miércoles, 28 de octubre de 2009

4 DIVINOS RELATOS DE ALGERNON BLACKWOOD

La Transferencia (The Transfer) es un relato fantástico del escritor inglés Algernon Blackwood, publicado en 1912.




Así como en Los Sauces (The willows), aquí Blackwood experimenta con los aspectos incognoscibles de la naturaleza, aunque con un disparador mucho más discreto: El narrador nota que en su jardín hay un pequeño espacio en donde nada parece crecer. Al mismo tiempo, un hombre conocido por absorber la energía de sus interlocutores llega hasta el lugar. Cuando este vampiro energético y aquel desolado rincón del jardín se encuentran, ambos quedarán invariablemente cambiados.







La Transferencia.

The Transfer, Algernon Blackwood (1869-1951)





El niño empezó a llorar a primera hora de la tarde, a eso de las tres, para ser exacto. Recuerdo la hora porque había estado escuchando con secreto alivio el ruido de la partida del carruaje. Aquellas ruedas perdiéndose en la distancia por el paseo engravillado con mistress Frene y su hija Gladys, de la cual era yo gobernanta, significaban para mí unas horas de bendito descanso, y aquel día de junio hacía un calor opresivo, sofocante. Además, había que contar con aquella excitación que se había apoderado de todo el personal de la casa, allí en el campo, y muy especialmente de mí misma. Dicha excitación, que se propagaba delicadamente detrás de todos los acontecimientos de la mañana, se debía a cierto misterio, y, por supuesto, el tal misterio no se ponía en conocimiento de la gobernanta. Yo me había agotado a fuerza de suposiciones y vigilancia. Porque me dominaba una especie de ansiedad profunda e inexplicable, hasta tal punto que no dejaba de pensar ni un momento en lo que solía decir mi hermana de que yo era excesivamente sensitiva para resultar una buena gobernanta, y que habría dado mucho mejor rendimiento como clarividente profesional.



Para la hora del té, esperábamos la desacostumbrada visita de míster Frene, el mayor, Tío Frank. Eso sí lo sabía. También sabía que la visita tenía algo que ver con la suerte futura del pequeño Jamie, un niño de siete años, hermano de Gladys. Mis noticias no pasaban de aquí, en verdad, y ese eslabón que falta hace que mi relato sea, en cierto modo, incoherente... puesto que falta en él un trozo importante del extraño rompecabezas. Yo sólo colegía que la visita de Tío Frank tenía un carácter condescendiente, que a Jamie se le había recomendado que se portase lo mejor que supiera, a fin de causar buena impresión, y que Jamie, que no había visto nunca a su tío, le temía horriblemente ya de antemano. Luego, arrastrándose, mortecino, por entre el crujir, cada vez más débil, de las ruedas del carruaje sobre la gravilla, escuché el curioso gemidito del llanto del niño, produciendo el efecto, perfectamente inexplicable, de que todos los nervios de mi cuerpo se dispararon como movidos por un resorte eléctrico, poniéndome en pie con un inequívoco cosquilleo de alarma. El agua me caía sobre los ojos, literalmente. Recordaba la blanca aflicción del pequeño aquella mañana cuando le dijeron que Tío Frank vendría en su coche a tomar el té y que él había de ser «amable de veras» con Tío Frank. Aquella pena se me había clavado en el corazón como un cuchillo. Sí, ciertamente, el día entero había tenido ese carácter de pesadilla, de visiones terroríficas.



—¿El hombre de la «cara enorme»? —había preguntado el pequeño con una vocecita de espanto. Y luego había salido, mudo, de la habitación, disolviéndose en un llanto que ningún consuelo lograba calmar. He ahí todo lo que yo había visto; y lo que pudiera significar el niño con aquello de «la cara enorme» sólo me llenaba de un vago presentimiento. Aunque en cierto modo vino como una relajación, como una revelación súbita del misterio y la excitación que latían bajo la quietud de aquel bochornoso día de verano. Yo temía por el pequeño. Porque entre toda la gente vulgar que poblaba la casa, Jamie era mi preferido, aunque profesionalmente no tuviera nada que ver con él. Era un niño muy nervioso, ultrasensible, y a mí se me antojaba que nadie le comprendía, y menos que nadie sus buenos y tiernos padres; de modo que su vocecilla plañidera me sacó de la cama y me llevó junto a la ventana en un momento, lo mismo que una llamada de socorro.



La calígine de junio se extendía sobre el extenso jardín como una manta; las maravillosas flores, que eran el deleite de míster Frene, colgaban inmóviles; los céspedes, tan suaves y espesos, amortiguaban todos los otros sonidos; sólo las limas y las bolas de nieve zumbaban de abejas. A través de aquella atmósfera callada de calor y calígine el sonido del llanto del niño venía, flotando, débilmente hasta mis oídos, como desde una gran distancia. La verdad es que ahora me maravilla que lo oyese siquiera; porque un momento después veía a Jamie abajo, más allá del jardín, con el vestido blanco de marinero, solo, completamente solo, a unos doscientos metros de distancia. Estaba junto al feo espacio en el que no crecía nada: el Rincón Prohibido. Entonces me invadió repentinamente una debilidad, una flaqueza de muerte, al verle allí nada menos, allí precisamente... adonde no se le permitía nunca ir, y adonde, por otra parte, el más profundo terror solía impedirle ir. El verle plantado allí, solitario, en aquel punto singular, y sobre todo el oírle llorar en aquel rincón me despojaron momentáneamente del poder de actuar. Luego, antes de poder recobrar yo suficientemente la compostura para llamarle, míster Frene apareció por la esquina, viniendo de Lower Farm con los perros, y, al ver a su hijo, hizo lo que había pensado hacer yo. Con su voz potente, campechana, cordial, le llamó, y Jamie se volvió y echó a correr como si un determinado embrujo se hubiera roto en el último momento, en el instante preciso... El niño corrió hacia los abiertos brazos de aquel padre bondadoso, pero que no le comprendía, y que lo trajo adentro de la casa subido sobre los hombros, mientras le preguntaba a qué venía todo aquel alboroto. Pisándoles los talones seguían los perros de pastor, rabones, ladrando ruidosamente e interpretando lo que Jamie solía llamar el Baile de la Gravilla, porque con los pies levantaban la redonda, húmeda gravilla del suelo.



Yo me aparté prestamente de la ventana para que no me vieran. Si hubiera presenciado cómo salvaban al niño de un incendio, o de morir ahogado, apenas habría podido experimentar un alivio mayor. Sólo que, estaba segura, míster Frene no sabría decir ni hacer lo que convenía, en modo alguno. Protegería al niño de sus vanas imaginaciones; pero no con la explicación que pudiera remediarle de verdad. Padre e hijo desaparecieron detrás de los rosales, en dirección a la casa. Y no vi nada más hasta después, cuando llegó el otro míster Frene, es decir, el hermano mayor.



Describir como «singular» aquel feo trozo de tierra acaso no se pueda justificar fácilmente; y, sin embargo, ésta es la palabra que toda la familia buscaba, aunque nunca —¡oh, no, nunca!— la utilizaron. Para Jamie y para mí, si bien tampoco lo mencionáramos nunca, aquel paraje sin árboles ni flores era más que singular. Estaba situado en el extremo más distante de la preciosa rosaleda, y era un lugar desnudo, lacerado, donde la negra tierra mostraba su feo rostro en invierno, casi como un trozo de ciénaga peligrosa, y en verano se recocía y agrietaba con fisuras donde los lagartos verdes disparaban su fuego al pasar. En contraste con la esplendorosa lozanía de todo aquel jardín maravilloso, era como un atisbo de la muerte en medio de la vida, un centro de enfermedad que reclamaba que lo sanasen, si no querían que se extendiera. Pero nunca se extendió. Detrás se levantaba la densa espesura de hayas plateadas y, más allá brillaba el prado del vergel, donde jugueteaban los corderos.



Los jardineros explicaban de una manera muy simple su desnudez. Decían que por culpa de las pendientes que formaba el terreno a su alrededor, el agua que caía allí corría y se marchaba inmediatamente, sin que quedara la necesaria para dar vida a la tierra. Yo no sé nada a este respecto. Era Jamie..., Jamie que percibía su hechizo y lo rondaba, que se pasaba horas enteras allí, a pesar de morirse de miedo, y para el cual se calificó finalmente aquel terreno de «estrictamente prohibido» porque estimulaba su ya muy desarrollada imaginación, pero no favorablemente, sino de manera demasiado tenebrosa..., era Jamie quien enterraba ogros allí y oía gritar aquel suelo con voz terrena, y juraba que a veces, mientras lo estaba contemplando, su superficie temblaba, y, en secreto, le daba alimento, bajo la forma de pájaros, o ratones, o conejos que hallaba muertos en sus excursiones. Y era Jamie el que había expresado, con tan extraordinario acierto, la sensación que aquel horrible lugar me causó desde el primer instante que lo vi.



—Es malo, miss Gould —me dijo.

—Pero, Jamie, en la naturaleza nada hay malo..., precisamente malo; sólo distinto de lo demás, a veces.

—Si usted prefiere, miss Gould, entonces está vacio. No está alimentado. Se está muriendo porque no puede procurarse el alimento que necesita.

Y cuando yo clavaba la mirada en aquella carita pálida donde los ojos brillaban tan negros y adorables, buscando en mi interior la réplica apropiada, él añadió con un énfasis y una convicción que me llenaron repentinamente de un frío glacial;

—Miss Gould... —él siempre utilizaba mi nombre de este modo, en todas sus frases—, «eso» tiene hambre. ¿No lo ve? Pero yo sé qué es lo que le satisfaría.



Sólo la convicción de un niño hablando muy en serio habría justificado, acaso, que se prestara oídos por un momento siquiera a una idea tan disparatada; pero para mí, que opinaba que aquello que un niño imaginativo creyera tenía verdadera importancia, vino como un tremendo y desazonador impacto de realidad. Jamie, a su manera exagerada, había cogido el filo de un hecho pasmoso; una insinuación de oscura, no descubierta verdad había saltado dentro de aquella imaginación sensitiva. No sabría decir por qué aquellas palabras estaban preñadas de horror; pero creo que una indicación del poder de las tinieblas cabalgaba a través de la sugerencia de la frase final: «yo sé qué es lo que la satisfaría». Recuerdo que me abstuve, asustada, de pedir una explicación. Pequeños grupos de otras palabras, afortunadamente veladas por el silencio del niño, dieron vida a una posibilidad inexpresable que hasta el momento había permanecido oculta en el fondo de mi propia conciencia. Su manera de cobrar vida demuestra, creo yo, que mi mente seguía albergándola. La sangre huía de mi corazón mientras escuchaba. Recuerdo que me temblaban las rodillas. La idea de Jamie era, y había sido en todo momento, la misma que tenía yo también.



Y ahora, mientras permanecía tendida en la cama y pensaba en todo aquello, comprendía la causa de que la llegada del tío del niño implicase, fuera como fuere, una experiencia que envolvía el corazón del niño en un sudario de terror. Con una sensación de certidumbre de pesadilla que me dejaba demasiado débil para resistir la absurda idea, demasiado trastornada, en verdad, para discutirla o rechazarla a fuerza de razonamientos, esta certidumbre se abría paso con el estallido negro y poderoso de la convicción; y la única manera que tengo de ponerla en palabras, puesto que el horror de las pesadillas no se puede expresar de verdad, parece ser ésta: que realmente en aquel trozo agonizante de jardín faltaba algo; faltaba algo que aquel suelo buscaba eternamente; algo que, una vez hallado y asimilado, lo volvería tan fértil y vivo como el resto; más aún, que existía una persona en el mundo que podía prestarle este servicio. Míster Frene, el mayor, en una palabra «Tío Frank», era la persona que con su abundancia de vida, podía suplir aquella falta... inconscientemente.



Porque esta relación entre el moribundo, estéril trozo de terreno y la persona de aquel hombre vigoroso, sano, rico, triunfador, se había alojado ya en mi subconsciente aun antes de que yo me diera cuenta de ella. Era indudable, había de haber morado allí desde el principio, aunque escondida. Las palabras de Jamie, su repentina palidez, el emocionado vibrar de asustada expectación revelaron la placa; pero había sido su llanto, solo allí, en el Rincón Prohibido, lo que la impresionó. La fotografía brillaba, enmarcada delante de mí, en el aire. Me cubrí los ojos. De no haber temido el enrojecimiento —el hechizo de mi rostro desaparece como por ensalmo si no tengo los ojos despejados—, habría llorado. Las palabras que había pronunciado Jamie aquella mañana sobre la «cara enorme» volvieron a mi mente como un ariete.



Míster Frene el mayor, había constituido tan a menudo el tema de las conversaciones de la familia; desde mi llegada, había oído hablar de él tantísimas veces y, por añadidura, había leído tantas cosas sobre su persona en los periódicos —su energía, su filantropía, los triunfos conseguidos en todo aquello que emprendió—, que me había formado un cuadro completo de aquel hombre. Le conocía tal como era interiormente; o, cómo habría dicho mi hermana, por clarividencia. Y la única vez que le vi, cuando llevé a Gladys a una reunión que presidía él, y más tarde percibí su atmósfera y su presencia mientras él hablaba, en tono protector, con la niña, justificó el retrato que me había trazado. Lo demás, acaso digan ustedes, era fruto de la imaginación desbocada de una mujer; pero yo más bien creo que se trataba de esa especie de intuición divina que las mujeres comparten con los niños. Si se pudiera hacer visibles las almas, apostaría la vida en favor de la realidad y la fidelidad del retrato que me había trazado.



Porque el tal míster Frene era un hombre que cuando estaba solo se quedaba alicaído, y adquiría vitalidad estando en medio de la gente... porque utilizaba la vitalidad de los demás. Era un artista supremo, si bien inconsciente, en la ciencia de apoderarse del fruto del trabajo y la vida de los otros... en provecho propio. Actuaba como un vampiro —sin saberlo él mismo, no cabe duda— sobre todos aquellos con quienes entraba en contacto; los dejaba exhaustos, cansados, inermes. Se alimentaba de lo de los demás; de manera que mientras en un salón lleno a rebosar brillaba y resplandecía, a solas, sin vida que absorber, languidecía y declinaba. Si uno se hallaba en la vecindad inmediata de aquel hombre sentía cómo su presencia se le llevaba todo lo que tuviera dentro: él se apoderaba de tus ideas, de tus energías, de tus mismas palabras, y luego las utilizaba para beneficio y engrandecimiento propios. No con maldad, por supuesto; era un hombre bueno de veras; pero uno sentía que resultaba peligroso a causa de lo fácilmente que absorbía toda la vitalidad suelta que encontrase a su entorno. Su voz, sus ojos, su presencia le desvitalizaban a uno. Parecía como si la vida no estuviera suficientemente bien organizada para resistir y hubiera de evitar la proximidad excesiva de aquel hombre, y tuviera que esconderse por miedo a que él se la apropiara, es decir, por miedo a... morir.



Sin saberlo, Jamie había dado la última pincelada al retrato que yo había trazado, inconscientemente. El hombre poseía, y ponía en juego, cierta callada, irresistible facultad de despojarte de todas tus reservas, para luego, rápidamente, asimilárselas él. Al principio te dabas cuenta de una tensa resistencia; poco a poco esta resistencia se teñía de cansancio; la voluntad se volvía flaccida; y luego, o te marchabas, o cedías... aceptando todo lo que él dijera con una sensación de debilidad presionando hasta los mismos bordes del colapso. Con un antagonista masculino acaso fuera diferente, pero aun en este caso el esfuerzo de resistencia generaba una fuerza que absorbía él y no el otro. El nunca cedía. Una especie de instinto le enseñaba a protegerse contra toda rendición. Quiero decir que nunca cedía ante seres humanos. Esta vez se trataba de una cuestión muy diferente. No tenía más posibilidad que una mosca ante los engranajes de un enorme motor de «atracción de feria», como solía decir Jamie.



Así era como le veía yo, como una gran esponja humana, atiborrada y empapada de vida, o de los frutos de la vida absorbidos de otros..., robados. Mi idea de un vampiro humano quedaba confirmada. Aquel hombre andaba por el mundo transportando aquellas acumulaciones de vida de los demás. En este sentido, su «vida» no le pertenecía realmente. Por cierta razón, me figuro, no la tenía tan plenamente bajo su dominio como se figuraba.



Y dentro de una hora ese hombre estaría aquí. Me fui a la ventana. La vista se me extravió hacia el trecho vacío, negro mate, que se extendía en medio de la estupenda lozanía de las flores del jardín. Se me antojaba un borroso pedazo de vacío que bostezaba pidiendo ser llenado y alimentado. La idea de que Jamie jugase en torno de sus desnudas orillas se me hacía aborrecible. Yo contemplaba las grandes nubes de verano, arriba en el cielo, la quietud de la tarde, la calígine. Por el jardín se extendía un silencio recalentado, opresivo. No recordaba otro día tan sofocante, tan inmóvil. Un día tendido allí, aguardando. También el personal de la casa aguardaba; esperaba que míster Frene llegase de Londres, con su gran automóvil.



Y jamás olvidaré !a sensación de encogimiento y pena glaciales con que escuché el roncar del coche. Tío Frank había llegado. Habían servido el té en el césped, bajo las limas, y mistress Frene y Gladys, de regreso de la excursión, se habían sentado en sillones de mimbre. Míster Frene, el menor, esperaba en el vestíbulo para dar la bienvenida a su hermano; pero Jamie —según supe más tarde— había manifestado una alarma tan histérica y ofrecido una resistencia tan desesperada que se consideró más prudente tenerle en su habitación. Quizá, después de todo, su presencia no fuese necesaria. Se adivinaba perfectamente qué la visita tenía algo que ver con el lado desagradable de la vida: dinero, capitulaciones, o qué sé yo. Nunca me enteré bien; sólo supe que los padres de Jamie estaban ansiosos y que había que ganarse la benevolencia de Tío Frank. No importa. Eso no tiene nada que ver con el asunto. Lo que sí tuvo que ver —de lo contrario no escribiría yo esta narración— es que mistress Frene me hizo llamar, pidiéndome que bajase «luciendo mi bonito vestido blanco, si no me importaba», y que yo estaba aterrorizada, aunque al mismo tiempo halagada, porque aquello significaba que una cara bonita se consideraba una preciada adición al panorama que le ofrecían al visitante. Además, por raro que parezca, yo sentía que mi presencia era, en cierto modo, inevitable; que, fuese por la razón que fuere, estaba dispuesto que yo presenciara lo que presencié. Y en el instante en que llegué al prado... —titubeo antes de ponerlo por escrito, porque parece una cosa tan tonta, tan inconexa— había jurado, mientras mis ojos se encontraban con los de aquel hombre, que se produjo una especie de oscuridad repentina; una oscuridad que robó el esplendor veraniego de todos los seres y todos los objetos, y que la producían unos escuadrones de caballitos negros salidos de su persona, que corrían en derredor nuestro, dispuestos al ataque.



Después de una primera mirada momentánea de aprobación, el hombre no volvió a fijarse en mí. El té y la conversación discurrían apaciblemente; yo ayudaba a pasar platos y tazas, llenando las pausas con comentarios intrascendentes dirigidos a Gladys. A Jamie no se le mencionó siquiera. Exteriormente todo parecía bien; pero interiormente todo era horrible... aquello bordeaba el límite de las cosas inenarrables, y parecía tan cargado de peligro que cuando hablaba yo no lograba dominar el temblor de mi voz.



Contemplaba la cara dura, inexpresiva del visitante; advertía su extraordinaria delgadez y el brillo raro, aceitoso, de sus ojos firmes. No centelleaban; pero le absorbían a uno con una especie de brillo suave, cremoso, como el de los ojos de los orientales. Y todo lo que decía o hacía anunciaba lo que yo osaría llamar la succión de su presencia. Su naturaleza lograba este resultado de una manera automática. Nos dominaba a todos, aunque de una manera tan suave que hasta que había tenido lugar el hecho nadie lo advertía.



No obstante, antes de haber transcurrido cinco minutos, yo me daba cuenta de una sola cosa. Mi mente se enfocaba sobre ella, nada más, y con tal viveza que me maravillaba que los otros no se pusieran a gritar, o a correr, o a tomar alguna medida violenta para impedir aquello. Y aquello era esto: que, separado meramente por menos de una docena de metros, aquel hombre, que vibraba con la vitalidad adquirida de otros, estaba fácilmente al alcance de aquel punto de vacío que bostezaba y esperaba, ansiando que lo llenasen. La tierra olfateaba su presa.



Aquellos dos «centros» activos se hallaban en posición de combate; el hombre tan delgado, tan duro, tan vivaz, aunque en realidad abarcando una gran dimensión con el amplio entorno de vida de los otros que se había apropiado, tan práctico y victorioso; el otro tan paciente, profundo, con la poderosísima atracción de la tierra entera detrás, y... —¡ay!—, tan consciente de que, por fin, se le presentaba la oportunidad.



