Bastante diferente a otras historias de aparecidos, Seabury Quinn se ocupa más de la invocación, y de los motivos que conducen a ella, que del espectro propiamente dicho. Digamos que, para no ser excesivamente severos, El último hombre es un relato para aquellos que estén habituados a la prosa del pulp.
El último hombre.
The last man, Seabury Quinn (1889-1869)
Una copa por éste que acaba de morir. Brindemos por el próximo muerto.
La algazara, Bartolomé Dowling
Mycroft se detuvo, dubitativo, ante la pequena placa de bronce, en la que estaba grabada simplemente el nombre de «TOUSSAINT», sin atreverse a pulsar el botón del timbre de aquella gran mansión de piedra rojiza, situada en la calle 136 East. Se sentía extremadamente tímido,como un hombre disfrazado en una fiesta de máscaras de chiquillos, o como un improvisado orador que nunca ha hablado en público. Las personas -las personas de su clase- no acostumbran a asumir este tipo de actitudes. Finalmente. resolvió sus dudas. «¿Qué puedo perder después de todo?», y con decisión pulsó el botón del timbre. Un mayordomo negro, correcto como un funcionario de la Saint John's Wood vestido con un traje de botones de plata y un chaleco de rayas negras, le abrió la puerta.
-¿Está en casa míster... monsieur Toussaint? -le preguntó Mycroff, un poco nervioso.
-¿Quién pregunta por el señor? -le contestó el negro con acento seco y tajante.
-Pues... míster Smith... no, míster Jones -respondió Mycroft, mientras una sonrisa escéptica se esbozaba en la comisura de los labios del joven negro.
-Un momento, por favor -respondió el mayordomo.
El negro se volvió, entró en el salón y cerró la puerta tras de él. Instantes después regresó, abrió la puerta de par en par y le dijo:
-Por favor, pase usted.
Mycroft no estaba completamente seguro de lo que iba a encontrar allí dentro, pero de lo que estaba convencido era de que se trataba de un asunto bastante complicado. Se imaginó que la mansión estaría perfumada con incienso, con los muros cubiertos de extraños tapices o piezas exóticas, y una bola de cristal sobre una mesa guarnecida con un raro mantel de color verde esmeralda. Por este motivo quedó pasmado al verse introducido en un salón que se destacaba por su sobria magnificencia y refinado mobiliario. El suelo se hallaba cubierto con sobrias y bellas alfombras persas de Samarkanda, los muebles eran indudabemente de estilo francés, en madera opaca barnizada de pintura de oro, y de las paredes colgaban auténticos cuadros de Renoir y Picasso, o de lo contrario eran imitaciones lo suficientemente buenas como para engañar a un experto en cuadros famosos. Encima de la chimenea, donde ardían hermosos troncos de abeto gigante, colgaba un bello tapiz ricamente bordado en negro y verde, y la cenefa de la primera imitaba perfectamente una serpiente. Estaba mucho más en consonancia con aquella extraña estancia un enorme gato persa acostado, junto al ruego, sobre un fino tapete de terciopelo de Bokara, con las garras abiertas, el rabo enroscado y los ojos sulfurosos.
-Buenos días, míster Mycroft, ¿deseaba verme?
Al oír estas palabras, Mycroft se sobresaltó como si hubiera sido picado por una cobra. No se había dado cuenta de la entrada en el salón de aquel individuo que le había saludado y, sobre todo, no esperaba ciertamente ser llamado por su verdadero nombre. El propietario de aquella hermosa mansión se encontraba de pie a la puerta del salón, sonriendo correctamente a su inesperado visitante. Era un hombre de elevada estatura y de indefinida edad, vestido pulcramente con un elegante y bien confeccionado traje de noche. Los botones de su blanca camisa inmaculada eran de zafiros que imitaban pequeñas estrellitas, lo mismo que sus gemelos y el broche que sujetaba la cinta de la Légion d'Honneur. Era un hombre extremadamente negro. No obstante, y a pesar de esta llamativa apariencia, su aspecto no tenía nada de cómico, ni de extravagante. Lucía su elegante traje de corte inglés como alguien que está acostumbrado a ello desde siempre, y había una distinción y una nobleza, tan patente y marcada en su aspecto exterior, que Mycroft creyó estar delante de un antiguo emperador romano, o quizá de un estadista de la Época Dorada de la República, tallados en piedra basáltica.
Mycroft habla planeado presentarse ante él adoptando un aire humorístico, jocoso, pero al verse frente a aquel hombre cuya gravedad imponía demasiado respeto, casi se asustó.
-Yo..., yo he oído hablar de usted -balbució Mycroft-, míster... monsieur Toussaint. Unos amigos míos me dijeron que usted...
-Continúe, señor -intervino monsieur Toussaint al comprobar la turbación de su visitante-. ¿Qué es lo que usted desea de mí?
-He oído decfr que es capaz de realizar cosas maravillosas -respondió Mycroft, e hizo una nueva interrupción, que irritó a su interlocutor.
-¿Es cierto esto que me dice, míster Mycroft?
-He oído decir que usted tiene poder para invocar a los espíritus -continuó Mycroft, algo tembloroso-. Me han informado que puede comunicarse con los espíritus de las personas muertas.
Una vez más, Mycroft se detuvo, irritado consigo mismo por el miedo que sentía y que le resecaba la garganta, dificultándole el hablar.
-¿Es posible hacer esto? Quiero decir; ¿puede usted hacerlo, monsieur Toussaint?
-Naturalmente que sí -respondió éste con el mismo acento que si le hubieran preguntado si podría proporcionar unos músicos para una fiesta familiar-. ¿Qué espíritu es el que usted quiere invocar? ¿Cuándo y cómo murió la persona a la que usted se refiere?
Ahora Mycroft se sentía afirmado a un terreno más seguro. Ahora se daba cuenta que no era un engaño lo que le habían contado sobre monsieur Toussaint, que no era un vulgar charlatán. Era simplemente un hombre de negocios hablando de negocios.
-Bueno, pues verá usted, monsieur Toussaint -continuó Mycroft-, no se trata de una persona, sino de varias..., veinticinco o veintiséis. Murieron... de diferentes maneras. Bueno, sirvieron conmigo en...
-Muy bien, míster Mycroft -respondió Toussaint-. Venga aquí pasado mañana por la noche, exactamente a las doce menos diez. Todo debe ser llevado a cabo con exactitud, y no debe retrasarse ni un solo minuto. Déjele a mi mayordomo su dirección y teléfono por si acaso necesitara ponerme en contacto con usted.
-¿Cuánto me cobrará usted?
-Quinientos dólares pagaderos después de la sesión espiritista, siempre que usted quede satisfecho de ella. De lo contrario, no le cobraré nada. Buenas tardes, míster Mycroft.
Esta determinación la había tomado aquella tarde mientras se paseaba por el Park de camino a su club en la calle East 86. La primavera había llegado a Nueva York como una bailarina de ballet danzando sur les pointes, adornando los árboles con terciopelo verde y enjoyando las plantas con doradas y polícromas flores. Sin embargo, Mycroft no sintió ningún gozo ante este despertar de la Naturaleza. ni ninguna alegría en la dulce suavidad del aire. Aquella mañana, mientras hojeaba el periódico en el Metro, camino a la ciudad, se había enterado de la muerte de Roy Hardy. Éste hacía el número veintiséis. Era el último hombre. Cincuenta años antes habían desfilado por la Gran Avenida, orgullosos, con el rostro risueño, luciendo sus brillantes uniformes, aclamados por la multitud en las aceras. Marchaban a Cuba, a luchar por la Libertad, a cumplir con su deber de patriotas, de hombres. Aún le parecía oír la música de la banda de su regimiento mientras cantaban aquello de:
Cuando oigas las campanas repicar alegremente,
y estemos todos juntos, con dulzura cantaremos.
Cuando oigas las campanas repicar alegremente
en nuestro pueblecito una noche cálida tendremos.
A decir verdad, no se parecían mucho a auténticos soldados; en su mayoría, eran contables, oficinistas y agentes de cambio. Los corresponsales de los periódicos ingleses y franceses se sonreían con tolerancia ante sus esfuerzos por aparentar ser auténticos militares; los alemanes se rieron descaradamente ante ellos, y los veteranos españoles, armados y entrenados por los alemanes, los despreciaron. Pero después de las batallas de El Caney y de la Colina de San Juan se modificó la situación. Confusos y desmoralizados, los españoles se rindieron en bandadas, los extranjeros empezaron a mostrarse corteses con nosotros, los cubanos acogieron calurosamente en sus corazones a los valientes americanos, y ninguno fue más hospitalario que don José Rosales y Montalvo, cuya casa, en la calle O'Brien, se transformó en el cuartel general extra oficial para los jefes y soldados de nuestro regimiento.
La mesa de don José estaba tan extraordinariamente provista de los más exquisitos manjares, que muchos de los jóvenes soldados neoyorquinos nunca habían visto u oído hablar siquiera de ellos, y los vinos de sus bodegas parecían inagotables. Aquellos chicos que sólo habían bebido cerveza en su vida, o en escasas ocasiones whisky o ginebra, quedaron pasmados al probar vinos extraordinarios como St. Estephe, Nuits St. Georges, Madeira y Mallorca, que corrían como el agua, igual que el champaña. Pero mucho más excitante que estos ricos caldos era doña Juanita María, la hija de don José. Era una española rubia, de finos y lustrosos cabellos, tan dorados como la crucecita de oro que lucía en su cuello de cisne. Pequeñita, más bien delgada, caminaba con la gracia de una gacela, y su voz era tan dulce como esas que sólo se pueden encontrar entre las mujeres de los países meridionales. Cuando tocaba la guitarra y cantaba, ponía tanto calor y pasión en su voz que cortaba la respiración a los que la oían.
Todos los de mi regimiento estaban enamorados de ella, y raro era el que no había aprendido ya la frase española «Te amo, Juanita». Y pocos eran los que no recibían una dulce sonrisa como compensación a esta galantería, y los más afortunados, un casto beso en la mejilla. La víspera de la marcha de nuestros soldados, don José dio una gran fiesta de despedida. El patio de la casa estaba tan claro como con la luz del día, dada la hermosa noche de luna que hacía, y de los arcos sarracenos entre las columnas pendían hermosos farolillos chinos, que desparramaban sus delicados rayos amarillos por todos los rincones. Una larga mesa, cubierta con un exquisito mantel bordado de Madeira, brillantes cubiertos de plata y valiosas copas de cristal de Bohemia, había sido colocada en el centro del patio, y en medio de la misma, un gran jarrón de rosas rojas como la sangre. Cerca de la mesa había un gran barril de vino. «Este vino es el famoso "Pedro Jiménez" -nos dijo don José-, y tiene una solera de más de cien años. Lo tengo reservado para las grandes ocasiones, como la presente. ¿A qué honor más grande podía aspirar que el ser paladeado por los valientes soldados que han venido a liberar mi patria, en víspera de su marcha?
Después de la comida se brindó por «Cuba libre», por don José y por doña Juanita. A ruegos de todos, la bella hija del propietario de la casa consintió en cantarles una hermosa canción de despedida:
Pregúntale a las estrellas,
si de noche no me ven llorar.
Pregúntale si no busco,
para adorarte, la soledad...
Todos desenvainaron sus sables, y gritaron:
-¡Viva Juanita! ¡Viva Juanita' Todos te queremos.
-Y yo os quiero a codos, queridos amigos -respondió ella alegremente-. Os quiero tanto a cada uno de vosotros que no quiero darle mi corazón a ninguno para no herir a los demás. De modo que voy a deciros lo único que voy a daros -continuó; la voz era más dulce que una caricia-. Seré del último de ustedes. Quiero decir que ciertamente uno de ustedes sobrevivirá a todos los demás, y a ése le daré mi corazón. Lo juro.
Acto seguido llevó sus delicadas manos a su boca y les dio un beso colectivo.
Como todos eran muy jóvenes y estaban muy borrachos y también muy enamorados de la linda cubanita, decidieron fundar en aquel mismo instante el Club del Último Hombre. Y todos los años, en el aniversario de aquella famosa noche, acostumbraban a reunirse, charlaban, bebían más de la cuenta y se despedían prometiéndose volver a ver el próximo año. Los años transcurrieron como las aguas de un plácido río. Y durante este tiempo a todos les fueron bien las cosas. Algunos llegaron a triunfar en el campo de las finanzas, y otros se destacaron por su oratoria en los tribunales de justicia como famosos abogados. La Primera Guerra Mundial cubrió de honor y gloria a algunos; otros consiguieron fundar grandes fábricas cuyos productos ostentaban sus nombres. Pero el dios Cronos también cobra sus tributos. Cada vez que se reunían había más sillas vacantes y los que iban quedando vivos mostraban ya sus sienes plateadas por las canas o una calvicie bien avanzada. Durante la reunión del último año sólo quedaban ya tres: Mycroft, Rice y Hardy. Dos meses después, Hardy y Mycroft asistieron al entierro de Rice, y ahora Hardy había fallecido.
Le costaba trabajo comprender cuál era el motivo que le habla impulsado a consultar a Toussaint. El día anterior se había encontrado con su amigo Dick Prior en el Club India, y después de cenar, sin saber cómo, la conversación había girado sobre el espiritismo y los médiums.
-A mi juicio, todos estos espiritistas no son más que una banda de pillos y engañabobos -dijo Mycroft.
-Algunos de ellos probablemente lo son -respondió su amigo-, pero existen ciertas cosas, querido Roger, difíciles de explicar. Por ejemplo, ahí tienes el caso de ese famoso negro llamado Toussaint. Es posible que sea un engañabobos como tú afirmas, pero...
-¿Pero qué? ¿Quién es ese Toussaint?
-Pues parece ser que es haitiano; existe una leyenda que asegura que es descendiente de Cristóbal, el Emperador Negro. Yo no me atrevería a asegurar si esto es cierto o no, cómo tampoco eso de que ha sido un papaloi, ya sabes, un sacerdote brujo, pero lo que sí puedo garantizarte es que se trata de un hombre muy culto, graduado en Lima y en la Sorbona, muy correcto y educado. Aparte de esto...
-¿Qué milagros ha hecho? -le preguntó Mycroft, interrumpiéndole-. Te digo esto porque acabas de decirme que ha hecho cosas maravillosas.
-En efecto, las ha hecho. ¿Te acuerdas del viejo Meson, de Noble Meson y del sistema que utilizó su primera esposa para solventar la cuestión de la herencia?
-No me acuerdo muy bien -respondió Mycroft-. Creo que hubo un lío con el testamento.
-Yo no lo creo; lo aseguro -afirmó Dick-. El viejo Meson, cuando ya tenía sesenta años, se hizo mujeriego. Esa debilidad tenía un nombre: Suzanne Langdon. El sistema que esta mujer utilizó para apartarlo de su esposa fue nada menos que un puro ladronicio. No duró mucho después de haberse divorciado de Dorothy y casarse con Suzanne. Esto suele ocurrirles casi siempre a los hombres viejos que se casan con mujeres jóvenes. El viejo Meson se las ingenió para eliminar a cualquier persona con derecho a heredarle, con el objeto de que su segunda esposa fuese su única heredera. Cuando Meson murió y Suzanne se disponía ya a recoger la herencia, he aquí que la primera esposa, Dorothy, se presentó con un nuevo y posterior testamento, firmado, sellado, publicado y declarado, amén de inapelable, en Gibraltar. Parece ser que el viejo Meson sintió remordimientos de conciencia cuando vio llegar la hora de su muerte e hizo un nuevo testamento que anulaba al anterior, desheredando por consiguiente a Suzanne y dejando toda su fortuna a su primera esposa.
Dicho testamento lo hallaron en el bolsillo de un abrigo suyo en su chalet de la isla, y también encontraron a las personas que habían servido de testigos, un pescador de Long Island y el mecánico de un garaje de Smithtown.
-¿Cómo? -preguntó Mycroft-. Quiero decir ¿cómo consiguieron adivinar dónde estaba el testamento y dónde vivían esos dos testigos?
-Pues gracias al famoso Toussaint. Dorothy había oído hablar de él y fue a Harlem a consultarle. Ella le contó todo esto a mi tía Matilde. Parece ser que Toussaint se puso en contacto con el espíritu de Meson, éste le dijo dónde estaba el testamento y dónde vivían los testigos. Toussaint le cobró unos honorarios muy elevados por su «trabajo», pero Dorothy quedó satisfecha y los pagó muy a gusto, ya que era muy grande la herencia que había dejado el viejo Meson.
Al día siguiente, Mycroft se había olvidado ya de aquella historia, pero cuando leyó en el periódico la noticia del fallecimiento de su amigo, entonces se decidió a consultar a Toussaint. Aquella noche, cuando atravesaba el Park, tomó esa decisión. Desde luego, seguía pensando que todo aquello era una idea descabellada, sin sentido ni lógica, pero la historia que la víspera le contara su amigo Prior se le había aferrado a la mente como una garrapata a 1a piel de un perro. Oh, desde luego que iría a ver a ese famoso Toussaint. Si no adivinaba lo que él pretendía saber, al menos pasaría un buen rato divirtiéndose con todos aquellos trucos que utilizan los engañabobos.
Los muebles y las alfombras hablan sido retirados del salón cuando Mycroft llegó a la casa de Toussaint diez minutos antes de la medianoche, dos días después. Delante de la vacía y fría chimenea habla ahora una especie de altar, una mesa alta cubierta con un paño blanco y sobre ella una cruz de plata, como cualquier capilla de un santuario. Pero también había otras cosas. Delante de la cruz había una serpiente negra enroscada, tallada o esculpida en madera negra también, y a cada lado de dicha serpiente habían situado un espeluznante cráneo humano. Altos cirios adornaban ambos lados del altar y prupurcionaban la única luz que iluminaba la habitación.
Cuando sus ojos se acostumbraron a aquella semioscuridad, Mycroft observó que en el suelo había sido dibujada, con una tiza roja, una figura hexagonal, y en cada uno de los seis ángulos de dicha figura habían sido colocados seis pequeños platos llenos de una especie de polvo negro. Delante del altar, exactamente en el mismo centro del hexágono, había un sillón plegable como esos que se utilizan en la sala mortuoria de las pompas fúnebres en Estados Unidos.
Impresionado, Mycroft se puso a mirar por todos los rincones de aquel vasto salón tratando de buscar a Toussaint, y, cuando el gran reloj de pared dio la primera de las doce campanadas de la medianoche, oyó unos pasos junto a la puerta. Toussaint penetró en la estancia seguido de dos «asistentes». Los tres portaban casacas de brillante escarlata, y, sobre éstas, llevaban colocadas unas extrañas capas blancas. Por añadidura, los tres llevaban un gorro puntiagudo de color rojo, cual una mitra sobre sus cabezas
-Tome asiento -le dijo Toussaint indicándole el sillón situado en el centro del hexágono, delante del altar, pero todo esto dicho en un tono como si fuera una cosa urgente, necesariamente apremiante-. Y ahora, escúcheme bien: pase lo que pase, vea lo que vea, oiga lo que oiga, no saque ni un solo dedo de los límites del hexágono. Silo hace, será peor que un hombre muerto: estará usted perdido. ¿Me ha comprendido?
Mycroft afirmó con un movimiento de cabeza, y Toussaint se acercó al altar seguido de sus dos «acólitos». No se arrodillaron ante el mismo, limitándose simplemente a hacer una profunda inclinación. Luego, Toussaint cogió dos cirios. los encendió y se los entregó a sus asistentes. Casi corriendo de uno a otro punto del hexágono, los acólitos empezaron a prenderle fuego a los polvos negros depositados en aquellos platillos metálicos, utilizando los cirios. A continuación se unieron a Toussaint, que se había situado ante el altar. Cuando el gran reloj de pared dio la última campanada de las doce de la noche, Toussaint gritó con voz estridente:
-Papa Legba, guardián de la puerta, abre para nosotros.
Igual que en una congregación religiosa, los acólitos repitieron las palabras de su maestro de ceremonias:
-Papa Legba, guardián de la puerta, abre para nosotros.
-Papa Legba, abre completamente la puerta para que ellos puedan pasar -entonó Toussaint, y una vez más los asistentes repitieron sus palabras.
Parecía como ese ruido que produce el Metro, o uno de esos ruidos extraños que suelen oírse por la noche en cualquier ciudad populosa, pero Mycroft se habría atrevido a jurar que acababa de oír el estruendo de un trueno lejano. Una y otra vez, Toussaint volvió a repetir que se abriera «la puerta», mientras los acólitos hacían eco de su invocación. Aquello empezaba ya a ser aburrido. Mycroft cambió de postura en su incómodo sillón y miró por encima de su hombro. Su corazón se contrajo bruscamente y la sangre se le revolvió en sus oídos. Alrededor del hexágono marcado con tiza le pareció ver, a través del humo que se desprendía de los platillos metálicos, unas confusas e indefinidas formas, que no parecían humanas, pero eran muy semejantes. No se movieron, no se disiparon al igual que la neblina cuando sopla el viento, sino que permanecieron verticales, inmóviles en aquella apacible atmósfera.
-Papa Legba, abre completamente la puerta para que este hombre tenga la posibilidad de hablar con quien pueda venir a través de ella.
Las anteriores palabras fueron pronunciadas por Toussaint. Inmediatamente las silenciosas formas parecieron transformarse en una especie de sustancia. Mycroft pudo entonces distinguir algunos rostros: Willis Dykes, el herrero; Freddie Pyle, el barbero; Curtis, Sacket, Ernue Proust; todos sus antiguos camaradas, uno tras otro. Mycroft los veía dentro del círculo silencioso al igual que un hombre ve unas imágenes a través de un negativo fotográfico al exponerlo a la luz. En aquel instante la forma de hablar de Toussaint había cambiado. Ahora había dejado de ser una reiterada letanía para convertirse en gritos de victoria:
-¡Damballa Oueddo, Maestro de los Cielos! ¡Estás aquí, oh Damballa! Abre completamente la boca de los muertos, Damballa Oueddo. Dales el suficiente aliento para que puedan hablar y responder a unas preguntas; otorga a este hombre aquí presente el ardiente deseo que anida en su corazón.
Luego, volviéndose de espaldas al altar, Toussaint le dijo a Mycroft:
-Vamos, de prisa, diga rápidamente lo que tenga que decir. Este misterioso poder no durará mucho tiempo.
Mycroft sacudió su cuerpo como un perro mojado al salir del agua. Durante un instante le pareció ver en su mente el patio de la mansión de don José, los rostros de sus camaradas, la hermosa figura de Juanita bañada por los rayos de la luna, encantadora como un hada, mientras les sonreía, prometiendo...
-Juanita, ¿dónde está Juanita? -preguntó suavemente-. Ella prometió que entregaría su corazón al último hombre...
-Estoy aquí, querido,
Hacía cincuenta años, o quizá más, que no oía la voz de Juanita, pero la reconoció como si hubiera sido ayer, o sólo diez minutos antes.
-Juanita -murmuró tenuemente, y el aliento se le quebró en la garganta al pronunciar su rombre.
Juanita avanzó hacia él, rápidamente, pasando a través de aquellas filas de formas difusas, como una persona que camina a través de temblorosas espirales de argéntea neblina. Sus manos avanzaron hacia él. Iba toda vestida de blanco desde la gran peineta de marfil blanco en sus cabellos de oro hasta las pequeñas y blancas sandalias que cubrian sus hermosos pies. Su blanca mantilla, coquetamente le cubría el rostro, pero el temblor de aquélla por su jadeante respirar revelaba su impaciencia.
-Roger -dijo pronunciando su nombre sílaba por sílaba-. Rog-ger, mi amado, mi bienamado.
