero analizada desde cierto aspecto resulta evidente. Me refiero al parecido que tiene Harry Potter con Myrddin Emrys, también llamado Merlinus Ambrosius y conocido actualmente como Merlín.



¿En dónde radica el parecido, se preguntarán, si Harry con sus características de héroe se parece más a Arturo que a Merlín? Para que este texto no resulte extraordinariamente extenso, intentaré ser concisa y puntual y para ello enumeraré una por una las coincidencias entre ambos personajes.



Ambos niños tienen poderes mágicos extraordinarios, que muchos creen de naturaleza maligna. El bebé Merlín nació con poderes asombrosos que demostró muy tempranamente, pero este poder fue atribuido por algunos a un origen tenebroso y demoníaco, muchos creían que era hijo del Diablo y aseguraban que venía a destruir a la humanidad. El bebé Harry sobrevivió a una maldición asesina, algo que ningún ser humano habría creído posible. Aunque nosotros sabemos por qué ocurrió, lo cierto es que todo mundo creía –el mundo mágico de HP- que Harry tenía poderes inigualables y muchos pensaron que él era un mago oscuro y por ello pudo sobrevivir a esa maldición, y que Lord Voldemort intentó matarlo para que no le hiciera “competencia”. Tampoco olvidemos que muchas personas sospechan de la bondad de Harry por su capacidad de hablar pársel, considerada una lengua oscura.


Sus madres fueron fundamentales en la protección de sus vidas. Merlín era hijo de una princesa de Gales del Sur y no tuvo padre, por tanto fue hijo de una madre soltera que defendió su vida y su derecho a nacer en una época muy salvaje. Incluso en algunas versiones –como la de Robert de Boron- su madre es condenada a muerte por su supuesto pecado, aunque es finalmente absuelta. No creo que sea preciso que diga la importancia que tiene Lily Potter para la salvación de su hijo. Ya sabemos que dio su vida para impedir que el Señor Tenebroso lo asesinara y la poderosa protección que brindó a su hijo con su sacrificio.

Ambos son mirados en menos por su origen y su sangre “innoble”. Una de las escenas que más se repiten en las diversas versiones sobre Merlín es la de la pelea que sostiene con Dinabutius, un joven noble de su edad. Éste se burlaba de Merlín por no tener padre y lo tildaba groseramente como “bastardo”, tratando de rebajarlo. De la misma manera, podemos recordar a Draco Malfoy mofarse de la sangre “sucia” de la madre de Harry, por ser ella hija de muggles, lo que hace a Harry un sangre mestiza y alguien “inferior” ante los ojos de Draco y otros magos defensores de la pureza de sangre. En ambos casos sin embargo, tanto Merlín como Harry, son aún más fuertes y poderosos debido a “esa sangre” que los otros desprecian.

Ambos pueden “ver” a la distancia a magos poderosos planeando su muerte. Sabido es el poder de vidente que tiene Merlín. Mediante esa capacidad es que descubre cómo los adivinos consejeros del rey Vortigern planean su muerte –ya que temen su poder- y le aconsejan al rey que esparza su sangre por los cimientos de una torre que quería construir para que esta no se cayera. Gracias a su don, Merlín logra conocer el plan y está preparado para enfrentarse a ellos. Está claro que Harry Potter no tiene grandes dones de vidente, pero extrañamente sí tiene la capacidad para ver y saber cuando Lord Voldemort está planeando asesinarlo. Sabemos que esta videncia sobre lo que hace Voldemort es resultado de ser Harry un Horcrux…, pero no deja de ser similar a las visiones que Merlín tenía de aquellos que igual querían quitarle la vida y urdían planes para lograrlo.

Ambos magos eran conocidos y famosos desde pequeños. No es ninguna novedad lo que digo. Ciertamente Merlín tuvo una fama merecida que se extendió rápidamente por muchos territorios desde que era un infante. Y el renombre de Harry en el mundo mágico comenzó siendo un bebé después del intento de asesinato de Lord Voldemort.

Su capacidad de nigromancia. La Nigromancia es básicamente el poder de comunicarse con los muertos o más exactamente, con los espíritus de los muertos. Curiosamente Harry recurre a la nigromancia cuando trae a sus padres, Sirius y Remus con la Piedra de la Resurrección y habla con ellos. (No incluyo a los fantasmas pues estos son otro tipo de entidades, y jamás han estado en el “más allá”.) La coincidencia con Merlín, es que este mago es conocido por ser un gran nigromante con poder para comunicarse con los muertos.

Todos las autoridades los quieren a su lado. Curiosamente en toda la vida de Merlín, los diversos grandes reyes de Gran Bretaña quieren conservar al hechicero a su lado para que los aconseje y ayude en su gobierno: Vortigern, Ambrosius, Uther, Arturo. Y algo parecido ocurre con Harry Potter con respecto a los Ministros de la Magia. Estos desean que Harry esté de su lado para gozar de su renombre e incentive a los demás magos a apoyarlos. Por supuesto me refiero a Cornelius Fudge (salvo en HP5) y a Rufus Scrimgeour, ya que sabemos que Pius Thicknesse sólo lo quiso para apresarlo. No me cabe duda que quien sí gozó de su apoyo fue Kingsley Shacklebolt, lástima que la saga se acabara entonces.

Podría pensar sin duda en algunas otras semejanzas, pero no creo que sea necesario. Así como existen similitudes entre ambos personajes también hay muchas diferencias. Aclaro que mi intención no es decir que J. K. Rowling haya concebido a Harry Potter como si fuera la reencarnación del mago Merlín. Nada de eso. Es simplemente que me llaman la atención estas coincidencias y me hacen preguntarme si en el futuro podrá concebirse a Harry como un descendiente metafórico o una encarnación literaria de aquel hechicero antiguo. La leyenda de Merlín ha perdurado siglo tras siglo hasta nuestros días, y aunque Harry Potter sea sólo un personaje literario… ¿quién podría decir que no se transformará en parte de esa leyenda? ¿Quién puede negar que Harry tiene muchas cualidades como para transformarse en el Merlín del futuro? ¿Creen que sea posible?



En El Mago Merlín de Robert de Boron, del siglo XIII (traducido al francés moderno por M. S. Boulard, “Le Roman de Merlin l’Enchanteur”), hay una descripción del bebé Merlín que creo les interesará:



“En el plazo normal, la prisionera [la madre de Merlín] trajo al mundo a un niño, de una fuerza y de un tamaño extraordinario, de aspecto bastante agradable, puesto que tenía los ojos de un verde esmeralda y de un brillo cuyo resplandor no podía sostenerse.”



¿No les suena conocido ese color de ojos? Pero bueno, hay tantas versiones de Merlín que esto sólo puede tomarse como un dato curioso y una genial… ¿coincidencia? Sea como sea, al menos incentiva a meditar

LA CAMARA DE LOS TAPICES


La Cámara de los Tapices (The Tapestried Chamber) es un relato de terror del escritor escocés Walter Scott. Fue publicado en 1828 como parte de una antología de cuentos llamada The Keepsake Stories.




Mucho se ha dicho sobre La Cámara de los Tapices, llamada originalmente The Tapestried Chamber, or, The lady in the Sacque (La cámara de los tapices o la dama en el saco), especialmente sobre su prefiguración sobre el relato de terror posterior. En consecuencia, hoy nos llamamos a un silencio prudente, y les dejamos como introducción algunas palabras que Walter Scott consideró oportunas para encabezar su relato.



...Esta es otra pequeña historia de The Keepsake. Me fue narrada, hace muchos años, por la anciana señora Anna Seward quien, entre otros logros, tenía la capacidad de contar estas historias con un efecto considerable, mucho mayor, por cierto, del que uno estaría dispuesto a adivinar de sus ejecuciones narrativas. Hay horas y caprichos cuando la mayoría de la gente no se aburre de escuchar aquellas cosas; y he oído que uno de mis grandes y sabios contemporáneos a tomado su parte al contarlas...







La Cámara de los Tapices.

The Tapestried Chamber; Walter Scott (1771-1832)





Hacia finales de la guerra americana, cuando los oficiales del ejército de lord Cornwallis que se rindieron en la ciudad de York y otros, que habían sido hechos prisioneros durante la imprudente y desafortunada contienda, estaban regresando a su país, a relatar sus aventuras y reponerse de las fatigas, había entre ellos un oficial con grado de general llamado Browne. Era un oficial de mérito, así como un caballero muy considerado por sus orígenes y por sus prendas. Ciertos asuntos habían llevado al general Browne a hacer un recorrido por los condados occidentales, cuando, al concluir una jornada matinal, se encontró en las proximidades de una pequeña ciudad de provincias que presentaba una vista de incomparable belleza y unos rasgos marcadamente ingleses.



El pueblo, con su antigua y majestuosa iglesia, cuyas torres daban testimonio de la devoción de épocas muy pretéritas, se alzaba en medio de praderas y pequeños campos de cereal, rodeados y divididos por hileras de setos vivos de gran tamaño y edad. Había pocas señales de los adelantos modernos. Los alrededores del lugar no delataban ni el abandono de la decadencia ni el bullicio de la innovación; las casas eran viejas, pero estaban bien reparadas; y el hermoso riachuelo fluía libre y rumoroso por su cauce, a la izquierda del pueblo, sin una presa que lo contuviera ni ningún camino que lo bordease para remolcar. Sobre un suave promontorio, casi una milla al sur del pueblo, se distinguían, entre abundantes robles venerables y el enmarañado matorral, las torretas de un castillo tan antiguo como las guerras entre los York y los Lancaster, pero que parecía haber sufrido importantes reformas durante la ‚poca isabelina y la de los reyes siguientes. Nunca debió ser una plaza de grandes dimensiones; pero cualesquiera que fuesen los alojamientos que en otro tiempo ofreciera, cabía suponer que seguirían disponibles dentro de sus murallas; al menos eso fue lo que dedujo el general Browne observando el humo que se elevaba alegremente de algunas de las chimeneas talladas y festoneadas. La tapia del parque corría a lo largo del camino real durante doscientas o trescientas yardas; y desde los distintos puntos en que el ojo vislumbraba el aspecto del bosque interior, daba la sensación de estar muy poblado. Sucesivamente, se abrían otras perspectivas: una íntegra de la fachada del antiguo castillo y una visión lateral de sus muy especiales torres; en éstas abundaban los recargamientos del estilo isabelino, mientras la sencillez y solidez de otras partes del edificio parecían indicar que hubiera sido erigido más con ánimo defensivo que de ostentación.



Encantado con las vistas parciales del castillo que captaba entre los rboles y los claros que rodeaban la antigua fortaleza feudal, nuestro viajero castrense se decidió a preguntar si merecía la pena verlo más de cerca y si albergaba retratos de familia u otros objetos curiosos que pudieran contemplar los visitantes; y entonces, al alejarse de las inmediaciones del parque, penetró en una calle limpia y bien pavimentada, y se detuvo en la puerta de una posada muy concurrida.



Antes de solicitar los caballos con los que proseguir el viaje, el general Browne hizo preguntas sobre el propietario del palacio que tanta admiración le había despertado, y le sorprendió y complació oír por respuesta el nombre de un aristócrata a quien nosotros llamaremos lord Woodville. ¡Qué suerte la suya! Buena parte de los primeros recuerdos de Browne, tanto en el colegio como en la universidad, estaban vinculados al joven Woodville, el mismo que, como pudo cerciorarse con unas cuantas preguntas, resultaba ser el propietario de aquella hermosa finca. Woodville había ascendido a la dignidad de par al morir su padre pocos meses antes y, según supo el general por boca del posadero, habiendo concluido el tiempo de luto, ahora estaba tomando posesión de los dominios paternos, en la alegre estación del festivo otoño, acompañado por un selecto grupo de amigos con quienes disfrutaba de todo lo que ofrecía una campiña famosa por su abundante caza.



Estas noticias eran deliciosas para nuestro viajero. Frank Woodville había sido el colegial que le hizo de asistente en Eton y su íntimo amigo en el Christ Church; sus placeres y sus deberes habían sido los mismos; y el honrado corazón del militar se emocionó al encontrar al amigo de la juventud en posesión de una residencia tan encantadora y de una hacienda, según le aseguró el posadero con un movimiento de cabeza y un guiño, más que suficiente para sostener y acrecentar su dignidad. Nada más natural para este viajero que suspender el viaje, que no corría la más mínima prisa, para rendir visita al antiguo amigo en tan agradables circunstancias.



Por lo tanto, los caballos de refresco sólo tuvieron la breve tarea de acarrear el carruaje del general al castillo de Woodville. Un portero le abrió paso a una moderna logia gótica, construida en un estilo a juego con el del castillo, y al tiempo tocó una campana para advertir de la llegada del visitante. En apariencia, el sonido de la campana debió suspender la partida del grupo, dedicado a diversos entretenimientos matinales; pues, al entrar en el patio del palacio, había varios jóvenes en ropa de recreo repantigados y mirando, y criticando, los perros que los guardabosques tenían dispuestos para participar en sus pasatiempos. Al apearse el general Browne, el joven lord salió a la puerta del vestíbulo y durante un instante estuvo observando como si fuera un extraño el aspecto de su amigo, en el que la guerra, con sus penalidades y sus heridas, había producido grandes cambios. Pero la incertidumbre sólo perduró hasta que hubo hablado el visitante, y la alborozada bienvenida que siguió fue de esas que sólo se intercambian entre quienes han pasado juntos los días felices de la despreocupada infancia y la primera juventud.



-Si algún deseo hubiera podido yo tener, mi querido Browne -dijo lord Woodville-, hubiera sido el de tenerte aquí, a ti mejor que a nadie, en esta ocasión, que mis amigos están dispuestos a convertir en una especie de vacaciones. No te creas que no se te han seguido los pasos durante los años en que has estado ausente. He ido siguiendo los peligros por los que has pasado, tus triunfos e infortunios, y me ha complacido saber que, tanto en la victoria como en la derrota, el nombre de mi viejo amigo siempre ha merecido aplausos.



El general le dio la pertinente réplica y felicitó a su amigo por su nueva dignidad y por poseer una casa y una finca tan hermosas.



-Pero si todavía no has visto nada -dijo lord Woodville-; y cuento con que no pienses en dejarnos hasta haberte familiarizado con todo esto. Cierto es, lo confieso, que el grupo que ahora me acompaña es bastante numeroso y que la vieja casa, como otros lugares de este tipo, no dispone de tantos alojamientos como prometen las dimensiones de la tapia. Pero podemos proporcionarte un cómodo cuarto a la antigua; y me aventuro a suponer que tus campañas te habrán habituado a sentirte a gusto en peores condiciones.



El general se encogió de hombros y se echó a reír.



-Presumo -dijo- que el peor aposento de vuestro palacio es notablemente mejor que el viejo tonel de tabaco donde me vi obligado a alojarme por la noche cuando estuve en la Maleza, como le llaman los virginianos, con el cuerpo expedicionario. Allí me tumbaba, como el propio Diógenes, tan satisfecho de protegerme de los elementos que, aunque en vano, traté de llevarme conmigo el barril a mi siguiente acuartelamiento; pero el que a la sazón era mi comandante no consintió tal lujo y hube de decir adiós a mi querido barril con l grimas en los ojos.