Lo vi todo tan claramente como si hubiera estado contemplando a dos grandes animales preparándose para la batalla, ambos inconscientemente; aunque en cierta inexplicable manera, aquello yo lo veía, por supuesto, dentro de mí, no fuera. El conflicto sería aborreciblemente desigual. Cada bando había enviado ya sus emisarios, aunque yo no pudiera decir cuánto tiempo hacía, porque la primera prueba que él dio de que algo anormal sucedía en su interior fue cuando, de pronto, la voz se le volvió confusa, se equivocaba de palabras y los labios le temblaron un momento y perdieron tono. Un segundo después su rostro delataba aquel cambio singular y horrible, como si adquiriese una especie de flaccidez alrededor de los pómulos y creciese, creciese, de modo que yo recordé la angustiosa frase de Jamie. En aquel preciso segundo, yo adiviné que los emisarios de los dos reinos, el humano y el vegetal, se habían encontrado ya. Por primera vez en su larga carrera de medrar a costa ajena, míster Frene se veía enfrentado contra un reino más vasto de lo que suponía, y al descubrir esta realidad, se estremecía interiormente en aquella reducida pequeña porción que era su verdadera y auténtica persona. Advertía la llegada del enorme desastre.



—Sí, John —estaba diciendo, con aquella voz pausada, como felicitándose a sí mismo—, sir George me regaló ese coche; me lo dio para obsequiarme. ¿Verdad que fue un gesto encan...? —pero aquí se interrumpió bruscamente, balbució, tomó aliento, se puso en pie y miró, inquieto, a su alrededor. Por un segundo hubo una pausa sorprendida e incómoda. Fue como el chasquido que pone en marcha una enorme maquinaria, ese momento de pausa que precede al verdadero arranque. Luego, en verdad, todo sucedió con la velocidad de una máquina que rueda cuesta abajo y sin control. Yo pensé en una dinamo gigante que girase en silencio, e invisible.

—¿Qué es aquello? —gritó con voz apagada y saturada de alarma—. ¿Qué es aquel horrible lugar? ¡Oh, además, alguien llora allí...! ¿Quién es?

Y señalaba el terreno desnudo. En seguida, antes de que nadie pudiera contestarle, se puso a cruzar el prado en aquella dirección, andando a cada instante con paso más rápido. Antes de que nadie pudiera moverse, había llegado al borde. Se inclinó... y fijó la mirada en el suelo.



Tuve la sensación de que transcurrían varias horas; pero en realidad fueron segundos; porque el tiempo se mide por la cualidad y no la cantidad de las sensaciones que contiene. Lo vi todo con detalle despiadado, fotográfico, grabado vivamente entre la confusión general. Ambos bandos desplegaban una tremenda actividad, aunque sólo uno, el humano, ejercía toda su fuerza... en forma de resistencia. El otro se limitaba a extender, por así decirlo, un solo tentáculo de su vasta enorme fuerza potencial; no se precisaba más. Fue una victoria tranquila, fácil. ¡Ah, resultaba más bien lamentable! No hubo jactancia ni gran esfuerzo, en un bando al menos. Casi pegada a la vera del hombre, presencié la escena; pues parece que fui la única persona que se movió y le siguió. Nadie más dejó su puesto, aunque mistress Frene armaba un tremendo ruido con las tazas, realizando no sé qué impulsivos gestos con las manos, y Gladys, recuerdo, profirió un grito... como un pequeño alarido:



—¡Oh, madre, es el calor!, ¿verdad?

Míster Frene, el padre, estaba pálido como la ceniza, y mudo.

Pero en el mismo instante que yo llegaba al lado de Tío Frank se vio claramente qué era lo que me había llevado allí tan instintivamente. Al otro lado, entre las hayas plateadas estaba el pequeño Jamie. Estaba observando. Yo sentí —por él— uno de estos impulsos que estremecen el corazón; un miedo líquido recorrió todo mi ser, tanto más efectivo cuanto que era realmente ininteligible. Sin embargo, comprendía que si hubiera podido saberlo todo, y qué era lo que quedaba detrás, el miedo habría sido más justificado; comprendía que aquello era espantoso, estaba lleno de terror.



Y entonces sucedió —fue una visión verdaderamente perversa—, como el contemplar un universo en acción, contenido, no obstante, en una reducida superficie de terreno. Creo que el hombre comprendió vagamente que si alguien ocupara su puesto, quizá pudiera salvarse, y que éste fue el motivo de que, discerniendo instintivamente el sustituto que tenía más fácilmente a su alcance, vio al niño y le llamó en voz alta, desde el otro lado del suelo desnudo:

—¡Jamie, hijo mío, ven acá!

Su voz fue como un disparo agudo, pero al mismo tiempo monótono y sin vida, como cuando un rifle falla el tiro; una voz seca pero débil sin «estallido». En realidad era una súplica. Y, con profunda sorpresa, yo escuché mi propia voz, vibrando imperiosa y fuerte, aunque no tuviera consciencia de decir las palabras que estaba pronunciando:

—¡Jamie, no te muevas! ¡Quédate donde estás! —Pero Jamie, el pequeñín, no obedeció a ninguno de los dos. Se acercó todavía más al borde y se quedó plantado allí... ¡riendo! Yo escuchaba aquella risa; pero habría jurado que no procedía de él. Era la tierra, el trecho de suelo desnudo el que producía aquel sonido.



Míster Frene se volvió de costado, levantando los brazos. Vi su cara dura, descolorida, ensanchándose un poco, desparramarse por el aire y caer hacia el suelo. Y vi que, al mismo tiempo le ocurría algo similar a toda su persona, porque se perdió en la atmósfera en un chorro de movimiento. Por un segundo, la cara me hizo pensar en esos juguetes de caucho de los que tiran los niños. Se hizo enorme. Aunque esto era solamente una impresión externa. Lo que sucedía realmente —lo comprendí con toda claridad—, era que toda la vida y la energía que había absorbido de los demás durante años ahora se las quitaban y las transferían... a otra parte.



Por un momento, en el borde, se bamboleó horriblemente; luego, con aquel raro movimiento de costado, rápida pero desmañadamente, penetró en el centro del espacio desnudo y cayó pesadamente de bruces. Sus ojos, mientras caía, se apagaron de manera extraña, y por todo su rostro aparecía escrita, con claridad prístina, una expresión que yo ahora sólo sabría calificar de destrucción. Se le veía completamente destruido. Capté un sonido —¿de Jamie?—, pero esta vez no era una carcajada. Era como una deglución; era un sonido bajo y apagado, profundamente hundido en la tierra. De nuevo pensé en unos escuadrones de caballitos negros alejándose al galope por un pasillo subterráneo, bajo mis pies, hundiéndose en las profundidades y sus pisadas se iban debilitando más y más, enterrándose en la distancia. En mi olfato penetraba un fuerte olor de tierra.



Y luego... todo pasó. Volví en mí. Míster Frene, el menor, levantaba la cabeza de su hermano del prado donde había caído, junto a la mesa del té. En realidad no se había movido de allí. Y Jamie, según supe después, había estado todo el rato durmiendo arriba, en su cama, rendido por el llanto y la inexplicable alarma. Gladys vino corriendo, con agua fría, esponja, toalla, y también brandy..., en fin, multitud de cosas.

—Madre, ha sido el calor, ¿verdad? —Oí el murmullo de la niña; pero no la respuesta de la madre. A juzgar por su cara, habría dicho que, por su parte, mistress Frene estaba al borde del colapso. Luego vino el mayordomo, y entre todos levantaron al caído y le llevaron al interior de la casa. Tío Frank se recobró aun antes de que llegara el médico.

Pero lo que me extrañó mayormente a mí fue la profunda convicción que tenía de que todos los demás habían visto lo mismo que vi yo, sólo que ninguno dijo ni media palabra del suceso; ni la ha dicho nadie hasta el día de hoy. Y esto acaso fuera lo más horrendo de todo.



Desde aquel día hasta el de hoy, apenas oí nombrar jamás a míster Frene, el mayor. Pareció como sí, súbitamente, hubiera desaparecido de este mundo. Los periódicos no le mencionaban. Por lo visto, sus actividades cesaron por completo. Sea como fuere, la vida que llevó luego se distinguió por su inanidad. Realmente, nunca hizo nada digno de la mención pública. Aunque también puede ser que, habiendo dejado de estar a las órdenes de mistress Frene, no tuviera yo ocasión alguna de enterarme de nada. Sin embargo, la vida ulterior de aquel trozo estéril de jardín siguió un rumbo completamente distinto. Que yo sepa, los jardineros no procedieron a ninguna enmienda de su suelo, ni se abrió ningún desagüe, ni se trajo tierra nueva; pero ya antes de que me marcharse yo, al verano siguiente, había cambiado. Permanecía inculto; pero poblado de grandes y lozanas hierbas y enredaderas, fuertes, bien alimentadas, reventando literalmente de vida.



Algernon Blackwood (1869-1951)





El Maletín (The kit-bag) es un relato fantástico del escritor inglés Algernon Blackwood, publicado en 1908.




En este cuento, Algernon Blackwood construye la historia desde su enorme capacidad para el uso de los espacios físicos, y a partir de allí elabora su trama. El maletín, además de su espíritu púramente narrativo, plantea algunos interrogantes sobre la ley y la justicia, junto con una anticipada preocupación por las cuestiones de género.







El Maletín.

The kit-bag, Algernon Blackwood (1869-1951)





Cuando la palabra "inocente" resonó a lo largo de la concurrida sala de justicia aquella oscura tarde decembrina, Arthur Wilbraham, el notable abogado criminalista y líder de los defensores jurídicos, estaba representado por su subalterno; sin embargo, Johnson, su secretario privado, llevó el veredicto a su despacho con la rapidez del rayo.



-Creo que eso era lo que esperábamos -dijo el abogado, sin mostrar emoción-. Y, personalmente, me alegro de que haya terminado el caso.



No había ninguna señal particular de alegría ante el hecho de que la defensa de John Turk, el asesino que alegaba demencia, resultara exitosa, ya que indudablemente consideraba, como todos los que habían seguido el caso, que ningún hombre había merecido tanto la horca como Turk.



-Yo también me alegro -dijo Johnson, quien había asistido a la corte durante diez días, observando el rostro del hombre que había llevado a cabo uno de los asesinatos a sangre fría más brutales de los años recientes.



El abogado miró a su secretario. Eran mucho más que patrón y empleado; debido a relaciones familiares y muchos otros motivos, eran además muy amigos.



-Ahora que lo recuerdo -dijo, con una bondadosa sonrisa- ¿quieres irte para Navidad? Vas a patinar y a esquiar en los Alpes, ¿no es cierto? Si tuviera tu edad, te acompañaría.

Johnson sonrió. Era un joven de veintiséis años con facciones finas.

-Podré tomar el barco de la mañana -dijo-, pero esa no es la razón por la cual me alegro de que haya terminado el juicio, sino porque no volveré a ver el espantoso rostro de ese hombre. Indudablemente, me persiguió. Esa tez blanca, con el cabello negro cepillado bajo la frente, es algo que nunca olvidaré, y su descripción de la forma en que el cadáver desmembrado fue empacado con cal en ese...

-No pienses en ello, mi querido amigo -interrumpió el abogado, mirándolo con curiosidad a través de sus penetrantes ojos-, no pienses en ello. Esas imágenes suelen regresar cuando uno menos lo desea -se detuvo un momento-. Ahora vete -añadió-, y disfruta de tus vacaciones. Voy a necesitar toda tu energía para mi trabajo parlamentario cuando regreses. Y ten cuidado, no quiero que te rompas el cuello esquiando.



Johnson le dio la mano y se despidió. Ya en la puerta se volteó súbitamente.



-Sabía que olvidaba algo... ¿No le importaría prestarme una de sus bolsas-maletín? Es demasiado tarde para comprar una esta noche y mañana saldré antes de que abran las tiendas.

-Por supuesto; en cuanto llegue a casa te la mandaré a tu cuarto con Henry.

-Le prometo cuidarla -aseguró Johnson con gratitud, encantado al pensar que en treinta horas se estaría acercando al brillante sol de los elevados Alpes en el invierno. El recuerdo de aquel tribunal de criminales era como una pesadilla para él.



Johnson cenó en su club y se dirigió a Bloomsbury, donde ocupaba un piso de una de esas viejas casonas desoladas donde los cuartos son muy amplios y altos. El piso abajo del suyo estaba vacío y sin muebles y debajo de ése había otros inquilinos a quienes no conocía. Era una casa triste, y él ansiaba un cambio con todo el corazón. La noche era más triste aún: el clima era inclemente y había poca gente en la calle. Una lluvia fría de aguanieve barría las calles ante el viento oriental más fuerte que él había sentido. El viento aullaba tristemente entre las enormes casas lúgubres de las grandes plazas. Cuando llegó a su habitación escuchó el viento silbando arriba de aquel mundo de techos negros más allá de sus ventanas. En el corredor se encontró con su casera, que tapaba con su delgada mano una vela para protegerla de la corriente.



-Esto llegó con un mensajero de parte del señor Willbraham -le dijo la mujer señalando a lo que evidentemente era la bolsa-maletín, y Johnson le dio las gracias.

-Mañana saldré al extranjero durante diez días, señora Monks –le informó-. Dejaré una dirección para las cartas que me lleguen.

-Espero que pase una feliz Navidad, señor -le deseó la mujer, con una voz ronca y jadeante que sugería que había estado bebiendo-, y que tenga mejor clima que éste.

-Yo también así lo espero -contestó el inquilino, temblando de frío.



Al subir, escuchó el aguanieve golpeando contra las ventanas. Puso la cafetera en la lumbre para prepararse una taza de café bien caliente y luego empezó a poner sus cosas en orden para el viaje.



-Y ahora, debo empacar -se dijo a sí mismo, riendo-... para lo mucho que yo empaco.



Le gustaba empacar, ya que al hacerlo recordaba vívidamente las montañas cubiertas de nieve y lograba olvidar las desagradables escenas de los últimos diez días. Además, la empacada en sí no era complicada. Su amigo le había prestado precisamente lo que necesitaba: una resistente bolsa-maletín de lona, en forma de saco, con agujeros en el cuello para la barra de latón y el candado. Ciertamente, no tenía forma y no era muy bonita, pero su capacidad era ilimitada y no había necesidad de empacar con cuidado. Metió su impermeable, su sombrero de piel y sus guantes, los patines y las botas de alpinista, los suéteres, las botas de nieve y las orejeras. Luego, encima de todo esto, apiló sus camisas y ropa interior de lana, los calcetines gruesos, pantalones de vestir y pantalones bombachos. En seguida metió el traje de vestir, en caso de que la gente del hotel se vistiera formalmente para cenar. Luego, pensando en la mejor forma de empacar sus camisas blancas, se detuvo un momento para reflexionar.



-Eso es lo peor de estas bolsas-maletín -pensó vagamente, parado en el centro de la sala, adonde había llegado para buscar un cordón.



Eran más de las diez de la noche. Una fuerte ráfaga de viento movió las ventanas, como para apresurarlo, y Johnson pensó con compasión en los pobres londinenses que pasarían la Navidad bajo un clima tan inclemente, mientras que él se encontraría deslizándose por las nevadas pendientes bajo el sol, y bailando en las noches con muchachas de mejillas sonrosadas. ¡Ah! Entonces recordó que debía llevar sus zapatos de baile y sus calcetines de noche. Atravesó la sala para llegar al armario en el descanso de la escalera donde guardaba su ropa. En ese momento escuchó a alguien subiendo suavemente la escalera. Se detuvo un momento en el descanso, tratando de escuchar. Pensó que eran los pasos de la señora Monks; seguramente estaba subiendo con el último correo. Pero los pasos cesaron súbitamente; consideró que estaban cuando menos dos pisos abajo, y Johnson llegó a la conclusión de que eran demasiado pesados para ser los de su casera bebedora. Indudablemente, debían ser los pasos de algún inquilino que llegaba tarde y se había equivocado de piso. Olvidando el asunto, Johnson entró a su alcoba y empacó sus zapatos y camisas de vestir de la mejor manera posible.



Para entonces, la bolsa-maletín estaba llena en dos terceras partes y estaba parada sobre su propia base como un saco de harina. Por primera vez, Johnson notó que la bolsa-maletín era vieja y estaba sucia; la lona estaba desgastada y desteñida y era evidente que había sido sometida a un tratamiento bastante rudo. No era una bolsa muy atractiva; ciertamente, no era nueva, ni una bolsa que apreciara su jefe. Johnson pensó en ello de una manera pasajera y prosiguió empacando. No obstante, en una o dos ocasiones se preguntó quién pudo haber estado caminando abajo, ya que la señora Monks no había subido con cartas y el piso estaba vacío y sin muebles. Además, de vez en cuando estaba casi seguro de haber oído una pisada suave de alguien caminando sobre la madera desnuda, cautelosa, furtivamente, de la manera más silenciosa posible y, además, que poco a poco aquel ruido se acercaba cada vez más.



Por primera vez en su vida, Johnson empezó a asustarse. Luego, para acentuar esta sensación, ocurrió algo extraño: al salir de la alcoba después de empacar sus recalcitrantes camisas blancas, notó que la parte superior de la bolsa-maletín se inclinaba hacia él, con un extraordinario parecido a un rostro humano. La lona se dobló como una nariz y una frente y los anillos de latón para el candado llenaban justamente la posición de los ojos. Una sombra... ¿o era una mancha de viaje?... no podía decirlo con exactitud, pero parecía el cabello. Esto impresionó a Johnson, ya que se parecía de una manera absurda, intolerante, al rostro de John Turk, el asesino. Repentinamente Johnson soltó una carcajada y se dirigió a la sala, donde la luz era más fuerte.



"Ese horrible caso me tiene loco", pensó. "Estaré feliz con el cambio de escenario y de aire." Sin embargo, en la sala no le agradó escuchar de nuevo aquella pisada furtiva en la escalera, comprendiendo que cada vez se acercaba más y que, indudablemente, era real. Y, en esta ocasión, se levantó y se asomó para ver quién podía estar deslizándose por la escalera de arriba a una hora tan avanzada. Pero el ruido cesó: no había nadie visible en la escalera. Johnson bajó un piso con bastante aprensión y encendió la luz eléctrica para asegurarse de que no había nadie escondiéndose en los cuartos vacíos del departamento que no estaba ocupado. No había un solo mueble que fuera suficientemente grande para ocultar quizá a un perro. Luego, Johnson se asomó por la barandilla y llamó a la señora Monks, pero no obtuvo respuesta y su voz resonó en un eco a través de la oscura bóveda de la casa y se perdió en el aullido de la ventisca en la calle. Todos estaban en cama y dormidos, todos menos él y el causante de aquella pisada suave y furtiva.



"Supongo que se trata de mi ridícula imaginación", pensó. "Después de todo, debe haber sido el viento, aunque pareció estar muy cerca y muy real". Ya para entonces era cerca de la medianoche. Johnson bebió su café y encendió otra pipa, la última antes de acostarse. Es difícil precisar con exactitud en qué punto comienza el miedo, cuándo las causas del temor no son claras. Las impresiones se acumulan en la superficie de la mente, película por película, como el hielo se acumula en la superficie de las aguas quietas, pero a menudo de una forma tan ligera que la conciencia no las reconoce. Luego, se llega a un punto donde las impresiones acumuladas se convierten en una emoción definitiva y la mente comprende que algo ha ocurrido. Saltando un poco, Johnson de pronto reconoció que estaba nervioso, extrañamente nervioso; asimismo, reconoció que desde hacía un rato las causas de esta sensación se habían estado acumulando lentamente en su mente, pero que apenas había llegado al punto donde estaba obligado a reconocerlas.



Era un curioso y singular malestar el que lo dominaba y no pudo comprenderlo. Sintió como si estuviera haciendo algo a lo que otra persona objetaba con vehemencia; más aún, otra persona que tenía el derecho de objetar. Era una sensación molesta y desagradable, parecida a los persistentes avisos de la conciencia: de hecho, como si estuviera haciendo algo que él sabía era incorrecto. Sin embargo, aunque Johnson examinó su conciencia vigorosa y honestamente, no podía decir, a ciencia cierta, cuál era el secreto de su creciente inquietud y esto lo desconcertaba. Más aún, lo afligía y asustaba. "Supongo que sólo son mis nervios", dijo Johnson en voz alta con una risita forzada. "El aire de las montañas me curará de todo esto. Ah -añadió, hablando solo aún- eso me recuerda mis anteojos para la nieve".