Mycroft se levantó del sillón, dirigió sus brazos hacia Juanita, e intentó coger sus enguantados dedos, sin darse cuenta de que había transgredido los límites del hexágono marcado con tiza roja.
-Juanita, Juanita, he esperado tanto..., tanto...
La mantilla le cayó hacia atrás apenas le tocó los dedos. Había algo extraño en su rostro. Esta no era la imagen que él había llevado en su corazón durante más de cincuenta años. Debajo de aquella corona de cabellos de oro, entre los pliegues de aquella blanca mantilla, un cráneo descarnado, sin cabellera amarillento, le miraba. Las cuencas de sus ojos vacías, le miraban fijamente, y unos dientes sin labios gesticulaban una mueca siniestra, sonriéndole diabólicamente. Mycroft se desplomó como si le hubieran dado con un mazo, y cayó tan pesadamente al suelo, que las llamas de los cirios titilaron.
-Maître -dijo uno de los acólitos tirando de la blanca sobrepelliza de Toussaint-, Maître. este hombre está muerto.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg9claQdtYSI8wszKa1MIeF0OOI6vhJ8POFN9SkqZQssSoG_bFjaQN06mxxJYlByk_BGCG3QJNltnk8OJrrOI0Qau78EqXuNXjAUtuivRcdAhTwFdxq4pLZfdqRyA3GjSTRKgtf7NEMRwyA/s320/claro_de_luna_seabury_quinn.jpg)
Posiblemente sea uno de los cuentos de vampiros que menos abordan la cuestión horrorífica del asunto, centrándose más en el misterio y en las cuestiones detectivescas que plantea la trama.
Claro de Luna.
Clair de Lune, Seabury Quinn (1889-1869)
De Grandin, mi amigo, se volvió hacia mí, enarcando las cejas y con los labios redondeados, como si se dispusiera a emitir un silbido.
-Comment? –preguntó-. ¿Qué decía usted?
Sonreí.
-Usted me comprende perfectamente -repuse-. Le decía que de no saber yo que es un misógino empedernido pensaría que está considerando en estos momentos la posibilidad de tener un affaire con esa muier. No ha apartado un intante los ojos de ella desde que nos instalamos aquí.
Sus pequeños y azules ojos se animaron. Retorcióse las puntas de su diminuto y rubio bigote, recordándome su gesto los movimientos de un gato tras una comida especialmente sabrosa.
-Eh, bien! Lo cierto es que ella me interesa...
-Es lo que he deducido...
-¿No es acaso une bonne bouchée, merecedora del interés de cualquier hombre?
-Es verdad -admití-. Resulta una mujer exquisita. Sin embargo, su forma de observarla...
-¡Oh! ¡El doctor Trowbridge! ¡El doctor De Grandin! -La señorita Templeton, la patrona del establecimiento, eterna promotora de buenos momentos, cruzó la terraza, dirigiéndose a nosotros-: ¡Estoy emocionada!
-¿De veras, mademoiselle? -El doctor De Granjin se puso en pie, acogiéndola con una sonrisa particularmente cordial- Me intriga usted. ¿Y cuál es la causa de su emoción?
-¡Se trata de Madelon Leroy! ¡Va a asistir a nuestro baile de esta noche! ¿Sabe usted? Se ha mostrado tan terriblemente solitaria desde su llegada aquí... Decía que había elegido la costa para descansar y que no quería ver a nadie. Pero se ha aplacado...
-Esto, por supuesto, es muy interesante -dijo mi amigo, interrumpiéndola-. Desde luego, puede usted contar con nuestra asistencia a la velada, mademoiselle...
Mientras Dot Templeton danzaba de un sitio para otro, haciendo saber a otros huéspedes la buena nueva, él consultó su reloj.
-Mon Dieu!, amigo Trowbridge –exclamó-. Es casi la una ya y todavía no hemos almorzado. Vámonos a toda prisa al comedor. Estoy medio muerto de hambre. Me siento desfallecido, verdaderamente.
Dos mesas más allá de nosotros, junto a una ventana, por la que entraba la fresca brisa del océano, Madelon Leroy hacía los honores al almuerzo indiferente, casi despreciativa, ante las miradas de que era objeto continuamente. Era, corno Jules De Grandin había señalado, une bonne bouchée, merecedora de la atención de cualquiera. Su actuación en el Claro de Luna de Eric Maxwell, había llevado a la crítica al delirio. No solamente había sido elogiado su talento como actriz, sino también su exquisita belleza de heroína de cuento de hadas, su delicada fragilidad, que hacía pensar en algo ultraterreno.
Cuando después de su resonante y prolongado triunfo en Broadway se negó a considerar siquiera las ofertas más tentadoras de Hollywood se desencadenó una tormenta de publicidad que puso a los agentes teatrales en estados delirantes. A muchos dibujantes y pintores se les permitió que esbozaran retratos suyos, pero ella se negó con firmeza a ser fotografiada, y con objeto de burlar a los reporteros y otros fanáticos de la cámara siempre que aparecía en público lo hacía envuelta en velos y telas, como una odalisca o una monja. Las representaciones de Claro de Luna fueron suspendidas hacia el verano. Su misteriosa estrella descansaba junto al mar cuando Jules De Grandin y yo nos hospedamos en el Adlon.
Disimuladamente, utilizando el menú como pantalla, la estudié. De Grandin no se molestaba en fingir, mirándola como sólo un francés sabe mirar a una mujer para no llegar a ofenderla. Era una hermosa mujer, de piel casi transparente, de dorados cabellos, que dibujaban una especie de halo glorioso en torno a su menuda cabeza; los ojos eran grandes, de suave mirar y de un tono azul cerúleo. Tenía su persona la fragilidad del hada, casi angélica; el cuello poseía una graciosa curvatura; su perfil resultaba perfecto. Aunque no era pequeña realmente, lo parecía, por su esbeltez, por su justa corpulencia. Sus movimientos eran suaves, casi lentos. Perfilada contra la ventana, parecía una princesa de cuento de hadas.
-Une belle créature, n'est-ce-pas? -comentó De Grandin cuando hizo acto de presencia el camarero para tomar nota de lo que queríamos comer.
Con esto, mi amigo se desentendió de la joven. Las mujeres eran para él las flores que embellecían el sendero de la existencia, pero la comida... y la bebida... Mon Dieu!, como hubiera dicho él, ¡sin estas dos cosas la vida resultaba imposible!
La señorita Leroy llamó la atención de todos durante la recepción que precedió al baile aquella noche. Si había parecido cautivadora en las discretas sombras del comedor, o en la terraza del hotel, o al emerger de las aguas embutida en su blanco traje de baño de satín, atractiva como una náyade, aquella noche se hallaba en condiciones de provocar el delirio en sus admiradores. Más que nunca, parecía ahora un ser de otro mundo. Su vestido, de, género de punto, se ceñía fielmente a su cuerpo, careciendo de mangas. Eran apreciables todas sus curvas, que componían una figura impecable, por sus proporciones. El vestido se le ajustaba al talle mediante un cordón que terminaba en dos tiras rematadas con borlas. De vez en cuando, al andar, podían verse las plateadas sandalias que calzaban sus lindos y desnudos pies. Había recogido sus dorados cabellos en un moño suelto, del que pendía una estrecha cinta blanca. En el brazo izquierdo, por encima del codo, lucía un ancho brazalete de oro labrado con motivos griegos. No llevaba más joyas ni ornamentos.
En tales condiciones, aquella mujer debía resultar forzosamente encantadora, atractiva, incluso. Pero existía algo vagamente repelente en su persona. Tal vez fuera su lenta y más bien condescendiente sonrisa, en la que no se advertía el menor indicio de cordialidad, de humana simpatía; quizá se tratara de la rara expresión de sus ojos... Eran ojos de persona experimentada, cansada, más bien triste, como si desde el momento en que se abrieran a la luz hubieran visto en los seres humanos una raza nada agradable, como si los hombres hubieran sido algo que no valía la pena mirar dos veces. Podía ser, sí, que todo residiera en sus ojos, los cuales, pese a los trabajos de los expertos en el terreno de la belleza, presentaban en sus comisuras una tupida red de arrugas; de otro lado, los párpados habían sido tratados con un producto débilmente verdoso que los hacía brillar un tanto siniestramente. Desde luego, aquellos no eran los párpados de una mujer de veinte años, ni siquiera de treinta y tantos.
-Doctor Trowbridge... -Ella extendió una mano pequeña como la de una niña, de rosadas uñas, frágil como un iris blanco-, Doctor De Grandin...
El francés hizo sonar sus tacones al cuadrarse ante ella.
-Enchanté, mademoiselle –el hombre se inclinó sobre la mano, acercándosela a los labios-. Je suis très heureux de vous voir! Me siento encantado de verla...
No existe una manera preasa de poner esto en palabras. Lo cierto es que cuando De Grandin se irguió, él y Madelon Leroy se miraron a los ojos directamente, y aunque en sus rostros no se movió nada, algo vago, intangible como el aire, perceptible sin embarao como un escalofrío, pareció formarse alrededor de los mismos, igual que una envoltura de frío vapor. Por unos instantes se calibraron mutuamente, cautos como unos practicantes de la esgrima, o unos boxeadores que tantean sus fuerzas. Tuve la impresión de que eran como dos productos químicos que aguardaran solamente la adición de un agente catalítico para explotar, provocando una devastadora detonación. Luego, fue presentado el siguiente invitado y nosotros nos apartamos. Sentí lo mismo que si nos hubiéramos visto inmersos en la temperatura normal del verano, procedentes de un frigorífico puesto al máximo de su rendimiento.
-¿Qué...?
Le llegada de Mazie Schaeffer me impidió acabar de formular la pregunta, apenas iniciada.
-¡Oh, doctor Trowbridge! ¿Verdad que es adorable? -inquirió Mazie-. Es la más bella, la actriz más maravillosa del mundo. No hay nadie como ella, Yo he oído hablar a papá y a Mumsie de Maude Adams, de Sara Bernhardt, de la Duse, pero Madelon Leroy... ¡las supera a todas! ¿La recuerdan ustedes en la última escena de Claro de Luna, cuando dice adiós a su amante en la puerta del convento, quedándose plantada simplemente allí, a la luz de la luna, sin pronunciar una sola palabra? No necesita realmente decir nada, ya que el espectador ve, ve palpablemente su corazón destrozado.
De Grandin dispensó a Mazie una cordial sonrisa.
-Tal vez sea debido todo, mademoiselle, a que ha dispuesto de mucho tiempo para perfeccionar su arte...
Mazie respondió inmediatamente, alzando su chillona voz:
-¿Cómo puede usted decir eso? ¡Si es una niña!... ¡Es casi una criatura! Yo cumplo veintiún años en agosto y apuesto lo que usted quiera a que le llevo dos. No se trata de cosa del tiempo, doctor De Grandin, ni siquiera de talento. En ella es que hay genio, un genio extraordinario. De estas mujeres sólo se da una en cada generación...
El pequeño francés estudió a la joven atentamente.
-¿Has llegado a conocerla, quizá?
-¿Que si la he conocido? -Las manos de Mazie fueron instintivamente hacia su pecho, como si hubiera querido contener los latidos de un tumultuoso corazón- ¡Oh, sí! Fue muy amable conmigo... Me invitó a visitar su «suite» mañana, para tomar el té juntas...
-Mon Dieu! -exp1otó De Grandin-. ¿Tan pronto? ¿Es verdad lo que dices, jovencita?
-¡Pues claro que es verdad! ¿No le parece maravilloso? Todavía me lo parece más por el hecho de ocurrirme a mí. Sí. Es terriblemente maravilloso.
-Ahora te has expresado correctamente -manifestó él con un gesto de asentimiento-. Terriblemente maravilloso, es cierto. Bon soir, mademoiselle.
Cuando hubimos dejado atrás el atestado salón, pasando a la amplia y fresca terraza, le pregunté:
-Bueno, ¿qué significa todo esto?
-También yo quisiera saberlo -respondió mi amigo, sombrío.
Pero yo me sentía intrigado y no me molestaba en disimularlo.
-¡Por el amor de Dios. De Grandin! No sea usted tan condenadamente misterioso. Yo sé que existe algo entre usted y esa mujer... Me di cuenta, lo percibí cuando se saludaron. ¿Qué es lo que...?
-También yo quisiera saberlo -repitió él-. Una cosa es sospechar algo y otra muy distinta saber... Y yo, hélas!, no abrigo más que una leve sospecha. Si le dijera qué es lo que en estos momentos atormenta mi mente, me expondría a cometer una grave injusticia contra un ser inocente. Au contraire, si me mantengo en silencio podría causar un daño grave, irreparable, a otra persona. Parbleu!, amigo mío. No sé qué hacer.
Consulté mi reloj.
-¿Por qué no nos vamos a la cama? Son más de las once y emprendemos el regreso mañana por la mañana. Es nuestra última oportunidad de lograr una noche entera de descanso, sin desagradables interrupciones, sin pacientes que nos saquen del lecho a horas intempestivas...
-Aquí no hay bebés que tengamos que ayudar a nacer, ni vieillards que se deciden a abandonar el mundo... Es decir: seguramente -manifestó De Grandin, con una burlona sonrisa-. Sí, creo que está usted en lo cierto. Disolvamos nuestras preocupaciones en el sueño.
A la mañana siguiente, cuando precedidos por dos botones que llevaban nuestro equipaje nos disponíamos a abandonar el hotel, yo me eché a un lado con el fin de dejar paso a dos mujeres que se encaminaban a la playa. Era la primera de mediana edad, hallándose en posesión de una larga y afilada nariz, pequeños ojos y una piel morena. En sus negros cabellos se observaban ya muchas canas; llevaba el clásico gorro blanco almidonado de las doncellas. Vestía de uniforme, de tela oscura, con puños y un delantal blancos. Sobre el brazo derecho se había echado una enorme y esponjosa toalla de baño. A mí me pareció una mujer de aspecto imponente, que debía de haber conocido mejores días. Detrás de ella, cubierta como una mujer árabe, con telas blancas, avanzaba una figura más pequeña, que calzaba chanclos de playa. Los dedos de una de sus manos asomaban al coger un pliegue de la holgada prenda. Observé que eran de rojizas yemas, con unas uñas largas y afiladas, extremadamente finas. Pude captar fugazmente el rostro de su dueña. Se trataba de Madelon Leroy. Pero aquella cara se hallaba tan alterada que apenas guardaba semejanza con la del radiante ser de la noche anterior.
Era una faz aquella tan pálida como la luz de la luna de marzo; las delicadas y pequeñas depresiones bajo los pómulos se habían acentuado hasta dar al rostro una expresión desagradable. Sus labios, un poco separados, parecían haberse marchitado; sus ojos daban la impresión de haberse hecho más grandes, pero ahora estaban exageradamente hundidos en la cara. La cara tenía una expresión anhelante, pero con un tono impersonal. Lo único que no había cambiado en ella era la gracia de sus movimientos. Caminaba con toda naturalidad, sin que el paso revalera el menor esfuerzo, moviendo sus lisas caderas ligeramente.
-Grand Dieu! -oí murmurar a De Grandin.
Al pasar ante él la mujer, De Grandin se inclinó en una leve reverenda, llevándose la mano al ala del sombrero-. Mademoiselle!
Ella pasó como si De Grandin no se hubiera encontrado allí. Sus cavernosos ojos se fijaron en la playa, sobre cuyas arenas unas suaves olas dejaban encajes de espumas.
-¡Santo Dios! -exclamé a mi vez cuando avanzábamos ya hacia el coche que nos esperaba-. Parece haber envejecido veinte años o más... ¿Qué piensa usted de eso?
De Grandin me miró, muy serio.
-No sé a qué atenerme, amigo Trowbridge. Anoche concebí unas sospechas; hoy las veo casi confirmadas. Es posible que mañana pueda estar al tanto de todo con exactitud. Ahora bien, mañana podría ser demasiado tarde.
-¿A qué se está usted refiriendo? -inquirí-. ¿Qué significa este misterio?
-Plus ça change, plus c'est la même chose... ¿Recuerda usted esta cita? -contraatacó él.
Permanecí en actitud reflexiva un momento.
-¿No es eso lo que Voltaire dijo acerca de la historia? «Cuanto más cambia, más viene a ser la misma»...
-En efecto -asintió mi interlocutor-. Y nunca dijo una verdad de mayor calibre. Una vez más, la historia se repite. Nadie puede afirmar con qué trágicas consecuencias.
-¿Trágicas consecuencias? ¿Para quién?
-On ne sait pas -De Grandin se encogió de hombros-. ¿Quién puede decir dónde descargará su furia el rayo, amigo mío?
Hacía cosa de una semana que habíamos regresado de la costa. Me disponía a dar por terminada mi jornada de trabajo cierto día cuando sonó el timbre del teléfono.
-Sam: soy Jane Schaeffer -dijo la turbada voz de mi comunicante-. ¿Podrías venir inmediatamente?
-¿Qué ocurre?
El día había sido muy caluroso y cansado, y Nora McGinnis había preparado para mí un plato de ternera con salsa agridulce. No tenía el menor deseo de efectuar un desplazamiento de más de tres kilómetros, perdiéndome el cóctel de la noche y la sabrosa cena.
-Se trata de Mazie. Al parecer, se encuentra peor...
-¿Peor? -repetí-. A mí se me antojó que estaba perfectamente cuando la vi en la costa. Tenía la viveza de los grillos...
-A su regreso a casa no podía hallarse mejor. Pero luego ha empezado a comportarse de una manera muy extraña, debilitándose día por día. No sé si será algo de pecho, o una leucemia...
-Bueno, tómatelo con calma -aconsejó-. No se puede estar bailando todas las noches hasta las tres de la madrugada, jugando además al tenis por la tarde, sin perder algo. Dale a modo de cena una tostada y una taza de té, métela en la cama y me la traes a la consulta por la mañana.
-¿Quieres escucharme, Sam Trowbridge? Mi hija se está muriendo, la tengo en la cama, y todo lo que me dices es que le dé una tostada y una raza de té. Vas a hacerme el favor de meterte en seguida en tu coche. Te esperamos.
-Bueno, de acuerdo -contesté para aplacar a mi comunicante-. Que guarde cama y...
-Pero, ¿no te he dicto que la tengo en la cama?... No se ha levantado en todo el día. Está demasiado débil.
-¿Por qué no me lo has dicho antes? -inquirí, bastante irrazonablemente-. Estaré ahí en seguida.
-¿Qué sucede, mon vieux? -De Grandin apareció en la puerta de la consulta, llevando una coctelera en las manos-. No me diga que se va. Los martinis tienen ahora el grado de frialdad preciso.
-Hay que aplazar eso -repuse entristecido-. Acaba de llamarme Jane Schaeffer para decirme que Mazie no se encuentra nada bien. Está tan débil que esta mañana no pudo levantarse.
-Feu noir du diable! ¡Fuego negro de Satanás! ¿Me está usted hablando de aquella jovencita que fue seleccionada como víctima? Morbleu! Debiera haberlo comprendido...
-¿Qué significa eso? -le interrumpí con viveza-, ¿Que es lo que sabe usted?
-Yo, hélas!, no sé nada. Absolutamente nada. Pero si lo que tengo buenas razones para sospechar es cierto... ¡vámonos!, apresurémonos, volemos para poder ayudarla. ¿La cena? ¡Al diablo la cena! Tenemos cosas más importantes en qué pensar ahora.
Su madre no había exagerado al hablar del estado en que se encontraba Mazie. La hallamos en estado de semi-coma, con unas profundas concavidades bajo los pómulos, con unas ojeras terribles. Tenía los ojos como de fiebre, brillantes, pero la mano que tomé entre las mías parecía estar muerta. Recurrí a mi termómetro y vi que apenas llegaba a los veintisiete grados. Su pulso era débil, latiendo a menos de setenta pulsaciones por minuto. Echó la cabeza a un lado cuando me dejé caer sobre una silla, junto a la cama. La sonrisa que me ofreció era una bnrda imitación de la suya de siempre, eternamente contagiosa. En ésta de ahora no existía ningún destello de alegría.
-¿Qué sucede aquí? -pregunté, notando que la epidermis de sus manos estaba reseca, áspera, endurecida-. ¿Qué le han estado haciendo a mi niña?
Los párpados se abrieron perezosamente y ella pronunció unas palabras, en un tono de voz tan débil que no pude entender nada.
-¿Cómo has dicho, pequeña?
-De... dejadme ir... Tengo que irme... Debo hacerlo... -musitó la chica, en un susurro-. Ella estará esperándome... me necesita...
-¿Está delirando?
De Grandin hizo un movimiento denegatorio de cabeza.
-No lo creo así, mi amigo. Está débil, en efecto, muy débil, pero no ha perdido el conocimiento. ¿Qué síntomas aprecia en ella?
-Si no la hubiéramos visto fuerte y bien alimentada sólo dos semanas atrás, yo diría que es víctima de una evidente desnutrición. He tenido ocasión de asistir a casos como éste después de la primera guerra mundial, cuando servia con las unidades belgas de auxi1io...
-Su saber y experiencia no le han abandonado, amigo mío. La chica está desnutrida, en efecto, y nosotros le prescribiríamos nuez vómica, de seguir el consejo de alguien, pero primero procuraremos darle carne, una buena taza de té, y a continuación un huevo y leche con un poco de coñac...
-Pero, ¿cómo ha llegado a tal estado de desnutrición?
-Sí, desde luego. Es lo que tendremos que averiguar.
Cuando bajábamos las escaleras, Jane Schaeffer preguntó:
-¿Qué le ocurre? ¿Habrá contraído alguna infección durante su estancia en la costa?
De Grandin apretó los labios, cogiéndose la barbilla entre el pulgar y el índice.
-Pas possible, madame. ¿Cuánto tiempo lleva así?
-Casi desde el día de su regreso. En la costa conoció a Madelon Leroy, la actriz, que convirtió en seguida en su ídolo. Se pasaba todo el día prácticamente con la señorita Leroy. Creo que el segundo o tercer día fue a verla a sus habitaciones, regresando a casa casi exhausta y yéndose derecha a la cama. A la mañana siguiente se sentía muy débil. Se levantó hacia el mediodía, comió algo y se fue en busca de Madelon Leroy de nuevo. Por la noche, a la vuelta, no podía tenerse en pie. Su debilidad, a partir de entonces, ha ido en aumento.
De Grandin escrutó atentamente el rostro de Jane.
-Nos ha dicho usted que la chica tiene un apetito excelente...
-¿Excelente? ¡Soberbio! ¿No cree usted que podría ser una solitaria, algún parásito que...?
Mi amigo asintió, pensativo,
-Verdaderamente, cabe tal posibilidad, madame.
A continuación, preguntó con toda naturalidad, como si la cosa no tuviera importancia:
-¿Dónde vive en la actualidad la señorita Leroy? ¿Usted lo sabe?
-Tomó una «suite» en el Zachary Taylor. No me explico por qué prefirió esto a Nueva York.
-Quizás haya alguien que lo sepa, madame Schaeffer. Bien. Muy bien. Así pues, se instaló en el Hotel Taylor y...
-Y Mizie ha ido a verla allí día tras día.
-Très bon. Uno comprende, en parte, al menos. La enfermedad de su hija no es desesperada, pero resulta mucho más seria de lo que al principio nos figurábamos. La enviaremos al Sanatorio Sidewell en seguida, donde hará reposo absoluto, vigilada constantemente por una enfermera. Bajo ningún concepto dirá usted a nadie dónde se se encuentra, madame. Y no tendrá visitantes de ninguna clase. Ninguno. ¿Me ha comprendido?
-Sí, señor, pero...
-Pero... ¿qué?