-Pues muy bien. Puesto que no temes a tu alojamiento -dijo lord Woodville-, te quedarás conmigo por lo menos una semana. Tenemos montones de escopetas, perros, cañas de pescar, moscas y material para entretenernos por mar y tierra: no es fácil divertirse, pero contamos con medios para conseguirlo. Y si prefieres las escopetas y los pointers, yo mismo te acompañaré y comprobaré si has mejorado la puntería viviendo entre los indios de las lejanas colonias.



El general aceptó de buena gana todos los puntos de la amistosa invitación de su amigo. Después de una mañana de viril ejercicio, el grupo se reunió a comer y lord Woodville se complació en poner de relieve las altas cualidades de su recobrado amigo, recomendándolo de este modo a sus invitados, muchos de los cuales eran personas muy distinguidas. Hizo que el general Browne hablara de las escenas que había presenciado; y, como en cada palabra se ponía de manifiesto por igual el oficial valeroso y el hombre prudente, que sabía mantener el juicio frío frente a los más inminentes peligros, el grupo miraba al soldado con general respeto, como a quien ha demostrado ante sí mismo poseer una provisión de valor personal poco común, ese atributo que es, entre todos, el que todo mundo desea que se le reconozca.



El día concluyó en el castillo de Woodville como es habitual en tales mansiones. La hospitalidad se mantuvo dentro de los límites del orden; la música, en la que era diestro el joven lord, sucedió a las copas; las cartas y el billar estuvieron a disposición de quienes preferían estos entretenimientos; pero el ejercicio de la mañana requería madrugar, y no mucho después de las once comenzaron a retirarse los huéspedes a sus respectivas habitaciones.



El señor de la casa en persona condujo a su amigo, el general Browne, a la cámara que le había destinado, que respondía a la descripción que había hecho, pues era confortable pero a la antigua. El lecho era de esos imponentes que se utilizaban a finales del siglo XVII y las cortinas de seda descolorida estaban profusamente adornadas con oro deslustrado. En cambio, las sábanas, los almohadones y las mantas le parecieron una delicia al soldado, que recordaba su otra mansión, el barril. Había algo tenebroso en los tapices que, con los ornamentos desgastados, cubrían las paredes de la reducida cámara y se ondulaban brevemente al colarse la brisa otoñal por la vieja ventana enrejada, la cual daba golpes y silbaba al abrirse paso el aire. También el lavabo, con el espejo rematado en turbante, al estilo de principios de siglo, con su peinador de seda color morado y su centenar de estuches de formas extravagantes, previstos para tocados en desuso desde hacía cincuenta años, tenía un aspecto vetusto a la vez que melancólico. Pero nada hubiera podido dar una luz más resplandeciente y alegre que las dos grandes velas de cera; y si algo podía hacerles la competencia eran los luminosos y flamantes haces de leña de la chimenea, que irradiaban a la vez luz y calor por el acogedor cuarto. Éste, no obstante lo anticuado de su aspecto general, no carecía de ninguna de las comodidades que las costumbres modernas hacen necesarias o deseables.



-Es un dormitorio a la antigua, general -dijo el joven anfitrión-, pero espero que no encuentres motivos para echar de menos tu barril de tabaco.

-No soy yo muy exigente con las habitaciones -replicó el general-; no obstante, por mi gusto, prefiero esta cámara, con mucha diferencia, a las alcobas más modernas y vistosas de la mansión de vuestra familia. Tened la seguridad de que cuando veo unidos este ambiente de confort moderno con su venerable antigüedad, y recuerdo que pertenece a vuestra señoría, mejor alojado me siento aquí de lo que estuviera en el mejor hotel de Londres.

-Confío, y no lo dudo, en que te sentirás tan cómodo como yo te lo deseo, mi querido general -dijo el joven aristócrata; y volviendo a desearle las buenas noches a su huésped, le estrechó la mano y se retiró.



El general volvió a mirar en derredor y, congratulándose para sus adentros de su retorno a la vida pacífica, cuyas comodidades se le hacían más sensibles al recordar las privaciones y los peligros que últimamente había afrontado, se desnudó y se dispuso a pasar una noche de sibarítico descanso. Ahora, al contrario de lo que es habitual en el género de cuentos, dejaremos al general en posesión de su cuarto hasta la mañana siguiente.



Los huéspedes se reunieron para desayunar a una hora temprana, sin que compareciese el general Browne, que parecía ser, de todos lo que lo rodeaban, el invitado que más interés tenía en honrar lord Woodville. Más de una vez expresó su sorpresa por la ausencia del general y, finalmente, envió un criado a ver qué pasaba. El hombre volvió diciendo que el general había estado paseando por el exterior desde primera hora de la mañana, a despecho del tiempo, que era neblinoso y desapacible.



-Costumbres de soldado -dijo el joven aristócrata a sus amigos-; muchos de ellos se habitúan a ser vigilantes y no pueden dormir después de la temprana hora en que por regla general tienen la obligación de estar alerta.



Sin embargo, la explicación que de este modo ofreció lord Woodville a sus invitados le pareció poco satisfactoria a él mismo, y aguardó silencioso y abstraído el regreso del general. Éste se personó una hora después de haber sonado la campanilla del desayuno. Parecía fatigado y febril. Tenía el pelo -cuyo empolvamiento y arreglo constituían en aquella ‚poca una de las ocupaciones más importantes de la jornada diaria de un hombre, y decía tanto de su elegancia como en los tiempos actuales el nudo de la corbata o su ausencia- despeinado, sin rizar, falto de polvos y mojado de rocío. Llevaba las ropas desordenadas y puestas de cualquier modo, lo cual llamaba la atención en un militar, entre cuyos deberes diarios, reales o supuestos, suele incluirse el cuidado de su atavío; y tenía el semblante demacrado y hasta cierto punto cadavérico.



-Te has ido de marcha a hurtadillas esta mañana, mi querido general -dijo lord Woodville-; ¿o acaso no has encontrado el lecho tan de tu gusto como yo esperaba y tú dabas por supuesto? ¿Cómo has dormido esta noche?

-¡Oh, de mil maravillas! ¡Estupendo! No he dormido mejor en mi vida -dijo rápidamente el general Browne, pero con un aire de embarazo que era evidente para su amigo. Luego, a toda prisa, se tragó una taza de té y, desatendiendo o rechazando todo cuanto se le ofrecía, pareció sumirse en sus pensamientos.

-Hoy saldrás con la escopeta, general -dijo el amigo y anfitrión, pero hubo que repetir dos veces la propuesta antes de recibir la abrupta respuesta:

-No, milord; lo siento, pero no puedo aceptar el honor de pasar otro día en vuestra mansión; he pedido mis caballos de posta, que estarán aquí dentro de muy poco.

Todos los presentes demostraron su sorpresa y lord Woodville replicó inmediatamente:

-¡Caballos de posta, mi buen amigo! ¿Para qué vas a necesitarlos si me prometiste permanecer tranquilamente conmigo durante una semana?

-Tal vez -dijo el general, visiblemente turbado-, con la alegría del primer momento, al volverme a encontrar con vuestra señoría, tal vez dijera de permanecer aquí algunos días; pero posteriormente he caído en la cuenta de que me es imposible.

-Esto es increíble -dijo el joven aristócrata-. Ayer parecías no tener ninguna clase de compromisos y no es posible que hoy te haya convocado nadie, pues no ha venido el correo del pueblo y, por lo tanto, no has podido recibir ninguna carta.

Sin ninguna otra explicación, el general musitó algo sobre un asunto inaplazable e insistió en la absoluta necesidad de su marcha, en unos términos que acallaron toda oposición por parte de su amigo, que comprendió que había tomado una decisión y se abstuvo de ser impertinente.

-Pero, por lo menos -dijo-, permíteme, mi querido Browne, puesto que quieres o debes irte, que te muestre el panorama desde la terraza, pues la niebla se está levantando y pronto será visible.

Abrió una ventana de guillotina y salió a la terraza mientras hablaba. El general lo siguió mecánicamente, pero parecía atender poco a lo que iba diciendo su anfitrión mientras, de cara al amplio y espléndido panorama, señalaba distintos motivos dignos de contemplarse. De este modo fueron avanzando hasta que lord Woodville hubo conseguido el propósito de aislar por completo a su amigo del resto de los huéspedes; entonces, dándose media vuelta con gran solemnidad en el porte, se dirigió a él de este modo:

-Richard Browne, mi viejo y muy querido amigo, ahora estamos solos. Permíteme que te conjure a contestarme bajo palabra de amigo y por tu honor de soldado. ¿Cómo has pasado, en realidad, la noche?

-Verdaderamente, de un modo penosísimo, milord -respondió el general, con el mismo tono solemne-; tan penoso que no querría correr el riesgo de una segunda noche semejante, ni por todas las tierras que pertenecen a este castillo ni por todo el campo que estoy viendo desde este elevado mirador.

-Esto es todavía más extraordinario -dijo el joven lord como si hablara para sí-; entonces debe haber algo de verdad en los rumores sobre ese cuarto.-Dirigiéndose de nuevo al general, dijo- Por Dios, mi querido amigo, sé honrado conmigo y cuéntame cuáles han sido las molestias concretas que has padecido bajo un techo donde, por voluntad del propietario, no hubieras debido hallar más que bienestar.

El general dio la sensación de angustiarse ante el requerimiento y tardó unos momentos en contestar:

-Mi querido lord -dijo al cabo-, lo que ha sucedido la pasada noche es de una naturaleza tan peculiar y desagradable que me costaría entrar en detalles incluso con vuestra señoría, si no fuera porque, independientemente de mi deseo de complacer cualquier petición vuestra, creo que mi sinceridad puede conducir a alguna explicación sobre una circunstancia no menos dolorosa y misteriosa. Para otros, lo que voy a decir pudiera ser motivo de que se me tomara por un débil mental, un loco supersticioso que sufre a consecuencia de que su propia imaginación lo engaña y confunde; pero su señoría me conoce desde que éramos niños y jóvenes, y no sospechar que yo haya adquirido, en la madurez, sentimientos y flaquezas de que estaba libre cuando tenía menos años.

Aquí hizo una pausa y su amigo le replicó:

-No dudes de mi absoluta confianza en la veracidad de lo que me participes, por extravagante que sea; conozco muy bien tu firmeza de carácter para sospechar que pudieras ser embaucado, y s‚ muy bien que tu sentido del honor y de la amistad te impediría asimismo exagerar en nada lo que hayas presenciado.

-Pues entonces -dijo el general- os contaré mi historia tan bien como sepa hacerlo, confiando en vuestra equidad; y eso pese a tener la convicción de que preferiría enfrentarme a una batería mejor que repasar mentalmente los odiosos recuerdos de esta noche.

Se detuvo por segunda vez y, luego, viendo que lord Woodville se mantenía en silencio y en actitud de escuchar, comenzó, bien que no sin manifiesta contrariedad, la historia de sus aventuras nocturnas en la Cámara de los Tapices.

-Me desnudé y me acosté, tan pronto vuestra señoría me dejo solo anoche; pero la leña de la chimenea, que casi estaba enfrente del lecho, ardía resplandeciente y con viveza, y esto, junto con el centenar de excitantes recuerdos de mi infancia y juventud que me había traído a la cabeza el inesperado placer de encontrarme con vuestra señoría, me impidió rendirme en seguida al sueño. Debo decir, no obstante, que las reverberaciones del fuego eran muy agradables y acogedoras, con lo que durante un rato dieron pie a la sensación de haber cambiado los trabajos, las fatigas y los peligros de mi profesión por un disfrute de una vida apacible y la reanudación de aquellos lazos amistosos y afectivos que habían despedazado las rudas exigencias de la guerra.



Mientras me iban pasando por la cabeza estos gratos pensamientos, que poco a poco me arrullaban y adormecían, de repente me espabiló un ruido parecido al fru-fru de un vestido de seda y a los pasos de unos zapatos de tacón, como si una mujer estuviera paseando por el cuarto. Antes de que pudiese descorrer la cortina para ver que era lo que pasaba, cruzó entre la cama y el hogar la figura de una mujercita. La silueta estaba de espaldas a mí, pero puede observar, por la forma de los hombros y del cuello, que correspondía a una anciana vestida con un traje a la antigua, de esos que, creo, las damas llaman un saco; es decir, una especie de bata, completamente suelta sobre el cuerpo, pero recogida por unos grandes pliegues en el cuello y los hombros, que llega hasta el suelo y termina en una especie de cola.



Pensé que era una intrusión bien extraña, pero ni por un momento se me ocurrió la idea de que lo que veía fuese otra cosa que la forma mortal de alguna anciana de la casa que tenía el capricho de vestirse como su abuela y que, puesto que su señoría mencionó que andaba bastante escaso de habitaciones, habiendo sido desalojada de su cuarto para mi acomodo, se había olvidado de tal circunstancia y regresaba a las doce a su sitio de costumbre. Con este convencimiento, me removí en la cama y tosí un poco, para hacer saber al intruso que yo había tomado posesión del sitio. Ella fue dándose la vuelta despacio, pero, ¡santo cielo!, milord, ¡qué semblante me mostró! Ya no cabía la menor duda de lo que era ni cabía pensar en absoluto que fuese una persona viva. Sobre el rostro, que presentaba las facciones rígidas de un cadáver, llevaba impresos los rasgos de la más vil y repugnante de las pasiones que la habían animado durante la vida. Parecía que hubiera salido de la tumba el cuerpo de algún atroz criminal y se le hubiera devuelto el alma desde el fuego de los condenados, para, durante un tiempo, aunarse con el viejo cómplice de su culpa. Yo me incorporé en la cama y me senté derecho, sosteniéndome sobre las palmas de las manos, mientras miraba fijamente aquel horrible espectro. Ella avanzó con una zancada r pida, o eso me pareció a mí, hacia el lecho donde yo yacía, y se acuclilló, una vez arriba, precisamente en la misma postura que yo había adoptado en el paroxismo del horror, adelantando su diabólico semblante hasta ponerlo a menos de media yarda del mío, con una mueca que parecía expresar la maldad y el escarnio de un demonio colorado.



Al llegar allí, el general Browne se detuvo y se enjugó el sudor frío que le había perlado la frente al recordar la horrible visión.



-Milord -dijo-, yo no soy cobarde. He pasado por todos los peligros de muerte propios de mi profesión y en verdad puedo presumir de que ningún hombre ha visto a Richard Browne deshonrar la espada que luce; pero, en estas horribles circunstancias, ante aquellos ojos y, por lo que parecía, casi apresado por la encarnación de un espíritu maligno, toda firmeza me abandonó, toda mi hombría se derritió dentro de mí como la cera en un horno, y sentí ponérseme de punta todos los pelos de mi cuerpo. Dejó de circularme la sangre por las venas y me hundí en un desvanecimiento, más víctima del terror y del pánico que lo haya sido nunca una moza de aldea o un niño de diez años. Me es imposible conjeturar durante cuánto tiempo estuve en ese estado.



Pero me despertó el reloj del castillo al dar la una, con tanta fuerza que tuve la impresión de que sonaba dentro del cuarto. Transcurrió algún tiempo antes de que osara abrir los ojos, no fuesen a encontrar de nuevo la horripilante visión. No obstante, cuando reuní valor para mirar, la mujer ya no se veía. Mi primera idea fue tocar la campanilla, despertar a los criados y trasladarme a un desván o un henil, con tal de estar seguro de no recibir una segunda visita. Pero, he de confesar la verdad, mi decisión se vio alterada, no por la vergüenza de ponerme en evidencia, sino por el miedo que me daba de que, al ir hasta la chimenea, junto a la cual colgaba el cordón de la campanilla, volviera a interponérseme la diabólica mujer, que, me imaginaba yo, debía seguir al acecho en cualquier rincón de la alcoba.