Johnson estaba parado junto a la puerta de la alcoba durante este breve monólogo, y al pasar rápidamente hacia la sala para tomar los lentes del armario, con el rabillo del ojo vio el vago contorno de una figura parada en la escalera a una corta distancia de la parte superior. Era alguien que estaba en posición agachada, con una mano en la barandilla y el rostro asomándose hacia arriba, hacia el descanso. Y, al mismo tiempo, oyó una pisada: La persona que había estado caminando furtivamente abajo todo este tiempo por fin subió a su piso. ¿Quién podía ser? ¿Y qué querría? Johnson contuvo la respiración bruscamente y se quedó quieto. Luego, tras unos segundos de titubeo, se armó de valor y se volteó para investigar. Ante su asombro, observó que la escalera estaba vacía; no había nadie. Sintió una serie de escalofríos y los músculos de sus piernas se debilitaron. Durante un lapso de varios minutos, Johnson se asomó con firmeza a las sombras que se congregaban arriba de la escalera donde él había visto la figura; luego, comenzó a caminar aprisa, de hecho, casi corrió hasta llegar a la luz de la sala; sin embargo, apenas había pasado por la puerta cuando escuchó a alguien subiendo por la escalera detrás de él rápidamente y entrando a su alcoba. Era una pisada fuerte, pero a la vez furtiva, la pisada de alguien que no quería ser visto. Y, en ese preciso momento, el nerviosismo que Johnson había sentido antes excedió sus límites y entró en estado de pánico, de un miedo agudo, irracional. Antes de convertirse en terror, sería necesario cruzar otra frontera y más allá estaba la región del horror puro. La posición de Johnson no era nada envidiable.



"¡Caramba! Entonces sí había alguien en la escalera", murmuró, mientras la piel se le erizaba. "Y, quienquiera que haya sido, ahora entró a mi alcoba". El delicado rostro pálido de Johnson se tornó absolutamente blanco y, durante algunos minutos, no supo qué pensar ni qué hacer. Comprendió intuitivamente que la demora sólo agravaría el miedo, así que cruzó por el descanso con audacia. Entró en la otra habitación donde habían desaparecido las pisadas apenas unos segundos antes.



-¿Quién está allí? ¿Es usted, señora Monks? -llamó en voz alta, mientras caminaba y oyó la primera mitad de sus palabras resonar en un eco hacia abajo, por la escalera vacía, mientras que la segunda mitad cayó muda contra las cortinas en una habitación que aparentemente no tenía otra figura humana salvo la suya.



"¿Quién anda ahí?", preguntó Johnson una vez más, con una voz innecesariamente fuerte y apenas firme. "¿Qué desea aquí?" Las cortinas se movieron un poco y, al verlas, pareció que su corazón dejó de latir un momento; no obstante, Johnson fue hacia allá y corrió las cortinas rápidamente. Una ventana chorreando lluvia fue lo único que contemplaron sus ojos. Continuó buscando, pero todo fue en vano. Los armarios no contenían nada excepto filas de ropa colgando sin movimiento. Debajo de la cama no había señales de que alguien estuviera ocultándose. Johnson se paró en medio de la habitación y, al hacerlo, algo casi lo hizo tropezar. Giró alarmado y vio la bolsa-maletín.



"¡Qué raro!", pensó. "¡No la dejé allí!" Unos momentos antes, la bolsa había estado a su derecha, entre la cama y el baño; no recordaba haberla movido. Era muy curioso. ¿Qué demonios pasaba? ¿Estaba perdiendo el juicio? Otra terrible ráfaga de aire golpeó las ventanas, lanzando el aguanieve contra el vidrio con la fuerza del disparo de una pequeña pistola. Una súbita imagen del Canal de la Mancha al día siguiente se presentó ante la mente de Johnson y lo volvió a la realidad. "¡Es evidente que no hay nadie aquí!", exclamó en voz alta. Y, sin embargo, al momento de pronunciar estas palabras, sabía perfectamente bien que no eran ciertas y que él mismo no las creía. Sintió que alguien se estaba escondiendo cerca de él, observando todos sus movimientos, tratando de alguna manera de impedir que empacara.



"Y dos de mis sentidos", añadió, tratando de guardar las apariencias, "me han hecho malas jugadas absurdas: las pisadas que escuché y la figura que vi fueron enteramente imaginarias". Johnson regresó a la sala, atizó el fuego y se sentó a pensar. Lo que más lo impresionaba era que la bolsa-maletín ya no estaba donde él la había dejado. Había sido arrastrada más cerca de la puerta. Lo que ocurrió después esa noche, sucedió, por supuesto, a un hombre que ya estaba excitado por el miedo y fue percibido por una mente que, en consecuencia, no tenía el pleno y apropiado control de sus sentidos. Por fuera, Johnson permanecía tranquilo y dueño de sí mismo hasta el final, fingiendo hasta lo último que todo lo que vio tenía una explicación natural, o que fueron simples ilusiones de sus agotados nervios. Pero en el interior, en el fondo de su corazón, Johnson sabía que alguien había estado escondiéndose en el departamento vacío cuando él entró y que esa persona esperó la oportunidad para llegar furtivamente a la alcoba, y que todo lo que vio y escuchó después, desde el momento en que la bolsa-maletín se movió hasta... bueno, hasta todo lo demás que esta historia debe relatar, fue causado directamente por la presencia de esa persona invisible.



Y aquí fue precisamente cuando él deseaba controlar su mente y sus ideas; cuando las imágenes vívidas que había recibido día tras día sobre las placas mentales expuestas en la corte de Old Bailey salieron a la luz y se desarrollaron en el cuarto oscuro de su visión interior. Los recuerdos desagradables y obsesionantes suelen cobrar vida de nuevo precisamente cuando menos lo desea la mente, en las silenciosas vigilias de la noche, sobre almohadas sin sueño, durante las solitarias horas pasadas al lado de lechos de enfermos y de moribundos. Y ahora, de la misma manera, Johnson sólo vio el espantoso rostro de John Turk, el asesino, frunciéndole el ceño desde cada rincón de su campo de visión mental; la piel blanca, los ojos malévolos, el fleco de cabello negro sobre la frente. Todas las imágenes de aquellos diez días en la corte volvieron a su mente, de una manera involuntaria, sumamente vívidas.



"Todo esto sólo es una tontería y mis nervios", exclamó al fin, saltando con súbita energía de la silla. "Terminaré de empacar y me iré a la cama. Estoy inquieto, agotado. ¡Indudablemente, si sigo así, escucharé pisadas y otros ruidos toda la noche!" No obstante, su rostro palideció. Recogió sus anteojos y caminó hasta la alcoba, tarareando una canción popular con una voz demasiado fuerte para ser natural. En el instante en que cruzó el umbral y se paró dentro de la habitación, su corazón se paralizó y sintió que se le erizaron los cabellos. La bolsa-maletín estaba en el suelo, frente a él, un poco más cerca de la puerta que antes. Por encima de la arrugada parte superior, Johnson vio una cabeza y un rostro hundiéndose lentamente y desapareciendo de la vista como si alguien se estuviera agachando detrás para ocultarse. Al mismo tiempo, un sonido como un largo suspiro se escuchó claramente en el silencio que lo rodeaba, entre las ráfagas de la tormenta que soplaba afuera.



Johnson tenía más valor y determinación de lo que indicaba la indecisión juvenil de su rostro; sin embargo, al principio lo invadió una ola de terror y durante algunos segundos no pudo hacer nada excepto quedarse parado, mirando fijamente. Un violento temblor lo sacudió a lo largo de la espalda y piernas y se dio cuenta de que sentía un impulso absurdo, casi histérico, de gritar. Aquel suspiro parecía encontrarse en sus oídos y el aire aún temblaba con él. Indudablemente, era un suspiro humano. "¿Quién anda ahí?, preguntó Johnson por fin, al recuperar su voz; sin embargo, aunque su intención era hablar con determinación, el tono que salió fue de un débil murmullo, ya que había perdido parcialmente el control de su lengua y de sus labios.



Johnson dio un paso hacia adelante para ver a su alrededor y encima de la bolsa-maletín. Por supuesto, no había nada, excepto la desteñida alfombra y el abultado maletín. Extendió las manos y abrió la boca del saco donde había caído, habiendo estado lleno en sólo tres cuartas partes, y entonces, por primera vez, vio que en el interior, a unas seis pulgadas de la parte superior, había una mancha ancha de color rojo opaco. Era una vieja mancha de sangre desteñida. Johnson gritó y apartó las manos, como si se las hubiera quemado. Simultáneamente el maletín dio un débil pero inconfundible salto hacia adelante, hacia la puerta. Johnson se tambaleó hacia atrás, buscando con las manos el apoyo de algo sólido. Como la puerta se encontraba más retirada de lo que había creído, ésta recibió su peso justo a tiempo para impedir que cayera y se cerró con un fuerte golpe. Al mismo tiempo, su brazo izquierdo tocó accidentalmente el interruptor eléctrico y la luz del cuarto se apagó.



Fue un predicamento incómodo y desagradable, y si Johnson no hubiera tenido tanto valor, habría hecho muchas tonterías. Pero se controló y, a tientas, trató de encontrar la perilla de bronce para volver a encender la luz. Pero al cerrarse la puerta, los sacos que se encontraban colgados comenzaron a mecerse y sus dedos se enredaron en las mangas y en las bolsas, de modo que se tardó un poco en encontrar el interruptor. Y en esos momentos de confusión y terror ocurrieron dos cosas que lo pusieron irremediablemente en la región del auténtico horror. Claramente escuchó al maletín arrastrándose pesadamente por el piso, con saltos y jalones; además, frente a su rostro escuchó una vez más el suspiro de un ser humano.



En sus angustiados esfuerzos por encontrar la perilla en la pared, casi se raspó las uñas; sin embargo, aun en aquellos desesperados momentos (así son de rápidas y alertas las impresiones de una mente excitada por una emoción vívida) tuvo tiempo para comprender que tenía miedo del regreso de la luz y que quizá sería mejor permanecer oculto en la misericordiosa protección de la oscuridad. No obstante, sólo fue el impulso de un momento, y antes de poder aprovecharlo, Johnson cedió automáticamente al deseo original y el cuarto se llenó de luz nuevamente. Pero el segundo instinto había sido correcto. Hubiera sido mejor que Johnson permaneciera bajo la protección de la oscuridad. Allí, cerca de él, agachándose sobre el maletín medio empacado, tan claro como la vida bajo el cruel brillo de la luz eléctrica, se encontraba la figura de John Turk, el asesino. El hombre estaba a un metro de él y el fleco de su cabello negro se enmarcaba claramente contra la palidez de la frente; ahí estaba toda la horrible presencia del canalla, tan vivida como Johnson lo había visto, día tras día en Old Bailey, donde se paraba en el banquillo de los acusados, cínico e insensible, bajo la misma sombra de la horca.



Como un relámpago, Johnson comprendió lo que aquello significaba: el sucio maletín tantas veces usado, la mancha roja en la parte superior, la espantosa condición abultada de los lados. Johnson recordó cómo se había metido el cuerpo de la víctima en una bolsa de lona para enterrarlo; los atroces fragmentos desmembrados metidos por la fuerza con cal en esa misma bolsa, y la bolsa misma exhibida como evidencia... Johnson recordó todo esto con claridad. Suavemente, con cautela, la mano de Johnson buscó a tientas la manija de la puerta, pero antes de que pudiera darle la vuelta, sucedió lo que más temía: John Turk levantó su rostro de demonio y lo miró. En ese mismo momento se escuchó aquel pesado suspiro, de alguna manera formulado en palabras:



-Es mi bolsa. Y yo la quiero.



Johnson sólo pudo recordar después que abrió la puerta y cayó como un pesado bulto en el piso del descanso de la escalera, mientras intentaba desesperadamente llegar a la sala. Durante largo rato permaneció inconsciente y aún estaba oscuro cuando abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba acostado, tieso y adolorido, sobre el frío piso. Finalmente recordó lo que había acontecido e inmediatamente volvió a desmayarse. Cuando despertó la segunda vez, la aurora invernal comenzaba a asomar por las ventanas, pintando la escalera de un triste y deprimente color gris; logró arrastrarse hasta la sala y cubrirse con un abrigo en un sillón, donde por fin se quedó dormido.



Un fuerte clamor lo despertó. Reconoció la voz de la señora Monks, potente y voluble.



-¿Cómo? ¿Todavía no se acuesta, señor? ¿Está enfermo o le ha sucedido algo?... Ha venido a visitarlo con urgencia un caballero, a pesar de que aún no dan las siete de la mañana y...

-¿Quién es? -balbuceó Johnson-... Estoy bien, gracias. Supongo que me quedé dormido en el sillón.

-Es alguien de la oficina del señor Wilbraham y dice que necesita verlo pronto antes de que salga usted de viaje, y yo le dije...

-Por favor, hágalo pasar de inmediato -indicó Johnson, cuya cabeza daba vueltas y su mente estaba llena aún de espantosas visiones.



El mensajero del señor Wilbraham entró con miles de disculpas y explicó breve y rápidamente que se había cometido un absurdo error y que se le había enviado a Johnson una bolsa-maletín equivocada la noche anterior.



-De alguna manera, Henry obtuvo la bolsa-maletín que llegó de la corte y el señor Wilbraham sólo lo descubrió cuando vio la de él en su habitación y preguntó por qué no se le había mandado a usted -informó el mensajero.

-¡Ah! -exclamó Johnson estúpidamente.

-Y seguramente le trajo la bolsa del caso del asesinato, señor -prosiguió el hombre, sin mostrar expresión alguna en el rostro-. Me temo que le mandaron la bolsa donde John Turk metió el cadáver. El señor Wilbraham está muy molesto, y me dijo que viniera temprano esta mañana con el maletín correcto, ya que usted viajaría por barco.

El hombre señaló hacia una bolsa-maletín limpia que había puesto en el piso.

-Y me dijo que debía regresar la otra -añadió de manera casual.



Durante unos momentos Johnson permaneció mudo hasta que por fin señaló en dirección de su alcoba.



-Tal vez sería usted tan amable de desempacarla. Por favor, deje las cosas en el piso.



El hombre desapareció en la otra habitación durante unos cinco minutos. Johnson escuchó cómo sacaba las cosas del maletín, y el ruido de los patines y las botas mientras desempacaba.



-Gracias, señor -dijo el hombre, al regresar con la bolsa-maletín doblada sobre su brazo-. ¿Puedo hacer algo más para ayudarlo?

-¿Como qué? -preguntó Johnson al notar que el hombre deseaba añadir algo más.

El hombre movió los pies y lanzó una mirada misteriosa.

-Perdone, señor, pero como sé que se interesó en el caso de Turk, pensé que le gustaría saber lo que ocurrió...

-Sí.

-John Turk se suicidó anoche, se envenenó inmediatamente después de recibir su sentencia y dejó una nota para el señor Wilbraham diciéndole que le agradecería mucho que lo enterraran de la misma manera en que enterró a la mujer que asesinó, en la vieja bolsa-maletín.

-Y... ¿a qué hora lo hizo? -preguntó Johnson.

-A las diez de la noche, según informó el carcelero.





El Locura de Jones: un estudio sobre la reencarnación (The Insanity of Jones: A Study in Reincarnation) es un relato fantástico del escritor inglés Algernon Blackwood, publicado en 1907 dentro de la antología The listener and other stories.




Se trata de un relato sobre la reencarnación, pero de una reencarnación al estilo de Algernon Blackwood. Es decir, un retorno que nada tiene que ver con la dudosa superación que plantea esta (aún más dudosa) filosofía. Aquí, el reencarnado busca reparar el pasado mediante una venganza.









La Locura de Jones: un estudio sobre la reencarnación.

The Insanity of Jones: A Study in Reincarnation, Algernon Blackwood (1869-1951)





Las aventuras suceden a los temerarios, y las cosas misteriosas surgen en el camino de aquéllos quienes, con curiosidad e imaginación, aguardan por ellas; pero la mayoría de las personas pasan frente a las puertas entreabiertas creyéndolas cerradas, y no notan la débil agitación de la gran cortina que cae siempre, bajo la forma de apariencias, entre ellos y el mundo de causas detrás. Porque sólo los pocos cuyos sentidos internos han sido acelerados, tal vez por extraños sufrimientos en las profundidades, o por un temperamento natural transmitido desde un pasado remoto, llegan al conocimiento, no demasiado bienvenido, de que aquel mundo inmenso yace siempre a su lado, y que en cualquier momento una azarosa combinación de ánimos y fuerzas pueden invitarlos a cruzar las cambiantes fronteras. Algunos, de cualquier manera, nacen con esta horrenda certeza en sus corazones, y no son llamados a iniciación alguna; y a este selecto grupo pertenecía Jones indudablemente.



Toda su vida estuvo consciente de que sus sentidos le brindaban meramente un conjunto de falsas apariencias, interesantes en mayor o menor grado; que el espacio, tal como es medido por los hombres, era absolutamente engañoso; que el tiempo, tal como el reloj le hacía resonar en una sucesión de minutos, era una arbitraria tontería y, de hecho, que todas sus percepciones sensoriales no eran más que torpes representaciones de las cosas reales tras la cortina, cosas que él estaba siempre intentando captar, y que algunas veces lograba captar. Siempre había estado pavorosamente convencido de que él se encontraba en los linderos de otra región, una región donde el tiempo y el espacio eran meras formas del pensamiento, donde antiguas memorias yacían abiertas y a la vista, y donde las fuerzas detrás de cada vida humana se erguían reveladas de una manera llana, y ahí él podría ver las fuentes ocultas en el corazón mismo del mundo. Y aun más, el hecho de que él fuera empleado en una oficina de seguros contra incendios, y realizara su trabajo con estricto cuidado, nunca le hacía olvidar ni por un momento que, justo detrás de los sucios ladrillos donde cientos de hombres borroneaban con puntiagudas plumas bajo lámparas eléctricas, existía esa gloriosa región donde la parte importante de sí mismo habitaba y actuaba y tenía su lugar. Porque en aquella región él se veía a sí mismo como representando el papel del espectador ante su vida ordinaria, vigilando, como un rey, la corriente de sucesos; pero intacto en su propia alma de la suciedad, el ruido y la conmoción vulgar del mundo exterior.



Y esto no era una mera ensoñación poética. Jones no estaba simplemente jugando con este idealismo como un medio de pasar el tiempo. Era una creencia actuante y viviente. Tan convencido estaba él de que el mundo externo era el resultado de un vasto engaño practicado sobre los viles sentidos, que cuando, al contemplar una gran construcción como la capilla de St. Paul, no sentía una sorpresa mayor al verla temblar súbitamente como una figura de jalea y después derretirse completamente, dejando en su lugar, de un solo golpe revelada, aquella masa de color, o aquella gran intrincación de vibraciones, o aquel espléndido sonido, (la idea espiritual), que aquélla representaba bajo formas de piedra.



De una manera parecida a esto era como su mente funcionaba. Sin embargo, bajo toda apariencia, y en satisfacción de todo lo que la vida laboral exige, Jones era un joven normal, poco original. No sentía nada más que desprecio por la ola de psiquismo moderno. Difícilmente conocía el significado de palabras tales como “clarividencia” y “clariaudiencia.” Nunca había sentido el más mínimo apremio por unirse a la Sociedad Teosófica, ni por especular sobre las teorías de la vida en el plano astral, o sobre los elementales. No asistía a reunión alguna de la Sociedad de Investigación Psíquica, e ignoraba la ansiedad por saber si su “aura” era negra o azul; no estaba consciente, tampoco, del más mínimo deseo de mezclarse con el resurgimiento de ocultismo barato que muestra ser tan atractivo para las mentes débiles dotadas con tendencias místicas y con una imaginación no controlada.



Había ciertas cosas que él sabía, pero que no le preocupaba discutir con nadie; e, instintivamente, se encogía de hombros ante la empresa de intentar dar nombre a los contenidos de aquella otra región, sabiendo bien que tales nombres podrían solamente definir y limitar cosas que, de acuerdo a cualquier criterio en uso en el mundo ordinario, eran simplemente elusivas e indefinibles. Así que, aunque su mente funcionara de la manera descrita, había aún un claro y fuerte poso de sentido común en Jones. En una palabra, el hombre que el mundo y la oficina conocían como Jones, era Jones. El nombre le resumía y etiquetaba correctamente: John Enderby Jones.



Entre las cosas que él sabía, y sobre las que, por lo tanto, nunca se preocupaba por conversar o especular, se encontraba el hecho de que él se veía claramente a sí mismo como el heredero de una larga serie de vidas pasadas, la red resultante de una dolorosa evolución, siempre como él mismo, desde luego, pero en múltiples cuerpos diferentes, cada uno determinado por el comportamiento de del predecesor. El John Jones presente era el último resultado hasta la fecha del pensamiento, sentimiento y actuar pasados de otros John Jones en anteriores cuerpos y en otros siglos. No pretendía dar detalles, ni reclamaba para sí mismo una ascendencia distinguida, porque él se daba cuenta de que su pasado debía ser un lugar común e insignificante por completo para haber producido su presente; pero estaba, así mismo, seguro de que él había estado en este juego agotador por tantas edades como había vivido, y nunca se le ocurrió discutir, o dudar, o hacer preguntas. Y uno de los resultados de esta creencia era que sus pensamientos moraban más en el pasado que en el futuro; que leía muchos libros de historia y se sentía atraído por ciertos períodos, los cuáles su espíritu comprendía instintivamente como su hubiera vivido en ellos; y que encontraba carentes de interés a todas las religiones porque, casi sin excepción, comienzan en el presente para después especular acerca de aquello en lo que el hombre habrá de convertirse, en lugar de mirar hacia el pasado y especular porqué los hombre han llegado hasta aquí tal como son.