-La señorita Leroy ha llamado hoy dos veces, sintiéndose al parecer muy afectada cuando le dije que Mazie no había podido levantarse. Si viniera a verla...
-He dicho que nada de visitantes, madame. Es una orden, hágase cargo.
-Espero que sepa usted lo que está haciendo -gruñí cuando dejamos la casa de los Schaeffer-. No encuentro desacertado su diagnóstico, ni el tratamiento, pero, ¿ a qué viene tanto misterio? Si usted sabe algo...
-No se trata de que yo me empeñe en crear en este caso un ambiente de misterio -declaró De Grandin-. Es que me confieso un hombre ignorante. Soy como un hombre ciego que estuviese siendo objeto de las travesuras de unos chicos traviesos. Extiendo las manos en un sentido y otro, pero no acierto a asir nada. ¿Usted se acuerda de que hace poco estuvimos refiriéndonos a la frecuencia con que la historia se repite?
-Sí, la misma mañana en que abandonamos aquel lugar de la costa.
-En efecto. Ahora escúcheme atentamente, amigo mío. Lo que voy a decirle puede ser que no tenga sentido, pero podría ocurrir también lo contrario. Considere esto:
Hace algunos años, más de los que a mí me gustaría que hubieran pasado, asistí a una representación en el Théâtre Français, donde actuaba una mujer llamada Madelon Larue. Era la gran atracción de París porque en un época muy distinta de la que vivimos se atrevía a practicar la danza au naturelle. Era muy bella, parbleu! No se podía decir que era una Venus o una Minerva. Se asemejaba más a Hebe, o a Clitie. Su aire juvenil, ingenuo, purificaba su desnudez. Suscitaba, en fin, más admiración que pasión. Eh bien, mi gran père había sido un tipo alegre en sus buenos tiempos. Como veraneaba cerca de Narbonne aquel año, fui a visitarle para, entre otras cosas, participar de su excelente Château Neuf. Le dije que había estado viendo a la Larue y se quedó desconcertado.
¿Por qué razón? Porque, al parecer, parbleu!, en los días del Segundo Imperio había habido una actriz que era también la atracción máxima de París, una tal Madelon Larose. También ésta bailaba à découvert ante la dorada juventud que rodeaba al tercer Napoleón. Mi abuelo se prendó de ella en seguida. Me habló de su frágil y aniñada belleza, que encendía los corazones y los cerebros de los hombres. Al final de aquella conversación llegué a la conclusión de que Madelon Larose y Madelon Larue tenían que ser madre e hija, o bien la misma persona. No cabía otra alternativa. ¡Ah! Pero mi abuelo me contó algo más. He de decir que por el hecho de ser un experto en medicina legal se hallaba relacionado con la préfecture de police. Esta Madelon Larose, la de la frágil y aniñada belleza, empezó a envejecer de repente. En el espacio de sólo un mes se hizo diez o veinte años más vieja. A los dos meses era una anciana tan débil que no podía salir al escenario. Y yo le pregunto a usted ahora: ¿qué cree que pasó?
-Se retiraría -sugerí irónicamente.
-Nada de eso. Contrató los servicios de una secretaria y dama de compañía, una joven bretona rebosante de salud, y... escúcheme con atención, por favor, al cabo de dos meses la chica había muerto, de inanición, al parecer, y Madelon Larue se dedicaba una vez más a bailar sans chemise para regocijo de los jóvenes de París.
Se produjo un escándalo, naturalmente. La policía y la Sûreté llevaron a cabo algunas investigaciones. Pero al final de ellas no se averiguó nada en concreto. La secretaria había sido una moza fuerte, de saludable aspecto. Y había fallecido, por lo visto, de inanición. Larose, que había estado al borde de la desaparición, se veía más joven, fuerte y atractiva que nunca. En eso quedó todo. Nadie puede basar una actuación judicial en tales hechos. En fin, la chica fue enterrada decentemente en el cementerio del Père Lachaise, y Larose, por sugerencia de la policía, se trasladó a Italia. ¿Qué hizo en este país? Cualquiera puede suponérselo. Ahora, emparejemos mi historia con la de mi gran' père. Yo había visto actuar a la Larue en 1905. Cinco años más tarde, siendo yo miembro de la Faculté de Médicine Légale, me enteré de que se hallaba afligida por una extraña enfermedad, una dolencia que la hacía envejecer diez años en una semana; a las dos semanas ya no se halló en condiciones de presentarse en el escenario. ¿Qué pasó? Parbleu! Yo se lo explicaré.
La mujer contrató los servicios de una masseuse, una joven fuerte, de excelente salud, en posesión de un físico robusto. A las dos semanas falleció, de inanición, al parecer... La Larue, mordieu!, se rejuveneció de nuevo, quedando ya que no como una rosa sí como un lirio. Fui designado ayudante del juge d'instruction que se ocupó del caso. Llevamos a cabo detenidas investigaciones. ¡Oh, sí! ¿Y qué descubrimos en fin de cuentas? Solamente esto, morbleu!: La chica había sido una persona fuerte, de gran salud. Había muerto, al parecer, de inanición. La Larue había estado a punto de disolverse a consecuencia de una extraña enfermedad, una dolencia sin nombre, Ahora era joven, fuerte y atractiva como antes. C'est tout. Nadie puede basar un proceso criminal en eso. En fin, la pobre masseuse fue recientemente enterrada en Saint Supplice, y la Lame, por sugerencia de la policía, se trasladó a Buenos Aires. ¿Qué hizo alli? Cualquiera puede suponérselo.
Veamos ahora qué es lo que tenemos... Ello no constituirá una prueba, pero podemos hablar de unos hechos: Larose, Larue, Leroy. Estos nombres son bastante similares. Una Madelon Larose qúe está a punto de morir, aparentemente, a causa de una rara enfermedad -de vejez, quizás-, establece contacto con una joven y recupera la salud y. por lo visto, la juventud, en tanto que la otra persona fallece, seca como una naranja chupada. Esto ocurre en 1867. Una generación más tarde, una mujer llamada Madelon Larue, que se acomoda a la descripción de la Larose perfectamente, se ve afectada por la misma dolencia, y recupera la salud, como le había pasado a la Larose, dejando a su espalda los restos de lo que había sido una joven fuerte, vigorosa, con la que había estado asociada. Esto sucede en 1910. Ahora, en nuestra época, una mujer llamada Madelon Leroy...
-Pero... ¡todo esto es una cosa totalmente fantástica! -objeté-. Usted se limita a formular suposiciones. ¿Cómo identifica a Madelon Leroy con esas dos...?
-Siga escuchándome... Concédame unos momentos más, amigo mío- dijo De Grandin-. Usted se acordará, seguramente, de que nada más entrar la Leroy en nuestro campo de observación me sentí interesado...
-Ciertamente. No apartaba los ojos de ella...
-Précisement. Porque, parbleu!, en el momento en que la tuve delante me pregunté: «¿Dónde has visto tú esa cara antes, Jules De Grandin?» Me contesté en seguida: «No trates de engañarte a ti mismo, Jules. Sabes muy bien dónde la viste por primera vez. Se trata de Madelon Larue, la misma mujer que te causó tanta impresión cuando la viste bailar nu comme la main en el Théâtre Français en tus buenos tiempos. Volviste a verla, con todo su encanto y belleza, cuando llevabas a cabo indagaciones sobre la muerte de su joven y robusta masseuse. ¿Te acuerdas, Jules De Grandin?»
Sí que me acuerdo, me dije.
Muy bien, Jules, seguí interrogándome. ¿Y qué hace esta encantadora dama aquí hoy, al parecer con los mismos años que en 1905, o en 1910? Tú te has hecho mayor, tus amigos han envejecido... ¿Es que ella constituye una excepción de la regla general? ¿Va a estar siempre lozana, fresca, indiferente al paso del tiempo como la luz de la luna? La lógica más elemental te dice, Jules, que esto no puede ser, que esto se aparta de la norma que rige la vida de los seres vivos», continué considerando. Bueno, ¿y qué ocurre después? Hay una gran velada. Mademoiselle Leroy se enfrenta con su público. Nos vemos, nos miramos a los ojos, nos reconocemos mutuamente, pardieu! En mí, ella ve al juge d'instruction causante de algunas situaciones embarazosas años atrás. En ella, yo veo... ¿Qué puedo decir? De todos modos, nos reconocemos, y ninguno de los dos nos sentimos felices con tal reconocimiento mutuo. No, desde luego que no.
Al día siguiente, por la tarde, fuimos al sanatorio para ver a Mazie. La encontramos más mejorada, pero todavía muy débil e inquieta.
-¿Cuándo voy a salir de aquí? -inquirió la joven-. Por favor... Tengo un compromiso al que no quiero faltar, y me encuentro ya tan repuesta...
-Precisamente, mademoiselle -contestó De Grandin-. Estás mucho mejor, en efecto, Y no tardarás en recuperarte por completo. Para ello bastará con que tu organismo se empape de alimento comme une éponge.
-Pero...
-Pero... ¿qué? -inquirió De Grandin, enarcando las cejas expresivamente-. ¿A qué viene ese «pero»? Explícate.
-Se trata de Madelon Leroy, señor. Yo estaba ayudándola...
-No lo dudo ni por un momento -manifestó mi amigo, asintiendo-, ¿En qué forma?
-Dice que mi juventud y mis energías le dan fuerzas para seguir... Está realmente al borde de una crisis, ¿sabe usted? Asegura que mis visitas le confortan, que suponen mucho para ella...
La severa mirada que sorprendió en el doctor De Grandin hizo guardar silencio a la muchacha momentáneamente.
-¿Qué ocurre, doctor? -inquirió luego.
-Escúcheme, Mazie, ¿Qué pasaba en el curso de tus visitas a la «suite» de esa dama, en el hotel?
-Nada, nada en realidad, Madelon.., Me permite que la llame así, ¿no es maravilloso? Madelon se encuentra tan fatigada que apenas habla, Se tiende en una chaise-longue y hace que le coja las manos y que le lea. No he visto nunca unas negligées más bonitas que las suyas... Luego, tomamos el té. Ella se acurruca entre mis brazos, como si fuera una niña. A veces sonríe en su sueño. Parece entonces un ángel...
-¿Y tú disfrutas con esta amistad, hein?
-¡Oh, sí! ¡Mucho! Nunca había vivido una cosa tan maravillosa.
De Grandin sonrió al incorporarse.
-Bien. Dentro de unos años, esto constituirá para ti un feliz recuerdo, estoy convencido de ello. Entretanto, si te vas recuperando como hasta ahora, dentro de unos días...
-Pero... ¿Y Madelon?
-Iremos a verla y se lo explicaremos todo, ma petite. Sí. No faltaba más!
-¿Lo hará usted así, doctor? ¡Es usted muy bueno!
Mazie despidió a De Grandin con una sonrisa y se acomodó en el lecho para entregarse al sueño.
-La doncella de la señorita Leroy ha llamado tres veces hoy -nos explicó Jane Schaeffer, cuando nos detuvimos en su casa unos minutos, de regreso del sanatorio-. Parece ser que aquélla se encuentra enferma y siente unos deseos enormes de ver a Mazie...
-Ya me lo imagino -contestó De Grandin, secamente.
-Da la impresión de sentir un gran afecto por mi hija... Le conté finalmente lo que habían dicho ustedes, diciéndole dónde paraba ahora Mazie...
-¿Hizo usted eso? -inquirió De Grandin, como tragando saliva.
-¿Qué hay de malo en ello? Me figuré que...
-Ha cometido usted un error, madame. Recordará que le dijimos que la chica no podía recibir visitas. Vamos a poner remedio a la cosa, con la mayor rapidez posible, pero si a su hija le ocurre algo suya será la culpa. Bon jour, madame!
De Grandin hizo sonar sus tacones al mismo tiempo que hacía una fría reverencia.
-Vámonos, amigo Trowbridge. Tenemos cosas por hacer, cosas que no admiten el menor aplazamiento.
Una vez en la calle, explotó como un petardo.
-Nom d'un chat de nom d'un chien de nom d'un coq! Uno puede intentar defenderse ante los enemigos mal intencionados; en cambio, frente a la ingenuidad o la ignorancia no se puede hacer nada generalmente, pardieu! Vamos, amigo mío. La rapidez viene a ser aquí ahora lo más esencial.
-¿A dónde tenemos que ir? -pregunté al poner en marcha el motor del coche.
-¡Al sanatorio, diablos! Si no nos damos prisa puede ser que lleguemos demasiado tarde.
El azul con que se ofrecían a la vista las distantes Montañas Oranges había perdido intensidad a causa de la calina de la tarde veraniega. La cinta de asfalto de la carretera se alargaba interminablemente a nuestras espaldas.
-¡Más de prisa, más de prisa! -dijo De Grandin, apremiante-. Tenemos que correr todo lo que podamos, amigo Trowbridge.
Unos minutos después teníamos a la vista un gran automóvil negro, muy elegante. Los ojillos de De Grandin escrutaron atentamente el vehículo.
-¡Es el de ella! -exclamé-. Tenemos que adelantarle... ¿No puede usted sacarle más rendimiento a este moteur?
Pisé a fondo el acelerador y la aguja indicadora de la velocidad se inclinó un poco hacia la derecha. Ochenta, ochenta y cinco, noventa... Con cada revolución de las ruedas se aminoraba la distancia que nos separaba del otro vehículo. El conductor del otro automóvil debía de habernos visto en el espejo retrovisor del coche. O quizá estaba pendiente de nosotros su pasajera. El caso es que también aceleró, despegándose, desvaneciéndose en una curva a los pocos minutos, entre un remolino de polvo y de humo de su tubo de escape.
-Parbleu! Pardieu! Par la barbe d'un porc vert! -exclamó De Grandin- Se nos escapa, corre más que nosotros...
Un enervante chirrido de frenos, seguido de un golpe sordo, le hizo callar. Al doblar por fin la curva se nos ofreció a la vista el gran sedán negro volcado a un lado de la carretera, con las ruedas girando al aire alocadamente; tenía el parabrisas y los cristales de las ventanillas destrozados. Del capó del motor salía una columna de humo.
-Triomphe! -exclamó mi amigo, al tiempo que se apeaba, nada más detener yo nuestro coche, para echar a correr en dirección al automóvil siniestrado-. ¡Ya la tenemos en nuestras manos, Trowbridge!
El chófer se habla quedado detrás del volante. Hallábase inconsciente, pero no sangraba. En los asientos posteriores había dos mujeres: una muy fornida, en la que reconocí a la doncella de la señorita Leroy; envuelta en velos, hasta el punto de parecer un fantasma gris, vi a Madelon Leroy, una figura muy diminuta al lado de su criada.
-Cuide de ese hombre, amigo Trowbridge -me ordenó De Grandin, cuando ya había dejado caer la mano sobre el tirador de una de las puertas traseras-. Yo me ocuparé de sacar de ahí a esas mujeres.
Haciendo acopio de fuerzas, extrajo del coche a la doncella, desmayada, depositándola en un lugar seguro. Después, concentró su atención en Madelon Leroy. Yo me las había arreglado para dejar al chófer junto a la carretera. Segundos después, surgió una llamarada del sedán siniestrado. El depósito de gasolina estalló como si hubiera sido una bomba, saliendo proyectados en todas direcciones numerosos trozos de vidrio.
-¡De buena nos hemos librado! -exclamó, jadeante, abandonando el árbol cuyo tronco utilizara como parapeto-. Si tardamos unos momentos más en llegar esta gente hubiera ardido con el coche.
De Grandin asintió, un tanto absorto.
-Si usted se queda aquí con ellos yo intentaré localizar un teléfono para llamar a una ambulancia... Estas personas necesitan cuidados inmediatos, especialmente mademoiselle Leroy. ¿Tiene usted influencia en el Mercy Hospital?
-¿Que si tengo...? No le entiendo, De Grandin.
-Quiero que se ocupe de que estas personas queden instaladas en habitaciones independientes. Si es así, todos saldremos ganando con ello.
Nos sentamos junto a la cama de ella, en el Mercy Hospital. El chófer y la doncella ocupaban sendas habitaciones. A Madelon Leroy le había sido asignada una «suite» en el último piso. El sol se acercaba al ocaso, convertido en una especie de balón carmesí, flotando en un mar rosado; una leve brisa jugaba incansablemente con las blancas cortinas de la ventana. De no haber conocido su identidad, ninguno de nosotros habría dicho que la mujer que se encontraba en aquella cama era la atractiva, la deslumbrante Madelon Leroy. Su faz aparecía lívida, casi gris, de un gris verdoso; a través de la piel se adivinaban las líneas de su cráneo... Tenía las sienes hundidas, como los ojos; la nariz se había hundido extrañamente también, acortándose, haciendo más saliente la mandíbula y los arcos superciliares. Unas venitas azules acentuaban la extrema palidez de las mejillas, dando al rostro una apariencia de objeto de cera; las orejas eran casi transparentes; los labios se habían resecado, replegándose sobre los dientes, como si la mujer se esforzara para hacerse con un poco de aire.
-Mazie -murmuró, en un débil susurro-: ¿dónde estás, querida? Ven... Ha llegado la hora de nuestra siesta. Tómame en tus brazos, querida; apriétame contra tu frente y juvenil cuerpo...
De Grandin se incorporó, inclinándose sobre el lecho, mirándola no como un médico mira siempre a un paciente que sufre, sino con la frialdad del ejecutor que estudia a la persona condenada.
-Larose, Larue, Leroy... como quiera usted llamarse.. Ha llegado por fin a la meta de su viaje por la vida. Ya no dispone de víctimas que puedan renovar su pseudojuventud. Llegó un día al mundo (le bon Dieu sabe cuantos años hace de eso) y ha sonado para usted la hora de irse.
La mujer volvió hacia él los ojos, unos ojos sombríos, sin el menor brillo. En su marchita faz fue apareciendo trabajosamente una expresión elocuente: le había reconocido.
-¡Usted! -exclamó en voz muy baja, delatadora de un gran pánico-. Por fin me has encontrado... Tú, mi enemigo.
-Tu parles, ma vielle -replicó De Grandin, con naturalidad-. Tú lo has dicho. Te he encontrado por fin. No me fue posible materialmente evitar que absorbieras la vida de aquella desgraciada persona en 1910; tampoco pude interponerme entre tú y la joven de los días de Napoleón III. Pero esta vez estoy aquí, sí. Todo queda atrás ya; el fin se aproxima.
-Ten piedad de mí -rogó ella, temblorosa-. Ten piedad de mí, hombre cruel. Yo soy una artiste, una gran actriz. Mi arte hace felices a millares de seres. Durante años, he llevado un poco de alegría a los que vivían tristes o atribulados. Compáreme con otras mujeres... ¿Qué representan a mi lado las campesinas, las hijas de los comerciantes, las de la bourgeoisie? Yo soy Claro de Luna, la luz de la luna reflejándose en unas aguas remansadas; la dulce promesa del amor todavía no logrado...
-Tiens... Yo creo que la luna se está poniendo, mademoiselle -dijo De Grandin, interrumpiéndola secamente-. Si desea los auxilios de un sacerdote...
-Nigaud, bête, sot! -susurró ella. Y su susurro fue como un apagado grito-. ¡Estúpido! ¡Necio! ¡Hijo de padres imbéciles! No necesito a mi lado a ningún sacerdote, no quiero que me hablen de arrepentimientos ni de redenciones. Lo que sí deseo es recuperar mi juventud y mi belleza. Haz venir aquí a una muchacha limpia, joven, llena de salud...
Ella se interrumpió al ver una dura mirada en los ojos de De Grandin. Apenas tenía fuerzas ya para insultarle. Pero de sus labios salieron todavía epítetos que habrían hecho enrojecer de vergüenza a una comadre de los muelles de Marsella. De Grandin encajó aquel discurso con serenidad. Ni sonreía ni se mostraba irritado. Había en él una aire de indiferencia total, como si en aquellos instantes se hubiese hallado en un laboratorio, observando en el microscopio un nuevo y curioso espécimen.
-Eres una bestia, un perro, un cerdo -siguió diciendo la mujer-. Desciendes de apestosos camellos... Eres un hijo bastardo de una gata callejera y de un demonio de los infiernos...
Los médicos estamos habituados al espectáculo de la muerte. Al principio de nuestra carrera, ésta nos causa siempre una gran impresión; luego, nos acostumbramos. Sin embargo, en aquel caso, no pudé evitar un escalofrío, al observar el cambio que se estaba operando a mi vista. La azulada blancura de su piel tomó un tinte verdoso; todo parecía indicar que los microorganismos de la putrefactión operaban ya en ella; el rostro de la mujer se pobló de arrugas que eran como las grietas que se abren en el hielo; el tono rubio de sus cabellos se trocó en un tono amarillento sin brillo; las manos que asomaban por encima de las sábanas parecían las garras de un animal muerto y disecado. La cabeza de la mujer se incorporó un instante sobre la almohada; los ojos estaban enrojecidos y carecían de vida. Bruscamente, se quedó sentada en el lecho, doblándose en seguida por la cintura como una burda muñeca rota; las manos buscaron su propio pecho, agitado por una tos estértórica. Luego, cayó sobre su espalda, quedándose inmóvil.
No se oía nada, absolutamente nada en la habitación mortuoria. Ningún sonido llegaba hasta allí por las abiertas ventanas. El mundo parecía haberse paralizado con la quietud de la puesta del sol. Nora McGinnis habíase superado aquella noche. La cena que nos ofreció habría representado la máxima satisfaeción para un buen «gourmet». Su ternera en salsa agridulce fue un regalo para nuestros paladares; lo mismo que sus pastelillos, sus quesos, su melocotón y la compota de ciruela. De Grandin apuró con delectación su taza de café; luego, sonrió como un querubín; a continuación aspiró el aroma de su Chartreuse vert con los ojos entreabiertos...
-¡Oh, no, amigo mío! -me dijo-. No puedo ofrecerle una explicación adecuada. Esto es como la electricidad: nos beneficiamos de sus efectos a cada paso, pero nada sabemos en cuanto a sus orígenes.
Ya le dije que la reconocí nada más verla. Pero no acertaba a tomar en serio mis sospechas. Para esto, tuvo que reconocerme ella. Luego, me di cuenta de que nos enfrentábamos con algo maligno, con algo que rebasaba la experiencia cotidiana, aunque no se tratara de nada sobrenatural. Ella fue una especie de vampiro, un vampiro diferente de los tradicionales. El vampiro normal posee vida en su muerte. Ella permaneció enteramente viva. Seguiría así mientras encontrara en su camino víctimas frescas. De una manera u otra, Dios sabe cómo, adquirió la habilidad de absorber la vitalidad, la fuerza de las mujeres jóvenes y vigorosas, tomando de ellas todo lo que podían darle, dejándolas virtualmente vacías, hasta tal punto que sus víctimas perecían a consecuencia de su extrema debilidad, mientras que la actriz estrenaba una nueva juventud, gozando de un renovado vigor.
De Grandin hizo una pausa para encender un puro, añadiendo a continuación:
-Usted sabe que se admite generalmente que cuando un niño duerme con una persona de edad, o inválida, aquél cede su vitalidad a su compañero de lecho. En el «Libro de los Reyes» leemos que David, rey de Israel, al llegar a la edad madura, encontrándose muy debil, era reforzado por tal procedimiento. Ella se valía de un proceso similar, pero mucho más acentuado.