No intentaré describiros qué paroxismos de calor y de frío me atormentaron durante el resto de la noche, en medio de las cabezadas, las vigilias penosas y ese estado incierto que es la tierra de nadie que los separa. Parecía que un centenar de objetos terribles me rondaran; pero había una gran diferencia entre la visión que os he descrito y esas otras que siguieron, de modo que yo me daba cuenta de que las últimas eran supercherías de mi imaginación y de mis nervios.



Por fin clareó el día, y me levanté de la cama, con el cuerpo enfermo y el espíritu humillado. Estaba avergonzado de mí mismo, como hombre y como soldado, más aún al percibir mis vivísimos deseos de huir del cuarto embrujado, deseos que, no obstante, se imponían sobre todas las demás consideraciones; de manera que, echándome encima las ropas a toda prisa, sin el menor cuidado, escapé de la mansión de vuestra señoría para buscar en el aire libre algún alivio a mis nervios, que estaban perturbados por el horrible encuentro con el visitante del otro mundo, pues no otra cosa creo que fuese aquella mujer. Ahora su señoría ya conoce las causas de mi desasosiego y de mi repentino deseo de abandonar vuestro hospitalario castillo. Confío en que podremos vernos a menudo en otros lugares; pero ¡Dios me libre de pasar jamás una segunda noche bajo este techo!



Aunque el relato del general era extravagante, había hablado con tal tono de profunda convicción que no daba pie a los comentarios que suelen despertar tales historias. Lord Woodville no le preguntó ni una sola vez si estaba seguro de que la aparición no fue un sueño ni propuso ninguna de las explicaciones en boga para justificar las apariciones sobrenaturales, como las excentricidades de la imaginación o los engaños de los nervios ópticos. Por el contrario, se mostró profundamente impresionado por la veracidad y autenticidad de lo que acababa de oír; y, luego de un largo silencio, se dolió, con abiertos visos de sinceridad, de que aquel amigo de la juventud lo hubiese pasado tan mal en su casa.



-Lamento tanto más tu malestar, mi querido Browne -dijo-, cuanto que la desgracia es consecuencia, aunque imprevisible, de un experimento mío. Debes saber que, al menos en los tiempos de mi padre y de mi abuelo, la habitación que te asigné anoche estuvo cerrada por los rumores de que allí ocurrían ruidos y visiones sobrenaturales. Cuando tomé posesión de la hacienda, hace pocas semanas, pensé que el castillo no ofrecía suficientes aposentos a mis invitados como para permitir que los habitantes del mundo invisible retuvieran para sí una alcoba tan confortable. Por eso hice que abrieran la Cámara de los Tapices, que es como la llamamos; y sin destruir su ambiente vetusto, hice que le agregaran el mobiliario que imponen los tiempos modernos. Pero, como la idea de que el cuarto estaba embrujado seguía firmemente arraigada entre los criados, y también era conocida en el vecindario y por muchos de mis amigos, temí que los prejuicios del primer ocupante de la Cámara de los Tapices reavivaran la mala fama de que es objeto, frustrándose así mis intenciones de convertirla en parte útil de la casa. Debo confesarte, mi querido Browne, que tu llegada de ayer, tan de mi agrado por otras mil razones, me pareció la ocasión ideal para acabar con esos desagradables cuentos sobre tal cuarto, puesto que tu valor estaba fuera de toda duda y tu entendimiento libre de todo temor preconcebido. En consecuencia, no hubiera podido elegir mejor sujeto para mi experiencia.



-Por mi vida -dijo el general Browne, con algo de precipitación-, que quedo infinitamente obligado a vuestra señoría, verdaderamente reconocido. Es muy probable que durante algún tiempo recuerde las consecuencias del experimento, según gusta de denominarlo vuestra señoría.

-No, ahora estás siendo injusto, mi querido amigo -dijo lord Woodville-. Bastará con que reflexiones un momento para convencerte de que yo no podía prever la posibilidad de exponerte a las angustias que desgraciadamente has sufrido. Ayer por la mañana yo era absolutamente escéptico en cuanto a las apariciones sobrenaturales. Pero estoy seguro de que si te hubieran hablado de la habitación, esos mismos rumores te habrían impulsado, por tu propio gusto, a elegirla como dormitorio. Ese ha sido mi revés, quizás mi error, pero que de verdad no puede calificarse de falta: haber dado lugar a que tú hayas sufrido de un modo tan increíble.

-¡Verdaderamente increíble! -dijo el general, recuperando el buen humor-. Y reconozco que no tengo derecho a estar ofendido con vuestra señoría por haberme tratado tal y como yo acostumbro a considerarme a mí mismo: un hombre firme y valiente. Pero veo que han llegado mis caballos de posta, y no quiero interrumpir las diversiones de vuestra señoría.

-Pero, viejo amigo -dijo lord Woodville-, ya que no te es posible permanecer con nosotros ni un día más, lo cual, desde luego, no tengo derecho a exigirte, concédeme al menos otra media hora. A ti te gustaban los cuadros, y yo tengo una galería de retratos, algunos de ellos de Van Dyke, que representan a los antepasados a quienes pertenecieron esta hacienda y este castillo. Creo que varios de ellos te impresionarán por su gran mérito.



El general Browne aceptó la invitación, aunque no de muy buena gana. Era evidente que no respiraría con libertad y a sus anchas hasta haber dejado a sus espaldas el castillo de Woodville. No obstante, no podía rechazar la invitación de su amigo; y mucho menos cuanto que estaba un poco avergonzado por el mal humor que había mostrado a su bienintencionado anfitrión.



Así pues, el general siguió a lord Woodville por varias salas hasta la galería donde estaban expuestos los cuadros, que este último fue señalando a su huésped, diciéndole los nombres y contándole algunas cosas sobre los sucesivos personajes cuyos retratos contemplaban. Al general Browne le interesaban muy poco los pormenores de los que se le iba informando. Los cuadros, de hecho, eran muy del estilo de todos los que se ven en las antiguas galerías familiares: un caballero que había arruinado su hacienda al servicio del rey, una hermosa dama que la había restaurado contrayendo matrimonio con un acaudalado puritano, un caballero galante que se había arriesgado a mantener correspondencia con la corte exiliada de St Germain, otro que había tomado las armas en favor de William Cromwell durante la revolución, y otro que había volcado alternativamente su peso en el platillo de los whig y en el de los tory.



Mientras lord Woodville atiborraba con estas palabras los oídos de su huésped, como se ceba a los pavos, alcanzaron el centro de la galería. De pronto, el general se sobresaltó y adoptó una actitud casi de asombro, no sin algo de temor, al recaer sus ojos, súbitamente atraídos por el cuadro, sobre el retrato de una anciana dama vestida según la usanza de la moda de finales del siglo XVII.



-¡Ésta es! -exclamó-. Ésta es, por el tipo y por los rasgos, aunque la expresión no llegue a ser tan demoníaca como la de la detestable mujer que me visitó anoche.

-Si es así -dijo el joven aristócrata-, ya no queda ninguna duda sobre la horrible realidad de la aparición. Este retrato es de una desdichada antepasada mía sobre cuyos crímenes se conserva una siniestra y espantosa relación en una historia de mi familia que guardo en mi escritorio. Enumerarlos sería demasiado horrible; baste decir que en vuestro funesto dormitorio se cometió un incesto y un asesinato perverso. Lo devolveré al aislamiento al que lo habían confinado quienes me precedieron; y nadie, mientras yo pueda impedirlo, se expondrá a que se repitan los horrores sobrenaturales capaces de hacer vacilar un valor como el vuestro.



Así que los dos amigos, que con tanto regocijo se habían encontrado, se despidieron con muy distintos ánimos: lord Woodville pensando en ordenar que la Cámara de los Tapices fuese desmantelada y cegada la puerta; el general Browne decidido a buscar, en algún paraje menos hermoso y con algún amigo menos encumbrado, el olvido de la deplorable noche que había pasado en el castillo de Woodville.

DEJA A LOS MUERTOS EN PAZ


Deja a los muertos en paz (Laβ die Toten Ruhn) es un relato de vampiros del escritor alemán Ernst Raupach (o bien de Ludwig von Tieck, depende de la antología). Fue publicado en 1823, y es allí donde surge la primera confusión. La traducción al inglés se tituló Wake not the Dead (las traducciones al español suelen llamarse No despertéis a los muertos), publicada en la antología de cuentos Popular Tales and Romances of the Northern Nations; con el nombre de Ludwig Von Tieck como autor. Lo cierto es que la mayoría de los eruditos atribuyen este notable cuento de vampiros a Ernst Raupach.




Deja a los muertos en paz es, posiblemente, el mejor relato de vampiros del romanticismo alemán, con algunos guiños dedicados casi exclusivamente al lector alemán, y que nosotros, que no somos alemanes y despreciamos los guiños, revelaremos oportunamente.



El nombre del cuento (Laβ die Toten Ruhn) es un fragmento de un poema clásico del romanticismo, y de las colecciones vampíricas posteriores. Pertenece al poeta Gottfried August Bürger, y a su poema Leonore, cuya trama lo convierte en uno de los primeros poemas alemanes de vampiros.



Aquí tenemos un tópico clásico, absorbido directamente de las leyendas de vampiros: El retorno de la tumba, pero de un modo afín al romanticismo; es decir; es el amor (un amor macabro, eso si) quien retorna: una enamorada que vuelve de la tumba.



Deja a los muertos en paz es, en rigor a la verdad, un relato que sólo resulta imprescindible para los amantes de la literatura gótica, especialmente del romanticismo. De todos modos, creo que ejercitamos una estricta justicia al incluirlo en nuestra biblioteca.







Deja a los muertos en paz.

Laβ die Toten Ruhn; Ernst Raupach (1784-1852)





Walter suspiraba dolorosamente por el fallecimiento de su amada esposa Brunilda. Era medianoche y estaba junto a su tumba, en la hora en que el espíritu que brama en las tempestades lanza sus malditas legiones de monstruos. Se lamenta todas las noches junto a la cripta, balo los árboles helados, reclinando la cabeza sobre la lápida de su esposa.



Walter era un poderoso caballero de Burgundia. Se había casado con Brunilda en su juventud, cuando los dos se amaban con locura, pero la muerte se la arrebató de los brazos, y sufría todavía a pesar de que se casó otra vez con una bella mujer llamada Swanhilde, rubia, de ojos verdes y un tono rosado en las mejillas, que le había dado un varón y una niña y que era todo lo contrario de la esposa muerta.



Walter no hallaba reposo, seguía amando a Brunilda y deseaba con toda su alma tenerla junto a él. Constantemente comparaba a su esposa viva con la muerta. Swanhilde notaba el cambio en su esposo y se esmeraba por atenderlo; pero de nada servía, ya que la obsesión de Walter era tener a Brunilda otra vez, y esa idea fija, constante, se había apoderado de su alma. Todas las noches visitaba la tumba de su hermosa esposa y le preguntaba con tristeza:



-¿Dormirás eternamente?



Ahí estaba Walter, acostado sobre la tumba. Era medianoche, cuando un hechicero de las montañas entró al cementerio para recoger las hierbas que sólo crecen en las tumbas y que están dotadas de un terrible poder. Se acercó a aquella en que Walter lloraba y le preguntó:



-¿Por qué, infeliz, te atormentas así? No debes lamentarte por los muertos, pues tu también morirás algún día. Al llorar por ellos no los dejas descansar.

-El amor es la fuerza más grande que hay en el universo y yo amaba a la que aquí está pudriéndose. Quisiera que regresara conmigo. -le respondió Walter con pena y necedad.

-¿Crees que va a despertar con tus lamentos? ¿No vez que perturbas su calma?

-¡Vete, anciano, tu no conoces el amor! ¡Si yo pudiera abrir con mis manos la tierra y devolverle la vida a mi querida Brunilda, lo haría a cualquier precio! -le gritó Walter.

-Ignorante, no sabes lo que dices, te estremecerías de horror ante la resucitada. ¿Piensas que el tiempo no degrada los cuerpos? Tu amor se convertiria en odio.

-Antes se caerían las estrellas del cielo. Yo reventaría mis músculos y mis huesos si ella resucitara; jamás podría odiarla.

-Hablas con el corazón caliente y la cabeza hirviendo. No quiero desafiarte a devolvértela: pronto te darías cuenta de que no miento -dijo el anciano.

-¿Resucitarla? -Gritó Walter, arrojándose a los pues del mago- Si eres capaz de tal maravilla, ¡hazlo!, hazlo por estas lágrimas, por el amor que ya casi no vive sobre la Tierra. Harías la mejor obra de bien en tu vida.

-Calma, si decides que así sea, regresa a medianoche; pero, te lo advierto: ¡Deja a los muertos en paz!



Walter regresó a su casa, pero no pudo conciliar el sueño. Al día siguiente, justo a medianoche, esperaba al hechicero junto a la tumba.



-¿Haz considerado lo que te dije? -Le pregunto el anciano.

-Si, lo he pensado. Devuélveme a la dueña de mi corazón, te lo suplico. Podría morir esta noche si no cumples tu promesa.

-Bien -Le dijo el viejo- sigue recapacitando y regresa aquí mañana a medianoche. Te daré lo que tu pides, sólo recuerda algo: ¡Deja a los muertos en paz!



A la noche siguiente apareció el hechicero y dijo:



-Espero que hayas pensado bien la situación. Regresar a un muerto a la vida no es cosa de juego. Esta será la última vez que te lo diga: ¡Deja a los muertos en paz!

-¡Basta, mi amada no tendrá paz en esa tumba helada, tienes que regresármela, me lo haz prometido! -le gritó Walter lleno de ansiedad.

-¡Recapacítalo, no podrás separarte de ella hasta la muerte, aunque la repugnancia y el odio se apoderen de tu corazón! Solo habría un medio espantoso de lograrlo y no creo que tu quieras oír hablar de eso.

-¡Anciano imbécil, devuélveme a Brunhilda! ¿Cómo podría odiar lo que más he amado? -aulló Walter con desesperación.

-Está bien. Puesto que así lo quieres, ¡sea!¡retrocede!



El hechicero dibujó un círculo alrededor de la tumba y una tempestad se desató. Alzó los brazos al cielo y comenzó a gritar frases en una lengua que no era humana. Los búhos comenzaron a volar de los árboles. Las estrellas se ocultaron detrás de las nubes. La lápida que cubría la tumba comenzó a moverse y se abrió paso hacia la superficie. En el hoyo, el anciano tiró varias hierbas mientras seguía murmurando con los ojos en blanco. Un viento rápido y helado salió del sepulcro al mismo tiempo que cientos de gusanos escalaban la tierra. De pronto las nubes se apartaron y la luna bañó la sepultura vacía. Sobre ella, el hechicero vertió sangre fresca contenida en una calavera y exclamó:



-Bebe, tú que duermes, bebe esta sangre caliente para que tu corazón pueda latir otra vez.