En la oficina de seguros él realizaba su trabajo notablemente bien, pero sin demasiada ambición personal. Consideraba a los hombres y las mujeres como los instrumentos impersonales para infligir sobre él el placer o el dolor que él se había ganado por sus trabajos pasados, porque el azar estaba ausente del todo en su esquema de las cosas; y, mientras que reconocía que el mundo práctico no podría seguir su curso a menos que cada hombre hiciera su trabajo cabalmente y a conciencia, no tenía interés alguno en la acumulación de fama o dinero para sí mismo y, por lo tanto, simplemente cumplía con sus obligaciones inmediatas, indiferente a los resultados.

Al igual que otros que viven una vida estrictamente impersonal, él poseía la cualidad de la valentía absoluta, y estaba siempre listo para enfrentar cualquier combinación de circunstancias, sin importar cuán terribles, porque veía en ellas la simple realización de causas pasadas que él mismo había puesto en movimiento y que no podían ser esquivadas ni modificadas. Y, mientras que la mayoría de las personas tenían poca importancia para él, en cuanto a atracción o repulsión, en el momento en que conocía a alguien con quien sentía que su pasado había estado vitalmente entretejido, su ser interior saltaba inmediatamente y proclamaba directamente el hecho, y regulaba su vida con la mayor habilidad y discreción, como un centinela en guardia ante un enemigo cuyos pasos ya podían oírse aproximar.



Por lo tanto, mientras que la gran mayoría de hombres y mujeres lo dejaban imperturbable, dado que los consideraba como otras tantas almas que vagaban junto a él por el gran caudal de la evolución, había, aquí y allá, individuos con los que él reconocía que hasta el más mínimo contacto era de la importancia más grave. Éstas eran personas con las que él sabía, con cada fibra de su ser, que tenía cuentas que saldar, agradables o no, surgiendo de pactos de vidas pasadas; y en sus relaciones con estos pocos, por lo tanto, él se concentraba con el esfuerzo que otros prodigan en su contacto un número mucho mayor. Sólo aquellos iniciados en los sorprendentes procesos de la memoria subconsciente podrán decir de qué manera escogía a estos pocos individuos, pero el punto era que Jones creía que el propósito principal, si no es que todo el propósito de su encarnación presente yacía en su fiel y total cumplimiento de estas deudas, y que si él llegaba a buscar eludir el más mínimo detalle de éstas, sin importar cuán desagradable fuera, habría vivido en vano, y retornaría,en una próxima encarnación, con un deber más que cumplir. Porque de acuerdo a sus creencias no habían Azar alguno, no podría haber ninguna evasión definitiva, y evitar un problema sería, entonces, desperdiciar tiempo y perder oportunidades para el desarrollo.



Había un individuo con el que Jones había comprendido desde hace mucho que tenía una cuenta por saldar, y hacia el cumplimiento de esta deuda era que todos las corrientes principales de su ser parecían dirigirse con un propósito inalterable. Porque, cuando ingresó en la oficina de seguros como un joven empleado diez años antes, y, a través de una puerta de cristal, captó la imagen de este hombre sentado en una habitación interior, uno de sus súbitos y avasalladores estallidos de memoria intuitiva se había elevado desde las profundidades, y había visto, como en una llama de luz cegadora, una imagen simbólica del futuro elevándose desde un pasado temible, y había, sin acto alguno de volición consciente, señalado a este hombre como un acreedor de las verdaderas cuentas por saldar.



“Con ese hombre yo tengo mucho que ver,” se dijo a sí mismo, al tiempo que notaba a aquel gran rostro alzar la mirada y cruzarse con la suya a través del vidrio. “Hay algo que no puedo evitar, un relación vital nacida del pasado de ambos de nosotros.” Y fue hacia su escritorio temblando un poco y con las rodillas fallándole, como si la memoria de algún terrible dolor hubiera posado súbitamente su mano helada sobre su corazón y tocado la cicatriz de un gran mal. Fue un momento de terror genuino cuando sus ojos se encontraron a través de la puerta de vidrio, y fue consciente de un encogimiento interno y una repugnancia que le embargaron con violencia y le convencieron en un segundo de que el saldar esta cuenta sería casi, tal vez, algo imposible de manejar.



La visión pasó tan rápido como vino, cayendo de nueva hacia la región sumergida de su consciencia; pero nunca olvidó, y la totalidad de su vida desde entonces se convirtió en una especie de natural, dura y espontánea preparación para el cumplimiento de esta gran tarea cuando el tiempo fuera maduro. En aquellos días, (diez años atrás) este hombre era Administrador Adjunto, pero había sido desde entonces ascendido a Administador de una de las filiales locales de la compañía; y un poco de tiempo después Jones se había hecho transferir a esta misma filial. Un poco más tarde, nuevamente, la filial de Liverpool, una de las más importantes, había estado en peligro debido a los malos manejos ya al desfalco, y el hombre había ido a hacerse cargo de ella, y de nuevo, por mera suerte en apariencia, Jones había sido promovido al mismo lugar. Y esta persecución del Administrador Adjunto había continuado por muchos años, y frecuentemente, también, bajo las formas más peculiares; y, a pesar de Jones no había cruzado una sola palabra con él, ni sido notado siquiera por el gran hombre, el empleado entendía perfectamente bien que todos estos movimientos en el juego eran parte de un propósito definido. Ni por un momento dudó que los Invisible detrás del velo estaban disponiendo lenta e inexorablemente cada detalle de este negocio con el fin de llegar de manera conveniente al clímax requerido por la justicia, un clímax en el que él y el Administrador representarían los papeles principales.



—Es inevitable —se dijo a sí mismo— y siento que puede ser terrible; peor cuando el momento llegue estaré listo, y le ruego a Dios que pueda enfrentarlo apropiadamente y actuar como un hombre.



Además, mientras los años pasaban y nada ocurría, sentía el horror cercándolo con paso firme, porque el hecho era que Jones odiaba y abominaba del Administrador con una intensidad de sentimiento como nunca había sentido hacia ser humano alguno. Se sobrecogía ante su presencia, y ante su mirada, como si recordara haber sufrido crueldades sin nombre bajo sus manos; y lentamente comenzó a darse cuenta, además, de que el asunto a saldar entre ellos era uno de muy antigua existencia, y que la naturaleza de la retribución era la de una descarga de castigo acumulado que sería, probablemente, bastante horrible en su modo de ejecución.

Cuando, por lo tanto, el jefe de pagos la informó un día que el hombre iba a estar en Londres de nuevo (esta vez como Administrador General de la oficina central) y que él estaba a cargo de encontrar un secretario privado para él de entre sus mejores empleados, y le dijo además que la elección había caído sobre él, Jones aceptó la promoción de manera tranquila, con una sensación de fatalidad, y, sin embargo, con una grado de íntima repugnancia difícil de describir. Porque el vio en esto, meramente, un nuevo paso en la evolución de su inevitable Némesis, la cual el no sea atrevía a intentar frustrar por consideración personal alguna; y al mismo tiempo él era consciente de una cierta sensación de alivio, de que el suspenso de la espera podría ser pronto mitigado. Un secreto sentimiento de satisfacción, por lo tanto, acompañó el desagradable cambio, y Jones fue capaz de contenerse a sí mismo perfectamente cuando el cambio fue llevado a cabo y él fue presentado formalmente como secretario privado del Administrador General.



Ahora, el Administrador era una hombre gordo y enorme con una cara muy roja y bolsas bajo los ojos. Al ser corto de vista, él usaba unas gafas que parecían magnificar sus ojos, los cuales estaban siempre un poco inyectados de sangre. Bajo un clima cálido, una especie de delgada lama parecía cubrir sus mejillas, porque él transpiraba fácilmente. Su cabeza era casi completamente calva, y sobe el cuello aplastado de su camisa su gran cuello se doblaba en dos rojizos rollos de carne. Sus manos eran grandes y sus dedos casi masivamente gruesos. Él era un excelente hombre de negocios, de juicio sano y voluntad firme, sin la imaginación suficiente para poder confundir su línea de acción a través de una mirada a las alternativas posibles; y su integridad y habilidad eran causa de que el fuera universalmente respetado en el mundo de los negocios y las finanzas. De cualquier manera, en las regiones importantes del carácter de un hombre, y de corazón, él era tosco, brutal casi hasta el grado del salvajismo, carente de consideración por otros y, como resultado, era a menudo cruelmente injusto con sus indefensos subordinados.



En los momentos de enojo, los cuales no eran infrecuentes, su rostro se volvía de un morado pálido al tiempo que la parte superior de su calva cabeza brillaba, en contraste, como mármol blanco, y las bolsas bajo sus ojos se hinchaban hasta que parecía que iban a reventar en seguida. Y en esos momentos él presentaba una apariencia notablemente repulsiva. Pero para un secretario privada como Jones, quien realizaba su tarea sin importarle si su jefe era bestia o ángel, y cuyo primer motor eran los principios y no la emoción, esto hacía poca diferencia. Dentro de los estrechos límites en los que uno podía complacer a un hombre así, él complacía al Administrador General; y más de una vez su penetrante facultad intuitiva, que llegaba casi al punto de la clarividencia, servía el jefe de tal manera, que esto contribuía a acercar a ambos más de lo que hubiera ocurrido de otra forma., y hacía nacer en el hombre un respeto hacía un poder en sus asistente del que él no tenía ni siquiera el germen. Fue una curiosa relación la que creció entre los dos, y el jefe de pago, quien gozaba del honor de haber hecho la selección, se beneficiaba de ello indirectamente tanto como cualquier otro.



Así, por algún tiempo el trabajo en la oficina continuó normalmente y de manera muy próspera. John Enderby Jones recibía un buen salario, y en la apariencia externa de los dos personajes principales de esta historia había poco cambio notable, excepto que el Administrador se tornaba cada vez más gordo y rubicundo, y el secretario comenzaba a observar que su propio cabello comenzaba a hacerse gris en las sienes. Había, sin embargo, dos cambios en progreso, y ambos tenían que ver con Jones. Es importante mencionarlos aquí. Uno era que él comenzó a tener sueños ominosos. En la región del sueño profundo, donde la posibilidad de sueños significativos comienza a desarrollarse, él era atormentado más y más con vívidas escenas e imágenes en las que un hombre alto y delgado, de apariencia obscura y siniestra, y con ojos malignos, estaba cercanamente relacionado con él. Sólo que la localización era la de una edad pasada, con vestimentas de siglos pasados, y las escenas tenían que ver con horrendos actos del crueldad que no podían pertenecer a la vida moderna tal como él la conocía.



El otro cambio era significativo también, pero no es tan fácil de describir, porque él se había dado cuenta en verdad de que una nueva porción de sí mismo, hasta entonces dormida, se había ido agitando lentamente hasta cobrar vida brotando desde las profundidades mismas de su conciencia. Esta nueva parte de sí mismo llegaba casi a ser una nueva personalidad, y nunca observaba ni la menor manifestación de ésta sin una extraña sensación de sobrecogimiento en su corazón. ¡Porque se había dado cuenta de que eso había comenzado a vigilar al Administrador!



II.

Era un hábito de Jones, dado que se veía obligado a trabajar bajo condiciones que le eran completamente desagradables, el de apartar su mente por completo del trabajo una vez que terminaba el día. Durante las horas de oficina guardaba la más estricta vigilancia sobre sus propios actos, y ponía bajo llave toda ensoñación interna, por temor a que un arranque súbito desde las profundidades pudiera interferir en su trabajo. Pero, una vez que las horas de trabajo terminaban, las puertas se abrían al vuelo, y el comenzaba a gozar de sí mismo. No leía libros modernos sobre los temas que le interesaban, y, como ya se ha dicho, no seguía ninguna especie de entrenamiento, ni pertenecía a sociedad alguna que buscara mezclarse en misterios semisecretos; pero, una vez que se liberaba del escritorio en la oficina del Adminsitrador, él simple y naturalmente entraba en la otra región, porque ahí él era una antiguo morador, un legítimo ciudadano, y porque pertenecía ahí. Era, de hecho, un verdadero caso de personalidad dual; y existía un cuidadoso acuerdo entre el Jones-de-la-aseguradora-contra-incendios y el Jones-de-los-misterios, por cuyos términos, y bajo severas penalidades, ninguna región lo reclamaba intempestivamente.



Para el momento en que Jones llegaba a su habitación bajo el techo de Bloomsbury, y cambiaba su abrigo de oficina por otro, el sonido de las puertas de hierro de la oficina al cerrarse quedaban lejos, y enfrente, ante sus propios ojos, giraban las hermosas puertas de marfil, y penetraba hacia los recintos de flores y de canto y de maravillosas formas veladas. Algunas veces perdía por completo el contacto con el mundo externo, olvidándose de cenar o dormir, y yacía en un estado de trance, su conciencia trabajando muy lejos del cuerpo. Y en otras ocasiones el caminaba por la calles en el aire, a media entre las dos regiones, incapaz de distinguir entre las forma encarnadas y las descarnadas, y no muy lejos, probablemente, del estrato donde los poetas, los santos, y los más grandes artistas se han movido y han pensado y han encontrado inspiración. Pero esto era únicamente cuando alguna insistente necesidad corporal le impedía liberarse completamente y, más frecuentemente, él se encontraba en un estado completamente independiente de su parte material y libre de la región de las cosas, sin impedimento ni estorbo.



Una tarde llegó a casa completamente exhausto después de la carga de trabajo del día. El Administrador había estado más brutal, injusto y malhumorado que lo usual; y Jones había estado a punto de salir de su acostumbrada política de desprecio y contestarle. Todo parecía haber ido mal, y la naturaleza grosera y baja del hombre había estado en ascenso todo el día: había golpeado el escritorio con sus enormes puños, había abusado, había encontrado irrazonablemente faltas, pronunciado cosas ultrajantes, y se había comportado como era realmente debajo de las apariencias de su trato profesional. Había dicho y hecho todo para dañar todo lo que era dañable en un secretario común y, a pesar de que Jones moraba, afortunadamente, en una región desde la cual miraba hacia abajo sobre un hombre así como miraría los despropósitos de un animal salvaje, la tensión había calada severamente en él de cualquier manera, y llegó a casa preguntándose, por la primera vez en su vida, si existiría un punto más allá del cual el no podría contenerse más.



Porque algo fuera de lo común había pasado. Al final de una escena de gran tensión entre los dos, cada nervio del cuerpo del secretario pulsando por el abuso inmerecido, el Administrador se había situado completamente sobre él en un rincón de la habitación privada donde estaban las cajas fuertes, de tal manera que el brillo de sus ojos rojos, magnificados por las gafas, miraba directamente sobre los suyos. Y en ese mismo segundo, aquella otra personalidad de Jones, aquella que estaba siempre vigilando, se elevó rápidamente desde las profundidades interiores y sosteniendo un espejo frente a él. Un momento de fuego y visión se apoderó de él, y por un único segundo, un inmisericorde segundo de visión clara, él vio al Administrador como aquel hombre alto y obscuro de sus malignos sueños, y el conocimiento de que él había sufrido a manos de él un horrenda injuria pasada se estrelló sobre su mente como el impacto de un cañón.



Todo pasó sobre él como un relámpago y se fue, cambiándolo del fuego al hielo, y luego al fuego de vuelta; y él dejó la oficina con la segura convicción interna de que el tiempo del saldo final con aquel hombre, el tiempo de la retribución inevitable, estaba finalmente aproximándose. De acuerdo a su costumbre invariable, de cualquier manera, tuvo éxito en poner a un lado el recuerdo de todo esta incomodidad con el cambio del abrigo de oficina y, después de una pequeña siesta sobre su silla de cuero junto al hogar, emprendió, como era usual, su camino para cenar en el restaurante francés del Soho, y comenzó a soñarse a sí mismo en la región del canto y las flores, comulgando con los Invisibles que constituían las fuentes mismas de su vida y su ser reales.



Porque que era esta la manera como su mente funcionaba, y los hábitos de años habían cristalizado en líneas rígidas sobre la cuáles era ahora necesario e inevitable para él actuar. En la puerta del pequeño restaurante se detuvo abruptamente, una cita a medias recordada en su mente. Él había hecho un compromiso con alguien, pero dónde, o con quién, eran cosas que se habían deslizado completamente fuere de su memoria. Penó que era para cenar, o para reunirse después de hacerlo, y por un segundo retornó a él la idea de que era algo que tenía que ver con la oficina, pero, cualquier cosa que fuese, le era imposible recordarlo, y una mirada a su libro de citas le mostró sólo una página en blanco. Evidentemente había olvidado incluso anotarla; y después de quedarse ahí un momento vanamente tratando de recordar ya fuera la hora, el lugar, o la persona, el prosiguió y tomó asiento. Pero, a pesar de que los detalles se le escapaban, su memoria inconsciente parecía conocerlo todo, porque sintió un súbito hundimiento del corazón, acompañado por un sentido de reprimida anticipación, y sintió que bajo su agotamiento yacía un núcleo de tremenda excitación. La emoción causada por la cita estaba en funcionamiento, y ocasionaría, de un momento a otro, que los actuales detalles de la cita reaparecieran.



Dentro del restaurante la sensación se fue incrementando, en lugar de pasar: alguien esperaba por él en algún lugar; alguien con quien el había definitivamente quedado de verse. Era esperado por una persona esa misma noche y justo alrededor de ese momento. Pero ¿por quién? ¿dónde? Un extraño estremecimiento interior cayó sobre él, y él hizo un vigoroso esfuerzo por contenerse y estar listo para lo que pudiera venir. Y entonces súbitamente llegó a él el conocimiento de que el lugar de la cita era ese preciso restaurante, y, además, que la persona que había prometido verse con él ya se encontraba allí, esperando en algún lugar muy cerca de él. Miró nerviosamente y comenzó a examinar los rostros a su alrededor. La mayoría de los comensales eran franceses, parloteando ruidosamente con muchos gestos y risas, y había una justa porción de oficinistas como él que venían porque los precios eran bajos y la comida buena, pero no había una cara que el reconociera. Hasta que su vista cayó sobre el ocupante del asiento la esquina opuesta, en el lugar donde él solía sentarse.



“¡Ahí está el hombre que espera por mí!” pensó Jones instantáneamente.

Lo supo de inmediato. El hombre, él podía verlo, estaba sentado en ese lugar al fondo en la esquina, con una grueso sobretodo abotonado apretadamente hasta la barbilla. Su piel era muy blanca, y una pesada barba negra se elevaba bastante sobre sus mejillas. Al principio el secretario lo tomó por un desconocido, pero cuando el otro le miró y sus ojos se cruzaron, una sensación de familiaridad pasó a través de él, y por un par de segundos Jones imaginó que estaba mirando a un hombre que había conocido años antes. Porque, quitando la barba, ese era el rostro del viejo oficinista que ocupaba el escritorio de junto cuando él entró al servicio de la compañía de seguros, quien le había mostrado la más prolija simpatía y amabilidad en las primeras dificultades de su trabajo. Pero un momento después la ilusión pasó, porque él recordaba que Thorpe llevaba muerto por lo menos cinco años. La similitud de los ojos era obviamente un mero truco de la memoria.



Los dos hombres se miraron fijamente por varios segundos, y entonces Jones comenzó a actuar instintivamente, porque tenía que hacerlo. Cruzó el lugar y tomó el asiento vacío al otro lado de la mesa, encarándolo; porque el sintió que era de alguna manera imperativo el explicar porqué había llegado tarde, y cómo casi había olvidado la cita. De cualquier manera, ninguna excusa honesta surgió para asistirlo, a pesar de que su mente comenzó a trabajar de manera furiosa.



—Sí, has llegado tarde —dijo el hombre tranquilamente, antes de que él pudiera encontrar una sola palabra que decir—. Pero no importa. También habías olvidado la cita, pero eso tampoco hace diferencia alguna.

—Sabía... que había un compromiso —balbuceó Jones, pasándose la mano por la frente—; pero de alguna manera...

—Lo recordarás en seguida —prosiguió el otro con voz amable, y sonriendo un poco—. Fue anoche, durante el sueño profundo, que acordamos esto, y las desagradables ocurrencias del día de hoy lo han obstruido de alguna manera.

Un débil recuerdo se agitó en él mientras el hombre hablaba, y un seto de árboles con formas móviles flotó ante sus ojos para desvanecerse de nuevo, mientras que por un instante el desconocido pareció capaz de distorsionar su propia figura y haber asumido vastas proporciones, con maravillosos ojos llameantes.



—¡Oh! —dijo abriendo la boca—. ¿Fue ahí... en la otra región?

—Desde luego —dijo el otro, con una sonrisa que le iluminó todo el rostro—. Lo recordarás en seguida, todo a buen tiempo, y mientras tanto no tienes razón para estar asustado.