En 1867 necesitó sesenta días para pasar de una juventud aparente a la edad avanzada. En 1910, el proceso duró dos semanas o diez días; este verano, se nos presentó joven por la mañana y al día siguiente era una anciana o mujer de edad madura, al menos. ¿Cuántas veces, entre los días de mi gran' père y los nuestros renovó su juventud y su vida valiéndose de jóvenes amigas? No lo sabemos... Estuvo en Italia y en América del Sur. Sólo le bon Dieu sabe qué otras partes del mundo visitó. Hay, no obstante, una cosa que parece ser cierta: con cada renovación de su juventud se tornaba más débil. Incidentalmente, habría llegado así al momento de la transformación casi repentina, a un instante en el que no hubiera dispuesto de tiempo para encontrar una víctima a la que «chupar», por así decirlo, su vitalidad.
Mazie había sido escogida como víctima esta vez, y de no haber estado nosotros donde estuvimos... Eh bien! Yo creo que tendríamos otra tumba en el cementerio, gracias a la cual mademoiselle Leroy proseguiría sus actuaciones teatrales. Sí, sin duda. ¿Desea usted saber algo más? -inquirió De Grandin, al ver que yo no formulaba ningún comentario.
-Hay una o dos cosas que me desconciertan -respondí-. En primer lugar, quisiera saber si existe alguna relación entre su poca corriente habilidad para rejuvenerse a expensas de otras personas y su negativa a verse fotografiada. ¿Cree usted acaso que pudiera comportarse así, por otra parte, persiguiendo un efecto publicitario?
De Grandin consideró mi pregunta durante unos instantes, replicando luego:
-No, no es eso... Sucede que el objetivo de la cámara fotográfica es más detallista que nuestros ojos. Un buen maquillaje puede engañar al ojo humano; las lentes de la cámara, en cambio, van más allá, mostrando todas las imperfecciones, por menudas que sean. Por esta razón, seguramente, no quería que le hiciesen fotografías. ¿Se hace usted cargo?
Asentí.
-Otra cosa. Usted dijo en una ocasión a Mazie que estaba seguro de que el episodio de su amistad con la Leroy constituiría un bonito recuerdo en su vida. Usted ya sabía entonces a qué atenerse con respecto al proceder de la mujer, es decir, sabía que se valía de las jóvenes para, sin la menor piedad...
-Pues sí, es verdad que estaba entonces ya al cabo de la calle. Mazie se había relacionado con una extraña y bella actriz; la adoraba con el ardor que solamente pueden sentir las jóvenes por una mujer mayor y más mundana. De haberle dicho la verdad, se habría negado a creerme, y además yo habría atentado contra el ideal que su mente se había forjado. Es mejor que siga conservándolo, que se mantenga en una feliz ignorancia acerca de la verdadera condición de la persona que consideró amiga, respetando su recuerdo para siempre. ¿Por qué privarle de algo bello cuando guardando silencio, simplemente, podemos ayudarla a conservar un grato recuerdo?
Una vez más, hice un gesto afirmativo.
-Resulta difícil de creer todo esto, pese a haber sido testigo de ello -confesé-. Estoy dispuesto a aceptar su tesis, pero se me antojó algo cruel dejarla morir de aquel modo, aunque...
-Créame, amigo mío -dijo De Grandin, interrumpiéndome-. Ella no era una mujer realmente auténtica. ¿No recuerda lo que dijo de sí misma antes de morir? Manifestó que era un clair de lune, luz de luna, carente por completo de edad y de pasiones. El suyo era un egotismo llevado a ilógicas conclusiones; tratábase de un ser cuyo egoísmo iba más allá de otros pensamientos y propósitos. Era una rara, una extraña cosa, sin sentido acerca del bien o del mal, de la justicia o la injusticia, como un fauno o un hada, o cualquier otra grotesca criatura salida de un viejo libro de magia.
De Grandin apuró hasta la última gota del licor que había en su copa, alargándome ésta, ya vacía.
-Yo repito, si es usted tan amable, amigo mío.
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Aquí aparece nuevamente Jules de Grandin, utilizando conocimientos sobre ocultismo para desentrañar un misterio muy poco original.
Los Señores del Más Allá.
The Lords of the Great, Seabury Quinn (1889-1869)
Jules De Crandin se pasó la copa de coñac por debajo de la nariz saboreando el bouquet de la fine champagne con la apreciación aguda del conocedor. Tomó un corto sorbo, y una expresión decididamente extática sucedió a su anterior aspecto complacido.
-Parbleu! -murmuró—. Como solía decir mi buen amigo Francisco Rabelais: «El buen vino es el alma viviente de la uva, pero el buen coñac es el espíritu viviente del vino», y...
-¡Diablos! -exclamó el doctor Taylor que acababa de tirar con un movimiento nervioso la copa de cristal al suelo.
-Quel dommage! ¡Qué lástima! -lo consoló De Grandin-, Perder ese cristal precioso es mala suerte, monsieur, pero como el vieux cognac es algo que no tiene precio, perderlo es una calamidad, ni más ni menos.
-¡No sabe usted cuánta razón tiene! -respondió sombríamente el doctor Taylor—. Era la última botella del Jeróme Napoleón que me quedaba en la bodega, y Dios sabe cuándo conseguiré otra. Parece que estas cosas suceden de tres en tres. Esta mañana, durante el desayuno, tiré la taza de café. Esta tarde, por poco se me caen al fuego un manojo de papiros de un valor incalculable, y ahora... —se interrumpió haciendo una mueca para demostrar lo descontento que estaba consigo mismo—. Espero haber cerrado el ciclo.
-Es comprensible, monsieur —dijo De Grandin asintiendo compasivamente-. Son los tiempos, la tensión causada por la guerra, los...
-No se le puede echar la culpa de esto a la guerra -repuso Taylor—. Detesto tener que confesarlo, pero desde hace días que estoy más nervioso que un león enjaulado. Se me va el santo al cielo.
-Comment? -preguntó nuestro amigo francés, cuyas cejas se elevaron más de un centímetro—. ¿Alguien ha muerto y se ha ido al cielo?
Muy a pesar suyo, nuestro huésped soltó una corta carcajada.
-Hace mucho tiempo, doctor De Grandin; y como no le ayude a bajar... Oh, no quiero tomarle el pelo. Cuando decimos que se nos va el santo al ciclo, significa que estamos pensando en otra cosa, distraídos. Y es por culpa de esa maldita momia que me tiene completamente sorbido el seso.
Esta vez De Grandin no se dejó engañar.
—Por favor, tenga la amabilidad de traducir, amigo Trowbridge —me dijo—, ¿Es otro de sus modismos? ¿A qué se refiere lo de la momia? ¿Se trata de un verdadero cadáver, la esposa de su padre, o qué?
—¡No! -exclamó el doctor Taylor, que tuvo que hacer un gran esfuerzo para contener una nueva carcajada-. No es un modismo, doctor De Grandin; ojalá lo fuera. La verdad es que, aunque no soy supersticioso, ando mal de los nervios desde que trajeron una nueva momia al museo. Se había retrasado muchísimo su traslado debido a la guerra, y cuando llegó nos pilló a todos por sorpresa. Varios de los jóvenes que trabajaban con nosotros han entrado en filas, así que tuve que encargarme de todo. Ojalá no lo hubiera hecho. porque, o mucho me equivoco, o es, como solemos decir, una momia de mala sombra. Y..., en fin, como he dicho ya, no soy supersticioso, pero...
—Yo creo que cualquier momia podría considerarse de mala sombra -intervine con algo de fatuidad—. Eso de que lo saquen a uno del tranquilo descanso de la tumba para enviarlo a través de ocho mil kilómetros de agua y después exhibirlo ante personas a quienes uno llamaría bárbaros...
El doctor Taylor ignoró por completo mi ligero comentario humorístico.
—Cuando un egiptólogo habla de una momia de mala sombra, se refiere a sus efectos sobre los vivientes, no a su suerte o carencia de ella —me interrumpió casi bruscamente sin dirigirse a mí—. Llámenlo ustedes falta de sentido común, si quieren, y seguro que lo harán. Pero hay un hecho que parece dar cuerpo a la creencia de que los antiguos dioses de Egipto tienen el poder de castigar a quienes perturban el reposo de las momias cuyos dueños murieron en apoetasía. A tales momias el gremio les achaca la mala som¬bra: son de mala sombra para quienes las encuentran o tienen algo que ver con ellas-
»El ejemplo clásico es Tutankhamen —continuó—. Fue un hereje notorio en sus tiempos, ¿saben?, y había ofendido mucho a los «Antiguos» o a sus sacerdotes, lo cual, a la larga, venía a ser lo mismo. Por eso, cuando murió, aun cuando le hicieron grandes funerales, no colocaron la imagen de Amón-Ra en la proa de la barca que lo llevó a través del Lago de los Muertos, y las láminas de Seh, Tem, Neptis, Osiris e Isis no fueron depositadas ara que le acompañaran en la tumba. A pesar de sus tardíos esfuerzos pa¬ra reconciliarse con los sacerdotes, Tutankhamen era poco menos que un ateo, de acuerdo con la teología egipcia de la época, y la ira de los dioses lo acompañó más allá de la tumba. No deseaban que se conservara su nombre para que no llegara a la posteridad, ni que sus reliquias fueran descubiertas. Ahora bien, examinemos los acontecimientos ocurridos en nuestros tiempos; en 1 922 , lord Carnarvon localizó la tumba. Tenía cuatro asociados. Carnarvon y tres de ellos perecieron más o menos un año después de abrir la tumba. El coronel Herbert y el doctor Evelyn White fueron de los primeros que penetraron en ella; ambos murieron al cabo de do¬ce meses. Sir Archibald Douglas fue contratado para analizar la momia con rayos X; falleció casi antes de que se revelaran las placas. Seis de los siete periodistas franceses que entraron en la tum¬ba poco después de que fuera abierta murieron menos de un año después y casi todos los trabajadores contratados para las excavaciones fallecieron antes de tener la oportunidad de gastarse el sueldo. Unos murieron de un modo, y otros de otro. El hecho es que todos perecieron.
Y aún hay algo más —añadió—. Todos los objetos insignificantes encontrados en la tumba de Tut parecen ejercer una influencia maligna. Hay pruebas concluyentes de que los empleados del museo que tienen que trabajar junto a las reliquias de Tutankhamen o cerca de la sala en que están expuestas caen enfermos o fallecen sin razón aparente. ¿Les extraña a ustedes que lo llamen «momia de mala sombra»?
—Bien, monsieur. Et puis? —preguntó De Grandin en cuanto nuestro huésped concluyó.
—Eso es todo —replicó el doctor Taylor—, Esa momia que me ha caído en suerte es condenadamente extraña. Es obra de la dinastía XVIII, eso está claro, pero no se parece a nada de lo que yo haya visto anteriormente. No hay máscara facial ni estatuilla funeraria, ni en la momia ni en el féretro, y el propio sarcófago carece de escritura. Los viejos egipcios escribían siempre los títulos y biografías de los muertos en su féretro, ¿saben ustedes?, pero ese sarcófago está limpio: es madera virgen; un magnífico caparazón de cedro delgado y duro sobre el cual ni siquiera se ha aplicado un barniz. La mayoría de las tapas de los sarcófagos están sostenidas por cuatro pernos que se ajustan a cuatro hendiduras en la parte inferior y están fijadas por medio de clavijas de madera dura. Este féretro tiene ocho, tres de cada lado y uno en cada extremo. Probablemente deseaban asegurarse de que lo que estuviera encerrado en ese fére¬tro no volvería a salir. Además (y esto, más que simplemente inusitado, es absolutamente único), la parte interior del féretro está cubierta por cuatro pulgadas de especias.
—¿Especias? —repitió como un eco Jules de Grandin.
—Especias, sí. No las he analizado todas aún, pero hasta ahora hemos identificado: clavillo, nardo, canela, áloe, tomillo y jengibre, mostaza, pimienta y sal común,
De Grandin apretó los labios en un silbido silencioso.
—Eso sí que es realmente inusitado -asintió-. ¿Y ya la ha desenvuelto usted, la ha expuesto a los rayos X?
—Pues, sí y no.
—Comment? Oui et non? ¿Es eso un doble sentido, como dicen?
—No exactamente —dijo nuestro anfitrión, sonriendo con buen humor—Quiero decir que he retirado la primera capa de vendas, la cáscara que está pegada con bitumen, ¿sabe usted?, y he sometido a la momia, envuelta en sus vendajes interiores, al fluoroscopio...
—¿Sí? ¿Y que mas, monsieur? -intervino De Grandin en cuanto el doctor Taylor hizo una pausa tan larga que parecía no querer volver a hablar.
-Eso es, precisamente, doctor De Grandin, No está nada bien. Lo que he descubierto confirma mi sospecha de que tengo entre manos una momia de mala sombra.
Woeltjin, el doctor Oris Woeltjin, encontró esa momia en una tumba hábilmente escondida entre Nagada y Der El-Bahri, en el límite este del desierto del Líbano, territorio considerado como ago¬tado hace ya años —informó nuestro anfitrión—. Mientras estaban excavando, dos de sus hombres fueron mordidos por arañas de la tumba y perecieron entre terribles convulsiones. También eso resultaba insólito, porque, aun cuando la araña de las tumbas egipcias es un bicho espantosamente feo, no es particularmente venenosa; me han picado media docena de veces y no he sufrido ni la mitad de lo que se sufre cuando le pica a uno un escorpión. Esto debe de haber impresionado también a los demás trabajadores, porque desertaron como un solo hombre; Woeltjin perseveró y, con ayuda de vecinos que pudo contratar por el doble del sueldo habitual, llegó finalmente a la cámara mortuoria. Pero eso era sólo el principio. Las pasó negras para llevársela consigo Nilo abajo. La mitad de la tripulación de su dehabeeyah cayó enferma de una especie de fiebre misteriosa, algunos perecieron y los demás saltaron por la borda, de modo que tardó casi dos semanas en realizar un viaje que suele hacerse en cinco días como mucho. En la actualidad, el gobierno egipcio no permite que se lleven momias al extranjero, pero Woeltjin era ducho en esas lides: siguió hasta donde pudo y sobornó cuando no le quedó más remedio. Finalmente pasó la cosa de contrabando en un cajón de esponjas de Esmirna y llegó con ello hasta Liverpool, donde falleció.
La momia anduvo llamando de puerta en puerta por los muelles y depósitos de Liverpool durante casi dos años. La guerra la retuvo allí un tiempo aún, pero acabó por llegar y, créanmelo o no, nuestro departamento de embarques la tomó por una caja de esponjas y la dejó en el depósito durante casi dos años más. El conservador la descubrió allí por pura casualidad la semana pasada. Pues bien, con esos antecedentes, lo que descubrí ayer me confirmó en mis sospechas de que la cosa tiene mala sombra.
Jules de Grandin se inclinó sobre la mesa.
-Nom d"un million de moustiques pestíferes, monsieur, ¿qué descubrió usted? —preguntó—. Me devora la curiosidad. Taylor sonrió con algo de reticencia.
-El fluoroscopio ha revelado que la estructura ósea del pecho "ha sido quebrada. O murió de lo que equivale a un accidente de tráfico de la vida moderna, o... —se interrumpió y tomó un sorbo de coñac— fue víctima de un rito que corresponde más o menos a la peine forte et dure de los tribunales criminales de la Inglaterra medieval: aplastada hasta morir bajo un gran montón de piedras. ¿Comprende?
-Pero podría haber sido un accidente -objeté—. Esas carretas de dos ruedas de la antigüedad no eran vehículos muy estables, y sería muy posible que...
-Posible, pero no probable en vista de lo que dice el papiro —me cortó el doctor Taylor—. He encontrado la hoja de escritura metida entre dos capas de vendas, camuflada, creo yo, justo des¬pués de terminar mi inspección fluoroscópica.
De Grandin pellizcó las puntas afiladas de su bigotito rubio.
-Tiens, monsieur. ¿Por qué nos atormenta así estirando tanto su historia? ¿Qué decía ese veinte veces condenado papiro suyo?
-Muchas cosas —respondió el doctor Taylor—. No he terminado de traducirlo, pero ya el principio tiene el aspecto de un misterio pavoroso. Se describe a sí misma como Nefra-Kemmah, sirvienta de la Altísima Madre, la Encornada, la Dama de la Luna...; en resu¬men, una sacerdotisa de la diosa Isis. ¿Entiende lo que eso supone?
Negué con la cabeza; De Grandin fijó una de sus miradas de gato en nuestro huésped, sin parpadear, pero no contestó-
-Las sacerdotisas de Isis, a diferencia de las sirvientas de las demás diosas-madre de la antigüedad, hacían voto de castidad y eran totalmente solteras como las vestales o las monjas cristianas. Si una de ellas se olvidaba de sus obligaciones sagradas, aunque sólo fuera mirando o hablando a un joven que no fuera sacerdote, las consecuencias eran decididamente desagradables. Si ella, como dice el refrán, no amaba juiciosamente sino demasiado bien, su castigo era la muerte por el tormento. Este podía adoptar diversas formas: enterrarla viva, envuelta y rodeada de vendas como una momia, pe¬ro con el rostro expuesto para que pudiera respirar, era una de las modalidades del castigo. Otra era aplastar su corazón equivocado y convertirlo en pulpa bajo un enorme montón de piedras.
-Parbleu! -murmuro De Grandin—. Entonces esta pobre fue de esas infelices.
-Todo parece indicarlo. Era sacerdotisa y había hecho voto de castidad bajo pena de muerte. Le destrozaron las costillas. Su féretro no lleva inscripción alguna, ni siquiera una pincelada. No parece haber sido solamente condenada a muerte sino al olvido total. Ahora, quizá comprenderán ustedes por qué estoy algo nervioso. Es fácil decir «tonterías insensatas», pero cuando se habla de mo¬mias con mala sombra, cualquier egiptólogo es capaz de citar un ejemplo tras otro de «accidentes» sucedidos a los que entraron en contacto con las momias que murieron bajo interdicto.
—¿Qué más dice el papiro? ¿No ha seguido usted adelante? —pre¬gunté.
—¡Ejem! Cuanto más avanzo, más desorientado me encuentro. ¿Conocen ustedes algo de las ideas de la medicina egipcia?
—Un poco —admitió Jules de Grandin—, pero no pretendería que puedo discutir con usted sobre ese tema. Taylor sonrió, apreciando el cumplido,
—Tenían nociones extrañas. Pensaban, por ejemplo, que las arterias contenían aire, que la sede de las emociones era el corazón y que la ira engendraba melancolía.
—Así es -fue la aprobación de Grandin.
—Pero estaban mucho más adelantados que sus contemporáneos, incluso que los griegos y romanos, porque habían entendido en parle que la razón reside en el cerebro. Recuérdenlo ustedes, porque lo que sigue tiene que ver con ello.
Los egipcios fueron sin duda el primer gran pueblo de la antigüedad (pie formuló una idea definida de la inmortalidad —continuó—, Tal era la razón por la que momificaban a sus muertos, Creían que, cuando hubieran pasado tres mil años, el alma volvía a reclamar el cuerpo, y si no tenía una morada carnal que la recibiera, tendría que errar sin cuerpo y sin hogar por Amenti, el reino de los condenados. Como la sacerdotisa Nefra-Kemmah vivió durante la dinastía XVIII, ahora estaría más o menos a punto de..
—¡Ah! -murmuró Jules de Grandin—. ¡Ah! ¿Cree usted...?
—No creo nada. Sólo estoy intrigado. En lugar de pedir a los dioses que guíen su Ka o alma errante hacia su cuerpo, que la espera, Nefra-Kemmah afirma (lo dice claramente) que volverá a levantarse con ayuda de una viviente, y valiéndose del poder de la mente. Esto es inaudito; nunca antes, que yo sepa, se había oído semejante cosa. Incluso los que morían en apostasía pedían a los dioses piedad y perdón por su pecado de falla de fe, solicitando la ayuda divina para alcanzar la resurrección. En cambio, esta pequeña sacerdotisa declara categóricamente que se levantará de nuevo con ayuda de un ser humano viviente, y gracias al poder de la mente.
El doctor Taylor sacó un sobre del bolsillo y escribió algo en él.
—He encontrado estos ideogramas repetidas veces —nos dijo, tendiéndonos el papel-. El primero significa «levantarse» o, por extensión, «me levantaré», y el segundo significa casi lo mismo, aunque no del todo. «Despertar» o «despertaré a la vida». Y siempre repite que lo hará con ayuda del poder de la mente, lo cual complica aún más el mensaje.
—¿Cómo es eso? -pregunté.
—Pues bien, si es una momia, no puede tener cerebro. Uno de los primeros pasos del embalsamamiento egipcio consistía en retirar el cerebro por medio de un gancho metálico introducido por la nariz.
—Ella tenía que saberlo, indudablemente -comencé, pero antes de que nuestro anfitrión pudiera contestar, oímos carcajadas en el porche; una llave giró en la cerradura y Vella Taylor apareció en el salón con un joven soldado inusitadamente guapo tras su estela.
—Hola, papá -saludó, plantando un beso en la calva de Taylor—. Buenas noches, doctor Trowbridge, doctor De Grandin. Este es Harrock Hall, un amigo muy especial. Lamento no haber estado aquí para cenar, pero Harrock tiene (me dejar el campamento mañana temprano, así que fui a su casa. No me habría parecido justo quitárselo a sus padres en su última noche en casa, y además quería estar con el todo el tiempo posible..., de modo que... ¿Qué están tomando ustedes? ¿Coñac! -puso una cara que recordaba el vinagre mezclado con aceite de ricino—. Horrible. Vamos, tesoro -y tomó de la mano al joven soldado—. Vamos a ver si podemos conseguir algo de benedictine y de brandy español. Reanima y sabe bien,
—¿Nos tendrá usted al corriente de lo que suceda? —preguntó De Grandin cuando nos despedíamos—. Esa joven tan notable que tu¬vo el valor de desafiar a los sacerdotes que la habían condenado y que declaró que a pesar de su sentencia de olvido absoluto volvería por aquí, me interesa muellísimo.
Serían más o menos las tres de la mañana cuando me despertó el insistente timbre del teléfono. La voz que llegaba desde el otro lado del hilo parecía desdichada, casi histérica, pero los médicos estamos acostumbrados a esas voces.
—Soy Granville Taylor, Trowbridge. ¿Puede venir inmediata¬mente...? Se trata de Vella; le ha dado algo así como un ataque...
—¿De qué clase? —Interrumpí-, ¿Se queja de dolores?
—No sé si le duele algo o no. Está inconsciente..,, perfectamente rígida y...
—Estaré allí lo más rápido que pueda trasladarme en coche —le aseguré antes de colgar y empezar a vestirme con la ropa que años de práctica me habían acostumbrado a dejar bien ordenada en una silla al lado de la cama.
—¿Qué está haciendo, mon vieux? —me preguntó De Grandin al oir mis movimientos—. ¿Tía tropezado el señor Taylor con el accidente que temía?
—No, es su hija. Tiene una especie de ataque, dice su padre. Está rígida e inconsciente.
—Pardieu! ¿La linda y feliz criatura? Déjeme acompañarlo, amigo, se lo ruego. Quizá pueda ser útil.
Su padre no había exagerado el estado en que se encontraba cuando dijo que Vella estaba rígida. Estaba tan tiesa de pies a cabeza como un bloque de hielo; tan tiesa y dura como una ayudan¬te de hipnotizador en pleno trance. No podíamos frotarle las manos, pues las tenía tan rígidas y apretadas que la carne no cedía. Podría haber sido un hermoso maniquí de sastre y no la dichosa muchacha vibrante y llena de vitalidad que habíamos saludado la noche anterior. Todo tratamiento resultó inútil. Estaba tendida, tan rígida y dura como si estuviera petrificada. Como si hubiera muerto. Su temperatura era exactamente la de la atmósfera circundante. La dureza pavorosa de la carne persistía y no respondía a estímulo alguno, excepto que las pupilas de sus ojos abiertos y fijos, que mostraban alguna ligera contracción cuando les poníamos enfrente la luz de una linterna. No se podía percibir el pulso, y cuando le metimos una aguja hipodérmica en el brazo para inyectarle una dosis de estricnina, no hubo movimiento reflejo de la piel, y nos dio la impresión de meter la aguja en una substancia cerosa y dura y no en carne viva. Por lo que pudimos comprobar, las funciones vitales habían quedado suspendidas. Pero no estaba paralizada en el sentido estricto de la palabra, o al menos estábamos convencidos de ello.