Como volcán que hace erupción, se levantó Brunilda, empujada por una fuerza invisible, de la noche eterna en la que estaba sepultada. Tenía el pelo negro como la tormenta, ojos azules y una piel muy blanca. El anciano hechicero la tomó de la mano y la llevó hasta Walter.



-Recibe otra vez a la que amas. ¡Espero que nunca vuelvas a necesitar mi ayuda! De ser así, me encontrarás en las noches de luna llena en las montañas, donde los caminos se cruzan -diciendo esto, se alejó con paso lento.

-¡Walter! -exclamó Brunilda- llévame pronto al castillo en las montañas.



Walter saltó sobre el caballo y, tomando a su amada, galopó en dirección a las montañas solitarias, donde tenía un castillo oculto. Ahí había vivido con Brunilda. Sólo el viejo criado los vio llegar. Fue amenazado de inmediato por el patrón, quien le ordenó guardar silencio.



-Aquí estaremos bien -dijo Brunilda -hasta que mis ojos puedan ver la luz nuevamente.



Mientras residían en el castillo, los pocos criados ignoraban por completo que su antigua ama hubiera resucitado. Sólo el viejo sirviente sabía la verdad y era el que les llevaba agua y la comida. Los primeros siete días vivieron a la luz de las velas, con todas las cortinas cerradas; los siguientes siete se abrieron las ventanas más altas, de modo que sólo entraba la tenue claridad del amanecer o del anochecer. Walter nunca se apartaba de su querida Brunilda. No obstante, sentía un escalofrío que le impedia tocarla y no sabía por qué, pero tan grande era su amor que no le importaba. Estaba seguro de que esto era mejor que el pasado. Su esposa era aún mas bella que cuando estaba viva la primera vez, su voz era más dulce, sus palabras fluían con emoción y toda ella lo fascinaba hasta la locura.



Brunilda constantemente hablaba de los amores que habían tenido en el pasado, haciendo a Walter emocionantes promesas que pronto realizarían. Su amor sería el amor más grande que hubiera conocido el mundo. Así embriagaba a su amado de esperanzas para el futuro. Sólo cuando hablaba del cariño que sentía por él, dejaba aparecer la parte terrenal; de otro modo discutía sin cesar de asuntos espirituales, eternos y proféticos.



Todos los días dormían juntos. Walter sentía la necesidad de enamorar a su esposa, compenetrarse con ella como lo hacía antes, pero Brunilda se apartaba bruscamente de la cama y le explicaba:



-Así no querido. ¿Cómo podría yo, que he regresado de la muerte, para estar contigo, ser tu amante mientras tienes una sucia mujer que se hace llamar tu esposa?



Walter había enloquecido y estaba dispuesto a todo. Un día, arrebatado por la pasión, abandonó el castillo y cabalgó con furia por entre los bosques y las montañas hasta que llegó a su casa, donde su esposa Swanhilde lo recibió con cariños y palabras bellas, al igual que sus hijos. Pero nada pudo calmarlo ni reprimir su cólera. Expuso a su esposa que lo mejor era que se separaran para que cada quien pensara las cosas con calma y vieran si realmente se querían o no. Swanhilde, llena de comprensión, le dijo que estaba bien.



Al otro día, Walter había conseguido el acta de separación que decía que ella debería regresar a casa de sus padres. Los niños se quedarían en el castillo. Entonces Swanhilde le dijo:



-Sospecho que me dejas por el amor de Brunilda, a quien no puedes olvidar. Te he visto ir al cementerio y rondar su tumba. ¿No me digas Walter, que has osado juntar a los vivos con los muertos? ¡Eso causaría tu destrucción!



Walter recordó que lo mismo le había sentenciado el hechicero, pero no lo tomó en cuenta. Hizo redecorar el palacio al gusto de la nueva dueña. La resucitada ingresó por segunda vez a su mansión como esposa. Walter les dijo a todos los criados del palacio que era una nueva novia que había traído de tierras lejanas, pero los habitantes del castillo veían el extraño parecido que había entre la señora y su antigua ama Brunilda. Sus almas se llenaron de espanto, pues esperaban lo peor y, entre la servidumbre, corría el rumor de que su amo había desenterrado a la antigua esposa de su tumba y con poderes mágicos la había hecho vivir nuevamente.



La nueva ama nunca llevaba otro vestido que no fuera su túnica gris pálido, no usaba joyas de oro como las grandes señoras, sino turbias alhajas de plata de manera de cinturón y aretes; opacas perlas cubrían su pecho. Brunilda sólo salía en los atardeceres e impuso mano dura a todos los criados que la rodeaban. Era una mujer cruel que castigaba sin pretexto y por placer. Tenía el poder de la vida o la muerte sobre ellos.



En otro tiempo el castillo estuvo poblado de alegría, pero ahora sus moradores tenían la cara demacrada por el temor; se estremecían cada vez que se cruzaban con Brunilda. Muchos criados cayeron enfermos y murieron. Aquellos que la veían a los ojos se convertían en esclavos de sus caprichos. La mayoría intentó huir del castillo. Sólo algunos eran conservados con vida, los ancianos.



Los poderes que el hechicero había dado a Brunilda con el alimento humano había recompuesto su cuerpo corrupto. Sólo una bebida mágica podía conservarla con vida, una opción maldita: sangre humana, bebida aún caliente de venas jóvenes.



Ya deseaba comenzar a beber esa sangre, la de Walter, pero tenía que esperar hasta que fuera la noche de luna llena. Una tarde, repleta de ansiedad, vagaba por el bosque y se encontró con un pequeño niño de cachetes rosados. Lo atrajo hacia ella con caricias y regalos y lo llevó a una estancia apartada de la vista humana para succionar la sangre de su pecho. Después de esa indigna acción, ya nadie estuvo a salvo de sus ataques. Todo humano que se acercaba a ella era narcotizado con la fragancia de su aliento. Niños, jóvenes y doncellas se marchitaban como flores. Los padres resentían horror ante aquella plaga que hacía estragos en la vida de sus hijos.



Pronto empezaron a circular rumores. Se creía que ella era la causante de la peste mortífera, pero en las víctimas no había huella alguna que la incriminara y nadie la había visto haciendo esas aberraciones. Entonces el remedio radical: los padres abandonaron el pueblo, dejando sus casas vacías y las tierras sin trabajar. El castillo quedó desolado y el pueblo también, sólo permanecieron los ancianos decrépitos y sus esposas.



El único que no veía la muerte a su alrededor era Walter. Estaba entregado a su pasión, por sobre todas las cosas, por Brunilda, quien lo amaba con una ternura que nunca antes había mostrado. Hasta ahora no había necesitado de su sangre; pero ella no dejaba de advertir con pesadez que sus fuentes de vida se agotaban; pronto ya no habría sangre fresca y joven, excepto la de Walter y sus hijos. Al regresar al castillo, Brunilda había sentido el rechazo por los hijos de una extraña y los había dejado relegados a los cuidados de una sirvienta vieja. Pero la necesidad hizo que pronto se ganara el amor de los niños; los dejaba dormirse en su pecho, les contaba historias, jugaba con ellos y los adormecía con la mirada y el aliento.



Lentamente iba extrayendo de los infantes el flujo vital que la mantenía viva y hermosa. Poco a poco las fuerzas de los chiquillos fueron desapareciendo, sus risas alegres se habían transformado en débiles sonrisas. Las nodrizas estaban preocupadas y temían que todos los rumores fueran verdad. No se atrevían a decirle nada a su patrón. El varoncito murió primero. Después su hermanita lo acompañó a la tumba. Walter se llenó de pena por la muerte de sus hijos y su tristeza disgustó fuertemente a Brunilda, que lo regañaba:



-¿Por qué lamentarse tanto? ¡Seguramente te recuerdan a su madre! ¿O ya estás harto de mí? -le decía la hermosa mujer con los ojos inyectados de odio.



Walter era un esclavo. Perdonó las ofensas de su esposa y le pidió disculpas. Pronto volvían a vivir en la locura del amor de la muerte. Con todo, sólo quedaban él para saciar la sed de aquella bestia infernal. Las criadas eran demasiado viejas y su sangre no servía. Brunilda lo sabía y no le importaba, pues pensaba que al morir Walter, conquistaría a otros hombres e irían a nuevos pueblos en búsqueda de sangre jóven.



En las noches, cuando dormía profundamente narcotizado, ella adhería los colmillos a su pecho. Walter resentía la falta de sangre y salía a dar largos paseos por la montaña buscando reponer su salud. Atribuía su debilidad a la falta de alimentación; nada sospechaba. Un día estaba tumbado a la sombra de un árbol y un raro pájaro pasó volando, dejando caer una raíz seca, rosácea, a sus pies. Tenía un aroma delicioso e irresistible. La masticó y sintió que su boca se llenaba de hiel amarga, entonces arrojó lejos la raíz que pudo haberlo salvado del hechizo en el que lo sumía su esposa.



Esa misma tarde, Walter regresó al castillo. El mágico perfume de Brunilda no surtió efecto alguno sobre el hombre y por primera vez en muchos meses durmió un sueño natural. Comenzó a sentir un agudo dolor en el pecho, abrió los ojos y vio la imagen más horrible y aterradora de su vida: los labios de Brunilda succionando la sangre caliente que salía de su pecho. Gritó con horror y Brunilda se apartó con la sangre escurriéndole por la boca.



-¡Demonio! ¿Así es como me amas? -rugió Walter.

-Te amo como aman los muertos -respondió con frialdad la mujer.

-Sangriento monstruo, ahora lo comprendo. Tú mataste a mis hijos, tú eres esa peste de la que hablaba el pueblo.

-Yo no los he asesinado. Tuve que sacrificar sus vidas para satisfacer tus placeres. ¡Tu eres el asesino! -gritó Brunilda con los ojos helados.



Las sombras amenazadoras de todos los muertos fueron convocadas ante los ojos de Walter por las terribles y verdaderas palabras de Brunilda.



-Querías amar a una muerta, acostarte con ella. ¿Que esperabas?

-Maldita! -gritó y echó a correr fuera del cuarto mientras se maldecía.



Al amanecer, Walter despertó en los brazos de Brunilda. Una larga cabellera negra envolvía su cuerpo, la fragancia de su aliento lo condenaba al estupor. Enseguida se olvidó de todo y se dedicó al placer con la muerta en vida. Cuando el efecto del hechizo pasó, el terror era diez veces más fuerte. Como era de día, Brunilda dormía. El hombre se refugió en las montañas, lejos de la vampira. ¡Pero era en vano! Cuando despertó, estaba en brazos de Brunilda, comprendiendo que asi seria para siempre.



Sin embargo, intentaba huir todos los días, luchando contra la muerte. Walter se refugió en uno de los rincones mas oscuros del bosque, donde la luz nunca llega. Escaló una roca mientras llovía intensamente y las nubes le enseñaban las caras de las víctimas de su esposa. En ese instante la luna emergió de las altas montañas y aquella visión le recordó al hechicero. Se dirigió con decisión a aquel lugar donde se juntan los caminos; no estaba lejos. Cuando llegó, encontró al anciano sentado en una roca, lleno de paz. Walter le gritó, tirándose al piso:



-¡Sálvame, por piedad, sálvame de ese monstruo que sólo sabe sembrar la muerte!

-¿Comprendes ahora cuán importante era mi advertencia de dejar a los muertos descansar? -le dijo el anciano.

-¿Por qué no impusiste ante mis ojos todos los horrores que iban a suceder, todos los asesinatos y la maldad que estaban desencadenando? -preguntó Walter, sollozando.

-¿Es que acaso escuchabas algo que no fuera tu propia voz, tu pasión desmedida?

-Es verdad. Pero ahora te pido, por lo que más quieras, que me ayudes -suplicaba Walter agonizando.

-Bien, te voy a decir lo que debes hacer. Es terrible. Sólo en las noches de luna llena duerme un vampiro el sueño humano. En ese momento pierde todos sus poderes y esa noche... ¡deberás matarla!.Lo harás con una afilada estaca que yo mismo te daré. Renunciarás para siempre a ella, jurando al cielo no volver a invocar su recuerdo ni mencionar su nombre o, de lo contrario, la maldición se repetirá, ¿esta claro? -preguntó el anciano hablando con autoridad.

-Lo haré, noble hechicero, haré todo lo que tú me digas para librarme de ese monstruo, pero ¿cuando sera luna llena?

-Faltan 15 días.

-¡Oh, imposible! Sus poderes me arrastraran hasta ella y me matará.

-Te esconderé en esta cueva, aquí te quedarás los quince días. En este tiempo tendrás techo y comida; por ningún motivo debes asomarte fuera de aquí. Yo volveré la noche de luna llena.



Pasó Walter el tiempo convenido en la cueva, sin moverse de su sitio, pues el inmenso temor que sentía paralizaba sus miembros. Todas las noches se le aparecía Brunilda como en sueños llamándolo por su nombre, prometiéndole que todo iba a cambiar, pidiéndole que regresara. De ese modo lo abrumaba, sumiendo a Walter en la locura. Hasta que por fin llegó la luna nueva. El hechicero entró en la caverna alumbrado por el astro y tomó a Walter por el brazo. Se dirigieron caminando al castillo en medio de la noche. Todas las puertas del palacio se abrían sin necesidad de tocarlas, tal era la magia del hechicero. Llegaron al aposento de Brunilda. Dormía, bella, hermosa, con un sueño ligero. ¿Quién podria pensar que aquella adorable criatura era un pavoroso vampiro?



Walter tenía los ojos llenos de amor. Levantó la estaca sobre su cabeza y, asestando un golpe tremendo, la hundió en el pecho de la vampira hasta atravesarla por completo, mientras le gritaba:



-¡Te condeno para siempre!

Brunilda alcanzó a abrir los ojos y decirle a Walter.

-Conmigo te condenas.



El hombre colocó su mano sobre el pecho de la mujer pronunciando el juramento que le había dicho el anciano:

-Jamás evocaré tu amor, jamás pronunciaré tu nombre... te condeno.

-Muy bien -le dijo el hechicero -todo ha terminado. Ahora debemos devolverla a donde pertenece y de donde no debió haber salido. Nunca olvides tu juramento. No volverás a verme jamás -y diciendo esto, desapareció de improviso ante los ojos del hombre.



La espantosa difunta estaba otra vez en su tumba, pero su imagen perseguía a Walter sin descanso, convirtiendo su vida en un eterno combate. La muerta le decía todo el tiempo:



-¿Perturbaste mi sueño eterno para asesinarme?



Walter siempre debía responderle: "Te condeno para siempre". Pero la imagen no se iba y aquel juramento estaba todo el tiempo sobre sus labios. Vivía afligido por el miedo de despertar un día y verse en brazos de la vampira. Además de esto, las imágenes de las víctimas de Brunilda se le aparecían gritándole:



-¡Conmigo te condenas!



El castillo de Walter estaba desierto y en ruinas, como si la guerra y la peste hubieran pasado por ahí. En medio de su soledad, quiso pedir perdón a Swanhilde y regresar con ella, pero la bella dama sabía que sus hijos habían muerto y lo despreciaba con rencor. Así, Walter solo como un perro, vagaba día y noche por los alrededores del castilllo.