Había una maravillosa cualidad reconfortante en la voz del hombre, como el susurro de un gran viento, el oficinista se sintió inmediatamente más relajado. Siguieron ahí sentados un rato más, pero él no pudo recordar el haber hablado mucho o comido nada. Sólo recordó que después que el jefe de meseros había ido con él y le había susurrado algo al oído, y que al mirar alrededor vio a la demás gente observándolo con curiosidad, algunos de ellos riendo, y que su acompañante se levantó entonces y lo condujo fuera del restaurant. Caminaron de manera apresurada por las calles, sin hablar; y Jones estaba tan concentrado en rememorar la historia completa del trato en las regiones del sueño profundo, que apena y notó el camino que tomaron. Y sin embargo era claro que él sabía a dónde se dirigían tanto como su acompañante, porque en ocasiones él se adelantaba a tomar las calles, introduciéndose en las avenidas sin vacilar, y el otro lo seguía siempre, sin corregirlo.



Las aceras estaban muy llenas, y las usuales multitudes de la noche de Londres se elevaban de un lado a otro bajo la mirada de las luces de las tiendas, pero de algún modo nadie obstruyó sus rápidos movimientos, y ellos parecían pasar entre ña gente como si estuvieran hechos de humo. Y, mientras avanzaban, los peatones y el tráfico fueron escaseando cada vez más y pronto pasaron la Mansion House y el baldío frente al Royal Exchange, y siguieron por la Fenchurch Street y al alcance de la vista de la Torre de Londres, que se elevaba triste y sombría en el aire turbio. Jones recordó todo esto muy bien, y pensó que era su intensa preocupación lo que hacía que la distancia pareciera tan corta. Pero fue cuando la Torre fue dejada atrás y ellos viraron al norte que el comenzó a notar cuán alterado estaba todo, y vio que estaban en un vecindario donde las casas escaseaban súbitamente, y comenzaban los caminos y campos, bajo la única luz de las estrellas. Y, al tiempo en que su conciencia profunda se inclinaba cada vez más a la exclusión a los acontecimientos superficiales de su cuerpo durante el día, la sensación de cansancio se desvaneció, y él se dio cuenta de que en algún lugar de la región de causas tras el velo, más allá de los vulgares engaños de los sentidos, y liberado del torpe hechizo del tiempo y el espacio.



Sin gran sorpresa, por lo tanto, volteó y miro que su compañero se había alterado, había arrojado su abrigo y su sombrero negro, y se movía junto a él sin hacer ruido alguno. Por un breve segundo él lo vio, alto como un árbol, extendiéndose en el espacio como una larga sombra, brumoso y ondeando fuera de sus contornos, seguido por un sonido como de alas en la obscuridad; pero, cuando se detuvo, el miedo aferrándose a su corazón, el otro reasumió sus anteriores proporciones, y Jones pudo ver simplemente sus contornos usuales contra el campo verde del fondo. Y entonces el secretario lo vio manipulando su cuello, y en el mismo momento su barba se desprendió de su rostro junto con su mano.



—Entonces tú eres Thorpe —dijo con la boca abierta, y sin embargo, de alguna manera, sin una sorpresa abrumadora

Permanecieron viéndose frente a frente en el camino solitario, los árboles uniéndose sobre ellos ocultando las estrellas, y un sonido de quejumbrosas exhalaciones entre las ramas.

—Soy Thorpe —fue la respuesta, con una voz que casi había parecido parte del viento—. Y he venido desde lejos para ayudarte, porque mi deuda contigo es grande, y en esta vida no tuve sino una pequeña oportunidad para pagarla.



Jones pensó rápidamente en la amabilidad del hombre en la oficina, y una gran oleada de sentimiento se elevó en él al comenzar a recordar vagamente el amigo a cuyo lado el había ya escalado, tal vez a través de vastas edades en la evolución de su alma.

—¿Para ayudarme ahora? —murmuró.

—Me entenderás cuando penetres tu verdadera memoria y recuerdes cuán grande es la deuda que debo pagar por tu fiel amistad del pasado —exhaló el otro en una voz como el viento menguante.

—Entre nosotros, de cualquier manera, no puede haber cuestiones de deuda. —Jones se escuchó decir, y recordó la respuesta que flotó hasta él por el aire y la sonrisa que iluminó por un momento los austeros ojos que lo encarban.

—Deudas no, en efecto, sino privilegios.

Jones sintió que su corazón saltaba hacia el hombre, este viejo amigo, probado a través de los siglos y fiel aún. El hizo un intento de tomar su mano. Pero el otro se deformó como una figura de niebla, y por un momento la cabeza del oficinista pareció hundirse y sus ojos fallaron.

—Entonces, ¿estás muerto? —dijo en un aliento, temblando ligeramente.

—Hace 5 años abandoné el cuerpo que conociste —respondió el hombre—. Traté de ayudarte entonces instintivamente, sin reconocerte del todo. Pero ahora puedo hacer más.

Con una horrenda sensación de ansiedad y terror en su corazón, el secretario comenzó a entender.

—¿Tiene que ver con... con...?

—Tus encuentros pasados con el Administrador —vino la respuesta mientras el ruido del viento se elevaba entre las ramas ahí arriba y arrastraba el resto de la oración en el aire.



La memoria de Jones, que apenas comenzaba agitarse entre las más profundas capas de la totalidad, se cerró súbitamente con un crujido, y siguió a su acompañante por campos y veredas de agradable aroma donde el aire era fresco y fragante, hasta que llegaron a una casa enorme, que se elevaba elegante y solitaria en las sombras al filo de un bosque. Estaba envuelta en total silencio, con ventanas pesadamente cubiertas de negro, y el oficinista al mirarla se sintió invadido por una oleada de tristeza tan abrumadora que sus ojos comenzaron a arder e irritarse, y fue consciente de un deseo de llorar. La llave hizo un áspero ruido al girar en la cerradura, y cuando la vuelta se osciló, abriéndose a un ostentoso hall ellos oyeron el confuso sonido de crujidos y susurros, como el de una gran aglomeración de gente avanzando apretadamente a recibirlos. El aire parecía lleno de un movimiento pendular, y Jones estaba seguro de haber visto manos elevándose y obscuros rostros clamando por ser reconocidos, mientras que en su corazón, oprimido ya por la cercana carga de vastas memorias acumuladas, él estaba consciente del desenvolvimiento de algo que había estado escondido por eras.



Al avanzar él escuchó las puertas cerrarse con un retumbo apagado tras de ellos, y vio que las sombras parecían retirarse y encogerse hacia el interior de la casa, llevándose las manos y rostros con ellas. Escuchó al viento cantar alrededor de las paredes y sobre el tejado, y su voz quejumbrosa se mezcló con el sonido de un profundo respirar colectivo que llenó la casa como un murmullo de mar; y mientras subían por las amplias escaleras y a través de los cuartos abovedados, donde los pilares se alzaban como los tallos de los árboles, él supo que el edificio estaba abarrotado, fila tras fila, que los hacinados recuerdos de su propio y largo pasado.



—Esta es la Casa del Pasado. —susurró Thorpe detrás de él, mientras se movían en silencio de cuarto en cuarto—, la casa de tu pasado. Está llena desde el sótano hasta el tejado con los recuerdos de lo que has hecho, pensado y sentido en los estadios más tempranos de tu evolución hasta ahora.



”La casa se eleva casi hasta las nubes, y se extiende hasta el centro del bosque que viste afuera, pero los salones más remotos están llenos con los fantasmas de incontables edades pasadas, e incluso si pudiéramos despertarlos no podrías recordarlos ahora. Algún día, sin embargo, vendrán y te reclamarán, y debes conocerlos, y responder a sus preguntas, porque nunca descansarán hasta que se hayan extinguido a sí mismos a través de ti, y la justicia haya sido perfectamente ejecutada. Pero sígueme de cerca ahora, y verás el preciso recuerdo para el que se me ha permitido ser tu guía, para que así puedas saber y entender una gran fuerza en tu vida presente, y puedes usar la espada de la justicia, o elevarte al nivel de una gran misericordia, de acuerdo a tu grado de poder.



Gélidos escalofríos pasaron sobre el cuerpo tembloroso del oficinista, y mientras caminaba lentamente junto a su acompañante escuchó desde las bóvedas debajo, así como desde distantes regiones del la vasta construcción, el agitar y suspirar de las cerradas filas de durmientes, resonando en el aire como un acorde sacado de cuerdas invisibles en algún lugar entre los fundamentos mismos de la casa. Sigilosamente, eligiendo el camino entre los grandes pilares, subieron por el inclinado descanso y a través de múltiples corredores y salones obscuros, y en seguida se detuvieron afuera de una pequeña puerta bajo un arco done las sombras eran muy profundas.



—Permanece cerca de mí, y recuerda reprimir cualquier gemido,” susurró la voz de su guía y, al volverse para responder, el oficinista vio que su rostro se encontraba pálido hasta la blancura e incluso brillaba un poco en la obscuridad.

El cuarto al que entraron parecía al principio estar negro como la tinta, pero gradualmente el secretario percibió un débil resplandor rojizo contra el extremo más lejano, y creyó ver figuras moviéndose silenciosamente de un lado a otro.

—¡Ahora observa! —susurró Thorpe, mientras se aproximaban hasta la pared junto a la puerta y esperaban—. Pero recuerda guardar absoluto silencio. Es una escena de tortura.



Jones se sintió completamente atemorizado, y se hubiera dado la vuelta para marchar de haberse atrevido, por que un terror indescriptible se apoderó de él y sus rodillas temblaron; pero algún poder que hacía que sus escape fuera imposible le retuvo implacable ahí, y con los ojos adheridos a los lugares de luz el se acuclilló contra la pared y esperó. Las figuras comenzaron a agitarse más rápidamente, cada uno en su propia débil luz que no esparcía radiación alguna más allá de sí misma, y escuchó un suave entrechocar de cadenas y la voz de un hombre gruñendo de dolor. Luego vino el sonido de una puerta que se cerraba, y después Jones no vio más que una figura, la figura de un anciano, completamente desnudo, y atado con cadenas a una estructura de hierro sobre el piso. Su memoria dio un súbito salto de terror al mirar, porque los rasgos y la blanca barba eran familiares, y él los recordó como si fuera ayer.



Las otras figuras habían desaparecido, y el anciano se convirtió en el centro de la terrible escena. Lentamente, con horrendos gruñidos, mientras el calor debajo de él se incrementaba hasta provocar un brillo estable, el cuerpo decrépito se alzaba en un arco de agonía, descansando sobre el marco de hierro tan sólo donde las cadenas mantenían sujetas muñecas y tobillos. Llantos y suspiros llenaban el aire, y Jones los sentía exactamente como si vinieran de sus propia garganta, y como si las cadenas quemaran sobre sus propias muñecas y tobillos, y el calor quemara la piel y carne de su propia espalda. Y comenzaba a agitarse y retorcerse él también.



—¡España! —susurró la voz a su lado— hace cuatrocientos años.

—¿Porqué? —dijo sin aliento el sudoroso oficinista, a pesar de que sabía muy bien cual sería la respuesta.



—Para extraerle el nombre de un amigo, para matarlo y traicionarlo —vino la respuesta a través de la obscuridad.

Un panel deslizable se abrió, sacudiéndose un poco, sobre la pared inmediata mente sobre el potro, y un rostro, encuadrado en el mismo rojo resplandor, apareció miró hacia la víctima moribunda. Jones fue apenas capaz de ahogar un grito, porque el reconoció al hombre alto y negro de sus sueños. Con horribles ojos hinchados él miró hacia la forma retorcida del anciano, y sus labios se movieron como si hablara, a pesar de no era audible palabra alguna.

—Pregunta de nuevo por el nombre —explicó el otro, mientras el oficinista luchaba con el intenso odio y repulsión que amenazaba e cualquier momento en tornarse en gritos y acción. Le dolían tanto sus tobillos y muñecas que apenas podía permanecer quieto, pero un poder despiadado lo mantuvo a la escena.



Vio al anciano, con un fiero gemido, elevar su dolorida cabeza y escupir al rostro en el panel, y luego la puerta corrediza se cerró de nuevo, y un momento más tarde el brillo incrementado del cuerpo, acompañado de un horrendo retorcerse, comunicaron el aumento del calor. Luego vino el olor de la carne ardiendo: la barba blanca se rizó y chamuscó hasta volverse dura y quebradiza; el cuerpo cayó exánime sobre el hierro al rojo vivo, y luego se alzó de nuevo en fresca agonía; gemido tras gemido, el más horrendo del mundo, sonó con un sonido apagado entre esas cuatro paredes; y de nuevo el panel se deslizo rechinando, y reveló el horrendo rostro del torturador. De nuevo el nombre fue requerido, y de nuevo el anciano se rehusó; y esta vez, después de cerrar el panel, una puerta se abrió, y el hombre alto y delgado con el malévolo rostro entró lentamente en la cámara. Sus rasgos lucían salvajes, llenos de rabia y decepción, y en el vago resplandor rojo que cayó sobre ellos parecía el mismo príncipe de los demonios. En su mano sostenía un hierro putiagudo al rojo blanco.



—¡Ahora el asesinato!— vino la voz de Thorpe en un susurro que sonó como si estuviera fuera del edificio y muy lejos.

Jones sabía muy bien lo que vendría, pero le era imposible cerrar los ojos siquiera. Sintió él mismo todo los terribles dolores tal como si el mismo fuera el sufriente; pero ahora, mientras miraba, sintió algo más; y cuando el hombre alto se aproximó deliberadamente hacia el potro y hundió el hierro candente primero en uno de los ojos y luego en el otro, escuchando una débil efervescencia, y sintió sus propios ojos estallar en sus cuencas en medio de un espantoso dolor. Al mismo tiempo, incapaz ya de controlarse, dejó escapar un salvaje alarido y se arrojó hacia delante intentando detener al torturador y destrozarlo en mil pedazos. Instantáneamente, en un parpadeo, la entera escena se desvaneció; la obscuridad se apresuró a llenar el cuarto, y se sintió levantado sobre sus pies por alguna fuerza como la de un gran viento y llevado suavemente a través del espacio. Cuando recobró el sentido estaba de pie justo fuera de la casa y la figura de Thorpe estaba junto a él la penumbra. Las enormes puertas estaban en el acto de cerrarse detrás de él, pero antes de que se cerraran creyó ver el indicio de una inmensa figura cubierta por un velo de pie en el umbral, con ojos llameantes, y en sus manos un arma brillante como una espada de fuego.



—¡Ven rápidamente ahora, se acabó! —susurró Thorpe.

—¿Y el hombre negro...? —dijo sin aliento el oficinista, mientras se movía rápidamente al lado del otro.

—En esta vida es el Administrador de la compañía.

—¿Y la víctima?

—Tú mismo.

—¿Y el amigo al que él... yo, me negué a traicionar?

—Yo era ese amigo. —respondió Thorpe, su voz sonando cada vez más como el gemido del viento—. Tú diste tú vida en agonía para salvar la mía.

—¿Y, en esta vida, hemos vuelto a estar juntos?

—Sí. Tales fuerzas son rápida ni fácilmente agotadas, y la justicia no se ve satisfecha hasta que lo que se sembró haya sido cosechado.

Jones tenía una extraña sensación como de estar deslizándose hacia otro estado de conciencia. Thorpe comenzaba a parecerle irreal. Pronto le sería imposible hacer más preguntas. Se sintió completamente enfermo y débil con respecto a todo, y su fuerza estaba decayendo.

—¡Rápidamente! —gritó—. Cuéntame más. ¿Porqué vi esto? ¿Qué debo hacer?

El aire soplaba a través del campo a su derecha y entraba en el bosque más allá del enorme rugido, y el aire alrededor parecía lleno de voces y del precipitarse de rápidos movimientos.

—Para los fines de la justicia —respondió el otro, como si hablar desde el centro del viento y a distancia— la cuál algunas veces es confiada en las manos de aquellos que sufrieron y demostraron fortaleza. Un error no puede ser corregido por otro error, pero tú vida has sido tan notable que la oportunidad ha sido dada para...

La voz se hizo cada vez más débil, estaba ya lejos en lo alto junto al acelerado viento.

—Puedes castigar, o... —aquí Jones perdió completamente de vista la figura de Thorpe, parecía haberse desvanecido o derretido en el bosque detrás de él. Su voz llegaba desde lejos entre los árboles, muy débil, y sin recobrarse.

—O si puedes elevarte al nivel de una gran misericordia...

La voz se hizo inaudible... El viento surgió gimiendo desde el bosque, nuevamente. Jones se estremeció y observó a su alrededor. Se sacudió violentamente y frotó sus ojos. El cuarto estaba obscuro, el fuego se había apagado; se sintió frío y rígido. Se levantó de la silla, aún y temblando, y encendió la lámpara de gas. Afuera el viento aullaba, y cuando miró su reloj vio que era muy tarde y tenía que irse a la cama. Ni siquiera se había quitado el abrigo de oficina; debía haberse quedado dormido en la silla tan pronto como llegó, y habría dormido por muchas horas. Ciertamente no había cenado, porque se sentía hambriento.



III.

Al día siguiente, y por muchas semanas después, los asuntos de la oficina prosiguieron de manera usual, y Jones realizó bien su trabajo y se mostró externamente un comportamiento perfectamente apropiado. No lo perturbaron nuevas visiones, y sus relaciones con el Adminstrador se volvieron, si acaso, de alguna manera más suaves y relajadas. Verdaderamente, el hombre lucía diferente, porque el oficinista seguía viéndolo con su ojo interno y externo indistintamente, así que en un momento él era un hombre ancho y rubicundo, y al siguientes era alto, delgado, obscuro, como si estuviera envuelto en una especie de atmósfera negra teñida de rojo. Mientras en que en momentos, una confusión de las dos vistas tenía lugar, y Jones veía las dos caras mezcladas en un semblante compuesto que era verdaderamente horrible de contemplar. Pero, más allá de este ocasional cambio en la apariencia externa del Administrador, no había nada que el secretario notara como resultado de su visión, y los negocios siguieron más o menos como antes, y tal vez incluso con menor fricción. Pero en las habitaciones bajo el techo de Bloomsbury era diferente, porque ahí era perfectamente claro para Jones que Thorpe había venido a habitar con él. Nunca le veía, pero sabía todo el tiempo que él estaba ahí. Cada noche al regresar de su trabajo era bienvenido por el conocido susurro, “¡Debes estar listo cuando de la señal!”, y frecuentemente en la noche él se despertaba súbitamente desde un profundo sueño y se daba cuenta de que Thorpe se había levantado en ese instante de su cama y estaba de pie esperando y vigilando en algún lugar en la obscuridad del cuarto. Frecuentemente le seguía bajando las escaleras, a pesar de que la que la débil luz de las lámparas nunca revelaba su figura; y algunas veces él no entraba al cuarto, sino que flotaba al otro lado de la ventana, espiando a través de los sucios cristales, o enviando sus murmullos hacia la habitación en medio de los silbidos del viento.



Porque Thorpe había venido para quedarse, y Jones sabía que no podría librarse de él hasta haber cumplido los fines de la justicia y logrado el propósito por el cual él estaba en espera. Mientras tanto, al tiempo que pasaban los días, él se enfrascó en una tremenda lucha consigo mismo, y vino a la perfectamente honesta decisión de que el “nivel de una gran misericordia” era imposible para él, y que debía por lo tanto aceptar la alternativa y hacer uso del conocimiento secreto puesto en sus manos... y ejercer justicia. Y una vez que llegó a está decisión, notó que Thorpe ya no lo dejaba sólo durante el día como antes, sino que ahora le acompañaba a la oficina y se quedaba en mayor o menor medida a su lado durante todas las horas de trabajo también. Sus susurros se dejaron escuchar en las calles y en el tren, e incluso en la oficina del Administrador, donde él trabajaba; algunas veces advirtiendo, alguna urgiendo, pero nunca ni por un momento sugiriendo el abandono de su propósito principal, y más de una vez tan claramente audible que el oficinista sentía que algunos otros debían oírle también.



La obsesión era completa. Sentía que estaba siempre bajo los ojos de Thorpe, día y noche, y sabía que debía responder como un hombre cuando el momento llegara, o mostrarse como un fracasado frente a sus propios ojos así como frente a los ojos del otro. Y ahora que había tomado una decisión, nada podía evitar el cumplimiento de la sentencia. Compró una pistola, y pasó las tardes de los sábados practicando su puntería en lugares solitarios alrededor de la bahía de Essex, marcando en el lugar las medidas exactas de la oficina del Administrador. Los domingos los ocupaba de una manera similar, quedándose por las noches en un motel para tal propósito, gastando el dinero que usualmente iba a las cuentas de ahorro en viáticos y cartuchos. Todo era realizado muy concienzudamente, porque no debía existir la más mínima posibilidad de fallar; y al final de varias semanas se había convertido en un verdadero experto con su revólver de tal manera que, a una distancia de 25 pies, lo cual era la longitud más amplia en la oficina del Administrador, él podía acertar en el cuerpo de un medio centavo nueve veces de una docena, y dejar el borde limpio y entero.