-¿Será..., será epilepsia? -preguntó temerosamente el doctor Taylor—, Su madre tenía un hermano que...
-Non. Tranquilícese, amigo mío -dijo De Grandin con voz apaciguadora-, No es epilepsia, puedo asegurárselo -y me susurró al oído—: Pero sólo le bon Dieu sabe lo que es.
Ya despuntaba el alba cuando empezó a dar señales de recuperación. La espantosa rigidez, semejante al rigor mortis, fue cediendo poco a poco, y la expresión fija y horrorizada de sus pupilas se transformó en una mirada de reconocimiento. Las líneas rígidas y duras empezaron a abandonar sus mejillas y mandíbula y el pecho se le estremeció con la respiración tras emitir un leve suspiro. No pudimos entender las palabras que dijo, pues las pronunció en un tono bajo y murmurante, todas juntas, como una invocación pronunciada apresuradamente. Producían un sonido rudo y gutural, como si encerraran muchas consonantes, y eran muy diferentes de cualquier idioma que hubiera oído yo pronunciar.
Ahora el susurro se convirtió en un canto modulado dulcemente en una cadencia pavorosa, con una nota acentuada y aguda al final de cada compás. Repetía una y otra vez la misma jerga incompresible, con un tono horripilante e indeciso, vagamente parecido al canto gregoriano. Sólo reconocí una palabra, o por lo menos creí reconocerla, porque, ya fuera realmente una palabra o que mi mente separara las sílabas para ajustarías al sonido de un nombre más o menos familiar, es algo de lo que no estoy seguro, pero me pareció que esa repetición en el caudal rápido de la invocación murmurada era un disílabo sibilante, muy parecido a la letra «s» pronunciada dos veces seguidas.
-¿Está tratando de decir «Isis»? -pregunté, apartando la mira¬da de sus labios temblorosos.
De Grandin la estaba mirando muy seriamente, con esa expre¬sión fija, sin parpadeos, que le he visto mantener durante minutos enteros en el anfiteatro de un hospital mientras se desarrollaba una intervención quirúrgica única, me hizo un gesto irritado con la mano, pero no habló ni desvió la atención de su mirada. El flujo de palabras sin sentido fue reduciéndose, como si la fuerza que había detrás de los agitados labios rojos se fuera perdiendo, pero el canto pavoroso y dulce siguió emitiendo sus cuatro notas menores susurradas sin fin. Ahora parecía que se enunciaban con mayor claridad, y casi sin esforzarnos pudimos reconocer una frase que seguía repitiéndose: O Nefra-Kemmah, nehes. Nehes, O Nefra- Kemmah!
—¡Cielo santo! -exclamó el doctor Taylor-, ¿Lo han entendido, caballeros? Está cantando Nefra-Kemmah, despierta. Levántate, oh Nefra-Kemmah. Nefra Kemmah era el nombre de aquella sacer¬dotisa de Isis de quien les hablé la noche pasada, ¿recuerdan? En su delirio se está identificando con la momia.
—Probablemente se lo ha oído contar a usted.
—Que me ahorquen si lo ha oído. Han sido ustedes las dos únicas personas a quienes he hablado del asunto fuera del museo. Sé que De Grandin es aficionado a las cosas ocultas, y que uno puede también fiarse de usted, Trowbridge, pero hablar de esa momia a alguien más, ¡no! ¿Creen ustedes que voy a dejar que mi hija me tome por un viejo chocho y supersticioso, o que voy a provocar las sonrisas compasivas de gentes extrañas?
—Sh...Sh... Despierta —avisó De Grandin. Vella Taylor paseó su mirada de Jules de Grandin a mí y des¬pués a su padre.
—¡Papá! —exclamó—, ¡Oh, querido papá, he pasado un susto tremendo!
—¿Susto, querida? ¿Por qué? -Taylor se arrodilló al borde de la cama y tomó las manos de su hija entre las suyas-. ¿Quién ha tratado de asustar a mi niña? -añadió.
Vella sonrió un poco desganadamente.
—Pues..., no lo sé muy bien —confesó—, pero sea quien fuere, lo ha logrado. Creo que han sido esos horribles viejos.
—¿Viejos, señorita? —repitió De Grandin como un eco—, ¿Quiénes eran y dónde estaban? Me gustaría saberlo. Dígamelo y tendré mucho gusto en saltarles los dientes postizos de una patada.
—Oh, no eran exactamente hombres, eran más bien imágenes de un sueño. Pero me parecían tremendamente reales, y ¡qué asustada me han tenido!
—Cuéntenoslo todo, por favor, ma belle. Ha sufrido usted una conmoción seria. Quizá sea resultado de la pesadilla, quizá no; en todo caso, si puede hacer el esfuerzo de tratar el antipático tema...
—Por supuesto, señor. Hablar del asunto puede ayudarme a aclarar la memoria. Harrock se marchó poco después que usted, porque tenía que tomar uno de los primeros trenes de la mañana, y subí al piso de arriba donde me puse a llorar hasta que me quedé dormida. En algún momento de esta madrugada, no sé exactamente a qué hora, pero sería probablemente poco antes de las tres porque la luna había salido tarde y estaba muy brillante cuando me desperté, abrí los ojos con una tremenda sensación de sed. El llanto pudo ser la causa, pues de otro modo no me lo explico. En todo caso, estaba totalmente deshidratada y fui al cuarto de baño a to¬mar un vaso de agua. Al regresar a mi dormitorio, lo primero que observé fue un rayo aislado de luna que pasaba por la ventana y caía plenamente sobre el espejo -señaló el espejo de cuerpo entero que estaba colocado en la pared más alejada-. Algo, yo no sé qué, pareció instarme a que fuera a mirar el espejo. Cuando llegué frente a él, me pareció que la luz de la luna lo había privado de su po¬der de reflexión. No pude ni siquiera verme.
-¡Ah! -exclamó De Grandin moviendo la cabeza de arriba abajo—. ¿No arrojaba usted sombra?
-En absoluto, señor. En cambio, el espejo parecía estar cubierto de una rapa de plata sin brillo..., no opaca del todo, sino como iridiscente. Podía ver que se reflejaban puntitos de luz, que de al¬gún modo parecían estar moviéndose en redondo, unos alrededor de otros, como un torbellino de jejenes luminosos ardiendo con una llama de un azul intenso y frío. Poco a poco, los puntitos brillantes de luz cambiaron sus remolinos a un ritmo lento y oscilante. El resplandor luminoso que arrojaban a través del espejo pareció quebrarse poco a poco formando un diseño determinado de luces y sombras. Era como si el espejo fuera una ventana a través de la cual estuviera yo mirando a otro mundo.
El lugar que contemplaba -prosiguió- estaba iluminado por la luz de la luna, una luz casi tan brillante como la del día. Era un edificio largo y ancho, con una columnata altísima. Al principio se me antojó, por lo que había oído contar a papá, que sería una especie de templo, y en un momento me convencí de que así era porque estaba oyendo una sistra tocando al unísono y el canto bajo y dulce de las sacerdotisas. Aquellas jóvenes dulces y esbeltas estaban arrodilladas en doble hilera, todas vestidas con túnicas de lino blanco y diademas de plata incrustada con lapislázuli alrededor de la frente. Tenían la cabeza inclinada y las manos hacia adelante y en ángulo recto con los brazos, mientras cantaban suavemente. Entonces entró un joven en el templo y avanzó lentamente hacia el altar, A pesar de que tenía la cabeza totalmente afeitada, me pareció extremadamente hermoso, con labios plenos y rojos, una barbilla firme y fuerte, y ojos grandes, dulces y pensativos. Mantuvo la mirada fija en el suelo mientras avanzaba hacia el altar, pero justo antes de retirar el velo plateado que cubría el rostro de Isis, miró hacia atrás y su mirada cayó con una especie de reproche triste sobre la muchacha que estaba arrodillada muy cerca de él. Vi que ella enrojecía y que inclinaba la cabeza más aún mientras cantaba. Aunque no sucedió nada más, tuve la impresión de que entre ambos había pasado un mensaje silencio so. Entonces él cruzó al otro lado del velo y desapareció. De repente, al canto de las sacerdotisas se sumó el canto más grave de hombres, unido en una especie de armonía ruda. Instintivamente me di cuenta de lo que estaba sucediendo. El joven a quien había visto penetró en el santuario de la Gran Isis para convertirse en uno de sus sacerdotes: estaban iniciándole en los misterios. Isis iba a sumirle dentro de su espíritu y sería suyo por la eternidad. Dejaría a un lado el amor de la mujer y la esperanza de tener hijos y se dedicaría por completo al servicio de la Gran Madre. La sacerdotisa a la que había visto enrojecer también lo sabía, porque le corrían las lágrimas entre los párpados entornados y su cuerpo esbelto estaba agitado por incontrolables sollozos.
Entonces, poco a poco -continuó Vella-, como si se estuviera formando vapor sobre el espejo, todo se cubrió de nubes, y un momento después la escena del templo quedó completamente oculta. Poco después, el vapor se fue disipando y pude ver la plena luz del día- El sol brillaba casi cegadoramente sobre el pilono pintado de un templo. En el antepatio comían las aves sagradas, y brillaban surtidores como diamantes en una fuente. Una mujer atravesó el patio dirigiéndose a la fuente: era la sacerdotisa a quien había visto anteriormente. Estaba vestida con una túnica de lino blanco que le alejaba al descubierto el pecho y los tobillos. Sus pies estaban cubiertos por sandalias de papiro y tenía los brazos adornados con brazaletes. Una diadema de plata y lapislázuli coronaba sus cabellos, que llevaba cortados hasta el hombro. En una mano llevaba un capullo de loto y con la otra trataba de equilibrar un balde de agua que le colgaba del hombro. De repente, de la sombra profunda que proporcionaba el elevado umbral del templo, salió un viejo cojeando. Estaba muy débil, pero su odio y su furor parecían infundir poder a sus miembros, como si se tratara de una marioneta movida por alambres. Por su túnica roja, su turbante azul y su barba blanca como la leche, así como por sus rasgos, lo reconocí como hebreo. Se plantó en el camino de la muchacha y le espetó una an¬danada de invectivas. No podía oír sus palabras, pero interiormente me parecía saber lo que estaba sucediendo entre ambos. Estaba echando en cara a la joven que hubiera apartado a su hijo de la fidelidad al dios Jehová, pues al parecer el joven judío la había visto y había enloquecido de amor por ella, pero como los votos de la muchacha impedían el matrimonio, había abjurado de su raza, familia y dios para consagrarse a Isis, poder estar cerca de ella en el templo y compartir con ella la adoración común a la diosa. La pequeña sacerdotisa escuchó todo lo que le decía aquel hombre, después de lo cual se dio la vuelta despectivamente con una brusca frase: «Perro judío, aúllas con furor, pero no tienes dientes para morder», y el anciano elevó sus manos al cielo y la maldijo, profetizándole que no encontraría paz en la vida ni en la muerte hasta que hubiera expiado su pecado, hasta que se volviera contra los dioses paganos a quienes adoraba y certificara su ocaso por medio de los labios de otra mujer.
¿Qué dices tú, viejo chocho?», preguntó la muchacha- «Nuestros dioses son poderosos e imperecederos. Gobernamos el mundo gracias a ellos. ¿Por qué habría yo de apartarme de ellos? Y de hacerlo, ¿cómo iba a hablar yo por boca de otra mujer? ¿Me convertiría quizá en uno de esos magos que los griegos llaman polifonistas y que hacen que una vara o una piedra o una bestia parezca hablar porque tienen el poder de cambiar la voz?
Una vez más cambió la escena -prosiguió Vella, tras hacer una pausa— y me encontré contemplando una noche de luna. Las estrellas parecían estar al alcance de la mano, y se desprendía un perfume tan suave del aire inundado de luna que casi se podía ver cómo adoptaba la forma de una nube de mariposas danzantes. En la sombra profunda y de un azul intenso del pilono del templo estaban agazapados el sacerdote y la sacerdotisa, abrazándose con la profunda desesperación de un amor imposible. Vi que los cabellos de ella caían sobre el hombro de él, vi que ella volvía el rostro hacia él con los ojos cerrados y los labios algo separados, vi que él le besaba la frente, los ojos cerrados, la boca anhelante, la garganta palpitante, la ondulación suave de su pecho descubierto...; enton¬ces, como una manada de perros que se abalanzan para matar, vi que los hebreos se arrojaban contra él. Los cuchillos brillaron a la luz de la luna, se oyeron maldiciones tan duras y agudas como las hojas de los cuchillos «Cerdo apóstata, renegado, desertor», le llamaban, y con cada maldición le asestaban una nueva puñalada. Poco después, cayó y quedó tendido sobrela arena; su sangre chorreaba por una docena de heridas mortales, y cuando los asesinos se volvieron, me pareció oír unos pasos de pies descalzos sobre los azulejos: media docena de sacerdotes de Isis, con la cabeza afeitada, llegaron corriendo. «¿Qué está pasando aquí?», preguntó su jefe, un hombre anciano, que jadeaba iracundo. «Tú, perro judío, si te has...
El jefe de los asesinos le interrumpió con una carcajada burlona. «Aquí no pasa nada, viejo pelón; ya ha pasado todo. Hemos sorprendido a uno de vuestros sacerdotes con una de vuestras sacerdotisas en flagrante infidelidad. Nos hemos ocupado del hombre porque hubo un tiempo en que era de los nuestros; dejamos a la mujer a vuestro castigo, es decir si es que tenéis alguna forma de tratar a las de su clase...
Vi que los sacerdotes cogían a la pobre muchacha, agobiada y temblorosa, y que se la llevaban sin resistencia alguna por su parte.
Entonces volvió a enturbiarse el espejo, y cuando se aclaró me encontré cara a cara con la pequeña sacerdotisa. Parecía estar jus¬to detrás del espejo, tan próxima como lo habría estado mi propia imagen, y me tendía las manos suplicantes pidiéndome que la ayudara. Pero mi poder de entendimiento había desaparecido: aun cuando veía que sus labios se crispaban rogándome, no pude entender ni una, sola de las palabras que se esforzaba con tanta desesperación por pronunciar; aun cuando parecía repetir algo con una insistencia terrible, mortal. Entonces, de repente, sentí un frío espantoso, que no se parecía en nada a una corriente de aire sino que era como uno de esos fríos subjetivos que nos impulsan a veces a decir:
Alguien camina sobre mi tumba.» Instintivamente sentí que otra persona estaba presente en mi cuarto. Alguien no, algo había entrado mientras contemplaba yo las escenas cambiantes del espejo. Me volví para mirar por encima del hombro..., y allí estaban. Creo que eran cinco, aunque posiblemente fueran siete; viejos con largas túnicas blancas y espantosas máscaras cubriéndoles el rostro. Uno llevaba una cabeza de toro, otro una máscara de chacal, otro tenía una careta que representaba una gigantesca cabeza de halcón, y otro iba disfrazado con cabeza de león...
—Si llevaban máscaras, ¿cómo sabía usted que eran viejos? — pregunté.
—Lo sabía. Los ojos les brillaban con una luz sobrenatural, iracunda, esa especie de brillo que tienen únicamente los viejos perversos, y la piel de sus antebrazos estaba separada de los múscu¬los que semejaban aparecer como gruesas cuerdas. Sus manos y sus pies eran muy nudosos y estaban deformados con la fealdad de la edad, y los huesos y tendones se dibujaban con delgadas líneas sobre la piel. Se pusieron detrás de mí formando un semicírculo y mirándome de forma amenazadora, y aunque no hacían el menor ruido, yo me daba cuenta de que me estaban amenazando con algo espantoso en caso de que accediera a la súplica de la joven sacerdotisa. «Vella Taylor, estás soñando», me dije a mí misma; cerré los ojos y sacudí la cabeza- Cuando volví a abrirlos, los horribles viejos enmascarados seguían allí, pero me apreció que habían dado un paso más hacia mí. La sacerdotisa del espejo también pareció verlos, porque de repente levantó los brazos como para evitar un golpe y me hizo un gesto frenético como para advertirme que huyera. Luego, se dio la vuelta. Entonces desapareció en una nube de vapor y yo me quedé sola con aquellas formas terroríficas y silenciosas.
No me dejaré asustar por algo tan completamente absurdo», me dije, y eché a andar hacia la puerta. Los hombres enmascarados se juntaron y me cerraron el paso. Me volví hacia la cama y se alejaron hacia los rincones del cuarto. Entonces me acosté y cerré los ojos.
Contaré hasta mil, pensé. Cuando haya terminado de contar, abriré los ojos y ya se habrán ido.
Pero no se fueron. Estaban agazapados en cada uno de los rincones de mi cuarto, jadeando, esperando el momento de atacar. Sentí que el pánico se apoderaba de mí -continuó Vella- el miedo era más fuerte que mi voluntad, un terror abismal me des trozaba los nervios, y cuando quise llamar a papá no pude emitir sonido alguno. Un peso espantoso parecía agobiarme, tan pesado que no lo podía soportar. Sentí que se me aplastaba el pecho, que se rompían mis costillas, que se quebraban todos mis huesos. Parecía que los ojos se me salían de las órbitas, que se me salía la lengua de la boca y que...
-Sí, mademoiselle. ¿Y después? —insistió De Grandin, al ver que Vella había dejado de hablar y se estremecía.
-Entonces vi que estaban a mi lado usted, el doctor Trowbridge y mi querido padre, y que los terribles viejos se habían ido. No dejarán que vuelvan, ¿verdad?
-Puedo asegurarle, mademoiselle, que si vienen mientras esté yo aquí, desearán no haberlo hecho. Ya es hora de que descanse usted un poco y reponga sus fuerzas —le dijo De Grandin, y dirigiéndose a nü, añadió-: ¿Quiere usted preparar la inyección, mi buen amigo Trowbridge?
-¿Se dan ustedes cuenta de que Vella ha estdo en presencia del tribunal infernal del viejo Egipto? -susurró el doctor Taylor a mi oído cuando nos alejábamos de puntillas del dormitorio.
-¿El tribunal infernal? -repetí, sin comprender.
-Exactamente- Cuando un hombre fallecía, los egipcios creían que su alma era conducida por Thot y Anubis hasta Amenti, don¬de era sometida al juicio de los jueces de los muertos. Entre éstos estaban Kebsnauf, de cabeza de halcón; Taumatet, el de la cabeza de mono; Hapi, de rostro de perro; Bes, de cabeza de galo; y por supuesto, Osiris, con cabeza de toro. De igual forma, cuando se acusaba de herejía a una persona viviente, un tribunal de sacerdotes compuesto a imitación de las deidades infernales la sometía a juicio. La sacerdotisa Nefra-Kemmah habrá sido juzgada ante un tribunal semejante.
-¡Ah! -murmuró De Grandin-, ¡Ah, ah, ah!
-¿Qué es eso?
-Estoy convencido, amigo Taylor, de que lo que su hija vio ha sido algo más que «eso que se ve en sueños», o, para ser más explícito, que ha visto algo que interviene en los sueños, es decir, la fuerza del pensamiento. No sé exactamente lo que será, pero hay alguna influencia que pasa de la momia de la sacerdotisa Nefra-Kemmah a mademoiselle su hija. Esa pobre y desdichada sacerdotisa está pidiéndole ayuda, y los fantasmales viejos quieren impedir que se la dé. Ya empieza a clarear el cielo por oriente, amigo mío, y pronto será de día. Vamos a pedir que una enfermera cuide de mademoiselle Vella, y si tiene usted la amabilidad de conducirnos al musco, examinaremos esa valiosísima momia suya.
-¡Ejem! Eso es algo irregular -repuso Taylor.
-Irregular, ¿eh? Y por todos los demonios, ¿acaso no le parece irregular que mademoiselle su hija presenciara una escena del pa¬sado, que contemplara cómo se desarrollaba la aventura amorosa de aquellos amantes tan desdichados, y que viera cómo los viejos acudían al trote desde los parapetos del infierno hasta su dormitorio? Parbleu!, yo creo que sí.
Con precisión digna de un joyero, el doctor Taylor cortó las vendas cruzadas de lino amarillento que envolvían a la momia de la sacerdotisa Nefra-Kemniah. Metro a metro, las fue retirando hasta llegar a un sudario fuerte, sin costura, como un saco, que estaba atado a los pies con una cuerda firme. La tela de que estaba hecha la mortaja parecía más fuerte y pesada que las vendas, y estaba cubierta de cera de abejas y de alguna otra substancia cerosa, haciendo que todo él fuera, al parecer, impermeable al aire y al agua.
—¡Dios mío!, jamás había visto nada semejante —exclamó el doc¬tor Taylor.
-Monsieur, a menos que esté más equivocado de lo que tengo derecho a creer, juraría que aquí hay por lo menos una docena de cosas que serán nuevas para usted -respondió sombríamente De Crandin—. Vamos, corte este maldito saco; quiero ver lo que hay dentro.
-¡Ah, ah! -exclamó cuando el doctor Taylor hubo retirado amablemente el saco, extrayéndolo por los hombros de la momia— Que diable?
El cuerpo, que fue apareciendo poco a poco bajo la luz azulada de las bombillas eléctricas, no era lo que se llama técnicamente una momia, aun cuando las especies aromáticas que había en el féretro y la atmósfera estéril y árida de Egipto se habían combinado para conservarla casi en perfecto estado. Los pies, que fue lo primero que quedó descubierto, eran pequeños y tenían una forma preciosa; los dedos y la planta estaban alheñados. Se había disecado asombrosamente poco, y aunque los tendones terminales del brevis digitorum estaban muy marcados en la piel, el efecto no era repulsivo. Había visto prominencias semejantes de los músculos flexores en pies vivientes cuando el paciente había padecido un adelgazamiento considerable. Los tobillos eran finos y estaban bien formados, las piernas derechas y bien torneadas, con la delgadez de la juventud y sin el aspecto miserable de la muerte; tenía las caderas estrechas, casi co¬mo un muchacho; la cintura delgada y el pelo alto y puntiagudo.
—Morbleu!, amigo Taylor. Tenía usted mucha razón al decir que había sufrido graves dolores antes de morir -murmuró De Grandin al ver que el saco encerado descubría los hombros.
Miré por encima del suyo y ahogué una exclamación de asombro horrorizado. Los brazos ahusados estaban modestamente cruzados sobre el pecho, de acuerdo con la costumbre egipcia, pero el húmero del brazo izquierdo había sido cruelmente quebrado, produciendo una fractura conminuta de tal importancia, que más de una pulgada de hueso astillado había roto la piel por encima de la articulación deltoide. El mismo golpe cruel que había quebrado el ..brazo aplastó la estructura ósea del pecho, las costillas tercera y cuarta estaban partidas en dos y la piel suave que hay debajo del pecho dejaba salir un hueso.
-La pauvre! -murmuró De Grandin—, Fi donc! Maldita sea. Si cogiera a los que la han tratado de este modo les... —se interrumpió sin terminar su frase, apretó los labios como si fuera a silbar y después suspiró, medio pensativo, medio alegre—: Nom d"un porc vert; c’est possible.