Una mañana vio pasar a varios jinetes cabalgando. A la cabeza iba una bella mujer montada en un caballo negro y detrás de ella venían con alegría damas y caballeros. Walter los llamó y, después de saludarlos con agrado, los invito a comer al castillo. Aceptaron gustosos. Parecía que la vida había regresado al palacio. Todo era júbilo y gozo. Walter insistió en que se quedaran con él una semana; ya había contratado un nuevo ejército de criados que cuidaban todos los caprichos de cada invitado, e igualmente no dudaron en decirle que sí. Walter sentía tanta confianza por la mujer del caballo negro, que le había contado su historia y la de Brunilda. Ella lo consoló con toda clase de palabras y frases de afecto. Así transcurrieron los días, hasta que le pidió a la extraña que se casara con él. Ella accedió de inmediato y siete días después celebró la boda con una gran fiesta, que duró cuatro días con sus noches.



El castillo se vio envuelto en un salvaje desenfreno de alcohol y lujuria. Parecía que el demonio mismo asistía a aquella celebración. Walter condujo a su mujer al cuarto. Cuando la recostó sobre la cama, ella transformó sus brazos en una gigantesca serpiente que con sus siete anillos envolvió el cuerpo del pobre hombre triturándole los huesos, al tiempo que comenzaba el fuego en la habitación.



Pronto quedó en llamas, la torre del castilllo se desmoronó sepultando bajo sus escombros al agonizante Walter y, cuando estaba a punto de morir, una voz atronadora gritó:



!Deja a los muertos en paz!





Ernst Raupach (1784-1852)

jueves, 15 de octubre de 2009

3 MAGNIFICOS CUENTOS DE EDGAR ALLAN POE

Von Kempelen y su descubrimiento (Von Kempelen and his Discovery) es un relato fantástico del escritor norteamericano Edgar Allan Poe, publicado en 1849, casi al filo de su muerte.




En abril de 1849, The Flag of Our Union publicó un artículo llamado Von Kempelen and his Discovery, donde se describe el extraño descubrimiento de un químico alemán: El barón Von Kempelen; quien de algún modo recuerda a los alquimistas medievales.



Edgar Allan Poe publicó su relato de este modo, sin indicaciones sobre el espíritu ficcional del texto, en una época donde la fiebre del oro comenzaba a apoderarse de muchos.







Von Kempelen y su descubrimiento.

Von Kempelen and his Discovery, Edgar Allan Poe (1809-1849)





Después del muy meticuloso y elaborado ensayo de Arago, por no hablar del artículo en Silliman’s Journal, con la detallada declaración recién publicada por Lientenant Mury, no se supondrá, desde luego, que al ofrecer unos pocos rápidos comentarios en referencia al descubrimiento de Von Kempelen, tenga yo alguna intención de abordar el tema desde un punto de vista científico. Mi objetivo es simplemente, en primer lugar, decir unas pocas palabras sobre el mismo Von Kempelen (a quien, algunos años atrás, tuve el breve honor de conocer personalmente), ya que todo lo concerniente a él necesariamente debe, en este momento, ser de interés; y, en segundo lugar, revisar de un modo general, y especulativamente, los resultados del descubrimiento.



Puede estar bien, de alguna forma, comenzar las rápidas observaciones que tengo para ofrecer, denegando, muy decididamente, lo que parece ser una impresión general (tomada, como es usual en un caso como éste, de los periódicos), a saber: que éste descubrimiento, sorprendente como incuestionablemente es, sea inesperado.



Por referencia al Diario de Sir Humphrey Davy (Cottle y Munroe, Londres, pag. 150), se verá en las pags. 53 y 82, que este ilustre químico no sólo ha concebido la idea ahora en cuestión, sino que realmente ha hecho progresos nada despreciables, experimentalmente, en el mismo exacto análisis hecho ahora realidad tan triunfalmente por Von Kempelen, quien aunque no hace la menor alusión a esto, es, sin duda (lo digo con certeza, y puedo probarlo, si es necesario), deudor del Diario al menos en el primer indicio de su propia empresa.



El párrafo del Courier and Enquirer, que está recorriendo ahora los círculos de la prensa, y que se propone reclamar la invención para un tal Sr. Kissam, de Brunswick, Maine, me parece, lo confieso, un poco apócrifo, por varias razones; aunque no hay nada imposible ni muy improbable en la afirmación que se ha hecho. No necesito entrar en detalles. Mi opinión sobre el párrafo se funda principalmente en su forma. No parece verdad. Las personas que cuentan verdades, raramente son tan específicos como el Sr. Kissam parece ser, sobre día y hora y lugar preciso. Además, si el Sr. Kissam realmente hizo el descubrimiento que dice que hizo, en la época designada –cerca de ocho años atrás– ¿Cómo es que no tomó las medidas, al instante, para sacar provecho de los inmensos beneficios que hasta el más tonto hubiera sabido que podrían haberle tocado a él, sino al mundo entero, por el descubrimiento? Me parece bastante increíble que cualquier hombre de inteligencia común pueda haber descubierto lo que el Sr. Kissam afirma haber descubierto, y más aún que posteriormente haya actuado como un bebé –como una lechuza– como el Sr. Kissam admite haber hecho. A propósito, ¿quién es el Sr. Kissam? ¿Y no es acaso el párrafo entero del ‘Courier and Enquirer’ una farsa hecha para ‘dar charla’? Debe confesarse que tiene un increíble aire a bromita pesada. Muy poca credibilidad debe dársele, en mi humilde opinión; y si yo no estuviera bien informado, por experiencia, de cuán fácilmente los hombres de ciencia son mistificados, en cuestiones fuera de sus rangos usuales de investigación, estaría profundamente sorprendido de encontrar a un químico tan eminente como al Profesor Draper, discutiendo las demandas del Sr. Kissam (¿o es el Sr. Quizzem?) por el descubrimiento, en un tono tan serio.



Pero retornando al Diario del Señor Humphrey Davy. Este folleto no fue diseñado para el ojo público, aún sobre la muerte del escritor, como cualquier persona bien entendida en la autoría puede verificar inmediatamente con la más leve inspección del estilo. En la página 13, por ejemplo, cerca de la mitad, leemos, en referencia a sus investigaciones sobre el protóxido de ázoe: En menos de medio minuto siendo la respiración continua, disminuyeron gradualmente y fueron seguidos por análoga a suave presión en todos los músculos. Cientos de instancias similares van a mostrar que el manuscrito tan inconsiderablemente publicado, era sólo un rústico libro de notas, intencionado sólo para el propio ojo del escritor, pero una inspección del folleto convencerá a casi cualquier persona pensante de la verdad de mi sugerencia. El asunto es, Sir Humphrey Davy era casi el último hombre en el mundo en enconmendarse a asuntos científicos. No sólo tenía un desagrado más que común hacia la charlatanería, sino que era mórbidamente temeroso de parecer empírico; así que, no importa cuán convencido pudiera haber estado de estar en el camino correcto sobre la materia ahora en cuestión, nunca hubiera hablado, hasta haber tenido cada cosa lista para la más práctica de las demostraciones. Realmente creo que sus últimos momentos se hubieran vuelto miserables, si pudiera haber sospechado que sus deseos de quemar éste Diario (lleno de crudas especulaciones) hubieran sido desatendidos; como, parece, fueron. Digo sus deseos, ya que él quería incluir este cuaderno de notas entre los varios papeles destinados a ser quemados, creo que de esto no caben dudas. Si escapó a las llamas para buena o para mala suerte, aún queda por verse. Que el pasaje citado arriba, con los otros similares antes referidos, le dio a Von Kempelen el asunto, no lo cuestiono en el menor grado; pero repito, aún queda por verse si este descubrimiento trascendental (trascendental bajo cualesquiera circunstancias) será a la larga para utilidad o perjuicio de la humanidad. Que Von Kempelen y sus amigos inmediatos obtendrán una rica cosecha, sería tonto dudarlo un momento. Difícilmente serán tan débiles como para no realizarse, a tiempo, mediante grandes compras de casas y tierras, con otras propiedades de intrínseco valor.



En la breve historia de Von Kempelen que apareció en el Home Journal, y ha sido desde entonces extensivamente copiada, varias malinterpretaciones del Alemán original parecen haber sido cometidas por el traductor, quien dice haber tomado el pasaje de un tardío número del Presburg ‘Schnellpost.’ ‘Viele’ ha sido evidentemente malentendido (como lo es a menudo), y lo que el traductor da por ‘aflicciones,’ es probablemente ‘lieden,’ que, en su verdadera versión, ‘sufrimientos,’ le daría una contextura completamente diferente a toda la historia; pero, por supuesto, gran parte de esto es mera conjetura, de mi parte.



Von Kempelen, sin embargo, no es en modo alguno ‘un misántropo,’ en apariencia, al menos, más allá de lo que pueda ser en realidad. Mi encuentro con él fue por entero casual; y apenas si puedo presumir de haberlo conocido; pero el haber visto y conversado con un hombre de notoriedad tan prodigiosa como la que él a obtenido, u obtendrá en unos pocos días, no es un asunto menor, por éstos tiempos.



The Literary World habla de él, con seguridad, como de un nativo de Presburg (confundido, quizás, por la historia en ‘The Home Journal’) pero me complace ser capaz de sentenciar positivamente, por haberlo obtenido de sus propios labios, que él ha nacido en Utica, en el Estado de Nueva York, aunque sus padres, creo, son descendientes de Presburg. La familia está conectada, en cierta forma, con Maelzel, recordado por el Jugador de Ajedrez autómata.



En persona, él es bajo y corpulento, con grandes, gordos, ojos azules, pelo y bigote arenoso, una boca amplia pero agradable, buenos dientes, y creo que una nariz Romana. Hay algún defecto en uno de sus pies. Su discurso es franco, y su comportamiento notable por su cordialidad. Sin embargo, él mira, habla, y actúa tan poco ‘misantrópicamente’ como cualquier hombre que haya visto. Fuimos compañeros de residencia por una semana hará unos seis años atrás, en Earl’s Hotel, en Providence, Rhode Island; y supongo que conversé con él, en varios momentos, por unas tres o cuatro horas en total. Sus temas principales eran aquellos del día, y nada de lo que me llegó de él me llevó a sospechar sus logros científicos. Dejó el hotel antes que yo, con intenciones de ir a Nueva York, y de ahí a Bremen; fue en la última ciudad que su gran descubrimiento fue hecho público por primera vez; o, mejor, fue allí que por primera vez sospechó haberlo logrado. Así principalmente es que sé personalmente sobre el ahora inmortal Von Kempelen; pero pensé que aún estos pocos detalles tendrían interés para el público.



Von Kempelen nunca había llegado a ser siquiera tolerablemente adinerado durante su residencia en Bremen; y a menudo, era bien sabido, se había tenido que recurrir a salidas extremas para acumular sumas triviales. Cuando ocurrió la gran conmoción por la falsificación en la casa de Gutsmuth & Co., la sospecha fue dirigida hacia Von Kempelen, debido a la compra de una propiedad considerable en Gasperitch Lane, y a su rechazo, al ser cuestionado, a explicar como consiguió el dinero para la compra. A la larga fue arrestado, pero nada decisivo apareció contra él, al final fue puesto en libertad.



La policía, sin embargo, mantuvo una estricta vigilancia sobre sus movimientos, y así descubrió que dejaba su casa frecuentemente, haciendo siempre el mismo camino, y dándole invariablemente a sus vigilantes una vuelta por el vecindario de ese laberinto de pasajes angostos y retorcidos conocido por el apodo de ‘Dondergat.' Finalmente, gracias a una gran perseverancia, lo rastrearon hasta un altillo de una vieja casa de siete historias, en un callejón llamado Flatzplatz, y, cayéndole sorpresivamente, lo encontraron, como imaginaron, en medio de sus maniobras de falsificación. Su agitación es representada como tan excesiva que los oficiales no tuvieron la menor duda de su culpabilidad. Después de esposarlo, revisaron su habitación, o mejor habitaciones, porque parece que ocupaba toda la mansarda.



Abriéndose en el desván donde lo atraparon, había un armario, diez pulgadas por ocho, acondicionado con algunos aparatos químicos, de los cuales aún no se ha determinado el objeto. En un esquina del armario había un incinerador muy pequeño, con un fuego encendido, y en el fuego una especie de crisol duplicado, dos crisoles conectados por un tubo. Uno de estos crisoles estaba casi lleno de plomo en estado de fusión, aunque sin alcanzar la apertura del tubo, que estaba cerca del borde. El otro crisol contenía algún líquido, que, cuando los oficiales entraron, parecía estar furiosamente disipándose en vapor. Ellos contaron que, al encontrarse atrapado, Kempelen tomó los crisoles con ambas manos (que estaban enfundadas en guantes que posteriormente resultaron ser de amianto), y tiró los contenidos en el piso embaldosado.



Fue entonces que lo esposaron; y antes de proceder a registrar los límites buscaron en su persona, pero nada inusual fue encontrado en él, exceptuando una porción de papel, en el bolsillo de su saco, conteniendo lo que posteriormente fue determinado que era una mezcla de antimonio y alguna sustancia desconocida, en casi, pero no exactamente, igual proporción. Todos los intentos por analizar la sustancia desconocida han, hasta el momento, fallado, pero de que será analizada hasta el final, no caben dudas.



Saliendo del armario con su prisionero, los oficiales pasaron a través de una especie de antecámara, en la cual ningún material fue encontrado, hasta el dormitorio del químico. Aquí registraron algunas cajas y cajones, pero sólo descubrieron unos pocos papeles, de ninguna importancia, y alguna buena moneda, plata y oro. A la larga, buscando bajo la cama, vieron un gran baúl, común, sin bisagras, pasador, o cerradura, y con la parte superior yaciendo descuidadamente sobre el fondo. En el momento de sacar el baúl de debajo de la cama, encontraron que, con sus fuerzas unidas (había tres de ellos, todos hombres fuertes), no podían ‘moverlo una pulgada.’ Muy sorprendido por ello, uno de ellos se metió debajo de la cama, y mirando dentro del baúl, dijo:



¡‘No es sorprendente que no podamos moverlo, es que está lleno de bordes de viejos pedazos de bronce!



Poniendo sus pies, ahora, contra la pared para así tener un buen apoyo, y empujando con toda su fuerza, mientras sus compañeros tiraban con las suyas, el baúl, con mucha dificultad, fue sacado de debajo de la cama, y su contenido examinado. El supuesto bronce con el cual estaba lleno estaba en pequeños, finos pedazos, variando del tamaño de una arveja al de un dólar; pero los pedazos eran de forma irregular, aunque de apariencia más o menos plana, en general, ‘muy como luce el plomo cuando es arrojado derretido sobre la tierra, y allí sufre para enfriarse.’ Entonces, ni uno de esos oficiales sospechó por un momento que este metal fuera otra cosa que bronce. La idea de que eso fuera oro nunca pasó por sus cabezas, por supuesto; ¿Cómo podría haber pasado, semejante fantasía descabellada? Y su sorpresa puede ser bien concebida, cuando al día siguiente se vino a saber, en todo Bremen, que el ‘montón de bronce’ que ellos habían acarreado tan despectivamente a la oficina de policía, sin tomarse la molestia de guardarse la menor cantidad, no sólo era oro – oro real – sino oro mucho más fino que cualquiera empleado en acuñación, de hecho, absolutamente puro, virgen, sin la más mínima mixtura apreciable.