No había en él el más mínimo deseo de prórroga. Había pensado el asunto desde todo los puntos de vista que su mente podía concebir, y su propósito era inflexible. De hecho, se sentía orgulloso de haber sido elegido como instrumento de la justicia en la imposición de un castigo tan terrible y tan merecido. La venganza pudo haber jugado algún papel en la decisión, pero no podía evitarlo, porque aún sentía en ocasiones las cadenas ardientes quemando sus muñecas y tobillos hasta el hueso con una fiera agonía. Él recordaba el horrendo dolor de su espalda asándose lentamente, y el punto en que pensó la muerte debía intervenir para acabar con su sufrimiento, pero en su lugar nuevas fuerzas de resistencia habían surgido en él, y nuevos límites de terrible dolor se habían abierto, y la inconsciencia pareció más lejana que nunca. Y luego finalmente los hierros calientes en sus ojos... Todo volvió a él, y le ocasionaba romper en oleadas de helada transpiración simplemente pensar en ello... el vil rostro del panel... la expresión del obscuro rostro... Sus dedos trabajaban. Su sangre hervía. Era completamente imposible mantener la idea de la venganza completamente fuera de su mente.



En varias ocasiones el se vio temporalmente burlado de su presa. Cosas extrañas acontecían para detenerlo cuando se encontraba al filo de la acción. El primer día, por ejemplo, el Administrador se desmayó debido al calor. En otra ocasión cuando el se había decido a cumplir con su tarea, el Administrador no se presentó a la oficina. Y una tercera ocasión, cuando su mano estaba ya en la bolsa de su cadera, oyó de pronto el horrible susurro de Thorpe ordenándole esperar, y al volverse, vio que el jefe de pagos había entrado en la habitación silenciosamente sin él notarlo. Thorpe sabía evidentemente lo que se proponía, y no estaba en sus planes dejar que el oficinista arruinara el asunto.



Se imaginaba, además, que el jefe de pagos los estaba vigilando. Estaba siempre topándose con él en las más inesperados lugares y rincones, y el jefe de pagos nunca parecía tener excusas adecuadas para estar ahí. Sus movimiento súbitamente parecían de particular importancia para otras personas en la oficina también, porque otros empleados eran frecuentemente enviados a hacerle preguntas innecesarias, y había aparentemente un designio general para mantenerle bajo algún tipo de vigilancia, de tal manera que nunca estaba solo con el Administrador durante mucho tiempo en la oficina privada donde trabajaban. Y una vez el jefe de pagos había llegado tan lejos como para sugerirle iniciar las vacaciones un poco antes de lo usual si así gustaba, dado que el trabajo había sido tan arduo recientemente y el calor tan excesivamente agotador. Notó, también, que algunas veces era seguido por un individuo en las calles, un hombre de apariencia indiferente, que nunca se le topaba cara a cara, ni tropezaba nunca con él, pero que siempre estaba en el mismo tren u ómnibus, y cuyos ojos frecuentemente sorprendía observándolo por encima de los diarios, y quién en una ocasión incluso descubrió esperándole a la puerta de sus habitaciones al salir a cenar.



Había también otras indicaciones, de varios tipos, que le inclinaban a pensar que algo estaba trabajando para frustrar su propósito, y que debía actuar de inmediato antes de que estas fuerzas hostiles pudieran evitarlo. Y así el final llegó rápidamente, con la completa aprobación de Thorpe. Fue hacia finales de julio, en uno de los días más calurosos que Londres haya conocido, porque la Ciudad estaba como un honro, y las partículas de polvo parecían quemar la garganta de los desafortunados que se afanaban en las calles y oficinas. El considerable Administrador, quién sufría cruelmente debido a su tamaño, bajó las escaleras sudando y jadeando por el calor. Llevaba una sombrilla de un color débil para proteger su cabeza.



—¡Sin embargo, va a necesitar algo más que eso! —rió Jones en silencio para sus adentros cuando le vio entrar.

La pistola yacía segura en la bolsa de su pantalón, cada una de sus 6 cámaras cargada. El Administrador vio la sonrisa en su rostro, y se quedó mirándole larga y firmemente mientras tomaba asiento tras el escritorio en la esquina. Unos pocos minutos después tocó la campana llamando al jefe de pagos, un único timbre, y luego le pidió a Jones que trajera algunos papeles de la caja fuerte escaleras arriba. Un profundo estremecimiento interno se apoderó del secretario al notar estas precauciones, porque vio que las fuerzas hostiles estaban trabajando en su contra y, sin embargo, sintió que no podía posponerlo más y que debía actuar esa misma mañana, con interferencia o sin ella. De cualquier manera, fue obedientemente en el acto al otro piso, y mientras se revolvía con la combinación de la caja, conocida tan sólo por él, por el jefe de pagos y por el Administrador, él oyó de nuevo el horrendo susurro de Thorpe justo detrás de él:



—¡Debes hacerlo hoy! ¡Debes hacerlo hoy!

Volvió con los documentos, y encontró al Administrador a solas. El cuarto era como un horno, y una oleada de aire muerto y caliente le dio en el rostro al entrar. Al momento en que cruzó la puerta se dio cuenta de que él había sido el objeto de una conversación entre el jefe de pagos y su enemigo. Habían estado discutiendo acerca de él. Tal vez un indicio de su secreto había llegado a sus mentes de alguna manera. Le habían estado vigilando durante días. Se habían vuelto sospechosos. Con toda claridad, debía actuar ahora, o dejar que la oportunidad se escapara, tal vez para siempre. Escuchó la voz de Thorpe en su oído, pero esta vez no era un simple susurro, sino una clara voz humana, hablando con potencia.



—¡Ahora! —dijo— ¡Hazlo ahora!

El cuarto estaba vacío. Sólo él y el Administrador estaban dentro. Jones se volvió desde el escritorio donde había estado parado, y cerró la puerta que conducía la oficina principal. Vio al batallón de empleados borroneando en mangas de camisa, porque la parte superior de la puerta era de vidrio. Tenía perfecto control sobre sí mismo, y su corazón latía con regularidad. El Adminstrador, escuchando la llave girar en la cerradura, miró agudamente.



—¿Qué está haciendo? —le preguntó rápidamente.

—Sólo cerrando la puerta, señor —respondió el secretario con una voz bastante calmada.

—¿Porqué? ¿Quién te lo ordenó...

—La voz de la Justicia, señor —replicó Jones, mirando firmemente el rostro odiado.

El Administrador le devolvió la mirada por un momento, mirándole fijamente y con furia a través de la habitación. Entonces súbitamente su expresión cambió, y trató de sonreír. Pretendía ser una sonrisa amable evidentemente, pero sólo logró parecer asustado.

—Eso es una buena idea con este clima —dijo suavemente— pero sería mucho mejor cerrarla por fuera, ¿no, Mr. Jones?

—No lo creo, señor. Usted podría escapar entonces. Ahora no puede

Jones tomó su pistola y apuntó al rostro del otro. Debajo del revólver vio los rasgos del hombre alto y obscuro, maligno y siniestro. Entonces el contorno tembló un poco y el rostro del Administrador se deslizó de nuevo en su lugar. Estaba blanco como un cadáver, y brillante de sudor.

—Me torturaste hasta la muerte hace cuatrocientos años —dijo el empleado con la misma voz tranquila— y ahora los dispensadores de la justicia me han elegido para castigarte.

El rostro del Administrador se incendió, y luego volvió al color de la tiza. Hizo un rápido movimiento hacia la campana del teléfono, estirando una mano para alcanzarla, pero en el mismo momento Jones jaló el gatillo y la muñeca estalló, salpicando la pared trasera con sangre.

—Ese es uno de los lugares donde la cadenas quemaron —dijo tranquilamente para sí mismo. Su mano era completamente firme, y sintió que era un héroe.

El Administrador estaba de pie, gritando de dolor, sosteniéndose con la mano derecha en el escritorio frente a él, pero Jones jaló el gatillo de nuevo, y una bala voló dentro de la otra muñeca, así que el hombre inmenso, privado de apoyo, cayó hacia delante con estrépito sobre el escritorio.

—¡Maldito lunático! —aulló el Administrador—. ¡Deja esa pistola!

-Ese es otro de los lugares —dijo Jones, aún apuntando cuidadosamente para un nuevo disparo.



El hombre gordo, gritando y revolviéndose torpemente, escarbó bajo el escritorio, haciendo frenéticos esfuerzos por esconderse, pero el secretario dio un paso adelante e hizo dos disparos en rápida sucesión apuntando a las piernas, que sobresalían, dando primero en uno de los tobillos y luego en el otro, y destrozándolos horriblemente.



—Dos más de los lugares donde quemaron las cadenas —dijo, aproximándose un poco más.

El Administrador, gritando aún, intentó desesperadamente apretar su masa bajo el refugio de la abertura bajo el escritorio, pero estaba demasiado gordo, y su cabeza calva salía por el otro lado. Jones lo tomó por la carne suelta de la nuca de su grueso cuello y lo arrastró gimiendo como un perro hacia la alfombra. Estaba cubierto de sangre, y aleteaba inútilmente con los muñones de su muñecas.

—¡Sé rápido ahora! —gritó la voz de Thorpe.

Hubo tremenda conmoción y golpes en la puerta, y Jones aferró su pistola fuertemente. Algo pareció reventar en su cerebro, aclarándolo por un segundo, y pareció ver detrás de él una gran figura cubierta de velos, con una espada empuñada y ojos llameantes, aprobando austeramente su actitud.

—¡Recuerda los ojos! ¡Recuerda los ojos! —siseó Thorpe en el aire sobre él.



Jones se sentía como un dios, con el poder de un dios. La venganza desapareció de su mente. Estaba actuando de manera impersonal como un instrumento en las manos de los Invisibles quienes dispensan justicia y dan balance a las cuentas. Se agachó y puso el cañón sobre la cara del otro, sonriendo un poco al ver los pueriles esfuerzos de los brazos para cubrir la cabeza. Luego jaló el gatillo, y una bala penetró directamente en el ojo derecho, ennegreciendo la piel. Moviendo la pistola dos pulgadas en la otra dirección, hizo reventar el ojo izquierdo con una segunda bala. Luego se irguió altivamente sobre su víctima con un profundo suspiro de satisfacción. El Administrador se agitó convulsivamente por espacio de un segundo, y luego quedó quieto, en la quietud de la muerte.



No había ningún momento que perder, porque la puerta ya había sido rota y manos violentas lo aferraban por el cuello. Jones puso la pistola en su sien y, una vez más, presionó el gatillo con su dedo. Pero esta vez un hubo respuesta. Sólo un pequeño clic apagado se escuchó como consecuencia de la presión, porque el secretario había olvidado que la pistola sólo tenía espacio para seis balas, y que las había usado todas. Arrojó el arma inservible al piso, riendo un poco ruidosamente, se dio la vuelta, sin luchar, para entregarse.



—Tenía que hacerlo. —dijo tranquilamente, mientras lo ataban—. ¡Era simplemente mi deber! Y ahora estoy listo para enfrentar las consecuencias, y Thorpe estará orgulloso de mí. Porque la justicia ha sido cumplida y los dioses están satisfechos.

No presentó ni la menor resistencia, y cuando los 2 policías lo condujeron afuera a través de la multitud de temblorosos y pequeños oficinistas, él nuevamente vio la figura cubierta de velos moviéndose majestuosamente frente a él, haciendo lentos movimientos circulares con la espada llameante, para mantener a raya las huestes de caras que se hacinaban intentando mirarle desde la Otra Región.





Algernon Blackwood (1869-1951)




Junto a las aguas del Paraíso (By the waters of Paradise) es un relato victoriano del escritor norteamericano Francis Marion Crawford.




El cuento fue publicado en 1894, y es parte del olimpo literario de la obra de Marion Crawford, junto a Por la sangre es la vida (For the blood is the life) y La calavera que gritaba (The screaming skull).









Junto a las aguas del Paraíso.

By the waters of Paradise, Francis Marion Crawford (1854-1909)





I

Recuerdo con nitidez mi niñez. No creo que esto signifique una buena memoria porque nunca fui bueno para aprender palabras de memoria, en prosa o verso. Creo que mi remembranza de los hechos depende más de los hechos en sí que de cualquier facilidad para recordarlos. Tal vez soy muy imaginativo, y las primeras impresiones que recibí fueron de esas que estimulan anormalmente la memoria. Una serie de eventos desafortunados, tan relacionados entre sí como para sugerir algún lazo de extraña fatalidad, formaron mi temperamento melancólico cuando era niño de manera que, antes de llegar a la madurez, creía sinceramente estar bajo una maldición. No solamente yo mismo, sino mi familia entera y cada individuo que llevase mi apellido.



Nací en el mismo lugar que mi padre, mi abuelo y todos sus predecesores hasta el confín de la memoria humana. Era una casa muy antigua, y la parte más amplia originariamente había sido un castillo fortificado y rodeado por un foso en el que siempre había agua que, proveniente de las colinas, llegaba por un acueducto oculto. Muchas de las fortificaciones habían sido destruidas y el foso había sido rellenado. El agua del acueducto provocaba varias fuentes y bajaba en grandes estanques en las terrazas de los jardines, una debajo de la otra, rodeadas de anchas aceras de mármol. El agua que rebasaba, al fin, escapaba a través de una gruta artificial, unas treinta yardas más allá, rumbo a un distante río. El edificio se amplió unos doscientos años atrás, en la época de Carlos II, pero desde entonces poco se hizo para mejorar las instalaciones, salvo las reparaciones de turno, realizadas según las épocas de fortuna.



En los jardines había terrazas y altos vallados de arbustos, algunos de los cuales eran podados en forma de animales, al estilo italiano. Puedo recordar que cuando era chico solía tratar de deducir que representaban esas formas y a veces le pedía explicación a Judith, mi nana galesa. Ella tenía una extraña mitología propia y poblaba los jardines de grifos, dragones, buenos y malos geniecillos, los que terminaban habitando mi imaginación. La ventana de mi cuarto de juegos me daba una vista a las grandes fuentes del estanque superior, y en noches de luna llena la galesa me llevaba contra el cristal, haciéndome mirar hacia la niebla en la que creía ver formas misteriosas que se movían místicamente como si fueran seres vivientes.



"Es la Mujer del Agua", solía decirme; y algunas veces ella me atemorizaba con que si no me dormía, la Mujer del Agua treparía por la ventana y me llevaría en sus húmedos brazos.



El lugar era lúgubre. Los estanques de agua y el vallado de arbustos daban un aspecto funeral de forma que el mármol parecía estar hecho de lápidas. Las paredes grises y las torres, las oscuras habitaciones, llenas de muebles inmensos, huecos misteriosos y pesadas cortinas afectaron mi espíritu. Fui silencioso y melancólico desde mi niñez. Había un gran reloj en la torre que tocaba las horas con tristeza durante el día y daba dos lúgubres toques a la medianoche. No había luz ni vida en la casa, ya que mi madre era inválida y mi padre se enfermó de melancolía en su tarea de cuidarla. Era un hombre delgado, con mirada triste; era un buen hombre, pero silencioso e infeliz. Después de mi madre, creo que me amaba más que a nada en este mundo; sufrió bastantes penurias para educarme y todo aquello que me explicó, nunca lo he olvidado. Tal vez esa fuera su única diversión y la razón por la que, mientras él vivía, nunca tuve nana o institutriz.



Solía ver a mi madre todos los días, a veces dos veces al día, durante una hora solamente. Me sentaba en un pequeño taburete cerca del pie de la cama y ella me preguntaba que había estado haciendo y que querría hacer. Me atrevería a decir que ella veía las raíces de una profunda melancolía en mi naturaleza, ya que siempre me miraba con una sonrisa triste y me besaba con un sollozo cuando me llevaban de su vista.



Una noche, cuando tenía seis años, me desperté en mi cuarto. La puerta no estaba bien cerrada, y la nana galesa estaba sentada, cosiendo, en el cuarto de al lado. De repente escuché su voz, y decía "¡Uno... dos... uno... dos!" Me asusté, y salté y corrí por la puerta, descalzo como estaba.



"¿Qué es eso, Judith?" le grité, trepando a sus faldas. Aún puedo recordar la mirada de sus extraños ojos oscuros cuando respondió:



"¡Uno... dos ataúdes sellados, bajan por el techo!" cantaba, sentada en su silla. "¡Uno, dos, un ataúd liviano y uno pesado, bajan al piso!"



Hasta que se dio cuenta de mi presencia, y me llevó de nuevo a la cama, cantándome una vieja canción de cuna galesa.



No sabía como, pero tenía la impresión de que ella sabía que mi padre y mi madre iban a morir muy pronto. Ellos murieron en esa misma habitación donde ella estaba sentada. Era un cuarto grande, era mi cuarto de juegos donde de día, cuando había, daba el sol, y cuando no, aún era la habitación más alegre de la casa. Mi madre se desmejoró rápidamente y me mudaron a otra parte de la casa para hacer lugar para ella. Supongo que habrán pensado que mi cuarto sería más alegre para ella, pero no vivió mucho. Estaba muy bella cuando murió y lloré muy amargamente.



"El liviano, el liviano... el pesado está por venir," cantaba la galesa. Y tenía razón. Mi padre tomó ese dormitorio cuando mi madre murió y día a día se puso más delgado y pálido.



"El más pesado, el más pesado... los dos sellados," canturreaba mi nana, una noche de diciembre, después de ponerme en cama. Ella me envolvió en una manta y me llevó consigo al cuarto de mi padre. Golpeó, pero nadie respondía. Ella abrió la puerta y lo encontramos sentado en su silla, frente al fuego, bien pálido y muerto.



Así que me quedé solo con la galesa hasta que vinieron unos parientes que nunca antes había visto. Los escuché decir que me tenían que llevar a otro lugar más alegre. Eran gente buena y no lo creería solamente porque yo iba a ser una persona muy rica al ser mayor. El mundo nunca me pareció un lugar del todo malo para mí, así como tampoco creía que las personas que me rodeaban eran miserables o malvadas. No recuerdo que nadie me infringiera ninguna injusticia, ni haber sido presionado o maltratado de ninguna manera, ni siquiera por los chicos en la escuela. Yo era triste, suponía, porque mi niñez había sido lúgubre y, más tarde, porque todo en lo que hacía me iba mal. Al final terminé creyendo que ese era mi destino y empecé a soñar con que la vieja nana galesa y la Mujer del Agua habían jurado perseguirme hasta mi fin. Pero mi disposición natural debería haber sido más alegre.



Entre los chicos de mi edad nunca fui el último ni estuve entre los últimos, en ninguna disciplina; pero tampoco primero. Si había una carrera, seguro que me torcía un tobillo el mismo día del certamen. Si había competencia de remos, mi remo seguro se quebraba. Si había algún premio en juego, algún evento desafortunado de último momento me impedía competir. Nada de lo que estaba librado a la suerte me era favorable, y tuve reputación de mala suerte; hasta mis compañeros creían que era seguro apostar en contra mía, sin importar lo que fuera. Me desanimaba y desatendía todo, hasta que claudiqué en la idea de competir por cualquier distinción en la Universidad, conformándome con la idea de que no podía fallar en el examen por el título ordinario. El día antes del examen empecé a sentirme mal y cuando al fin me recuperé, después de huirle a la muerte, me fui de Oxford. Aún débil de salud y profundamente disgustado y desanimado, marché rumbo al viejo lugar donde nací. Tenía veintiún años, era mayor de edad y dueño de mi fortuna, pero estaba tan profundamente convencido de esta larga serie de pequeñas desgracias que quería encerrarme del mundo y vivir como ermitaño, para morir lo más rápido posible. La muerte me parecía la única posibilidad de esperanza en mi existencia.



Nunca había tenido deseo de regresar a mi vieja casa desde que fui llevado de ahí cuando niño, y nadie me había presionado para tal cosa. El lugar se había mantenido en orden y no parecía haber sufrido ningún deterioro en los quince años de mi ausencia. Nada en este mundo podría afectar esas viejas paredes que habían ofrecido resistencia a los elementos durante tantos siglos. El jardín estaba un poco más crecido de como lo recordaba; los mármoles se veían más amarillentos y ajados y el lugar entero me parecía más pequeño. No fue hasta varias horas después de recorrer la casa y el terreno que comprendí su enormidad. Entonces comencé a disfrutarlo y mi resolución de vivir solo se fortaleció.



La gente me dio la bienvenida y, por supuesto, traté de reconocer en sus caras cambiadas al viejo jardinero y la vieja ama de llaves, y los llamé por sus nombres. Reconocí a mi vieja nana. Había envejecido desde que los ataúdes bajaron quince años atrás, pero sus ojos estaban igual y al mirarla volvieron todos aquellos recuerdos. Ella vino a la casa conmigo.



"¿Y cómo está la Mujer del Agua?" pregunté, para sonreír un poco. "¿Sigue jugando bajo la luz de la luna?"



"Está hambrienta," dijo la galesa, en un tono bajo.



"¿Hambrienta? Entonces la alimentaremos." Reí. Pero la vieja Judith se puso un poco pálida, y me miró extrañada.