-¿Qué es posible? —pregunté, pero su única respuesta fue un encogimiento de hombros al desviar la mirada hacia el rostro que el doctor Taylor estaba descubriendo al retirar el saco.
Las facciones correspondían a una mujer muy joven, de tipo semítico. Tenían una delicadeza de línea y contornos que delataban un linaje aristocrático. La nariz era pequeña, de caballete alto, poco aguileña y de ventanas pequeñas y elegantes. Los labios eran delgados y sensibles, y se habían encogido por el proceso de la diseca¬ción parcial, dejando al descubierto unos dientecitos agudos de una blancura deslumbrante. El cabello era negro y brillante, cortado hasta el hombro, en un corte que parecía asombrosamente moderno, y alrededor de la cabeza tenía una diadema de plata pulida incrustada con pequeños lapislázulis. En cuanto al resto, completa¬ban su atavío un collar de tres hilos de oro y esmalte azul, pulseras del mismo diseño y un cinturón dorado y estrecho en forma de serpiente. Una falda larga y plisada de lino blanco había colgado del cinturón que rodeaba su cuerpo delgado por debajo del pecho, pe¬ro la frágil tela no había resistido el paso de los años de espera en la tumba, y sólo quedaban algunos jirones.
-La pauvre belle créature! —repitió De Grandin—. Si fuera posible...
-Creo que será mejor guardar nuevamente el cuerpo -interrumpió el doctor Taylor—. A decir verdad, estoy algo nervioso...
-Usted teme - y De Grandin no estaba preguntando, sino afirmando- que los antiguos dioses del viejo Egipto puedan ofenderse por nuestra presencia aquí y nuestras especulaciones sobre la for¬ma en que esta pobrecilla murió..., o, mejor dicho, fue asesinada.
-Bueno, tiene usted que admitir que han sucedido cosas inesperadas en relación con esta momia, si podemos llamarla así, pues no ha sido nunca embalsamada técnicamente, solo conservada con las hierbas aromáticas metidas en el féretro, y...
-Comprendido y aceptado —asintió De Grandin—. Han sucedido cosas inesperadas, como usted dice, amigo Taylor, y a menos que esté yo más equivocado de lo que creo, sucederán algunas más an¬tes de terminar. Yo diría... Grand des pommes de terref Mírenla, por favor.
Como muy bien había observado el doctor Taylor, el cuerpo no había sido embalsamado, sino simplemente conservado con las especias que el féretro encerraba desde antes de ser cerrado casi herméticamente y la mortaja encerada. Se había deshidratado a lo largo de los años transcurridos desde el funeral, de modo que la sangre, el tejido y los huesos, aunque conservaban su forma, se habían convertido en algo apenas menos consistente que el polvo de talco. Ahora, frente al impacto del aire fresco y húmedo y la cuidadosa manipulación del doctor Taylor, la substancia corporal triturada empezó a desmoronarse. Mejor dicho, fue como si estuviéramos pre¬senciando la lenta desintegración de un hermoso dibujo hecho en arena o polvo de greda.
—Sic transit mellitas mundi -murmuró Jules de Grandín mientras el cuerpo que teníamos delante iba perdiendo forma humana—, Por lo menos la hemos visto en carne y hueso, algo que los perversos ancianos jamás hubieran esperado; y usted, monsieur, sigue conservando el féretro y sus adornos sin precio como recuerdo. De verdad, merecen la pena y...
—Malditos sean el féretro y los adornos —cortó bruscamente el doctor Taylor—. Lo que me asusta es lo que este endiablado asunto pueda afectar a mi hija. Ya se ha identificado parcialmente con Nefra-Kemmah y ha tenido una visión del tribunal sacerdotal que la condenó a ser aplastada por esas rocas. Si esa visión se repite..., ¿no habría medio de que pudiéramos acabar con esa obsesión...?
—Sin duda lo hay, monsieur —le aseguró De Grandin—, Precisamente, una fobia puede ser superada demostrando a quien padece de ella que carece de base; de modo que podemos limpiar la mente de su hija de la visión de esos ancianos perversos. Estoy convencido de ello. Pero no será un tratamiento muy ortodoxo...
—¡Poco me importa que no lo sea! ¿Se dan cuenta ustedes de que su salud mental puede estar en juego?
—Perfectamente, monsieur. ¿Puedo contar con su permiso para trabajar?
—Por supuesto.
—Tres bien. Esta noche, si le parece bien, le visitaremos en su casa y, o mucho me equivoco, o libraremos batalla y conseguiremos la victoria sobre esas formas que habitan en la obscuridad. Sí. Eso creo. Por supuesto.
Pasó el (tía entero tan atareado y agitado como un moscón. Sin parar de llamar por teléfono, jurando con blasfemias francesas im¬posibles al descubrir que nuestro amigo John R. Thurstone había salido de Nueva York para atender un caso, corriendo hacia la biblioteca para consultar algunos libros de los que el bibliotecario ja¬más había oído hablar, pero arreglándoselas para conseguir que los sacara de la obscuridad empolvada ante su insistencia; y, finalmente, dirigiéndose al mercado mayorista de aves para adquirir algo que trajo a casa en un termo y colocó con amoroso cuidado en el armario estéril del cuarto de cirugía. A la hora de cenar se mostró bastante silencioso, distraído hasta el punto de no darse cuenta de que se le invitaba a servirse por tercera vez de la langosta cardenal, plato del que era fanático, y de olvidar llenar por cuarta vez su vaso de Pouilly-Fuissé.
-¿Ya lo tiene todo planeado? -le pregunté al llegar a los postres.
-Corhieu!, ojalá fuera así —respondió mientras se llevaba a la boca el tenedor con una porción de pastel de manzana—. He habla¬do con mucha decisión a monsieur Taylor, amigo Trowbridge, pero entre usted y yo, no sé si he tenido razón o no- Ando a tientas, tropiezo en la obscuridad como un ciego en una calle desconocida. Tengo una hipótesis, pero no me atrevo aún a llamarla «teoría», y no tenemos tiempo para examinarla. Le advierto que lo de esta noche puede resultar peligroso. No podemos privar de usted a la humanidad que sufre, amigo mío. Los enfermos y dolientes necesitan su ayuda. Si prefiere quedarse en casa mientras yo libro batalla con esas fuerzas antiguas del mal, no me sentiré ofendido. No solamente es privilegio suyo, sino también su propio deber mantenerse a salvo...
—¿Le he dejado abandonado alguna vez? -interrumpí lleno de reproche-. ¿Me he quedado alguna vez atrás por temor al peligro...?
—Non, par la barbe dun bouc veri, eso sí que no, brave camarade -negó-. Puede que no sea usted un ocultista bien entrenado, pero lo (pie le falta de práctica lo tiene de valor y lealtad, querido amigo. Es usted uno entre veinte millones, y le tengo afecto, vieux camarade y que el demonio me sirva caliente para su cena, con sauce bordelaise si miento.
Poco después de las nueve de aquella misma noche, nos reunimos en la sala de la casa del doctor Taylor. Vella, que no tenía tan buen aspecto como la noche anterior, debido a su ataque, llevaba un vestido de noche de terciopelo negro, sobrio y sin adornos, salvo un elaborado broche de oro que hacía resaltar por contraste lo marfileño de su cutis y el brillo obscuro de sus cabellos negros.
üe Grandin montó su escenario con exquisita precisión. Regó un líquido rojo de su botella termo, trazó dos triángulos entrelaza¬dos en el suelo de azulejo y colocó cuatro sillas en el interior.
-Ahora, mademoiselle., si quiere tener la bondad —dijo a Vella, invitándola con un gesto del brazo.
Ella se dejó caer en un sillón con las manos formalmente cruzadas en el regazo y la cabeza apoyada en el respaldo. El francés se puso delante de ella, sacó un lapicerito dorado y lo sostuvo verticalmente ante sus ojos.
—Mademoiselle —ordenó—. ¿Quiere tener la amabilidad de mirar aquí? A la punta, por favor. Así. Eso es, excelente. Mírelo fijamente.
Deliberadamente, como quien marca el compás, se puso a mover el lápiz brillante de un lado a otro, describiendo arabescos y lí¬neas intrincadas que se cruzaban en el aire. Vella lo observaba lánguidamente entre sus largas pestañas negras, pero poco a poco fue fijando su atención. Vimos que sus ojos seguían cada movimiento del lápiz, y que convergían finalmente hasta que pareció estar haciendo una mueca cómica; entonces, las pestañas cubrieron sus grandes ojos oscuros y la cabeza se le inclinó ligeramente hacia un lado al aflojarse los músculos del cuello. Las manos cruzadas cayeron blandamente sobre sus rodillas cubiertas de terciopelo y, al parecer, se quedó profundamente dormida. El movimiento regular de su pecho y su respiración ligera nos indicaron que realmente se había quedado dormida.
De Grandin se metió el lápiz en el bolsillo, apoyó los puños sobre las caderas y se quedó mirándola fijamente con los brazos en jarras.
—Puede usted oírme, ¿verdad, mademoiselle? —preguntó.
—Puedo oírle -repitió ella, somnolienta.
—Bien. Descansará usted un momento, y en cuanto tenga ganas, nos va a decir lo que le pase por la mente. ¿Comprende?
—Comprendo.
Durante algo así como cinco interminables minutos esperamos en silencio. Podíamos oír el enorme reloj del vestíbulo del piso de arriba; tic, tac, tic, tac; y el suave siseo de un tronco que ardía lentamente en la chimenea. Después, poco a poco, aunque sin razón alguna para mí, la habitación empezó a enfriarse. Una sombría amargura de frío que parecía afectar tanto a la mente como al cuerpo, se apoderó de la atmósfera; un frío penetrante, seco, que suge¬ría las eternidades heladas e ilimitadas del espacio interestelar.
—¡Ah, ah! —dijo De Grandin haciendo chasquear sus dientes, fuertes y pequeños, como unas castañuelas—, Ah, ah, ah. Me parece que no han esperado ustedes una segunda invitación, Messieurs des Singeries.
No tengo la menor idea de cómo habían llegado, pero allí estaban: un semicírculo de ancianos vestidos con túnicas flotantes de lino blanco, enmascarados con cabezas de halcones, chacales, leones, monos y toros. Estaban allí. inmóviles, formando un cuarto de luna y mirándonos con ojos apagados, sin brillo: la encarnación perfecta de un odio inhibitorio.
—Mademoiselle —susurró De Grandin—, ha llegado la hora de que hable usted, si puede encontrar las palabras.
La durmiente gimió suavemente, trató de articular algo, y en¬tonces pareció tropezar con una palabra. El semicírculo de observadores sombríos y silenciosos avanzó un paso más y el frío, que hasta entonces había sido sólo una incomodidad, se convirtió en un tormento. La primera de las figuras os¬curamente enmascaradas llegó a la punta de uno de los dos trián¬gulos, se quedó allí un momento, y después retrocedió.
—Ah, ah, Monsieur Tete de Singe. No le ha gustado, ¿hein? -preguntó De Grandin con una risa corta y maliciosa-. Tenga paciencia, monsieur cara de mono; ya vendrá algo que le guste menos aún -miró por encima del hombro hacia la joven-. Hable, mademoiselle. Hable y no tema nada.
-¡Señores del Más Allá!
Una voz surgió de entre los labios de Vella Taylor, pero no era su voz. Había un tono pavoroso, oculto, que nos produjo un estre¬mecimiento en la espina dorsal. Sus palabras eran lánguidos susurros, pero resultaban asombrosamente mecánicas.
-Reverenciados y temidos jueces de los mundos de la carne y el espíritu, vosotros los espantosos, que os sentáis en los parapetos del infierno, respondo culpable a la acusación que sobre mí habéis traído. Sí Nefra-Kemmah, que se encuentra ahora ante vosotros al borde de la muerte mortal, cuyo cuerpo está esperando las rocas que la destrozarán para siempre, cuyo espíritu, privado por siempre jamás de una morada carnal, deberá vagar hasta que el tiempo se pierda en la eternidad, confiesa que suya fue la culpa, y sólo suya.
Contempladme, pavorosos jueces de los vivos y los muertos. ¿No soy una mujer, una mujer creada para el amor? ¿No son mis miembros agradables a la vista, mis labios como albaricoques y granadas, mis ojos como leche y berilo, mis pechos como marfil incrustado de coral? Sí, poderosos, soy una mujer, una mujer hecha para el gozo.
¿Acaso fui consagrada por mi voluntad o mi deseo para servir a la Gran Madre de Todos, antes de haber contemplado siquiera la luz del día? ¿Abjuré yo de la agonía deliciosa del amor y pedí una vida de castidad estéril, o fue tal la promesa hecha en mi nombre por labios ajenos? He dado todo lo que puede dar una mujer, y lo he dado alegremente, sabiendo que el dolor de la muerte y, después de ésta, el tormento de los dioses me estaban esperando, pero no consideré que fuera un precio demasiado alto.
Vuestra frente se oscurece. Sacudís vuestras espantosas cabezas sobre las que reposan las coronas de Amon y Kenf, de Seb y Tem, de Tusi y el poderoso Osiris. Murmuráis uno al otro que estoy pronunciando blasfemias. Entonces, escuchadme un momento: la que se encuentra encadenada ante vosotros, privada de su dignidad de sacerdotisa, desprovista de todo honor como mujer, os lo dice de frente: sabe que no habéis de causarle más daño del que es capaz de sufrir. Vuestro reino y el de aquellos a quienes servís está tocando a su fín. Por poco tiempo habéis de dominar y ensoberbeceros y pronunciar los juicios de vuestros dioses, porque en los días venideros se olvidarán vuestros nombres y sólo se recordarán en el momento en que algún extraño de otros tiempos y lugares arranque vuestras momias blanqueadas de sus tumbas y las presente como espectáculo. ¡Ay!, y los dioses a quienes servís serán olvidados. Estarán tan profundamente hundidos que ya nadie en el mundo les rendirá pleitesía; nadie pronunciará su nombre, ni siquiera para maldecir, y en sus templos en ruinas no se encontrará ningún ser viviente como no sea el chacal temeroso y la lagartija de vientre blanco.
¿Y quién os hará todo esto, a ellos y a vosotros? Un descendiente de los hebreos. Sí. De la raza del hombre a quien he amado y por quien pisoteé mis votos de fría esterilidad en el desierto de arena, de esa que despreciáis y odiáis nacerá un niño, y en El estará toda la gloria. Derribará vuestros dioses bajo Sus pies y los privará de respeto; serán la sombra de un pasado olvidado. Habéis borrado mi nombre de la lista de las sacerdotisas de la Madre de Todos; no se grabará inscripción alguna en mi tumba ni en mi féretro, y seré olvidada por siempre de hombres y dioses. Tal ha sido vuestra pavorosa sentencia.
A vosotros, venerables y necios, os grito: ¡mentira! Llegará el día, en un lejano futuro, en que hombres de un país extraño penetren en la tumba en que me hayáis tendido y saquen mi cuerpo, y vuestro desengaño y vuestro odio no podrán detenerlos antes de que hayan mirado mi rostro y visto mis huesos rotos y oído la historia de mi amor por el hebreo que, por mi amor, abjuró de su Dios y se convirtió en un sirviente afeitado de la Madre de Todos. Juro que contaré la historia de mi amor y de mi muerte, y que en otra época y en otro país, hombres extraños oirán mi nombre y llorarán por mí. Pero nunca llegarán a conocer vuestros nombres. ¿Creéis que me habéis condenado al olvido? Os digo que triunfaré al fin y que seréis vosotros quienes habréis de quedar comple¬tamente olvidados, tan privados de nombres como las arenas del desierto. Amontonad ahora vuestras piedras de condena sobre mi cora¬zón, y acallad su febril palpitar. Voy a la muerte, pero no me perderé para la memoria de los hombres como vosotros. He hablado.
La voz de la joven calló con un triste sollozo y la carcajada burlona de De Grandin cortó el silencio como una espada hubiera podido cortar la carne.
-¿Habéis oído, vosotros, necios con cara de animal? —pregunto-. ¿Quién profetizó la verdad, y quién quedó atrapado en la red de su propia soberbia, viejas caras de mono? Ahora, llevaos vuestras pálidas sombras sin aliento a ese más allá de donde vinieron. Habéis hecho todo lo posible, en vuestra maldad, para impedir que revelara su historia, y habéis fracasado. Id, id pron¬to hacia el olvido. In nomine De, os ordeno que desaparezcáis ahora y para siempre.
Dio un paso hacia el semicírculo de formas enmascaradas, y éstas retrocedieron ante él. Un paso más, y volvieron a retroceder. Ahora vacilaban, estaban perdiendo substancia, se volvían más nebulosos; cuando levantó las manos y dio el tercer paso hacia ellos, parecían simplemente un vapor gris y nebuloso que hacía torbellinos y era arrastrado por la ligera corriente de aire de la chimenea abierta donde ardían los troncos-.., y de repente dejaron de estar allí.
—Finí, triomphé, achevé, parfait! —De Grandin sacó un pañuelo de seda del puño de su camisa y se enjugó la frente—: Erais fuer¬tes y estabais llenos de odio, Messieurs les Revenants, pero Jules de Grandin es fuerte también, y cuando se trata de odiar, morbleu! ¿Quién mejor que vosotros sabe de lo que es capaz?
—¿Qué vertió en el suelo de la sala de Taylor antes de comenzar esta noche, y por qué mantuvo a raya a esas sombras mientras ha¬blaba Vella? —le pregunté mientras volvíamos a casa en coche.
De Grandin interrumpió con una carcajada la tonadilla que estaba tarareando.
—Era sangre de pichones, amigo mío. La conseguí donde el marchand de volaille esta misma tarde. En cuanto a por qué los man¬tuvo a raya, morbleu!, sé tanto como usted. Es una de esas cosas que sabemos sin comprenderlas. Por ejemplo, ya sabe usted que en las religiones antiguas el sacerdote tenía que purificar los altares con la sangre de los sacrificios de cabras, carneros, palomas o bueyes ofrecidos al dios.
—Sí, eso ya lo sé.
—¿Y para qué? No porque la sangre limpie, mais non; la sangre es simplemente un tejido líquido y de verdad, un líquido pegajoso. ¿Entonces por qué? Porque, amigo mío —y me dio un golpecito so¬lemne en la rodilla-, la sangre contenía algún poder secreto e invencible que mantenía a raya al dios. No podía entrar en un círculo trazado con sangre; eso lo mantenía en su lugar, controlado, si podemos decirlo así. No podía arrojarse sobre la congregación, pasando esa barrera de sangre sacrifical, mientras estuviera entre los fieles y él, y estaban a salvo de su ira o de su cólera o de sus caprichos, en caso de que les quisiera causar algún daño. SÍ, estoy seguro de ello. Los sacerdotes de Isis humedecían sus altares con sangre de palomas. Adquirí una substancia similar y tracé con ella un pentáculo alrededor de nosotros; los seguidores de Isis, lo mismo que su señora, no podían atravesar esa barrera, estábamos a salvo en su interior. Y entonces, pardieu!, cuando mademoiselle Vella nos hubo transmitido el mensaje de Nefra-Kemmah, cuando hubo demostrado a esos ancianos que su sentencia cruel y perversa había sido burlada, entonces, morbleu!, quedaron totalmente derrotados. No tenían ya la fuerza ni el ánimo de oponerse a mí cuando les man¬dé que desaparecieran. Parbleu!, les quité literalmente la existen¬cia con una carcajada.
Se puso a tocar con los dedos un redoble en el puño de plata de un corto bastón militar y canturreó:
“Sacre nom
Ron ron ron
La vie est breve
La nuit est longue...”
—Dése prisa, amigo Trowbridge.
—¿Por qué? ¿Qué prisa tiene?
—Esta batalla con los ancianos polvorientos ha sido un trabajo muy seco, y justo antes de salir para casa de monsieur Taylor, vi que un hombre metía una botella de champaña en el refrigerador.
—¿Un hombre metiendo champaña en nuestro refrigerador? —repetí-. ¿Quién?
—C'est moi. Yo mismo, amigo mío, y mort d'un rat mort!, ¡Qué sed tengo!
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El cuento es protagonizado por uno de los detectives más célebres del pulp: Jules de Grandin; un especialista en ocultismo que no esquiva enfrentarse con demonios, vampiros, brujas, y otros esperpentos.
Las zarpas del gato.
The cat’s claws, Seabury Quinn (1889-1869)
Ya era de noche cuando salimos de la reunión de la Sociedad Médica. La lluvia fría de la tarde se había convertido en una nieve fina y medio derretida, batida por un viento helado, cuando llegamos a la calle. En la entrada sur del parque mi coche produjo una explosión parecida al estallido de una bombilla, seguida por un si¬seo furioso y el sonido de una caída en el pavimento.
—Grand dieu des porcs!—exclamó Jules de Grandin—, En nombre de Satanás, ¿qué ha sido eso?
Acerqué el coche a la cuneta y corté la gasolina.
—Si no lo adivina, no tengo valor para decírselo -contesté. De Grandin asintió tristemente con la cabeza
—Podía haberlo imaginado y, naturellement no tenemos rueda de repuesto.
—Naturellement -repetí-. Estos artículos escasean. Acabamos de salir de una guerra. ¿O no lo sabía usted?
—Tenemos una suerte de perros. ¿Qué vamos a hacer? —Entonces, antes de que pudiera darle una respuesta sarcástica, agregó—: Comprendo; nos toca andar, ¿no?
—Eso me temo -le aseguré, mientras nos sumergíamos en la oscuridad del parque, con las cabezas agachadas para protegernos algo del viento.
El ventarrón trataba de arrebatarnos los sombreros. Se nos metía por las mangas y azotaba nuestros abrigos. La nieve se acumulaba en las suelas de nuestros zapatos formando pirámides invertidas que nos dificultaban aún más la marcha. De vez en cuando una rama de árbol sobrecargada dejaba caer la nieve sobre nuestras cabezas.
—Feu noir du diable -maldijo De Grandin cuando le cayó enci¬ma un montón particularmente desagradable de nieve—, quelle nuit sauvage! Si al menos... Morbieu!, otro peregrino infortunado de la noche. Obsérvela, amigo Trowbridge.
Seguí la dirección que señalaba con el dedo y vi una mujer, en realidad una joven, cubierta de pieles desde el cuello hasta las rodillas, con la cabeza descubierta y calzada con zapatos de tacón alto, a juzgar por su andar torpe, que avanzaba con un apuro frenético entre los montones desiguales de nieve acumulada. Cuando pasó cerca de nosotros me di cuenta de que sollozaba en voz baja mientras corría.
-Pardonnez-moi, mademoiselle —intervino De Grandin tocando el borde de su sombrero de fieltro negro-. ¿Podemos servirle de algo? Parece que está usted en dificultades...
-¡Ah! —exclamó, dando un gritito de sorpresa—. Ah, sí, sí; me pueden ayudar. ¡Pueden! -y su voz ascendió hasta casi media octava por debajo de la histeria—. Por favor, ayúdenme; estoy...
-Tiens. Está nerviosa sin motivo, mademoiselle. Será un placer poder ayudarla. ¿Qué sucede?
-Yo... —y tragó saliva entre sollozos para recobrar el resuello-. Necesito encontrar un tranvía, un taxi, cualquier cosa para volver a casa cuanto antes. Por favor, yo...
-Estamos en el mismo caso, ma petit -la interrumpió De Grandin—. Pero por desgracia no se puede encontrar ningún tranvía, taxi o autobús. Si quiere venir con nosotros hasta el otro lado del parque...
-¡No, no! -rechazó ella con terror—. Por ahí no. Tengo miedo. Por favor, no me lleven por ese lado. ¡El está ahí!
-¿Eh? —preguntó bruscamente mi amigo-, ¿Y quién es él, si me permite preguntar?