No necesito repasar los detalles de la confesión y liberación de Von Kempelen (tan lejos como fue), ya que éstos son conocidos por el público. Que él finalmente ha realizado, en espíritu y en efecto, aunque no al pie de la letra, la vieja quimera de la piedra filosofal, ninguna persona sana tiene la libertad de dudarlo. Las opiniones de Arago merecen, por supuesto, la mayor consideración; pero de ninguna manera él es infalible; y lo que dice del bismuto, en su reporte a la Academia, debe ser tomado cum grano salis. La simple verdad es, que hasta este momento todo análisis ha fallado; y hasta Von Kempelen elige dejarnos tener la llave de su propio enigma publicado, es más que probable que el asunto quede, por años, en statu quo. Todo lo que hasta ahora se puede decir que se conozca medianamente es, que ‘el oro puro puede ser hecho a voluntad, y muy fácilmente mediante plomo en contacto con otras ciertas sustancias, de tipos y en proporciones, desconocidas.’



La especulación, por supuesto, está ocupada en lo referente a los resultados inmediatos y últimos de este descubrimiento –un descubrimiento que pocas personas pensantes vacilarán en vincular al crecido interés por el asunto del oro en general, debido a los tardíos desarrollos en California; y esta reflexión nos lleva inevitablemente a otra– la excesiva falta de oportunismo del análisis de Von Kempelen. Si muchos se previnieron de aventurarse a California, por la mera noción de que el oro disminuiría tan materialmente su valor, a cuenta de su abundancia en las minas de allí, como para aportar la especulación de que un dubitativo vaya tan lejos en su búsqueda – ¿que impresión será forjada ahora, en las mentes de quienes están a punto de emigrar, y especialmente en las mentes de quienes de hecho están en la región mineral, por el anuncio de este asombroso descubrimiento de Von Kempelen? Un descubrimiento que declara, en tantas palabras, que más allá de su utilidad intrínseca para propósitos de manufactura (lo que sea que se entienda por utilidad), el oro ahora no tiene, o al menos pronto no tendrá (porque no puede suponerse que Von Kempelen pueda retener mucho tiempo su secreto), mucho más valor que el plomo, y un valor mucho menor que la plata. Es, por cierto, excesivamente difícil especular sobre las consecuencias futuras del descubrimiento, pero una cosa puede ser sostenida positivamente – que el anuncio del descubrimiento seis meses atrás hubiera tenido una influencia material sobre la colonización de California.



En Europa, hasta ahora, los resultados más llamativos han sido una alza del doscientos por ciento en el valor del plomo, y aproximadamente veinticinco por ciento en el de la plata.


Un Cuento de las Montañas Escabrosas (A tale of the Ragged Mountains) es un relato fantástico del escritor norteamericano Edgar Allan Poe, publicado en 1844.




El cuento se basa, al menos en parte, en las experiencias de Poe en la universidad de Virginia; pero también en sus ulteriores inquietudes sobre el mesmerismo y el ocultismo. Un cuento de las montañas escabrosas elabora una serie de teorías, que prefiguran el interés científico por las drogas psicoactivas, e incluso la dinámica entre paciente y doctor.



Los críticos menos gentiles aducen una falta de claridad en el relato, los decididamente agresivos hablan de su falta de sofisticación. Nosotros, que poseemos ambos reflejos, nos vemos incapacitados en aplicarlo a cualquier relato de Edgar Allan Poe.







Un cuento de las Montañas Escabrosas.

A tale of the Ragged Mountains, Edgar Allan Poe (1809-1849)





Durante el otoño del año 1827, cuando yo residía cerca de Charlottesville, Virginia, casualmente conocí al señor Augusto Bedloe. Este joven caballero era notable en todos los aspectos y despertó en mí profundo interés y curiosidad. Hallé imposible comprender sus relaciones, tanto morales como físicas. Nunca averigüe de dónde venía. Hasta en su edad, aunque le llamo joven gentlerman, había algo que me asombraba en no pequeña medida. Ciertamente parecía joven, y no dejaba de hablar de su juventud, pero había momentos en los cuales yo no habría tenido el menor reparo en imaginarlo de cien años de edad, pues nada había tan peculiar como su aspecto exterior. Era singularmente alto y delgado bastante encorvado, y sus miembros resultaban excesivamente largos y enflaquecidos. Su frente, ancha y baja; su tez, del todo exangüe.



La boca, grande y flexible, y sus dientes ferozmente desiguales, aunque sanos como yo jamás había visto en cabeza humana. Sin embargo, la expresión de su sonrisa no era de ningún modo desagradable, como podría suponerse, aunque carecía de toda variación. Era una sonrisa de profunda melancolía, de permanente y molesta tristeza. Tenía unos ojos anormalmente grandes y redondos como los de un gato. También las pupilas, al menor aumento o disminución de la luz, experimentaban la misma contracción o dilatación que se observa en la familia de los felinos. En momentos de excitación, las órbitas le brillaban de un modo casi inconcebible; parecía que emitieran rayos luminosos, pero no como un reflejo, sino como sucede con una vela o con el sol. Con todo, en su estado ordinario eran tan totalmente opacas, sutiles y tontas como para transmitir la idea de un cadáver por largo tiempo enterrado.



Esos rasgos de su persona parecían causarle un gran fastidio y continuamente se refería a ellos por medio de semijustificativas excusas, que al escucharlas por vez primera me causaron muy dolorosa impresión. Sin embargo, pronto me acostumbre y mi inquietud desapareció. Más bien parecía tener el propósito de insinuar que de afirmar directamente el hecho de que físicamente no siempre había sido lo que era, y que una larga serie de ataques neurálgicos le habían reducido, de un estado de belleza poco frecuente, al que yo ahora veía. Durante muchos años había sido atendido por un médico llamado Templeton, un señor viejo de unos setenta años de edad, a quien había conocido en Saratoga y de cuyo cuidado mientras tanto recibía, o imaginaba que recibía, gran beneficio.



Permítase, en esta ocasión, la licencia de traducir un nombre propio para acercar al lector en lengua castellana a la atmósfera que quiso recrear el autor y que, entendemos, con su traducción queda más patente. El doctor Templeton había viajado mucho en su juventud, y en París se convirtió con entusiasmo en un seguidor de la doctrina de Mesmer. Sólo por medio de remedios magnéticos, había logrado aliviar los agudos dolores de su paciente, y este éxito inspiró en este último cierto grado de confianza en las opiniones que daban origen a aquellos remedios. Sin embargo, el doctor había luchado, como todos los entusiastas, para lograr una concienzuda conversión de su pupilo, y finalmente consiguió su propósito de que se sometiera a numerosos experimentos. Por una repetición frecuente de aquéllos había surgido un resultado, que desde aquellos días ha llegado a ser tan frecuente como para atraer muy poca o ninguna atención, pero que en la época sobre la cual escribo apenas se conocía en Norteamérica. Quiero decir que entre el doctor Templeton y Bedloe, poco a poco, había crecido una evidente y fuertemente acentuada conformidad o relación magnética. Sin embargo, no estoy preparado para sostener que esta afinidad se extendiese más allá de los límites del simple poder productor del sueño; pero este poder había obtenido una gran intensidad. Al principio el mesmerista, en su primer intento de producir la somnolencia magnética, fracasó por completo. En el quinto o sexto experimento, y después de largos y prolongados esfuerzos, obtuvo un éxito parcial. Sólo en el duodécimo tuvo el triunfo completo. Después de éste, la voluntad del paciente sucumbió rápidamente a la del médico, de modo que, cuando por vez primera conocí a ambos, el sueño se producía casi inmediatamente por la simple voluntad del operador, aun cuando el enfermo no se diera cuenta de su presencia. Sólo ahora, en el año 1845, cuando similares milagros son presenciados diariamente por miles de personas, me atrevo a resaltar esa aparente imposibilidad como un acto seno. El temperamento de Bedloe era en él más alto grado sensitivo, excitable y entusiasta. Su imaginación resultaba singularmente vigorosa y creadora, y sin duda esta fuerza adicional derivaba del habitual uso de la morfina, que él tomaba en gran cantidad, y sin la cual le habría resultado imposible vivir. Acostumbraba tomar una dosis muy grande inmediatamente después del desayuno, o más bien inmediatamente después de una taza de café cargado, pues él no comía nada hasta mediodía, y entonces se marchaba, solo o acompañado únicamente de su perro, a dar un largo paseo por la cadena de salvajes y tristes colinas que se extendían al oeste y sur de Charlottesville, y que son conocidas con el nombre de Ragged Mountain.



En un día oscuro, cálido y nubloso, hacia fines de noviembre, en ese interregno de las estaciones que en los Estados Unidos se llama "el Verano Indio", el señor Bedloe partió como de costumbre hacia las colinas. Pasó el día, y el señor Bedloe no regreso. Cerca de las ocho de la noche, estando bastante alarmados por su prolongada ausencia, íbamos a salir en su busca, cuando inesperadamente hizo su aparición en el mismo estado de salud que de costumbre y un humor mejor que de ordinario. El relato que nos hizo de su paseo y de los acontecimientos que le habían detenido fue, en verdad, sorprendente.



Ustedes recordarán dijo —que eran cerca de las nueve cuando dejé Charlottesville. Inmediatamente dirigí mis pasos hacia las montañas, y cerca de las diez entré en un desfiladero que era del todo nuevo para mí. Seguí las sinuosidades de aquel paso con mucho interés. El escenario que sé presentaba por todas partes, aunque no pudiera llamarse grandioso, tenía para mí un indescriptible y delicioso aspecto de triste desolación. La soledad parecía absolutamente virgen, y no pude menos de creer que los verdes céspedes y las rocas grises que pisaba nunca habían sido holladas con anterioridad por los pies de ningún ser humano. La entrada del barranco estaba tan apartada y de hecho tan inaccesible, salvo a través de una serie de desviaciones, que no es inconcebible que haya sido yo el primer aventurero, el primero y el único que haya penetrado nunca en su interior.



La densa y peculiar niebla o humo que distingue al Verano Indio, y que ahora colgaba pesadamente sobre todos los objetos, servía sin duda para ahondar las vagas impresiones que aquellos objetos creaban. Tan densa era aquella agradable niebla que yo en ninguna ocasión veía más de doce yardas por delante del camino que recorría. Esta senda era excesivamente sinuosa, y como el sol no podía verse, pronto perdí toda idea de la dirección en que viajaba. Mientras tanto, la morfina había hecho su acostumbrado efecto de revestir el mundo exterior de un muy intenso interés. En el temblar de una hoja, en el matiz de una brizna de hierba, en la forma de un trébol, en el zumbido de una abeja, en el brillo de una gota de rocío, en el soplo del viento, en los suaves olores que venían del bosque formábase un universo de sugestión, un tren de pensamientos alegres, abigarrados, rapsódicos y desordenados. Entretenido de este modo, caminé varias horas, durante las cuales la niebla se espesaba sobre mi con tal extensión que al final me vi obligado a marchar absolutamente a tientas, y entonces un indescriptible malestar se apoderó de mí. Era una especie de excitación y temblor nerviosos. Temía caminar por la posibilidad de yerme precipitado en el abismo. Recordé también extrañas historias que se contaban de aquellas Ragged Hills, y acerca de las incontables y fieras razas de hombres que habitaban sus bosques y cavernas. Un millar de vagas fantasías me oprimían y desconcertaban, tanto más desconcertantes cuanto más imprecisas eran. De pronto mi atención quedó en suspenso por el alto golpear de un tambor.



Mi sorpresa fue, naturalmente, extraordinaria. Un tambor en aquellas colinas era algo desconocido y no me hubiera dejado más sorprendido el sonido de la trompeta del Arcángel. Pero surgió una nueva y aún más pasmosa fuente de interés y perplejidad. Se oía un salvaje tintineo o sonido metálico, como si se tratara de un manojo de grandes llaves, y en aquel instante pasó a mi lado un hombre de tez oscura, medio desnudo y profiriendo alaridos. Tanto se acercó a mi persona que sentí su cálido aliento sobre mi cara. Llevaba en una mano un instrumento compuesto de una serie de anillos de acero que agitaba vigorosamente mientras corría. Apenas hubo desaparecido en la niebla, cuando jadeando detrás de él, con la boca abierta y los ojos centelleantes, se precipitó una bestia enorme. Yo no podía estar equivocado sobre su especie: era una hiena. La vista del monstruo más bien alivió que aumentó mi terror, pues entonces me convencí de que estaba soñando e hice un esfuerzo por despertar. Caminé osadamente y con rapidez hacia adelante; me froté los ojos, hablé en voz alta, me pellizqué las piernas. Una pequeña cascada de agua apareció ante mi vista y, parándome allí, me lavé las manos, la cabeza y el cuello. Esto pareció disipar las sensaciones equívocas que hasta entonces me habían asaltado. Al levantarme, creo que me sentí otro hombre y entonces proseguí firmemente y con complacencia mi desconocido camino.



Al final, muy cansado por el esfuerzo y por una cierta opresiva pesadez de la atmósfera, me senté debajo de un árbol. En aquel instante apareció un débil rayo de luz, y las sombras de las hojas de los árboles cayeron sobre la hierba débilmente, pero definidas. Miré aquella sombra durante segundos con fijeza y admiración. Su forma me llenó de atónita sorpresa. Alcé los ojos: era una palmera. Entonces me levanté apresuradamente, y en un estado de terrible agitación —pues el imaginar que soñaba no podría durarme mucho tiempo—, vi, sentí que tenía un perfecto dominio de mis sentidos, y esos sentidos traían ahora a mi alma un mundo de nuevas y singulares sensaciones. El calor, de pronto se hizo intolerable; la brisa iba cargada de un extraño olor, y un suave murmullo como el que sube de un río crecido, pero que corre suavemente, llegaba a mis oídos, mezclado con el peculiar susurro de una multitud de voces humanas.



Mientras escuchaba con la más extrema sorpresa, que prefiero no intentar describir, una fuerte y breve ráfaga de viento se llevó la niebla como por arte de magia. Me hallaba al pie de una alta montaña que dominaba una vasta llanura, por la cual corría un majestuoso río. En las márgenes de éste se elevaba una ciudad de aspecto oriental, tal como las que se describen en los cuentos de Arabia, pero de un carácter aún más singular que cualquiera de ellas. Desde mi posición, que estaba algo alejada y sobre el nivel de la ciudad, podía divisar todos los rincones y ángulos como si estuvieran dibujados sobre un mapa. Las calles parecían innumerables y se cruzaban de forma irregular en todas direcciones, siendo más bien callejones largos y sinuosos que aparecían absolutamente repletos de habitaciones. Las casas eran pintorescas. A cada lado había una profusión de balcones, de barandas, de minaretes, de hornacinas y miradores, fantásticamente esculpidos. Abundaban los bazares y en ellos había ricos objetos en infinita variedad y profusión: sedas, muselinas, resplandeciente cuchillería, magníficas joyas y piedras preciosas. Además de esto, por todas partes se veían estandartes y palanquines, literas que llevaban damas veladas, elefantes majestuosamente engualdrapados, ídolos grotescamente vestidos, tambores, banderas, batintines, lanzas, mazas plateadas y doradas, y en medio del gentío, del clamor y del tumulto y confusión generales —en medio de un millón de hombres negros y amarillos, de turbante y túnica, con las barbas flotantes —circulaba una innumerable multitud de bueyes sagrados, mientras nutridas legiones de monos inmundos pero sagrados trepaban, parloteaban y chillaban por las cornisas de las mezquitas o colgaban de los alminares y de los miradores. Desde las hormigueantes calles a la orilla del río, descendían innumerables escalinatas que llevaban a los baños, mientras el río mismo parecía hacerse paso con dificultad entre las nutridas flotas de barcos profundamente cargados que cubrían su superficie a lo largo y a lo ancho. Más allá de los límites de la ciudad se levantaban en frecuentes grupos majestuosos la palmera y el cocotero, con otros gigantescos y exóticos árboles de edad vetusta. Aquí y allá divisábase algún arrozal, alguna choza de paja de un campesino, una cisterna, un templo solitario, un campamento de gitanos o alguna graciosa doncella solitaria que marchaba con un cántaro sobre la cabeza hacia la orilla del río.