"¿Alimentarla? ¡Ay! Tú la alimentarás muy bien," murmuró, mirando detrás suyo a la vieja ama de llaves, que nos había seguido con paso enclenque a través del vestíbulo y los pasillos.



No pensé mucho en sus palabras. Siempre hablaba extrañamente, como hacen las galesas, y creí que yo estaba melancólico. De seguro no era supersticioso, pero tampoco tímido. Solamente, como en un ensueño, me pareció verla parada con la vela en su mano y murmurando aquello de "el pesado, todos de plomo", para luego conducir a un niño a través de los corredores para ver a su padre muerto sentado en una silla frente a la chimenea. Así que recorrimos la casa y escogí los cuartos donde me instalaría; y los sirvientes entraron para arreglar y ordenar todo, y ya no tenía más problemas. No me preocupaba qué habían hecho y me dejaron en paz sin que les diera ninguna orden. Estaba completamente indiferente y atribuía al colegio los efectos de mi enfermedad.



Cené en una solitaria estancia y me complació la melancólica grandeza del vasto comedor. Luego fui al cuarto que seleccioné como estudio y me senté en un sillón frente a la chimenea para pensar, o mejor para dejar que mis pensamientos vagaran por sus propios laberintos, sin importarme en lo absoluto qué curso pudieran tomar.



Los ventanales del cuarto estaban abiertos y daban a la terraza superior del jardín. Estábamos a fines de julio y todo estaba abierto, ya que el clima era cálido. Cuando me senté solo a escuchar el incesante salpicar de las fuentes, me puse a pensar en la mujer del agua. Me levanté y salí en la quietud de la noche, sentándome en un banco de la terraza, entre dos macetones de flores italianas. El aire era deliciosamente suave y dulce con el aroma de las flores, y el jardín estaba más agradable que el resto de la casa. Las personas tristes siempre gustan del sonido del agua que corre y de los ruidos de la noche, pero no sabría decir los motivos. Me senté y escuché en la penumbra, ya que aún la luna no se había asomado por encima de los riscos pero el cielo ya transmitía sus primeros rayos. Lentamente el halo blanco comenzó a teñir la bóveda celeste y también el bosque, haciendo los contornos de las montañas más intensamente negros por contraste, como si fuera que la cabeza de algún prominente santo estuviera elevándose desde detrás de una pantalla en alguna enorme catedral, lanzando glorias místicas desde atrás. Esperé para ver la luna propiamente, y traté de estimar los segundos antes de que apareciera. De repente, apareció y se colgó redonda y perfecta en el cielo. La observé y luego vi las brumas flotantes en las fuentes altas que bajaban a los estanques, donde los lirios de agua se agolpaban suavemente en su sueño sobre el reflejo de terciopelo de la luna llena. En ese momento un enorme cisne se puso a flotar silenciosamente en medio del estanque, sumergiendo su largo cuello y sorbiendo agua con su amplio pico para luego esparcirla como en lluvia de diamantes sobre sí mismo.



De repente vi algo que se interpuso frente a la luz. Miré instantáneamente. Frente al disco lunar apareció el luminoso rostro de una mujer, con ojos grandes y raros, y una boca llena y suave, pero no sonriente sino oscurecida. Estaba observándome fijo mientras yo seguía sentado en mi banco. Estaba tan cerca de mí, tan cerca, que la podría haber tocado con mi mano. Pero me sentía completamente inmóvil e indefenso. La imagen se quedó paralizada un momento, pero su expresión no cambió. Luego, rauda, pasó de largo y, mientras que la brisa fría de su vestido blanco surcaba mis sienes, se me erizó el cabello de la nuca. La luz de la luna, brillando a través del agua que salpicaba de la fuente, formaba sombras entre los pliegues de luz de la lunar vestimenta. Fue un instante, y ya no había nada más y volví a estar solo.



Me sentí muy alterado por la visión, y pasó un rato hasta que pude ponerme de pie. Aún estaba débil por mi enfermedad y el contemplar semejante imagen podría haber destemplado a cualquiera. Sentía que había sido testigo de una aparición de ultratumba y, al no haberlo racionalizado, no había argumento que pudiera refutar tal creencia. Finalmente pude levantarme y observé en la dirección en la que creí que el rostro se había esfumado... pero ya no había nada, más allá de los anchos caminos, los altos y oscuros arbustos, las fuentes y la bruma. Me volví a sentar y recordé la cara que había visto. Era extraño, pero una vez que la primera impresión había pasado, no sentía nada espantoso en el recuerdo. Por el contrario, tenía una sensación de fascinación por la imagen, y habría dado cualquier cosa por volverla a ver. Podría haber dibujado las bellas facciones, los anchos ojos negros, y esa boca maravillosa ya que la tenía fresca en mi mente. Cuando hube recordado cada detalle de mi memoria me di cuenta que el rostro entero era bello, y que podría haberme enamorado de alguien con semejante cara.



"Me pregunto si esta es la mujer del agua", me dije a mí mismo. De vuelta me levanté y vagué por el jardín, descendiendo de terraza en terraza por el sendero de mármol a través de las sombras y de la luz de luna. Crucé el agua por el rústico puente sobre la gruta artificial y trepé lentamente a la más alta de las terrazas por el lado opuesto. El aire parecía más dulce y me sentía muy calmo, así que me propuse sonreír mientras caminaba, como si una nueva felicidad me hubiera tocado. Me parecía como si la cara de la mujer estuviera detrás mío y la idea me da daba una desacostumbrada y placentera emoción, algo como nunca antes había sentido.



Me di vuelta cuando llegué a la casa, y vi el paisaje. En la breve hora que estuve paseando, lo notaba ciertamente cambiado y con él, también había cambiado mi humor. Era algo ideal de mi suerte, pensé, ¡enamorarme de un fantasma! Tiempo atrás habría suspirado e ido a acostarme más triste que de costumbre, ante tal conclusión. Esa noche me sentía feliz, diría que por primera vez en mi vida. El viejo estudio me dio una impresión alegre cuando entré. Los antiguos cuadros me sonreían desde las paredes y cuando me senté en el sillón sentí que ya no estaba solo. La idea de haber visto un fantasma y el hecho de sentirme mejor por ello, eran tan absurdos que sonreí al respecto y tomé uno de los libros que había traído conmigo y me senté a leer.



Aquella impresión permaneció. Me dormí pacíficamente y en la mañana abrí las ventanas al aire estival y miré abajo, al jardín, a los trechos de verde y a las coloridas flores, a las fuentes circulares y al agua cristalina.



"Un hombre puede hacer un paraíso de su casa," exclamé. "¡Un hombre y una mujer, juntos!"



A partir de ese día, el viejo caserón ya no me pareció lúgubre, y pensé que mi tristeza se había ido. Durante algún tiempo empecé a interesarme en el lugar, y traté de darle más vida. Traté de evitar a mi vieja nana galesa, no fuera cosa que me desalentara con alguna de sus profecías y me recordara algún episodio tétrico de mi niñez. Pero en lo que más pensaba era en la figura fantasmal que había visto en el jardín la primera noche después de mi arribo. Salía cada noche y vagaba a través de los caminos y senderos, pero no volví a ver mi aparición de nuevo. Después de varios días, el recuerdo se empezó a hacer más tenue y mi antigua naturaleza volvió a opacar gradualmente aquel temporal estado de excitación que había experimentado. El verano se volvió otoño y me volví inquieto. Comenzaron las lluvias. La humedad se cebó en los jardines y los vestíbulos externos comenzaron a oler a moho, como tumbas; el cielo gris me oprimía intolerablemente. Me fui del lugar y salí para el extranjero, con la determinación de intentar cualquier cosa que pudiera sacarme de la monótona melancolía que venía sufriendo.







II



La mayoría de la gente notaría la profunda insignificancia de los pequeños eventos que, luego de la muerte de mis padres, influenciaron mi vida y la hicieron infeliz. Los espantosos presentimientos de una nana galesa que, a través de caprichosas coincidencias, parecieron hechos reales, no parece suficiente como para cambiar la naturaleza de un niño y guiar su carácter a través de los años. Las pequeñas decepciones de la vida escolar y aquellas ocurridas durante una mediocre y aburrida carrera académica, no deberían bastar para hacerme llegar a los veintiuno como un melancólico indiferente e inútil. Tal vez pudiera contribuir cierta debilidad de mi carácter, pero en mayor grado fue debido a esa reputación de mala suerte que me rodeaba. No intentaré analizar las causas de mi estado, porque no sería satisfactorio para nadie, salvo para mí mismo. Tampoco voy a intentar explicar por qué experimenté un breve renacimiento de mi espíritu luego de mi aventura en el jardín. Me había enamorado del rostro que vi, y que esperaba volver a ver; por eso cuando perdí toda esperanza de una segunda visión, me puse más triste hasta que empaqué todo y me marché al extranjero. Pero en mis sueños vuelvo a mi casa y siempre me parece que es un día soleado, como aquella mañana de verano después de haber visto a la mujer de la fuente.



Fui a París. Luego fui más lejos, y recorrí Alemania. Traté de entretenerme, pero fracasé miserablemente. Con el caprichoso derrotero de un inútil me asaltaron todo tipo de ideas de buenas resoluciones. Un día se me ocurrió que me iría a enterrar en alguna universidad alemana por un tiempo, viviendo simplemente como un pobre estudiante. Primero quise ir a Leipzig, pensando quedarme ahí hasta que pasase algo que encarrilara mi vida o bien alterara mi humor. El tren expreso se detuvo en cierta estación cuyo nombre ignoraba. Caía el sol de una tarde invernal y me asomé a través del grueso cristal de la ventana de mi compartimento. De repente otro tren pasó deslizándose desde la dirección opuesta, y frenó justo al lado nuestro. Miré al vagón que estaba delante del mío y leí las letras negras del cartel que pendulaba en el barandal: Berlín--Colonia--París. Luego observé, por encima, una ventana. Me sobresalté violentamente, y un sudor frío surgió sobre mis sienes. Bajo una luz tenue, no más allá de seis pies de donde yo estaba sentado, vi el rostro de la mujer, ese rostro que amaba, el semblante fino y recto, los ojos extraños, la boca maravillosa, esa pálida piel. Como redecilla tenía un velo oscuro que parecía prendido encima de su cabeza y caerle sobre los hombros hasta debajo de su mentón. Cuando abrí la ventana y me arrodillé sobre el asiento, acercándome lo más posible para tener una mejor visión, un largo silbido se escuchó en toda la estación, siendo seguido de una veloz serie de sonidos metálicos y campanadas. Hubo un suave tirón y mi tren se puso en marcha. Felizmente la ventana era estrecha y no era el único en el compartimento, ya que si no, creo que habría saltado de un tren a otro. En un instante la velocidad aumentó y me vi transportado rápidamente en la dirección opuesta del ser que amaba.



Durante un cuarto de hora yací en mi lugar, sorprendido por lo fulminante de la aparición. Finalmente uno de los otros dos pasajeros, un rechoncho capitán de cuirassiers de Konigsberg, sugirió de manera muy civilizada pero con firmeza que debería cerrar la ventana porque estaba cayendo la noche y hacía frío. Así lo hice, disculpándome, y adoptando silencio. El tren marchó a toda velocidad por un largo rato, y estaba desacelerando para entrar en la próxima estación. Me puse de pie y tomé una decisión súbita. Mientras el vagón se detenía ante la plataforma iluminada, tomé mis pertenencias, saludé a mis colegas-pasajeros y salí, determinado a tomar el primer tren que volviese a París.



Esta vez las circunstancias de la visión habían sido tan naturales que no me dieron la impresión de que hubiera nada sobrenatural acerca del rostro o de la mujer a la que pertenecía. No intenté explicarme cómo había sido que la cara y la mujer estaban viajando en el rápido de Berlín a París en una tarde de invierno, cuando en mi mente ambas estaban asociadas indeleblemente con la luna llena y las fuentes de mi vieja casa en Inglaterra. Por supuesto que no admitiría haberme confundido o haber visto algo que realmente no existía. En mi mente no tenía la menor duda y estaba positivamente seguro de que nuevamente había visto la cara que amaba. No dudé en ningún momento, y al cabo de unas horas estaba en camino a París. No podía evitar meditar sobre mi lánguida suerte. Vagando como había hecho durante los últimos meses, fácilmente podría haber estado viajando en el mismo tren con esa mujer, en vez de ir en la otra dirección. Pero mi suerte estaba destinada a cambiar por un tiempo.



Busqué en París durante varios días. Cené en los principales hoteles; fui a los teatros; durante las mañanas recorrí el parque Bois de Boulogne hasta que tomé familiaridad con el lugar. Fui a misa en la Madeleine, y asistí a los servicios de la Iglesia británica. Entré en el Louvre y Notre Dame. Visité Versailles. Pasé horas en la Rue de Rivoli, en el barrio de Meurice, cruzado por turistas de la mañana a la noche. Finalmente fui invitado a una recepción en la Embajada Inglesa. Fui, y encontré lo que había buscado tanto tiempo.



Ahí estaba ella, sentada junto a una anciana vestida de satén gris y diamantes, que tenía un rostro arrugado pero gentil y ojos muy grises que parecían tomar todo aquello que veían y con poca inclinación a dar mucho a cambio. Pero no me interesaba el chaperone. Solo miraba el rostro que me había hechizado meses atrás, y en la excitación del momento caminé cerca de las mujeres, olvidando menudencia tal como la necesidad de una presentación.



Ella era más hermosa de lo que jamás había pensado, y nunca tuve la menor duda de que había sido ella y no otra. Con o sin visión, ésta era la realidad y lo sabía. Dos veces su cabello la había cubierto, pero ahora al fin la veía y la belleza de su magnificencia glorificaba a la mujer. El cabello era fino y abundante, dorado, con profundos tintes rojizos como adornos de bronce rojo. No tenía ningún ornamento, ni una rosa, ni una hebilla de oro, y sentí que no necesitaba nada para reforzar su esplendor; nada salvo su rostro pálido, sus extraños ojos oscuros y sus gruesas cejas. Mientras estaba sentada tranquilamente observando la escena móvil, en medio de las luces brillantes y del susurro de una conversación perpetua, pude ver que ella era delgada pero también fuerte.



Recordé el detalle de la presentación a tiempo, y me volví para buscar a mi anfitrión. Al fin lo encontré y le supliqué me presentara frente a esas damas, mientras se las señalaba.



"Sí... er... sin duda... eh," replicó su Excelencia con una sonrisa placentera. Evidentemente no tenía idea de mi nombre, lo cual no tuvo necesidad de preguntarme.



"Soy Lord Cairngorm," expresé.



"Oh, por cierto," respondió el Embajador con la misma sonrisa hospitalaria. "Si... pero el hecho es que debo tratar de averiguar quienes son; usted sabe, con tanta gente."



"Oh, si me las presenta, trataré de averiguarlo por usted," dije, sonriendo.



"Ah sí, que amable de su parte, venga," dijo mi anfitrión. Cruzamos por la multitud y en un minuto estábamos parados frente a las dos damas.



"Permítame presentarle a Lord Cairngorm," dijo; luego se volvió hacia mi. "Venga a cenar mañana, ¿le parece bien?", luego de lo cual se deslizó con su sonrisa placentera y desapareció por entre la multitud.



Me senté cerca de la bella joven, conciente de que la mirada de la dueña estaba sobre mí.



"Creo que estuvimos muy cerca de conocernos antes," remarqué, como manera de iniciar la conversación.



Mi compañera volvió sus ojos llenos sobre mí con un aire de estudio. Evidentemente no recordaba mi cara, si es que alguna vez la había visto.



"Realmente, no puedo recordarlo," observó, con una voz grave y musical. "¿Cuándo?"



"En primer lugar, hace diez días atrás usted vino desde Berlín en el expreso. Yo iba camino en la dirección opuesta, y nuestros vagones se detuvieron frente a frente. La vi por la ventana."



"Sí, vinimos desde ahí, pero no lo recuerdo..." vaciló.



"En segundo lugar," continué, "durante el último verano yo estaba solo, sentado en mi jardín, hacia fines de julio, ¿recuerda? Usted debía estar paseando cerca, por el parque; usted apareció desde la casa y me miró..."



"¿Era usted?" preguntó, evidentemente sorprendida. Entonces rompió a reír. "Les conté a todos que había visto un fantasma; no había habido ningún Cairngorm en el lugar desde hacía mucho tiempo. Nos fuimos al día siguiente, y nunca supe que usted había estado ahí; sin embargo, no sabía que el castillo le perteneciera."



"¿Dónde estaban viviendo?" pregunté.



"¿Dónde? Con mi tía, donde siempre estuvimos. Ella es su vecina, ya que es usted."



"Perdón, pero entonces... ¿su tía es Lady Bluebell? No estoy seguro..."



"No tema, ella es sorprendemente sorda. Sí. Ella es una reliquia de mi amado tío, el décimo sexto o séptimo Barón Bluebell... olvidé el número exacto de cuantos le precedieron. Y yo, ¿sabe quién soy?" rió, sabiendo bien que no lo sabía.



"No," respondí con franqueza. "No tengo la menor idea. Rogué que fuéramos presentados debido a que la reconocí. Tal vez, tal vez... ¿usted es Miss Bluebell?"



"Considerando que usted es un vecino, le diré quien soy," respondió. "No; soy de la tribu de los Bluebell, pero mi nombre es Lammas, y he sido bautizada como Margaret. Siendo de una familia floral, me llaman Daisy. Un espantoso norteamericano una vez me dijo que siendo mi tía una Bluebell [Nota del T.: 'Campanita' en inglés], yo debería ser una Harebell [Nota del T.: Otra clase de flor de idéntica familia], con dos 'eles' y una 'e', ya que mi cabello es tan grueso. Le advierto, así usted evitará en lo futuro hacer tales juegos de palabras."



"¿Parezco un hombre que juega a los retruécanos?" pregunté, muy conciente de mi rostro melancólico y mi apariencia triste.



Miss Lammas me observó críticamente.



"No; usted tiene un temperamento apesadumbrado. Creo que puedo confiar en usted," respondió. "¿Cree poder comunicarle a mi tía que usted es un Cairngorm y vecino nuestro? Estoy segura de que le gustará saberlo."



Me incliné sobre la anciana, inspirando mis pulmones para gritar. Pero Miss Lammas me detuvo.



"Esa no es la forma más sutil," remarcó. "Usted podría escribirle en un trozo de papel. Ella es más sorda que una tapia."



"Tengo un lápiz," respondí; "pero no tengo papel conmigo. ¿Cree que mi bocamanga serviría?"



"¡Oh, sí!" replicó Miss Lammas, con chispa; "a menudo los hombres lo hacen."



Escribí en mi bocamanga: "Miss Lammas desea que le explique que yo soy un vecino, Cairngorm." Entonces lo extendí frente a las narices de la vieja dama. Ella parecía perfectamente acostumbrada al procedimiento, así que se puso los anteojos, leyó las palabras, sonrió e inclinó su cabeza en señal de aprobación, diciéndome con una voz extraterrenal que suelen tener las personas que no escuchan nada:



"Conocí muy bien a su abuelo," dijo. Luego me sonrió y se volvió a su sobrina, reincidiendo en el silencio.



"Está todo bien," remarcó Miss Lammas. "Tía Bluebell sabe que es sorda, así que no habla mucho. Ella conoció a su abuelo. ¡Qué raro que, habiendo sido vecinos, nunca antes nos hemos visto!"



"Si usted me hubiera dicho que vio a mi abuelo cuando apareció en el jardín, no habría estado ni mínimamente sorprendido," respondí quitándole relevancia. "De hecho, pensé que usted era el fantasma en la vieja fuente. ¿Cómo fue que apareció ahí y a esa hora?"



"Éramos un grupo grande y salimos a dar un paseo. Después se nos ocurrió asomarnos a ver como se veía su parque bajo la luz de la luna, y nos metimos en su terreno. Me separé del resto, y mientras iba caminando admirando el aspecto fantasmagórico de la casa y preguntándome si alguien pudiera alguna vez vivir ahí nuevamente, me topé accidentalmente con usted. Parece el castillo de Macbeth, o una escena de la ópera. ¿Usted conoce a alguien aquí?"



"¡Ni un alma! ¿Y usted?"



"No. Tía Bluebell dijo que era nuestro deber venir. Es fácil para ella salir; nunca tiene que sobrellevar el peso de la conversación."



"Lamento que lo considere un peso," dije. "¿Debería irme?"



Miss Lammas me observó con la mayor gravedad de sus bellísimos ojos, y hubo una dubitación en las líneas de su suave boca.



"No," dijo al fin, con gran simpleza. "No se vaya. Podemos disfrutar uno del otro, si usted se queda un rato más, y deberíamos dado que somos vecinos."