-Ese.., ese hombre -dijo, jadeando, mientras se volvía para reanudar su camino—. ¡Oh, caballero, por favor, no me lleve por ahí! Estoy tremendamente asustada —y empezaron a castañetearle los dientes con frío y miedo a la vez.
-Tranquilícese, mademoiselle -le ordenó De Grandin-. Esto no puede seguir así. No, en absoluto. ¿Cuál es su problema, por qué teme usted volver sobre sus pasos? ¿Hay alguien por ahí del que no puedan protegerla dos hombres saludables y fuertes?
-Yo... -comenzó nuevamente la joven, y pareció dominar sus nervios—. No, por supuesto, no tengo miedo estando con ustedes. Iré. —Dio media vuelta y empezó a caminar entre nosotros dos—, Volvía a mi casa de una reunión en casa de una amiga -comenzó, hablando apresuradamente—. Mi..., mi amigo tenía que salir hacia Filadelfia en el tren de las doce de la noche y no me podía acompañar, así que me quedé esperando el autobús en la esquina. Poco después pasó un hombre en un coche y me preguntó si no quería que me llevara, y yo, como una idiota, le dije que sí. Le di las señas del MacKenzie Boulevard, pero el hombre se metió en el parque, y cuando llegamos al pie de la colina, él... ¡Ay, yo estaba tan aterrada! Salté del coche y eché a correr, y..., y tengo miedo, señor. Le tengo un miedo espantoso.
La luz de una de las pocas farolas que alumbraban la carretera cayó sobre el rostro de De Grandin y mostró una expresión de asombro y diversión a la vez.
-La entiendo, pero sólo en parte, mademoiselle. Usted ha sido muy imprudente al aceptar que un extraño la lleve en su coche. ¿No se ha enterado usted de que con demasiada frecuencia la que acepta la invitación tiene que pagar su transporte? No es extraño que ese joven resultara ser un lobo, pero usted lo ha evitado. ¿Por qué se muestra tan aterrada entonces? ¿Es que...?
La exclamación de temor que dejó escapar la joven cortó la pregunta, mientras sus manos crispadas por el susto se aferraban a nuestros brazos.
-Miren. Son las luces de su coche. Me está esperando. ¡Qué horror!
El francés le aflojó suavemente los dedos.
-Cuídela, amigo Trowbridge. Voy a hablar con ese majadero. Avanzó con largas zancadas hacia el coche que se hallaba estacionado a un lado del camino y se dirigió a su invisible ocupante.
-Monsieur esta joven nos dice que usted la ha ofendido. A mí no me gustan estas cosas. Haga el favor de apearse, monsieur y tendré la satisfacción de romperle su odiosa nariz.
Como no llegaba respuesta alguna, puso el pie en el estribo.
-Le estoy viendo, condenado. El silencio no le servirá de nada. Apéese y defiéndase... -gritó De Grandin, y levantó la mano a la al¬tura del rostro del hombre que estaba al volante. Se oyó el frote de una manga cubierta de nieve contra una ventanilla. Luego me llamó; Monsieur! Acérquese, amigo Trowbridge y mire —gritó, mientras metía la mano en el bolsillo del abrigo en busca de su linterna—, Mire, por favor, y no suelte a la mujer.
Agarré a la joven por la muñeca y me acerqué mientras la luz de la linterna se abría camino en la oscuridad. Entonces di un paso atrás, agarrando más fuerte aún el brazo de la mujer. Erguido ante el volante se encontraba un joven rubio y corpulento, con la cabeza descubierta y el cuello del abrigo abierto. Pude ver que tenía un guante grueso en la mano izquierda mientras que la diestra, que reposaba en el volante, estaba desnuda. Sus ojos azul claro, que sin duda eran siempre saltones, estaban abiertos con una mirada fíja, idiota, y sobresalían mucho de su rostro. Tenía la boca abierta, la mandíbula colgante y una expresión estúpida, con la lengua fuera y la barbilla apoyada en la tela del cuello vuelto del abrigo.
-¡Ay! —gritó la muchacha-, está muerto.
-Comme un maquereau —completó De Grandin lacónicamente-. Pero no ha muerto de indigestión. Mírelo, por favor, amigo Trowbridge.
Entonces apoyó la mano sobre los suaves cabellos del joven e hizo un movimiento circular. La cabeza que tenía bajo la mano cedió a su presión como si estuviera sujeta a los hombros con un resorte poco ajustado.
-¿Coincide usted con mi diagnóstico? —preguntó.
-No cabe duda de que se trata de una fractura, probablemente en la tercera vértebra cervical -confirmé—, Pero que haya muerto como resultado de...
-Perfectamente -asintió-. La autopsia lo aclarará. -Entonces, dirigiéndose a la joven, añadió-: ¿Por eso no quería usted volver sobre sus pasos, mademoiselle ?
-No lo hice yo..., de verdad, yo no lo hice —contestó con voz quebrada—, Estaba vivo, vivo y se reía cuando eché a correr. Lo último que oí fue su voz, que me gritaba: «No irás muy lejos con esta tormenta, hermanita. Vuelve cuando tengas demasiado frío.» Les suplico que me crean.
-¡Ejem! -dijo De Grandin, apagando su linterna y bajándose del estribo—. No creo que lo hiciera usted, mademoiselle, no tiene fuerza suficiente. Pero este es un caso para el coronel y la policía. Tenemos que pedirle que nos acompañe.
-¿La policía? -su voz era apenas algo más que un susurro, pero encerraba tanto miedo como un alarido-, ¡Oh, no! No deben hacer que me arresten. No sé nada de este asunto...
Su negativa la ahogó; cayó hacia mí y finalmente se derrumbó sobre la nieve.
-La típica huida femenina -murmuró De Grandin cínicamente. Vamos a llevarla... así... -Me cogió de las muñecas, haciendo una silla para la joven inconsciente-. Así la llevaremos mejor. "No pesa mucho.
-Por eso creo que decía la verdad al negar haberlo hecho —repliqué mientras avanzábamos hacia la salida del parque-. Es una mujer frágil que no podría hacer más daño tratando de romper el cuello de un hombre que yo dando patadas en las costillas de un hipopótamo.
-Es cierto -reconoció, apoyando la morena cabecita de la joven sobre un hombro-. Creo que dice la verdad cuando niega haber matado, pero alguien le mató con mucha eficacia hace menos de media hora. Podría ser que sepa más de lo que ha dicho, y me propongo descubrir lo que sabe antes de llamar a la policía. Si es culpable, tendrá que pagar, pero si es inocente, nuestro deber es protegerla. En tout cas, me propongo averiguar la verdad.
Frágil o no, el peso de la muchacha parecía aumentar en progresión geométrica a medida que avanzábamos por la nieve pegajosa. Cuando llegamos a las puertas del parque, me sentí agotado y las luces brillantes del taxi que De Grandin llamó me hicieron el mismo efecto que un faro a un marinero náufrago. La llevamos a la casa y la tendimos en el sofá del escritorio. Mientras De Grandin servía una dosis de amoniaco aromático en un vaso y dos dedos de jerez en otro, yo le desabroché el abrigo de pieles y se lo quité.
-No creo que tengamos derecho a hacer lo que estamos haciendo -dije- No tenemos representación oficial y ningún derecho legal para interrogarla. ¡Cielos!
-Comment? —preguntó De Grandin.
-Mire usted -le indiqué-. Su pecho.,.
Justo debajo de la parte interna de la clavícula izquierda, siguiendo hacia abajo, casi hasta donde comenzaba su pecho izquierdo, había tres incisiones superficiales, verticales y paralelas, algo más que arañazos y más profundas al comenzar que al terminar. Estaban más o menos a un centímetro de distancia una de otra, y sus bordes estaban dañados y levantados como la tierra removida por el arado. La sangre había corrido y manchado el corpino de su vestido de noche escotado, y el propio corpiño estaba rasgado de tal forma que se veía el encaje negro de la ropa interior que cubría su delgado busto.
—Morbleu! —exclamó De Grandin, y se inclinó detrás de mí para inspeccionar los arañazos-, Chose étrange! Si no supiera de lo que se trata, ¿a qué causa achacaría usted esas heridas, amigo Trowbridge?
Yo sacudí la cabeza confuso.
—No sé. Si fueran más pequeñas, diría que las hizo un gato...
—Tu parles, mon vieux!... Usted lo ha dicho. Sólo un gato ha podido causar esos arañazos en una carne tan suave, pero, ¡qué gato! Nom d’une pipe, tiene que haber sido por lo menos un ocelote, y aun así... Mademoiselle, ¿despierta usted? -Se interrumpió cuando vio que la joven parpadeaba—. Eso es bueno. Beba esto. —Llevó el amoniaco hasta sus labios y se quedó mirándola sin pestañear mientras se lo tragaba—. No nos ha dicho usted todo, ni mucho menos -agregó, tendiéndole el jerez—. El joven la levanta. No. ¿Cómo se dice?, la recoge. Sí. Cuando la tiene dentro del parque se vuelve atrevido, ¿no? Usted sale del auto con su pudor ultrajado y huye en la tormenta. Sí, eso es seguro. Es lo que nos ha contado, ya lo sabemos. Pero —y su mirada se endureció al tiempo que su voz se volvía fría—, no nos ha dicho cómo se hizo esas heridas en el tórax. Ni una palabra. Nuestros ojos y nuestra experiencia nos indican que esas heridas han sido causadas por un gato..., un gato muy grande, quizá una pantera o un puma. Nuestra razón rechaza esa hipótesis. Y sin embargo —encogió los angostos hombros-, ¿es voilá..., ahí están.
La muchacha se echó hacía atrás como si la hubieran abofeteado.
—No me creerían ustedes.
—Tenez, mademoiselle, mi credulidad la asombraría. Díganos exactamente lo sucedido, por favor, y no omita nada.
Agradecida, bebió un traguito de jerez y pareció poner en orden sus ideas.
—Todo lo que les conté es cierto, la verdad honrada y absoluta —contestó lentamente—, pero no se lo conté todo. Tenía miedo de que pensaran que mentía, o que estaba loca o borracha, quizá las tres cosas. Como les dije, me encontraba en la esquina esperando a que pasara el autobús cuando llegó el joven con su coche y me preguntó si no quería que me llevara. Parecía tan amable, tan simpático, y yo estaba tan helada y abatida que acepté su oferta. Aun cuando se metió en el parque no me preocupé demasiado. He andado mucho por allí y sé cómo defenderme. Pero cuando detuvo el coche y se inclinó hacia mí, me asusté, me espanté. ¿Han visto ustedes un rostro humano convertirse en bestia...?
—Morbleu! ¿Quiere decir...?
—No, no quiero decir que sus facciones cambiaran realmente de forma; era su expresión. Sus ojos parecían brillar intensamente en la oscuridad y sus labios se separaron enseñando unos dientes como los de un perro o un gato, y empezó a hacer ruidos horribles con la garganta. No era nn gruñido, y sin embargo..., ¡ay!, no lo puedo describir, pero me aterroricé...
—¿Y qué más? —preguntó De Grandin dulcemente mientras ella se interrumpía y tragaba saliva con nerviosismo.
—No me había dado cuenta, pero se había quitado el guante de la mano derecha, y cuando la tendió hacia mí, ¡se había convertido en una zarpa de pantera!
—Cordieu! ¿Cómo dice usted, mademoiselle; La patte d''une panthére?
—Quiero decir exactamente lo que estoy diciendo, señor. Literalmente. Era de piel peluda, negra, con garras curvas y me la acercó con una especie de jugueteo aterrador..., como un gato cuando atormenta a un ratón con suavidad burlona, ya saben. Cada vez que la movía, la acercaba un poco más. De repente sentí que las garras me rasgaban el vestido, y un momento después sentí un dolor en el pecho. Entonces fue como si me despertara de repente..., me había sentido totalmente paralizada de miedo..., y salté fuera del coche- Exactamente como les conté en el parque. El no trató de seguirme; se quedó sentado en el coche, riéndose, y me dijo que no llegaría muy lejos con la tormenta. Entonces, me encontré con ustedes, y cuando regresamos al lugar, él estaba...
Volvió a callar y De Grandin terminó su frase:
—...totalmente muerto, parbleu!, con el pescuezo muy limpiamente roto.
—Sí, señor. Usted me cree, ¿verdad? Tenía una voz lastimosa, pero los ojos que levantó hacia él tenían una expresión más lastimosa aún.
Mi amigo enderezó las puntas de su bigotito rubio como el trigo.
—Quizá sea tonto, mademoiselle, pero le creo. Sin embargo, es más que probable que la policía no comparta mi naíveté. Por lo tanto, no le diremos nada de la parte que le corresponde en este desdichado asunto. Pero como debemos ponerles al corriente del asesinato, yo le curaré las heridas mientras el doctor Trowbridge informa del asunto por teléfono. -Me tendió un pedacito de papel con un número escrito—. Esa es la matrícula del coche del muerto, amigo Trowbridge. Tenga la bondad de pedirle al bueno de Costello que compruebe el número de la licencia para que nos diga quién era el propietario y dónde vivía.
—Habla Costello —pronunció la conocida voz cuando comuniqué con el cuartel general—. ¿Es usted, señor Trowbridge? Estaba a punto de llamar a su casa. ¿Qué sucede?
—No estoy muy seguro —respondí—. El doctor De Grandin y yo acabamos de tropezar en el Soldier's Park con algo que parece asesinato...
—¿Otro? Me estoy volviendo tarumba, señor, del todo, como se suele decir. Es el cuarto de la noche, y me da miedo coger el auricular cuando suena el teléfono, no sea que me anuncien otro. ¿Cómo mataron a ese?
—No estoy muy seguro, pero me parece que le rompieron el pescuezo...
—¿Eso le parece? -rugió-. De veras, puede estar seguro de que así fue; sí, señor. Todos sus pescuezos están rotos. El cuello de todos está roto. Por San Patricio, quisiera que el mío también lo estuviera, así no tendría que escuchar más historias sobre esos tipos con el pescuezo roto. ¿Que número dice que es? Gracias. Voy a comprobar en los archivos y estaré con usted en veinte minutos más o menos. Mientras tanto, enviaré una patrulla para que recoja el auto y el cuerpo en el parque.
Oí que se cerraba suavemente la puerta de la consulta mientras dejaba el teléfono, y un momento después se acercaba De Grandin a mi escritorio.
—Le he embadurnado las heridas con mercromina -me informó-. Eran superficiales y no parece que se vayan a infectar, pero me asombran. Sí, de veras.
—¿Por qué le asombran? —pregunté.
—Porque son evidentemente huellas de las zarpas de un gato grande. Tiene los bordes irregulares debido al hecho de que la piel se retiró cuando las zarpas la rasgaban, pero un examen microscópico no ha revelado la menor partícula extraña. Eso no debería ser así... Como bien sabe usted, las zarpas de animales, especialmente los de la familia felina, son cóncavas por debajo, y como el animal no las retrae totalmente al caminar, siempre se les queda algo de materia extraña en los surcos. Por eso la herida de un arañazo de león, leopardo o gato doméstico siempre está más o menos infectada, Las suyas, no. Amigo mío, ha sido un gato muy particular el que le ha infligido esos arañazos.
—¿Particular? Ya lo creo —afirmé-. Todavía la oigo cuando le contó a usted que la mano de aquel hombre se convirtió en zarpa de pantera. No lo cree usted, ¿verdad? Probablemente le hizo algunas jugadas con la mano desnuda, después le rompió el vestido y la arañó sin querer...
—Non, eso sí que no, amigo mío. No he comenzado a ejercer la medicina la semana pasada, ni siquiera la antepasada. Estoy dema¬siado familiarizado con las huellas de uñas humanas para equivocarme. No digo que la mano se le convirtiera en zarpa, es demasiado pronto para afirmar nada, pero hay algo que sí sé: esos araña¬zos no fueron hechos en su pecho por uñas humanas. Además...
-¿Dónde está ella ahora? -pregunté.
-Camino de su casa, supongo. La saqué por la puerta de la consulta y la acompañé hasta la esquina. Detuve un taxi y la metí dentro.
-Pero Costello querrá interrogarla.
-¿Le dijo usted que estaba aquí?
-No, pero...
-Tres bon. Eso está bien, es excelente. No la involucraremos en el escándalo. Si resulta que la necesitamos ya sé dónde hallarla. Sí. La obligué a darme sus señas y las comprobé en la guía telefónica antes de soltarla... Mientras tanto, lo que el bueno de Costello ignore no puede hacerle daño ni a él ni a mademoiselle Upchurch. Y así...
Los furiosos timbrazos de la puerta de entrada le interrumpieron y un minuto después el teniente de detectives Costello se precipitó dentro con el abrigo y el sombrero brillantes de nieve, y una expresión tremendamente infeliz en su rostro habitualmente amable.
-Buenas noches, señores —saludó, colgando el abrigo y el som¬brero en la percha del vestíbulo—. Así pues, se trata de uno de esos asesinatos con pescuezo roto de lo que me van a hablar ustedes.
-Así es en realidad, amigo mío -respondió Jules De Grandin con una sonrisa desprovista de alegría, aunque algo irónica—, ¿Tiene usted el nombre y la dirección del que encontramos asesinado en el parque?
-Aquí lo tiene, señor. John Percy Singletary, 1652 Atwater Dri-ve, y...
-Un momento, por favor -dijo De Grandin, y entró apresura¬damente en la biblioteca, de donde salió con un ejemplar del Who's Who. Ah, aquí está su dossier: « Singletary, John Percy. Nacido en Fairfield County, Massachusetts, 16 de julio de 1917. Hijo de George Angus y Martha Perry. Educado en colegios privados y en la Universidad de Harvard; se mudó a Harrisonville, N.J., en 1937; sirvió en el ejército de U.S. Teatro de operaciones: China-Birmania-India. Retirado honrosamente, CDD, 1945; Clubes: Lotus, Plumb Blossom, Exploradores. Señas: 1652 Atwater Drive, Harrisonville, N.J.» Aquí hay algo, aunque muy oscuro.
-¿Qué es lo que ve, claro u oscuro? Por lo que yo he leído, diría que ese tipo es uno de esos ricos caprichosos con más dinero que seso y sin otra cosa que hacer que buscar líos. Su ficha indica que lo han detenido más de doce veces por exceso de velocidad. No me explico cómo no le han retirado su carnet. No voy a derramar lá¬grimas saladas porque haya muerto; será uno menos, si me lo pregunta. Pero, ¿quién lo mató? ¿Quién demonios lo mató, y por qué?
De Grandin señaló el sifón y la botella.
—Sírvase una copa, mi viejo amigo. El mundo le parecerá mucho más brillante en cuanto la haya tomado. Mientras tanto, déme los nombres de los otros tres jóvenes que han tenido la desgracia de dejarse romper los pescuezos. Gracias -agregó, al recibir la relación de manos de Costeño—, Veamos... —Se puso a ojear el Whoís Who—. Dieu des porcs de Dieu des porcs de Dieu des cochons! —juró mientras cerraba el libro-. Pas possible!
—¿Qué ocurre, señor?
—Los dossiers de esos jóvenes tan desdichados son casi idénticos. El joven monsieur Singletary, a quien encontramos difunto en el parque, y los messieurs George William Cherry, Francis Agnew Marlow y Jonathan Smith Goforth eran de la misma edad más o menos y asistieron a las mismas escuelas. Probablemente serían condiscípulos. Tres de ellos sirvieron en el ejército de los Estados Unidos y uno en el británico, pero en el mismo teatro de operaciones, China-Birmania- India, y en la misma época. La forma en que han encontrado la muerte ha sido idéntica, el momento casi el mismo. Tres bon. ¿Qué significa esto?
—0,K., señor. Voy a morder... fuerte. ¿Qué significa?
El francesito se encogió de hombros.
—Helas! No lo sé. Pero hay más... mucho más... de lo que se ve a primera vista. Pensaré sobre el asunto y haré las investigaciones oportunas. Ya empieza a esbozarse un diseño posible de todo el caso. Reflexionemos, por favor. ¿Qué sabemos de ellos? —levantó un dedo hacia Costello, como si le apuntara con una pistola—, ¿Fueron asesinados porque eran ricos? Posible, pero no probable. ¿Porque fueron a la Universidad de Harvard? Conozco a exalumnos de esa institución a los que de buena gana mataría, pero en este caso dudo mucho que su alma mater tenga que ver gran cosa en cuanto al momento y el modo de morir. Podría ser que fueran asesinados debido al servicio militar, pero eso, creo yo, es puramente incidental. Tres bon. Al parecer existe otro factor. ¿Cuál?
—Conozco la respuesta, señor. Lo que falta es saber quién los mató y por qué.
—Así es, en verdad, amigo mío. Hábleme de sus muertes, si tiene la bondad.
Costello contó con sus gruesos dedos las circunstancias de las muertes respectivas.
—El joven Cherry fue hallado muerto en el patio delantero de su casa. Había salido de una fiesta y volvió a su casa a eso de las diez de la noche. El policía de la zona. Logan, lo vio tendido en el patio y pensó que se iba a helar, hasta que se acercó más. Marlow vive en el club Lotus, al cual pertenecen todos, como hemos visto. Lo encontró en la cama uno de sus amigos que fue a visitarlo poco después de las ocho de la noche. Goforth fue muerto, o por lo menos fue hallado muerto, en el lavabo de caballeros del teatro Acmé. Todos ellos tenían el cuello roto y no presentaban más señales. Ni huellas de dedos ni marcas de garrote. No debían estar muertos, según los reglamentos, pero lo están. El francés asintió:
-¿Quién era el amigo que encontró muerto al joven Marlow en su cama?
-Un tipo que se apellida Ambergrast. Vive en el mismo piso, en el club. Iba a visitarlo para pasar la noche en Nueva York y lo encontró tan muerto como un diario de ayer.
-Ya veo. Vamos rápidamente a hablar con ese monsieur Ambergrast. Puede ser que tenga algo que decirnos. También puede estar en la lista de los elegidos para la ceremonia de los cuellos rotos. Sí. Ciertamente.
Wilfred Bailey Ambergrast, hijo, parecía un representante típico de su clase. Un joven más bien apagado, no necesariamente vi¬cioso, pero saltaba a la vista que era el hijo demasiado mimado de un padre rico. Como dijo más tarde De Grandin, era «una de esas personas de quien se puede dar una impresión falsa al intentar describirla». Estaba obviamente impresionado por la muerte de su amigo y no tenía ganas de hablar.
-No puedo imaginar quién ha podido matar a Tubby, ni por qué -nos dijo, mirando con abatimiento el vaso que contenía su jaibol—. Todo lo que sé ya se lo he dicho a la policía. Cuando fui a llamarlo a eso de las ocho de la noche, me lo encontré tendido, la mitad en la cama, la mitad fuera... —Se interrumpió, tomó un largo sorbo y terminó—: Estaba muerto. Tenía la boca abierta y los ojos fijos. ¡Dios mío, fue terrible!
-Monsieur—De Grandin se quedó mirándolo fijamente, sin pestañear—, ¿no podría haber alguna relación entre la muerte de sus amigos y el servicio militar en la India o Birmania, por ejemplo?
-¿Cómo?
-Précisément. Supongo que estaban ustedes agregados a la fuerza aérea, no en candad de pilotos sino de meteorólogos. Su misión les permitía visitar algunos lugares poco conocidos y frecuentados, y relacionarse con asuntos que mejor sería no tocar...
El joven Ambergrast levantó rápidamente la mirada.
-¿Cómo puede usted suponer eso? —preguntó.