Desde luego, ustedes dirán que yo soñaba, pero no fue así. Lo que veía, lo que oía, lo que sentía, lo que pensaba no tenía nada de la inequívoca naturale.za del sueño. Todo era vigorosamente consecuente. Al principio, dudando de que estuviese realmente despierto, hice una serie de pruebas que me convencieren de lo que lo estaba realmente. Ahora bien, cuando uno sueña y dentro del sueño sospecha que está soñando, la sospecha nunca deja de confirmarse y quien sueña se levanta casi al instante. Por eso Novalis no yerra al decir que "estamos a punto de despertar cuando soñamos que soñamos". Si la visión se me hubiese presentado tal como la describo, sin la sospecha de que fuera un sueño, entonces debiera haberlo sido completamente; pero ocurriendo como sucedió, y sospechada y probada tal como lo fue, me veo forzado a clasificarla entre otros fenómenos.



—En eso no estoy seguro de que usted se equivocara —observó el doctor Templeton—; pero continué. Usted se levantó y descendió hasta la ciudad.

—Me levanté —continuó Bedloe, mirando fijamente al doctor con un aire de profunda sorpresa—, me levanté, como usted dice, y descendí a la ciudad. Por el camino me encontré entre un inmenso populacho que obstruía todas las avenidas siguiendo todos sus componentes en la misma dirección y mostrando la excitación más salvaje.



Repentinamente, y movido por algún impulso inconcebible, llegué a sentirme imbuido intensamente de un interés por lo que iba a pasar. Parecía sentir que tenía un papel importante en el juego, sin comprender exactamente de qué se trataba. Sin embargo, frente a la multitud que me rodeaba experimenté un profundo sentimiento de animosidad. Me aparté de ella y rápidamente, dando un rodeo, llegué y entré en la ciudad. Allí todo era tumulto y contienda. Un pequeño grupo de hombres, con indumentaria medio india, medio europea y mandado por caballeros de uniforme parcialmente británico, estaba combatiendo' en absoluta desigualdad con el hormigueante populacho de las avenidas. Me uní al grupo más débil, tomando las armas de un oficial caído y luché sin saber contra quién, con la nerviosa ferocidad de la desesperación.



Pronto fuimos vencidos por la masa y tuvimos que buscar refugio en una especie de quiosco. Allí nos 'atrincheramos y por el momento estuvimos seguros. Desde una tronera situada en la parte superior del quiosco vi un enorme gentío en furiosa agitación, que rodeaba y asaltaba un llamativo palacio que colgaba sobre el río. Entonces de una ventana alta del palacio se descolgó una persona de aspecto afeminado, valiéndose de una cuerda hecha con los turbantes de sus criados. En la orilla había un barco, en el cual escapó hasta la orilla opuesta del río. Entonces una nueva decisión se apoderó de mi alma. Dije algunas apresuradas palabras a mis compañeros, y habiendo logrado convencer de mi propósito a unos cuantos de ellos, hice una salida frenética del quiosco. Nos arrojamos entre la multitud que nos rodeaba. Al principio retrocedieron, se reagruparon, luchando malamente, y de nuevo volvieron a retroceder. Mientras tanto, habíamos sido arrastrados lejos del quiosco y llegamos a estar aturdidos y enredados entre las estrechas calles de altas y sobresalientes casas, en cuyos recodos el sol no había sido capaz de brillar. El gentío presionaba impetuosamente sobre nosotros, hostigándonos con sus lanzas y abrumándonos con el vuelo de sus flechas. Estas últimas eran muy notables y se parecían en algunos aspectos al cris retorcido de los malayos. Imitaban el cuerpo de una serpiente arrastrándose, y eran largas y negras, con una punta envenenada. Una de ellas me alcanzó en la sien derecha. Me tambaleé y caí al suelo. Un mareo instantáneo y terrible se apoderó de mí. Luché, emití un estertor y quedé muerto.



—Difícilmente podrá pretender ahora —dije sonriendo —que toda su aventura no fue un sueño.¿Supongo que no sostendrá que está muerto, verdad?

—Desde luego, cuando dije estas palabras esperé alguna salida graciosa por parte de Bedloe, pero para asombro mío, le vi vacilar, temblar y ponerse terriblemente pálido, guardando silencio. Miré a Templeton. Estaba sentado, tieso y rígido, en una silla, sus dientes castañeteaban y sus ojos parecían salírsele de las órbitas.

—¡Continué!— Le dijo al fin con voz ronca.

—Durante muchos minutos —siguió aquél —mi único sentimiento, mi única sensación, fue de oscuridad y vacío con la conciencia de la muerte. Finalmente, me pareció que una violenta y repentina descarga pasaba por mi alma, cual si se tratara de una descarga eléctrica. Con ella llegó el sentido de la elasticidad y de la luz. Esta última la sentí, no la vi. En un instante me pareció que me elevaba de la tierra, pero no tenía presencia corpórea, ni visible, ni audible o palpable. El gentío se había marchado, el Tumulto había cesado; la ciudad estaba en relativo reposo. Debajo de mí yacía mi cadáver, con la flecha clavada sobre la sien y la cabeza enormemente hinchada y desfigurada. Pero todas aquellas cosas las sentía en vez de verlas.

—Nada me interesaba. Hasta el cadáver parecía algo que no me concernía. No tenía voluntad, pero sentía un impulso que me obligaba a moverme y volé ligeramente fuera de la ciudad, por el mismo camino sinuoso que había recorrido al entrar. Cuando hube alcanzado el punto del barranco donde había encontrado a la hiena, nuevamente experimenté una sacudida como de una pila galvánica, recobrando la sensación de peso, voluntad y materia. Recobré mi propio ser original y dirigí con apresuramiento mis pasos hacia casa; pero el pasado no había perdido la vivacidad de lo real, y ni siquiera ahora, por un instante, logro obligar a mi mente a considerar todo aquello como un sueño.

—No lo fue —dijo Templeton, con un aire de profunda solemnidad—, aunque sería difícil resolver la manera de calificarlo. Sólo presumamos que la mente del hombre de hoy está al borde de ciertos estupendos descubrimientos psíquicos. Con formémonos con esta suposición. En cuanto al resto, he de dar algunas explicaciones. Aquí tienen una acuarela que yo les hubiera mostrado antes si un inexplicable sentimiento de temor no me hubiera impedido hacerlo.



Observamos el cuadro que nos presentaba. No vimos en él nada de extraordinario, pero su efecto sobre Bedloe fue prodigioso. Casi se desmayó al verlo, y eso que no era sino un retrato en miniatura —de milagroso parecido, eso sí —que reproducía con absoluta fidelidad sus rasgos característicos. Al menos eso pense.



—Ustedes pueden observar —dijo Templeton —que la fecha de este retrato está aquí, apenas visible, en esta esquina: 1780. El retrato fue hecho ese año; pertenece a un amigo muerto, un tal señor Oldeb, con quien llegué a tener gran intimidad en Calcuta durante el gobierno de Warren Hasting. Entonces yo sólo tenía veinte años. Cuando lo vi a usted por vez primera, señor Bedloe, en Saratoga, la milagrosa semejanza entre usted y el cuadro me indujeron a abordarle, a buscar su amistad, y a conseguir lo necesario para llegar a ser su constante compañero. Con el fin de llevar a cabo este propósito, me impulsó parcialmente, de manera esencial, el recuerdo lleno de pena del difunto, pero bien, en parte, una inquieta curiosidad hacia usted mismo, no exenta de sentimientos pavorosos.



—En los detalles de la visión que presentó usted en las colinas ha descrito con la más minuciosa exactitud la ciudad india de Benarés, sobre el Río Sagrado. Los motines, el combate, la matanza fueron acontecimientos reales de la insurrección de Cheyte Sing, que tuvo lugar en 1780, cuando Hasting estuvo a punto de perder la vida. El hombre que escapó por la cuerda confeccionada con los turbantes fue el mismo Cheyte Sing. El grupo del quiosco eran cipayos y oficiales británicos, capitaneados por Hastings. Yo fui uno de los integrantes de este grupo, e hice cuanto pude por impedir la embestida y fatal salida del oficial que cayó en las callejuelas atestadas por la flecha envenenada de un bengalés. Aquel oficial era mi amigo más querido. Se trataba de Oldeb. Ustedes adivinarán por estas notas (en este momento, el narrador nos enseñó una libreta en la cual varias páginas parecían haber sido escritas recientemente) que en el mismo momento en que a usted, Bedloe, le sucedían esas cosas en medio de las montañas, yo me dedicaba aquí, en casa, a deleitarlas en estas páginas.



—Una semana después de esta conversación apareció en un periódico de Charlottesville la siguiente nota: "Tenemos el penoso deber de anunciar la muerte del señor Augusto Bedloe, un caballero cuyas buenas maneras y numerosas virtudes durante largo tiempo, le han valido el afecto de las gentes de Charlottesville.



Desde hace algunos años, el señor Bedloe ha padecido de neuralgias, que frecuentemente le amenazaron con terminar fatalmente; pero esto sólo puede ser considerado como la causa parcial de su muerte. La causa auténtica ofreció una especial singularidad. En una excursión a las Montañas Ragged, hace unos días, contrajo un ligero enfriamiento que le produjo una congestión en la cabeza. Para aliviar esto, el señor Templeton recurrió al uso frecuente de la sangría. Se le aplicaron sanguijuelas en las sienes, pero en un terrible y breve período el paciente murió, descubriéndose que en el tarro que contenía las sanguijuelas había sido introducida por accidente una de las sanguijuelas vermiculares venenosas que de vez en cuando se encuentran en las charcas de los alrededores. Este anélido se adhirió sobre una pequeña vena en la sien derecha, y su absoluta semejanza con las sanguijuelas medicinales hizo que el error se descubriese cuando era demasiado tarde.



Estaba yo hablando con el director del periódico en cuestión sobre este notable accidente, cuando se me ocurrió preguntar por qué el nombre del difunto había aparecido como Bedlo.—supongo dije —que usted tiene la suficiente autoridad como para emplear esa ortografía, pero yo siempre había supuesto que el nombre debía escribirse con una "e" al final.



—¡Autoridad! ¡No! —contestó él—. Sólo una simple errata tipográfica. El nombre es Bedloe, con una e final. Todo el mundo lo sabe y nunca en mi vida lo vi escribir de otro modo.

—Entonces —dije yo entre dientes, mientras daba media vuelta —sucede de hecho que una verdad es más extraña que cualquier ficción. Bedloe sin la "e" final no es sino Oldeb al revés... ¡Y este nombre me dice que se trata de un error tipográfico!




Metzengerstein (Metzengerstein) es un relato gótico del escritor norteamericano Edgar Allan Poe. Apareció en 1832, y ostenta el honorable título de ser el primer cuento publicado de Poe. En ulteriores versiones, suele llamarse Metzengerstein: A Tale In Imitation of the German.




Metzengerstein utiliza los tópicos clásicos de la novela gótica, comprimiendo y exagerando algunos matices. De hecho, esta amplificación ha generado serios debates entre los críticos más sesudos y constipados. Pero lo cierto es que nadie sabe si Metzengerstein es una sátira sobre el relato gótico, o un exceso de solemnidad de parte de Edgar Allan Poe.







Metzengerstein.

Metzangerstein, Edgar Allan Poe (1809-1849)







Pestis eram vivus

moriens tua mor ero.

Martín Lutero.





El horror y la fatalidad han estado al acecho en todas las edades. ¿Para qué, entonces, atribuir una fecha a la historia que he de contar? Baste decir que en la época de que hablo existía en el interior de Hungría una firme aunque oculta creencia en las doctrinas de la metempsícosis. Nada diré de las doctrinas mismas, de su falsedad o su probabilidad. Afirmo, sin embargo, que mucha de nuestra incredulidad (como lo dísela Bruyére de nuestra infelicidad) vient de ne pouvoir étre seuls.



Pero, en algunos puntos, la superstición húngara se aproximaba mucho a lo absurdo. Diferían en esto por completo de sus autoridades orientales. He aquí un ejemplo: El alma —afirmaban (según lo hace notar un agudo e inteligente parisiense)—nedemeure qu'une seule fois dans un corps sensible: au reste, un cheval, un chien, un homme méme, n'est que la ressemblance peu tangible de ces animaux.



Las familias de Berlifitzing y Metzengerstein hallábanse enemistadas desde hacía siglos. Jamás hubo dos casas tan ilustres separadas por una hostilidad tan letal. El origen de aquel odio parecía residir en las palabras de una antigua profecía: «Un augusto nombre sufrirá una terrible caída cuando, como el jinete en su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad de Berlifitzing».



Las palabras en sí significaban poco o nada. Pero causas aún más triviales han tenido —y no hace mucho— consecuencias memorables. Además, los dominios de las casas rivales eran contiguos y ejercían desde hacía mucho una influencia rival en los negocios del Gobierno. Los vecinos inmediatos son pocas veces amigos, y los habitantes del castillo de Berlifitzing podían contemplar, desde sus encumbrados contrafuertes, las ventanas del palacio de Metzengerstein. La más que feudal magnificencia de este último se prestaba muy poco a mitigar los irritables sentimientos de los Berlifitzing, menos antiguos y menos acaudalados. ¿Cómo maravillarse entonces de que las tontas palabras de una profecía lograran hacer estallar y mantener vivo el antagonismo entre dos familias ya predispuestas a querellarse por todas las razones de un orgullo hereditario?



La profecía parecía entrañar —si entrañaba alguna cosa— el triunfo final de la casa más poderosa, y los más débiles y menos influyentes la recordaban con amargo resentimiento. Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de augusta ascendencia, era, en el tiempo de nuestra narración, un anciano inválido y chocho que sólo se hacía notar por una excesiva cuanto inveterada antipatía personal hacia la familia de su rival, y por un amor apasionado hacia la equitación y la caza, a cuyos peligros ni sus achaques corporales ni su incapacidad mental le impedían dedicarse diariamente. Frederick, barón de Metzengerstein, no había llegado, en cambio a la mayoría de edad. Su padre, el ministro G..., había muerto joven, y su madre, lady Mary, lo siguió muy pronto. En aquellos días, Frederick tenía dieciocho años. No es ésta mucha edad en las ciudades; pero en una soledad, y en una soledad tan magnífica como la de aquel antiguo principado, el péndulo vibra con un sentido más profundo.