Supongo que debí haber tenido la impresión de que Miss Lammas era una joven muy extraña. Sin embargo, debe ser una especie de masonería entre la gente que descubre que han vivido uno cerca del otro y que deberían haberse conocido antes. Pero había una inesperada franqueza y simpleza en su ameno carácter que habría hecho notar a cualquiera que se trataba de un ser singular. A mí, sin embargo, todo me había parecido suficientemente natural. Había soñado demasiado con su rostro como para no sentirme profundamente feliz cuando al fin había logrado encontrarla y ponerme a conversar con ella. Para mí, el hombre de la mala suerte en todo, el mero encuentro parecía algo demasiado bueno para ser cierto. Nuevamente sentí la rara sensación de luminosidad que había experimentado luego de verla en el jardín. Los salones amplios me parecían más brillantes, valía la pena vivir la vida; mi sangre melancólica y lenta comenzó a circular con rapidez y me inyectó nueva fuerza. Me dije a mí mismo que sin esta mujer, yo sólo era un ser imperfecto, pero con ella podría llevar a cabo todo lo que me propusiera. Como el gran Doctor, cuando cree que al fin ha logrado vencer a Mefistófeles, podría haber pegado un alarido en ese mismo fugaz momento: "Verweile doch, du bist so schon!" [N. del T.: "¡Detente oh, cuan bello eres!" de "Fausto" de Goethe]



"¿Siempre es así de feliz?" pregunté, de repente. "¡Cuan feliz debe ser!"



"Si fuera triste, los días serían mucho más largos," respondió precavidamente. "Creo que encuentro la vida muy placentera, y así lo manifiesto."



"¿Cómo puedes manifestarlo?", pregunté. "Si yo pudiera entender mi vida y hablar acerca de ello, la entristecería prodigiosamente, le aseguro."



"Usted tiene un carácter melancólico. Debería vivir más afuera, plantar patatas, hacer heno, disparar, cazar, tropezar en zanjas y volver a casa embarrado y hambriento para la cena. Eso sería mucho mejor que abatirse en su torre odiando todo."



"Es mucho más solitario allá," murmuré a modo de apología, sintiendo que Miss Lammas tenía toda la razón.



"Entonces cásese y discútalo con su esposa," sonrió. "Cualquier cosa es preferible a estar solo."



"Soy una persona muy apacible. Nunca discuto con nadie. Usted puede intentarlo. Lo encontrará más que imposible."



"¿Me permitirá intentarlo?" preguntó, siempre sonriendo.



"Por supuesto, pero solamente como fase preliminar," respondí.



"¿Qué quiere decir?" preguntó, volviéndose rápidamente hacia mi.



"Oh, nada. Usted puede intentar seguir mi punto de una perspectiva de discusión, no me imagino como lo hará. Pero terminará recurriendo al inmediato y directo abuso.



"No. Solo le diré que si a usted no le gusta su vida, es su propia culpa. ¿Cómo un hombre de su edad puede hablar de melancolía, del vacío de la existencia? ¿Es tísico? ¿Sufre alguna enfermedad congénita? ¿Es sordo como mi tía Bluebell? ¿Es pobre, tal como la mayoría de la gente? ¿Ha sido traicionado en el amor? ¿Ha perdido su mundo por una mujer, o una mujer en particular por el mundo? ¿Es usted débil mental, lisiado o marginado? ¿Es usted feo o repulsivo?" Volvió a reir. "¿Hay alguna razón por la que usted no pudiera gozar de todo lo que tiene en la vida?"



"No. No hay razón alguna, excepto de que tengo una espantosa mala suerte, especialmente con las cosas pequeñas."



"Entonces inténtelo con cosas más grandes, sólo para cambiar," sugirió Miss Lammas. "Inténtelo, y cásese, para ver cómo evoluciona."



"Si resulta mal, sería un asunto bastante serio."



"Pero no la mitad de serio que terminar abusando de todo sin razón. Si su talento particular es el abuso, abuse de algo que merezca ser abusado. Abuse de los Conservadores, o de los Liberales, no importa de cual, ya que cada uno abusa del otro. Permita que las personas se involucren con usted. Si no les gusta, a usted le gustará. Hará un hombre de usted. Llénese la boca con guijarros y aúlle al mar, si es que no puede hacer otra cosa. Demóstenes no terminó bien, pero tendrá la satisfacción de imitar a un gran hombre."



"En verdad, Miss Lammas, estoy pensando en la nómina de ejercicios inocentes que me propone..."



"Muy bien. Si no le interesa nada de eso, interésese por otras cosas. Pero interésese por algo, odie algo. No sea indiferente. La vida es corta, los tiempos malos duran mucho y vienen llenos de dificultades también."



"Me interesa algo... o mejor dicho, alguien," dije.



"¿Una mujer? Entonces cásese. No lo dude."



"No sé si ella se casaría conmigo," repliqué. "Nunca se lo he preguntado."



"Entonces hágalo de una vez," respondió Miss Lammas. "Yo moriría de felicidad si sintiera que he persuadido a una criatura melancólica de lanzarse a la acción. Pregúntele, sin dudarlo, y vea que responde. Si no lo acepta al principio, tal vez lo haga la próxima vez. En tanto usted habrá entrado en la carrera. Si pierde, le quedará la 'carrera de postas' y la 'carrera consuelo'".



"Y muchas otras en el mercado. ¿Puedo hacerle caso, Miss Lammas?"



"Espero que así sea," respondió.



"Ya que usted me aconsejó, lo haré. Miss Lammas, ¿me concedería el honor de casarse conmigo?"



Por primera vez en mi vida la sangre se precipitó en mi cabeza y mi vista se nubló. No puedo explicar por qué dije eso. Sería inútil tratar de explicar la extraordinaria fascinación que la chica ejercía sobre mí, o el aún más extraordinario sentido de intimidad que ella había inspirado durante esa media hora. Solitario, triste, desafortunado, así había sido durante toda mi vida, pero no era ni miedoso ni tímido. Sin embargo proponerle matrimonio a una mujer treinta minutos después de conocerla era una locura de la que nunca me habría creído capaz, y que, estando en la misma situación, nunca más volvería a sentirme capaz. Era como si todo mi ser hubiera cambiado en un momento de magia, la magia blanca de su encanto en contacto conmigo. La sangre volvió a mi corazón, y al rato estaba mirándola fíjamente con ojos ansiosos. Para mi sorpresa ella seguía apacible, hasta que su boca sonrió, y hubo un brillo malicioso en sus ojos marrones.



"Sorpresa," respondió. "Para un individuo que pretende ser indiferente y triste, usted no carece de sentido del humor. Yo no tenía la menor idea de lo que iba a decir. ¿No sería singularmente embarazoso para usted si yo hubiera dicho 'sí'? ¡Nunca he visto a nadie que comenzase a poner en práctica tan velozmente aquello que le fue predicado, con tan poca pérdida de tiempo!"



"Tal vez, nunca conoció a un hombre que hubiera soñado con usted durante siete meses antes de ser presentado."



"No, nunca," respondió alegremente. "Tiene gusto romántico. Tal vez usted sea un personaje romántico, después de todo. Si le creyera pensaría que lo es. Muy bien; usted ha seguido mi consejo, entró a una carrera extraña y perdió. Intente la carrera de postas. Tiene otra bocamanga y un lápiz. Propóngaselo a Tía Bluebell; ella quedará atónita, y hasta podría recobrar el oído."







III



Así fue como, por primera vez, propuse a Margaret Lammas ser mi esposa y estoy de acuerdo con cualquiera que diga que me porté como un tonto. Pero no me arrepentí de ello, y nunca lo haré. Hace mucho comprendí que en esa noche estaba fuera de mí, pero creo que la insania temporaria de esa ocasión tuvo el efecto de tornarme un hombre más sano desde entonces. Su forma de ser me dio vuelta la cabeza, porque fue muy diferente de lo que esperaba. Escuchar a esa criatura encantadora que, en mi imaginación había sido heroína de romances o tragedias, hablándome tan familiarmente y riéndose era más de lo que mi ecuanimidad podía tolerar, así que perdí tanto mi cabeza como mi corazón. Pero en primavera, cuando volví a Inglaterra, comencé a hacer ciertos arreglos en el castillo. Ciertos cambios y mejoras que serían absolutamente necesarias. Había ganado la carrera en la que entré tan precipitadamente e íbamos a casarnos en Junio.



No sé si el cambio fue debido a las órdenes que había dejado al jardinero y al resto de la servidumbre, o a mi propio estado mental. En cualquier caso, el viejo lugar no lucía igual cuando abrí mi ventana la mañana después de mi llegada. Estaba el muro gris debajo mío y las torretas grises flanqueando el edificio; estaban las fuentes, los caminos de mármol, los estanques, los setos, los lirios y los cisnes, tal y como antes. Pero había algo más... algo en el aire, en el agua, en el verde. Algo que no podía identificar... una luz que lo recubría todo por la que todo se veía transfigurado. El reloj en la torre dio las siete, y el repique de la antigua campana sonó como tañido de bodas. El aire cantaba con la conmovedora melodía de los pájaros, con la plateada música del agua y la suave armonía de las hojas mecidas por la fresca brisa matinal. Había un aroma a gramilla recién cortada desde el distante prado y a rosas florecientes que trepaba por mi ventana. Me detuve frente al amanecer y absorbí el aire, con todos los sonidos y aromas que había en él. Miré abajo, a mi jardín, y dije: "Es el Paraíso, después de todo." Creo que los hombres de antes estaban en lo cierto cuando decían que el Cielo era un jardín, y el Edén un jardín habitado por un hombre y una mujer, el Paraíso Terrenal. Es necesaria la repetición?



Me volví, preguntándome que había pasado con los lúgubres recuerdos que siempre asocié con mi hogar. Traté de recordar la impresión que me dio la horrible profecía de mi nana antes de la muerte de mis padres, una impresión que se mantenía suficientemente vívida. Traté de recordar mi propia forma de ser, mi abatimiento, mi indiferencia, mi mala suerte y mis insignificantes decepciones. Me esforcé en pensar como solía hacerlo, solamente para satisfacer mi idea que no había perdido mi personalidad. Pero no logré ninguno de estos propósitos. Era un hombre diferente, un ser nuevo, incapaz de apenarse, de tener mala suerte o de caer en tristeza. Mi vida había sido un sueño, no maléfico, pero infinita e irremediablemente triste. Ahora era la realidad, llena de esperanza, alegría y todo tipo de parabienes. Mi hogar, que había sido una tumba, era ahora un Paraíso. Mi corazón petrificado como una roca sin vida, latía ese día con la fuerza, juventud y la certeza de la felicidad concretada. Empecé a gozar de la belleza del mundo y a disfrutar del encantador futuro antes de que el tiempo me los diera, como viajero que desde las planicies mira hacia las montañas y que ya degusta el aire fresco a través del polvillo del camino.



Aquí, pensaba, íbamos a vivir por años. En las noches de luna llena nos sentaríamos en la fuente. Bajo esos senderos vagaríamos juntos. En aquellos bancos descansaríamos y conversaríamos. Entre esas lomas cabalgaríamos durante el dulce atardecer, y en la vieja casa nos contaríamos historias en las noches de invierno, cuando los leños ardieran en el hogar, las bayas del muérdago estén rojas y el viejo reloj marque las últimas horas del fin de año. Un día, en estos viejos escalones, en estos pasillos oscuros y habitaciones augustas, se oirán ruidos de piececillos, y unas risas infantiles sonarán por toda la casa. Esos pequeños pasitos no serán lentos y tristes como fueron los míos ni sus palabras precoces serán dichas como tétricos susurros. No habrá ninguna galesa sombría que asuste a nadie con horrores estrambóticos ni profecías de muerte y cosas malignas. Todo será joven y fresco, encantador y feliz, y tendremos una suerte que nos hará olvidar que alguna vez hubo tristeza.



Todo eso pensaba, mientras miraba a través de mi ventana esa mañana y por muchas mañanas tras esa, y cada día todo me parecía más real que antes, y más cercano. Pero a veces la anciana nana me observaba con desaprobación y murmuraba viejos dichos sobre la Mujer del Agua. Yo era tan feliz que todo eso me importaba muy poco.



Al fin llegó el momento de la boda. Lady Bluebell y toda su tribu, como Margaret la llamaba, habían llegado a la Granja Bluebell, ya que habíamos decidido casarnos en la comarca y a continuación irnos derecho al Castillo. No nos interesaba viajar y no teníamos la mínima intención de realizar ninguna ceremonia populosa en San Jorge de Hanover Square, con todas las tediosas formalidades posteriores. Solía cabalgar todas los días a la Granja, y frecuentemente Margaret venía junto a su tía y algunos primos al Castillo. Tenía dudas sobre mi propio gusto, así que me alegraba la simple idea de permitirle a ella indicar las alteraciones y mejoras de nuestro hogar.



La boda sería el 30 de julio. La noche del 28, Margaret vino junto a algunos de sus Bluebell. En esa tarde de verano fuimos todos a dar un paseo por el jardín. Naturalmente, Margaret y yo nos alejamos un poco del grupo y nos fuimos por los estanques de mármol.



"Es una extraña coincidencia," dije; "hoy hace un año que te vi por primera vez."



"Considerando que estamos en julio," respondió Margaret con una sonrisa, "y que hemos estado aquí cada día, no creo que, después de todo, la coincidencia sea tan extraordinaria."



"No, querida," dije, "supongo que no. No sé por qué me sobresalto. Vamos a estar aquí un año después de hoy, un año después de eso y así. Lo raro es verte aquí. Pero mi suerte ha cambiado. Ya no debo temer que suceda nada raro ahora que te tengo. Seguramente todo esto es bueno."



"Un leve cambio en tus ideas desde aquella remarcable interpretación tuya en París," dijo Margaret. "Sabes que creo que eres el hombre más extraordinario que he conocido."



"Y yo creo que eres la mujer más encantadora que jamás he visto. Naturalmente, nunca deseo perder ni un segundo en frivolidades. Escuché cada una de tus palabras, seguí tu consejo, te propuse matrimonio, y este es el satisfactorio resultado. ¿Cuál es el problema?"



Margaret se detuvo de repente, y su mano se aferró a mi brazo. Una anciana estaba viniendo por el camino y la vimos recién cuando estaba casi frente a nosotros, ya que la luna había salido y estaba brillante en nuestros rostros. La mujer era mi antigua nana.



"Sólo es Judith, querida, no te asustes," dije. Entonces le dije a la galesa: "¿Qué haces, Judith? ¿Estabas alimentando a la Mujer del Agua?"



"Ay, cuando el reloj marque la hora, Willie, mi Señor," susurró la anciana, moviéndose a un lado para dejarnos pasar, y clavando su extraña mirada en la cara de Margaret.



"¿Qué ha dicho?" preguntó Margaret, cuando la dejamos atrás.



"Nada, querida. La vieja está medio loca, pero tiene buen alma."



Nos quedamos en silencio por un momento, mientras íbamos a un puente rústico por encima de la gruta artificial desde la que el agua corría con velocidad a través de sus angostos canales por todo el parque. Nos detuvimos y reclinamos sobre la baranda de madera. La luna estaba ahora detrás de nosotros, y alumbraba estanques, muros y torres del Castillo.



"¡Qué orgulloso debes sentirte de este lugar, tan grande y antiguo!" dijo Margaret, suavemente.



"Es tuyo ahora, querida," respondí. "Tienes tanta razón para amarlo como yo, pero yo sólo lo amo porque tu estás en él, querida."



Su mano se soltó y ambos nos quedamos en silencio. Cuando el reloj comenzó a repicar allá lejos en la torre, conté: ocho, nueve, diez, once. Miré mi reloj. Doce, trece, y reí. La campana siguió sonando.



"El viejo reloj se volvió loco, como Judith," exclamé. Aún seguía sonando, nota tras nota repicando monótonamente a través de la quietud de la noche. Nos reclinamos sobre la baranda, instintivamente mirando en la dirección en la que venía el sonido. Y seguía sonando. En absoluta curiosidad, conté cerca de cien. Evidentemente algo se había roto, ya que la cosa seguía sonando.



De repente un crujido como de madera rota, un grito, un fuerte salpicón, y estaba solo, aferrado al extremo quebrado de la baranda del puente rústico.



Ni siquiera lo pensé mientras mi pulso subía al doble. Me zambullí del puente al torrente de agua oscura y nadé hacia el fondo, regresando con las manos vacías y volviendo a sumergirme hacia la gruta, en la espesa oscuridad, lanzándome hacia cada recodo y golpeando mi cabeza y manos contra las rocas y las esquinas hasta entrelazar algo en mis manos que lo arrastré hacia arriba con toda mi fuerza. Grité y pegué un alarido, pero no había respuesta. Estaba solo en la negrura de la noche con mi carga, a unas quinientas yardas de la casa. Aún pegando brazadas, sentí una superficie firme bajo mi pie, y vi un rayo de luna en la apertura de la gruta, mientras las aguas profundas iban dando paso a una corriente más limpia y de menos profundidad. Tropecé en las rocas hasta que al final pude dejar el cuerpo de Margaret en un banco, en la inmediación del parque.



"¡Ay, Willie, cuando el reloj repicó!" dijo la voz de Judith, la nana galesa, mientras bajaba y miraba el rostro pálido. La anciana habría pegado la vuelta y siguió nuestros pasos, viendo el accidente y descendiendo por la puerta inferior del jardín. "Ay," bramó, "has alimentado a la Mujer del Agua esta noche, Willie, mientras el reloj estaba repicando."



Apenas la escuchaba, de rodillas sobre el cuerpo inanimado de la mujer que amaba, friccionando sus húmedas y blancas sienes y observando fijamente sus grandes ojos. Sólo recuerdo su primera mirada al recuperar la conciencia, su primera bocanada de aliento, el primer movimiento de aquellas manos que se aferraron a las mías.



Esta no es una gran historia. Pero es la historia de mi vida. Sólo eso. Y no pretende ser nada más. La vieja Judith dijo que mi suerte cambió esa noche de verano mientras estaba bregando en el torrente para salvar todo aquello por lo que valía la pena vivir. Un mes más tarde había un puente de piedra sobre la gruta, y Margaret y yo nos paramos encima, mirando el Castillo a la luz de la luna, como hacíamos antes y como hemos hecho muchas veces más después de eso. De todas estas cosas que pasaron hace diez años, siendo ésta la décima Nochebuena que pasamos juntos en torno a los leños crujientes de la vieja chimenea, hablamos cuando conversamos sobre los viejos tiempos; y cada año que pasa, hay más viejos tiempos de los cuales hablar. Hay niños de cabello arremolinado, ambos con cabello rubio rojizo y ojos marrón oscuro, tal como los de la madre, y una pequeña Margaret, con ojos negros como los míos. ¿Por qué no se pareció a su madre, como los demás?



El mundo parece más vivo en estas gloriosas Navidades, y tal vez es inútil recordar la tristeza de antaño, salvo para tener la impresión de que el fuego del hogar es más divertido, el rostro de la esposa luce más alegre y las risas de los niños suenan más felices, en contraste con todo aquello que se ha ido. Tal vez, algún joven de cara triste, indiferente y melancólico, que siente que el mundo es muy hueco y que la vida es como un servicio funerario perpetuo, tal y como yo sentía antes, pueda tomar coraje de mi ejemplo y, habiendo encontrado a la mujer de su corazón, le pida casamiento después de media hora de conocerla. Pero, en general, no recomendaría a ningún joven proponer matrimonio así, por el simple motivo de que nadie podría encontrar una esposa como la mía, con lo cual, estando obligado a hacerlo, le iría necesariamente mal. Mi esposa ha hecho milagros, pero no aseguraría que cualquier otra mujer fuera capaz de seguir su ejemplo.



Margaret siempre decía que el lugar era hermoso y que yo debía estar orgulloso. Me atrevo a decir que tiene razón. Siempre tuvo más imaginación que yo. Pero tengo una buena respuesta, clara, que es ésta: toda la belleza del castillo proviene de ella. Ella ha respirado en él, mientras los niños soplaban sobre el vidrio frío durante el invierno; y así como sus alientos cálidos cristalizaban paisajes de reinos de hadas, llenos de formas exquisitas y huellas sobre la superficie blanca, su espíritu transformó cada roca gris de las viejas torres, cada añoso árbol y risco en los jardines, cada pensamiento en mi apesadumbrada mente. Todo lo que era viejo, se tornó joven, y todo lo que era triste, feliz, y ahora soy el más feliz de todos. De cualquier forma que pueda ser el cielo, no existiría paraíso terrenal sin una mujer, así como no hay lugar tan desolado, espantoso y extremadamente miserable que una mujer no pueda hacerlo parecer el cielo para el hombre que ella ama y que la ama.



Escucho algunas risas cínicas y gritos de que todo esto ya ha sido dicho antes. No ría, mi buen cínico. Aún eres demasiado chico para reír ante cosa tan grande como el amor. Muchos han rezado antes, y tal vez tú tengas tus propias oraciones. No creo que se pierda nada por repetirlas, ni tú te echarás a perder por tal cosa. Dices que el mundo es amargo, y está bañado por las Aguas de la Amargura. Ama y la vida te hará ser amado... entonces el mundo se tornará dulce para ti y podrás descansar, tal como yo, en las Aguas del Paraíso.

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