Debido a las peculiares circunstancias que rodeaban la administración de su padre, el joven barón heredó sus vastas posesiones inmediatamente después de muerto aquél. Pocas veces se había visto a un noble húngaro dueño de semejantes bienes. Sus castillos eran incontables. El más esplendoroso, el más amplio era el palacio Metzengerstein. La línea limítrofe de sus dominios no había sido trazada nunca claramente, pero su parque principal comprendía un circuito de cincuenta millas. En un hombre tan joven, cuyo carácter era ya de sobra conocido, semejante herencia permitía prever fácilmente su conducta venidera. En efecto, durante los tres primeros días, el comportamiento del heredero sobrepasó todo lo imaginable y excediólas esperanzas de sus más entusiastas admiradores. Vergonzosas orgías, flagrantes traiciones, atrocidades inauditas, hicieron comprender rápidamente a sus temblorosos vasallos que ninguna sumisión servil de su parte y ningún resto de conciencia por parte del amo proporcionarían en adelante garantía alguna contra las garras despiadadas de aquel pequeño Calígula. Durante la noche del cuarto día estalló un incendio en las caballerizas del castillo de Berlifitzing, y la opinión unánime agregó la acusación de incendiario a la ya horrorosa lista de los delitos y enormidades del barón.



Empero, durante el tumulto ocasionado por lo sucedido, el joven aristócrata hallábase aparentemente sumergido en la meditación en un vasto y desolado aposento del palacio solariego de Metzengerstein. Las ricas aunque desvaídas colgaderas que cubrían lúgubremente las paredes representaban imágenes sombrías y majestuosas de mil ilustres antepasados. Aquí, sacerdotes de manto de armiño y dignatarios pontificios, familiarmente sentados junto al autócrata y al soberano, oponían su veto a los deseos de un rey temporal, o contenían con el fiat de la supremacía papal el cetro rebelde del archienemigo. Allí, las atezadas y gigantescas figuras de los príncipes de Metzengerstein, montados en robustos corceles de guerra, que pisoteaban al enemigo caído, hacían sobresaltar al más sereno contemplador con su expresión vigorosa; otra vez aquí, las figuras voluptuosas, como de cisnes, de las damas de antaño, flotaban en el laberinto de una danza irreal, al compás de una imaginaria melodía.



Pero mientras el barón escuchaba o fingía escuchar el creciente tumulto en las caballerizas de Berlifitzing —y quizá meditaba algún nuevo acto, aún más audaz—, sus ojos se volvían distraídamente hacia la imagen de un enorme caballo, pintado con un color que no era natural, y que aparecía en las tapicerías como perteneciente a un sarraceno, antecesor de la familia de su rival. En el fondo de la escena, el caballo permanecía inmóvil y estatuario, mientras aún más lejos su derribado jinete perecía bajo el puñal de un Metzengerstein.



En los labios de Frederick se dibujó una diabólica sonrisa, al darse cuenta de lo que sus ojos habían estado contemplando inconscientemente. No pudo, sin embargo, apartarlos de allí. Antes bien, una ansiedad inexplicable pareció caer cerro un velo fúnebre sobre sus sentidos. Le resultaba difícil conciliar sus soñolientas e incoherentes sensaciones con la certidumbre de estar despierto. Cuanto más miraba, más absorbente se hacía aquel encantamiento y más imposible parecía que alguna vez pudiera alejar sus ojos de la fascinación de aquella tapicería. Pero como afuera el tumulto era cada vez más violento, logró, por fin, concentrar penosamente su atención en los rojizos resplandores que las incendiadas caballerizas proyectaban, sobre las ventanas del aposento.



Con todo, su nueva actitud no duró mucho y sus ojos volvieron a posarse mecánicamente en el muro. Para su indescriptible horror y asombro, la cabeza del gigantesco corcel parecía haber cambiado, entretanto, de posición. El cuello del animal, antes arqueado como si la compasión lo hiciera inclinarse sobre el postrado cuerpo de su amo, tendíase ahora en dirección al barón. Los ojos, antes invisibles, mostraban una expresión enérgica y humana, brillando con un extraño resplandor rojizo como de fuego; y los abiertos belfos de aquel caballo, aparentemente enfurecido, dejaban a la vista sus sepulcrales y repugnantes dientes.



Estupefacto de terror, el joven aristócrata se encaminó, tambaleante, hacia la puerta. En el momento de abrirla, un destello de luz roja, inundando el aposento, proyectó claramente su sombra contra la temblorosa tapicería, y Frederick se estremeció al percibir que aquella sombra (mientras él permanecía titubeando en el umbral) asumía la exacta posición y llenaba completamente el contorno del triunfante matador del sarraceno Berlifitzing. Para calmar la depresión de su espíritu, el barón corrió al aire libre. En la puerta principal del palacio encontró a tres escuderos. Con gran dificultad, y a riesgo de sus vidas, los hombres trataban de calmar los convulsivos saltos de un gigantesco caballo de color de fuego.



—¿De quién es este caballo? ¿Dónde lo encontrasteis? —demandó el joven, con voz tan sombría como colérica, al darse cuenta de que el misterioso corcel de la tapicería era la réplica exacta del furioso animal que estaba contemplando.

—Es vuestro, sire —repuso uno de los escuderos—, o, por lo menos, no sabemos que nadie lo reclame. Lo atrapamos cuando huía, echando humo y espumante de rabia, de las caballerizas incendiadas del conde de Berlifitzing. Suponiendo que era uno de los caballos extranjeros del conde, fuimos a devolverlo a sus hombres. Pero éstos negaron haber visto nunca al animal, lo cual es raro, pues bien se ve que escapó por muy poco de perecer en las llamas.

—Las letras W. V. B. están claramente marcadas en su frente —interrumpió otro escudero—. Como es natural, pensamos que eran las iniciales de Wilhelm Von Berlifitzing, pero en el castillo insisten en negar que el caballo les pertenezca.

—¡Extraño, muy extraño! —dijo el joven barón con aire pensativo, y sin cuidarse, al parecer, del sentido de sus palabras—. En efecto, es un caballo notable, un caballo prodigioso... aunque, como observáis justamente, tan peligroso como intratable... Pues bien, dejádmelo —agregó, luego de una pausa—. Quizá un jinete como Frederick de Metzengerstein sepa domar hasta el diablo de las caballerizas de Berlifitzing.

—Os engañáis, señor; este caballo, como creo haberos dicho, no proviene de las caballadas del conde. Si tal hubiera sido el caso, conocemos demasiado bien nuestro deber para traerlo a presencia de alguien de vuestra familia.

—¡Cierto! —observó secamente el barón.



En ese mismo instante, uno de los pajes de su antecámara vino corriendo desde el palacio, con el rostro empurpurado. Habló al oído de su amo para informarle de la repentina desaparición de una pequeña parte de las tapicerías en cierto aposento, y agregó numerosos detalles tan precisos como completos. Como hablaba en voz muy baja, la excitada curiosidad de los escuderos quedó insatisfecha. Mientras duró el relato del paje, el joven Frederick pareció agitado por encontradas emociones. Pronto, sin embargo, recobró la compostura, y mientras se difundía en su rostro una expresión de resuelta malignidad, dio perentorias órdenes para que el aposento en cuestión fuera inmediatamente cerrado y se le entregara al punto la llave.



—¿Habéis oído la noticia de la lamentable muerte del viejo cazador Berlifitzing?— dijo uno de sus vasallos al barón, quien después de la partida del paje seguía mirándolos botes y las arremetidas del enorme caballo que acababa de adoptar como suyo, i.e. redoblaba su furia mientras lo llevaban por la larga avenida que unía el palacio con las caballerizas de los Metzengerstein.

—¡No! —exclamó el barón, volviéndose bruscamente hacia el que había hablado—.¿Muerto, dices?

—Por cierto que sí, sire, y pienso que para el noble que ostenta vuestro nombre no será una noticia desagradable.

Una rápida sonrisa pasó por el rostro del barón.

—¿Cómo murió?

—Entre las llamas, esforzándose por salvar una parte de sus caballos de caza favoritos.

—¡Re ...al...mente! —exclamó el barón, pronunciando cada sílaba como si una apasionante idea se apoderara en ese momento de él.

—¡Realmente! —repitió el vasallo.

—¡Terrible! —dijo serenamente el joven, y se volvió en silencio al palacio.



Desde aquel día, una notable alteración se manifestó en la conducta exterior del disoluto barón Frederick de Metzengerstein. Su comportamiento decepcionó todas las expectativas, y se mostró en completo desacuerdo con las esperanzas de muchas damas, madres de hijas casaderas; al mismo tiempo, sus hábitos y manera de ser siguieron diferenciándose más que nunca de los de la aristocracia circundante. Jamás se le veía fuera de los límites de sus dominios, y en aquellas vastas extensiones parecía andar sin un solo amigo —a menos que aquel extraño, impetuoso corcel de ígneo color, que montaba continuamente, tuviera algún misterioso derecho a ser considerado como su amigo.



Durante largo tiempo, empero, llegaron a palacio las invitaciones de los nobles vinculados con su casa. «¿Honrará el barón nuestras fiestas con su presencia?» «¿Vendrá el barón a cazar con nosotros el jabalí?» Las altaneras y lacónicas respuestas eran siempre: «Metzengerstein no irá a la caza», o «Metzengerstein no concurrirá». Aquellos repetidos insultos no podían ser tolerados por una aristocracia igualmente altiva. Las invitaciones se hicieron menos cordiales y frecuentes, hasta que cesaron por completo. Incluso se oyó a la viuda del infortunado conde Berlifitzing expresar la esperanza de que «el barón tuviera que quedarse en su casa cuando no deseara estar en ella, ya que desdeñaba la sociedad de sus pares, y que cabalgara cuando no quisiera cabalgar, puesto que prefería la compañía de un caballo». Aquellas palabras eran sólo el estallido de un rencor hereditario, y servían apenas para probar el poco sentido que tienen nuestras frases cuando queremos que sean especialmente enérgicas.



Los más caritativos, sin embargo, atribuían aquel cambio en la conducta del joven noble a la natural tristeza de un hijo por la prematura pérdida de sus padres; ni que decir que echaban al olvido su odiosa y desatada conducta en el breve período inmediato a aquellas muertes. No faltaban quienes presumían en el barón un concepto excesivamente altanero de la dignidad. Otros —entre los cuales cabe mencionar al médico de la familia— no vacilaban en hablar de una melancolía morbosa y mala salud hereditaria; mientras la multitud hacía correr oscuros rumores de naturaleza aún más equívoca.



Por cierto que el obstinado afecto del joven hacia aquel caballo de reciente adquisición —afecto que parecía acendrarse a cada nueva prueba que daba el animal de sus Broces y demoníacas tendencias terminó por parecer tan odioso como anormal aojos de todos los hombres de buen sentido. Bajo el resplandor del mediodía, en la oscuridad nocturna, enfermo o sano, con buen tiempo o en plena tempestad, el joven Metzengerstein parecía clavado en la montura del colosal caballo, cuya intratable fiereza se acordaba tan bien con su propia manera de ser. Agregábanse además ciertas circunstancias que, unidas a los últimos sucesos, conferían un carácter extraterreno y portentoso a la manía del jinete y a las posibilidades del caballo. Habíase medido cuidadosamente la longitud de alguno de sus saltos, que excedían de manera asombrosa las más descabelladas conjeturas. El barón no había dado ningún nombre a su caballo, a pesar de que todos los otros de su propiedad los tenían. Su caballeriza, además, fue instalada lejos de las otras, y sólo su amo osaba penetrar allí y acercarse al animal para darle de comer y ocuparse de su cuidado. Era asimismo de observar que, aunque los tres escuderos que se habían apoderado del caballo cuando escapaba del incendio en la casa de los Berlifitzing, lo habían contenido por medio de una cadena y un lazo, ninguno podía afirmar con certeza que en el curso de la peligrosa lucha, o en algún momento más tarde, hubiera apoyado la mano en el cuerpo de la bestia. Si bien los casos de inteligencia extraordinaria en la conducta de un caballo lleno de bríos no tienen por qué provocar una atención fuera de lo común, ciertas circunstancias se imponían por la fuerza aun a los más escépticos y flemáticos; se afirmó incluso que en ciertas ocasiones la boquiabierta multitud que contemplaba a aquel animal había retrocedido horrorizada ante el profundo e impresionante significado de la terrible apariencia del corcel; ciertas ocasiones en que aun el joven Metzengerstein palidecía y se echaba atrás, evitando la viva, la interrogante mirada de aquellos ojos que parecían humanos.



Empero, en el séquito del barón nadie ponía en duda el ardoroso extraordinario efecto que las fogosas características de su caballo provocaban en el joven aristócrata; nadie, a menos que mencionemos a un insignificante pajecillo contrahecho, que interponía su fealdad en todas partes y cuyas opiniones carecían por completo de importancia. Este paje (si vale la pena mencionarlo) tenía el descaro de afirmar que su amo jamás se instalaba en la montura sin un estremecimiento tan imperceptible como inexplicable, y que al volver de sus largas y habituales cabalgatas, cada rasgo de su rostro aparecía deformado por una expresión de triunfante malignidad.



Una noche tempestuosa, al despertar de un pesado sueño, Metzengerstein bajó como un maníaco de su aposento y, montando a caballo con extraordinaria prisa, sé lanzó a las profundidades de la floresta. Una conducta tan habitual en él no llamó especialmente la atención, pero sus domésticos esperaron con intensa ansiedad su retorno cuando, después de algunas horas de ausencia, las murallas del magnífico y suntuoso palacio de los Metzengerstein comenzaron a agrietarse y a temblar hasta sus cimientos, envueltas en la furia ingobernable de un incendio.



Aquellas lívidas y densas llamaradas fueron descubiertas demasiado tarde; tan terrible era su avance que, comprendiendo la imposibilidad de salvar la menor parte del edificio, la muchedumbre se concentró cerca del mismo, envuelta en silencioso y patético asombro. Pero pronto un nuevo y espantoso suceso reclamó el interés de la multitud, probando cuánto más intensa es la excitación que provoca la contemplación del sufrimiento humano, que los más espantosos espectáculos que pueda proporcionarla materia inanimada.



Por la larga avenida de antiguos robles que llegaba desde la floresta a la entrada principal del palacio se vio venir un caballo dando enormes saltos, semejante al verdadero Demonio de la Tempestad, y sobre el cual había un jinete sin sombrero y con las ropas revueltas. Veíase claramente que aquella carrera no dependía de la voluntad del caballero. La agonía que se reflejaba en su rostro, la convulsiva lucha de todo su cuerpo, daban pruebas de sus esfuerzos sobrehumanos; pero ningún sonido, salvo un solo alarido, escapó de sus lacerados labios, que se había mordido una y otra vez en la intensidad de su terror. Transcurrió un instante, y el resonar de los cascos se oyó clara y agudamente sobre el rugir de las llamas y el aullar de los vientos; pasó otro instante y, con un sólo salto que le hizo franquear el portón y el foso, el corcel penetró en la escalinata del palacio llevando siempre a su jinete y desapareciendo en el torbellino de aquel caótico fuego.



La furia de la tempestad cesó de inmediato, siendo sucedida por una profunda y sorda calma. Blancas llamas envolvían aún el palacio como una mortaja, mientras en la serena atmósfera brillaba un resplandor sobrenatural que llegaba hasta muy lejos; entonces una nube de humo se posó pesadamente sobre las murallas, mostrando distintamente la colosal figura de... un caballo.





Edgar Allan Poe (1809-1849)