-No estoy adivinando, monsieur. Soy Jules De Grandin. Es asunto mío saber cosas, especialmente cosas que se supone que ignoro. Bien. Ahora, ¿dónde conocieron ustedes a..-? —y se detuvo frunciendo el entrecejo e invitando al joven a que terminara la frase.
El joven asintió con abatimiento.
-Puesto que ya sabe tanto, será mejor que le cuente el resto. Tubby Goforth, Bill Cherry y Jack Singletary estaban destacados conmigo cerca de Gontur. Frank Marlow estaba con los británicos, pues su padre era canadiense, pero se encontraba lo suficientemente cerca para que nos pudiéramos reunir en cuanto teníamos unos días de licencia. Un día nos dijo Jack que algo nos estaba esperando en Stuartpuram, una especie de campamento donde se reunían las tribus criminales que establecen allí su cuartel general. Nos llevamos un garry y llegamos al lugar cuando ya era de noche. Los nativos estaban desfilando en círculos, una y otra vez, alrededor de una cabaña de tierra que llamaban templo, agitando antorchas y cantando mantras a Bogiri, que es uno de los avalares de Kali. Mientras observábamos la procesión, un viejo se acercó sigilosamente hasta nosotros y nos propuso introducirnos al templo por una rupia por persona. Le tomamos la palabra y nos condujo por una puerta trasera hasta un cuartito a espaldas de una enorme representación en barro de la diosa.
»No sé qué era exactamente lo que esperábamos encontrar, pero lo que vimos nos decepcionó. Habíamos estado seguros de que allí habría mujeres... nautchnis, y esa clase de cosas; quizá algo de lo que aparece labrado en los muros de la Pagoda Negra, en Zarnak. Pero allí, todos eran hombres, y una pandilla de mala catadura, por cierto. Uno de ellos, que parecía ser una especie de sacerdote, se levantó y pronunció un discurso en industani, que naturalmente no entendimos, y luego repartió entre la congregación lo que nos pareció ser un lote de mitones negros. Después se interrumpió la reunión; estábamos a punto de salir cuando el viejo que nos había introducido en el templo apareció de nuevo. No hablaba muy buen inglés pero finalmente comprendimos que estaba ofreciéndonos en venta mitones de aquellos que habíamos visto. «¿Para qué sirven?», quiso saber Jack, y el viejo pecador empezó a reírse has¬ta que pensamos que le estaba dando un ataque de asma. «¿Les gusta hacer amor yum-yum a muchacha morena?», preguntó, y cuan¬do Jack contestó que sí, se rió todavía más. «Usted llevar ese guante y se lo muestra a muchacha morena, y no tiene problemas en hacer amor yum-yum», prometió. «Le dan un pequeño arañazo con esto y todo sale como usted quiere.» Por lo tanto, cada uno de nosotros compró un guante por tres rupias.
Cuando los examinamos a la luz, vimos que estaban hechos con una especie de piel negra y que tenían ajustadas tres uñas hechas con clavos de herradura. No podíamos imaginar cómo actuarían a modo de talismanes en el juego del amor, pero a la noche siguiente Tubby lo intentó y le salió bien. Tenía puestos los ojos en una muchacha parsi desde hacía algún tiempo, pero ella no le hacía caso. Esos parsis son los aristócratas de la India, orgullosos como el demonio. La mayoría son ricos y no es posible comprarlos ni sobornarlos, y los que carecen de dinero tienen suficiente orgullo para ir tirando. Tubby no había conseguido nada de la dama hasta la noche siguiente a nuestra compra de los guantes. Se puso el guante en la mano derecha y gruñó y le arañó ligeramente el brazo; resultó algo mágico, nos contó. Ella estuvo de lo más cariñosa toda la noche y parecía que su vocabulario no tenía ni un solo «no».
El francesito asintió con la cabeza.
-¿Encuentra usted alguna explicación a tan extraño fenómeno, monsieur?
-Pues bien, creo que sí. Al cabo de unos días oímos que había aparecido mucha gente de todo tipo: hombres, mujeres y niños, tendidos en lugares apartados y a veces en las carreteras, arañados como si hubieran sido atacados por leopardos. La policía no sabía qué hacer porque jamás se había visto nada igual. Nos imaginamos que los Grima habían reemplazado su antigua toalla de estrangular por aquellas zarpas y que la población estaba aterrorizada; por esa razón, en cuanto las muchachas veían nuestros guantes y sentían el arañazo de las garras, se imaginaban que formábamos parte de las tribus criminales...; no se sabe nunca quién está en eso y quién no, ¿sabe usted? Tienen más disfraces de los que pudiera haber imaginado Lon Chaney; por eso, las muchachas consideraban más prudente no llevarnos la contraria.
—Ya veo. ¿Y el venerable viejo picaro que les vendió las zarpas?
—Lo encontraron muerto, estrangulado, en las afueras de su aldea dos días después. Supusimos que alguno había advertido en él señales de una riqueza repentina (ya ven, nos había cobrado dieciséis rupias, y para el campesino indio corriente esa cantidad representa una fortuna) y que lo mató para robarle. Jamás había oído decir que esos tipos se robaran entre sí. Divertido, ¿no?
—Muy divertido, muy divertido en verdad, monsieur. Pero pongo en duda que el viejo o sus cuatro amigos hayan encontrado la cosa divertida.
-¿Mis cuatro amigos? ¿Quiere usted decir que Jack y Frank...
—Precisamente, monsieur. De los que visitaron el templo aquella noche y compraron al viejo las zarpas de gato, el único superviviente es usted.
-Pero, ¡qué me dice, hombre!, eso significa que quizá anden tras mi rastro...
—A menos que esté yo muy equivocado, ha establecido usted la ecuación con gran exactitud, monsieur. Ahora, ¿quiere tener la bondad de mostrarnos la habitación de monsieur Marlow?
-¡Ejem! -gruñó Costello cuando entramos en el cuartito-. Olvidé decírselo: el tipo que hizo esto ha tenido que ser pájaro o algo por el estilo. —Abrió la ventana y nos lo señaló—. Estamos en el segundo piso, a más de siete metros de la calle. Cualquiera que tuviera que salir por esta ventana debería tener alas o algo así, pero para entrar, ¿qué iba a hacer? No hay tubería cerca de la ventana por la que trepar, y no pudo haber apoyado una escalera en la pared. No se pueden llevar escaleras por las calles sin llamar la atención, ya lo saben ustedes. Por supuesto, podría haberse descolgado desde el tejado con una cuerda, pero, ¿cómo podría haber llegado allá arriba? El salón de abajo está lleno de lacayos, socios y visitantes que van de un lado a otro sin cesar.
Como no hay edificio adyacente, no puede haber pasado por los tejados...
—Como usted dice, amigo mío, es un misterio —concedió De Gran-din—, pero ahora estamos más interesados en saber quién cometió esos extraños asesinatos que en la forma en que consiguió entrar o salir de esta habitación. Podría ser que..., morbleu!, claro, me siento bastante inspirado.
—Seguro, seguro, ¿verdad que sí, señor? —dijo blandamente Costello-. Quizá en honor a los viejos tiempos, nos lo cuente usted, ¿no?
—Seguramente, mon ami. Pour quoi pas? Vamos a consultar a nuestro amigo Rain Chitra Das. Puede decirnos más en media ho¬ra de lo que podríamos inventar nosotros en veinticuatro. Espérenme aquí. Voy corriendo a llamarle por teléfono.
Cinco minutos después regresó haciéndonos señas.
—Tenemos suerte, mes amis. Monsieur et madame Das acaban de regresar de la ópera y no se han acostado aún. Nos esperarán. Vamos, vayamos a verlos ahora mismo. Entre tanto... —dijo cogiendo a Costello del brazo. Se lo llevó aparte y le susurró algo al oído con mucha seriedad.
—O.K., señor —contestó el detective—. Lo haré, pero esto es muy irregular. Lo sacarán antes de que amanezca.
—Eso nos dará suficiente tiempo —respondió De Grandin—, Va¬ya a telefonear al cuartel general y dése prisa; tenemos poco tiem¬po que perder.
—¿Qué estaban diciéndose al oído? —pregunté mientras tomábamos la dirección de Nueva York—, ¿Qué es irregular, y a quién van a sacar?
—Al joven monsieur Ambergrast —contestó De Grandin—. Se me¬ten en cuartos cerrados cuyas ventanas son totalmente inaccesibles. ¡Ah!, pero no creo que puedan meterse en una cárcel. No. Hasta ellos encontrarán la cosa difícil. Por eso, puesto que no podemos traernos al joven y no nos atrevemos a dejarlo en su cuarto, le haremos arrestar como testigo material y le dejaremos a salvo en la Bastilla por unas cuantas horas. Por supuesto, conseguirá una fianza, pero mientras tanto, no lo tendremos en nuestra conciencia. No, desde luego que no. En absoluto.
—Hola. ¿Qué tal? Me alegro de verles -fue el saludo de Ram Chitra Das mientras subíamos los escalones de su apartamento del segundo piso en East 86th Street—. ¿Cómo está usted, doctor Trow-bridge? Me alegro de verle, teniente Costello.
Nos estrechó cordialmente las manos y nos introdujo en una habitación que podía haber servido para una representación imponente de las mil y una noches. Las paredes eran de un blanco de cáscara de huevo y tenían tapices tan ricos como los colores del sueño de un mascador de hachís; a través del piso de pino amarillo encerado se extendían pieles de leopardos, lobos de la montaña con piel platinada y, cerca del sofá que había en la pared opuesta, es taba tendida la piel de un tigre de ébano viviente con oro. El lugar olía a una mezcla de perfumes exóticos, fragancia de flores, madera de manzano que ardía en la chimenea y humo de cigarrillo.
Vestido con traje de etiqueta y camisa inmaculada, nuestro huésped no parecía oriental. Podía haber sido italiano o español, con sus cabellos lisos y brillantes, sus ojos despiertos y oscuros y sus facciones suaves y regulares; indiscutiblemente, hablaba con el acento de Oxford. La mujer, que se levantó del sofá y avanzó hacia nosotros para saludarnos, era de una belleza que cortaba la respiración. Alta, delgada, de pecho estrecho, se movía con tal gracia que más parecía flotar que caminar, como si la llevara una brisa silenciosa e imperceptible. Tenía la piel de un matiz increíblemente bello de oro pálido, suave e iridiscente. Sus cabellos, separados por una raya en medio y recogidos en un moño pequeño en la nuca, eran una nube negra. Pero el modelado extraño, exótico, de sus facciones, era lo que retenía nuestras miradas. Su alta frente bajada hasta la nariz sin indicar en lo más mínimo una curva. Debía de correr por sus venas la sangre de los conquistadores griegos de Alejandro; debajo de las cejas delgadas y altas, sus ojos eran dos charcos de un verde de musgo. Tenía la boca grande, los labios eran delgadas líneas escarlata. Llevaba un vestido de noche de seda mate cortado con una sencillez griega y ceñido en el talle por un cinturón de plata. En el brazo derecho, justo encima del codo, llevaba un ancho bra¬zalete de platino con esmeraldas y rubíes, y en las orejas tenía bo¬tones de esmeralda que repetían y acentuaban el verde de sus ojos. Su aspecto era un conjunto de gracia soberbia y flexible.
-Querida mía —dijo nuestro anfitrión, y se inclinó para presentarnos uno por uno-, el doctor De Grandin, el doctor Trowhbridge, el teniente Costello. Caballeros, mi esposa Naraini, que, de no ser por un error en la elección de marido, podría ser ahora maharani de Khandawah.
-Tiens, madame —murmuró De Grandin elevando la delgada mano de ella hasta sus labios—. Tanto en la India como en Islandia, Nepal o Nueva York, usted no podría ser otra cosa que una reina.
Sus grandes ojos se posaron en él por un instante, en una abstracción verde, y después apareció en ellos una sonrisa, al tiempo que unos dientes como perlas asomaban entre sus labios escarlata- No conozco a ninguna mujer que no le sonría a Julos de Grandin.
-Merci, monsieur —murmuró con voz tan profundamente musical que me recordó el arrullo de las palomas—; vous me. faites honneur.
-Y ahora -preguntó Ram Chitra Das mientras nos sentábamos—, ¿de qué se trata? Por el mensaje algo apresurado que me dio, imagino que está sospechando de alguna maniobra hindú.
-En verdad, amigo mío, ha adivinado muy bien —asintió De Grandin con solemnidad-. Consideremos lo que sabemos y lo que sospechamos, y veremos si puede usted encontrar la clave del enigma.
El hindú no hizo ningún comentario mientras De Grandin presentaba nuestro problema, pero cuando concluyó el francesito, dijo:
—Creo que sus sospechas están bien fundadas. Esos descocados tropezaron con algo que no deberían haber tocado, y el castigo que habrían de pagar podía haber sido previsto por alguien que conozca la India y a los hindúes.
Supongo que ya saben ustedes que las tribus criminales de la India cuentan con más o menos diez millones de miembros —continuó—. Por lo general no son ladrones, asesinos y rateros corrientes; son literalmente criminales natos, del mismo modo que ustedes los americanos nacen protestantes o católicos o demócratas o republicanos. Cada uno de sus niños es criminal por herencia, y está registrado como tal en los libros de los archivos de la policía hindú. Robar, asesinar y dedicarse a cualquier otra actividad criminal es para ellos un deber religioso, como para los judíos, cristianos o mu¬sulmanes dar limosna a los pobres. Fracasar en la carrera criminal equivale para ellos a desprestigiarse.
Desprestigiarse es cosa seria para un hindú, algo así como la excomunión para un cristiano medieval, sólo que aún peor. Espiritualmente lo condena a múltiples reencarnaciones a través de un sinnúmero de épocas. También físicamente tiene sus inconvenientes. Si yo tuviera que regresar al palacio de mi tío en Nepal, no sería mas que un perfecto don Nadie. Ningún sirviente me atendería, ningún comerciante aceptaría venderme mercancías, sólo los basureros y barrenderos se atreverían a hablarme. En cuanto a Narai-ni, que huyó de su principesco padre para casarse con un vagabundo desprestigiado, si volviera la meterían probablemente dentro de un saco y la lanzarían al río más cercano.
Eso, en lo que respecta a ese problema. Ustedes saben de sobra que los trabajadores hindúes han llegado a casi todas partes: China, las Indias holandesas y, naturalmente, las colonias inglesas de África. Al parecer, algunos de esos «Crims», como los llaman familiarmente, aunque sin afecto, en la policía hindú, emigraron hacia Sierra Leona hace algún tiempo, y aprendieron unos cuantos trucos de los hombres-leopardo en el Protectorado y la Liberia limítrofe. Algunos de ellos retornaron a la madre India e introdujeron la innovación de las «zarpas de gato» (un guante de piel provisto de uñas de acero) entre sus correligionarios. He oído decir que hace un par de anos hubo un resurgimiento de crímenes en la pre¬sidencia de Madrás y que al parecer las víctimas habían sido maltratadas por leopardos. Creo que es aquí donde entran esos jóvenes. No cabe duda de que presenciaron una reunión de los tribeños criminales en la que se distribuían «zarpas de gato», y el viejo picado que los conducía decidió ganarse una rupia fácil vendiéndoles los instrumentos endemoniados.
Ya saben lo que le sucedió -agregó-, Al joven Ambergrast le pareció chistoso que los tribeños criminales se hubieran vuelto contra uno de los suyos; era previsible. El tipo había vendido un secreto de logia, y a las sociedades secretas no les agradan esta clase de cosas. Parece ser que ese renegado en particular no sobrevivió lo suficiente para disfrutar de sus ganancias mal obtenidas. El roomal (ya saben ustedes, la toalla de estrangular de loa asesinos) fue suficiente para él, pero quedaba por resolver el asunto de los jóvenes extranjeros —finalizó—, Al comprar aquellas «zarpas de gato» y emplearlas, no para crímenes legítimos, sino para aterrorizar a muchachas indígenas reacias y obligarlas a doblegarse, los jóvenes blancos habían infligido una afrenta a toda la secta criminal. Habían hecho «perder la faz» a los Cmns. En Oriente, perder la faz es casi tan malo como desprestigiarse, y tenían que hacer algo drástico al respecto. Por consiguiente —y levantó las manos como para tender una cuerda, juntándolas después con un movimiento brusco-, Exeunt omnes como reza un pasaje de una escena de Shakespeare.
-¿Entonces cree usted, señor...? -comenzó a decir De Grandin, pero Das le interrumpió.
—Casi estoy seguro de ello, teniente. El hombre encargado de la tarea de dar a esos jóvenes el billete de partida es probablemente algún miembro de las tribus criminales; estará desprestigiado y recuperará su rango gracias a esos asesinatos. El o ellos no se detendrán ante nada, y si son varios los que tienen que matar, la muerte de alguno de ellos no detendrá a los demás, pues creen implícitamente que el camino más seguro y rápido hacia el Paraíso es ser muerto mientras cometen un crimen, del mismo modo que se desprestigian si se dejan atrapar.
—¿Y no tiene usted la menor idea de cómo penetró ese asesino en el cuarto del pobre muchacho? A mí me pareció que tendría que ser un pájaro para poder entrar o salir, pero, como usted dice, son muy listos y pueden conocer algunos trucos que ni siquiera se nos ocurrirían a nosotros.
—Tengo una idea bastante precisa, teniente —replicó Ram Chitra Das-, ¿Dónde se encuentra actualmente Ambergrast?
-En la cárcel y a buen recaudo, así lo espero al menos.
-Está más seguro allí que en cualquier otra parte, pero si queremos atrapar a nuestros pájaros, tendremos que cebar la trampa. ¿Creen ustedes que se las habrá arreglado ya para conseguir una fianza?
—Lo ignoro, señor; pero si usted quiere, telefonearé.
-Podría ser una buena idea. Dígales que lo retengan allí bajo cualquier pretexto hasta que usted les diga, y después envíelo de regreso a su habitación en un coche patrulla.
Ram Chitra Das, De Grandin y yo estábamos agachados en un ángulo del muro que corría a lo largo del callejón, en la parte trasera del Lotus Club. Un frío entumecedor nos mordía los huesos como un perro hambriento, y cuando el cielo empezó a clarear ligeramente en el este, el viento cortante agregó un pinchazo adicional al aire.
-Mille douleurs —murmuró tristemente el francesito—, una hora más aquí parados y Jules de Grandin se habrá convertido en un cadáver rígido, parbleu!
-Paciencia, mi buen amigo -susurró Ram Chitra Das-. Hemos invertido ya tanto tiempo e incomodidad que sería una vergüenza abandonarlo ahora. Es casi seguro que vendrá. Esos bribones no suelen perder el tiempo y casi siempre actúan en la oscuridad. ¿Cree usted que Costello estará al pie del cañón, ahí adentro?
—Lo dejé con un inspector vestido de paisano en la habitación contigua a la de Ambergrast -respondí-. Han dejado la puerta entreabierta y solo un ratón podría pasar sin ser visto. Si se produce el menor ruido en la habitación de Ambergrast, ellos...
—Si el tipo a quien esperamos entra en ese dormitorio, no oirán el menor ruido —repuso sombríamente Ram Chitra Das— Esos bagrees pueden quitarle un pendiente de la oreja a una mujer dormida sin que deje de roncar, y cuando se trata de emplear el roomal..., pueden matar a un hombre casi tan rápidamente como una hala, pero con menos ruido que una mosca caminando por el techo. He visto algunas de esas hazañas y..., ¡por san Jorge!, creo que tenemos visita.
Avanzando sin ruido y con pasos ligeros como un gato sobre la nieve helada, un hombre venía hacia nosotros. Era un tipo de corta estatura, flaco, envuelto en un abrigo demasiado grande y con la cabeza metida en un sombrero que tampoco era de su medida. Pude entrever que era de tez morena, pero seguro que no era negro. Por un momento se detuvo como un perro que pierde el rastro, miró hacia las ventanas del segundo piso del edificio del club, y echó a andar decididamente hacia un lugar que se encontraba justo debajo de la ventana entreabierta del cuarto de Ambergrast.
—Estén atentos —ordenó Ram Chitra Das, en un susurro casi inaudible—. Si es lo que yo creo, va a ser bueno.
El hombre se detuvo, sacó un frasquito del bolsillo y lo destapó, dejando caer en el suelo algo de su contenido.
-Son las libaciones -murmuró Das-. Siempre vierten algo para Bhowanee, como ofrenda, antes de beber el mhowa sagrado como parte de un asesinato ritual.
El tipo bebió el contenido del frasco y se metió el recipiente vacío en el bolsillo; después, tan despreocupado como un muchacho que va a nadar, se quitó el abrigo, el elástico, el pantalón y los zapatos y se quedó desnudo en el crudo invierno, con la excepción de un taparrabos y de su absurdo sombrero. Esto fue lo último que se quitó, y vimos que llevaba un turbante enrollado de tela blanca y sucia debajo.
-Parbleu!, esto sí que es mortificar la carne —susurro De Grandin, pero se quedó sin aliento cuando vio que el hombre moreno sa¬caba una cuerda que llevaba alrededor del talle, la enrollaba sobre la nieve que tenía a sus pies, y se inclinaba sobre el rollo haciendo gestos rápidos y misteriosos con las manos.
Yo no quería creer lo que veían mis ojos: lentamente, como una serpiente que despierta de su sopor, la cuerda pareció cobrar vida. Su extremo se estiró, se torció, se levantó unas cuantas pulgadas, cayó de nuevo al suelo y volvió a subir, pero esta vez se quedó levantado. Entonces, pulgada a pulgada, se enderezó, como si tanteara cautelosamente su camino, hasta que se quedó tan tensa y recta como un poste, con un extremo sobre el piso helado y el otro a menos de un pie de distancia de la ventana de Ambergrast.
-Gran dieu des porcs! ¡No es posible! —susurró De Grandin, con incredulidad-. Yo he oído contar este truco de la cuerda miles de veces, pero...
-Ver para creer, viejo amigo —le interrumpió Ram Chitra Das con una carcajada ahogada—. Ha oído usted a viejos y atezados viajeros decirle que el truco de la cuerda es un engaño, y que no puede hacerse; pero ahí lo tiene, y podrá apuntarlo en su diario.
El hombrecillo moreno había empezado a trepar por la cuerda rígida. Sus manos se aferraban con agilidad simiesca y me pareció que tenía los dedos de los pies tan hábiles como los de un mono, pues en lugar de sujetar la cuerda con los tobillos para subir, lo hacía con los pies. Ya había llegado frente a la ventana entreabierta y empezaba a aflojar la toalla que le rodeaba la cintura cuando Das avanzó rápidamente con las dos manos en alto y, con voz estridente gritó:
-Darwaza hundo!
El efecto fue galvanizador. La cuerda cayó al suelo como un globo desinflado y el hombre que la agarraba se precipitó sobre los la¬drillos cubiertos de nieve con una fuerza aplastante. A medio camino entre las ventanas y el suelo, giró en el aire, con los dos brazos extendidos, asiéndose con las manos a la nada y con la boca abierta en un pánico desesperado e indefenso, y siguió dando vueltas hasta golpear con la espalda en el pavimento helado-
-¡Sujétenlo! -gritó Ram Chitra Das, abalanzándose hacía el cuerpo caído. Cogió la toalla de manos del hombre y trató de atarlo con ella—. No se preocupen -agregó con desgano—, está tan frío como un pescado de ayer.
-Y esto lo explica todo, yin lugar a dudas —nos informó Ram Chitra Das cuando nos encontramos frente a él, en su estudio, del otro lado de una mesa servida con café y sandwiches-. Yo temía que fueran varios, pero Sookdee Singh, pues tal es el nombre de nuestro amiguito bagree, me dijo que él sólito llevó a cabo todos los ase¬sinatos. Es un muchacho muy emprendedor, a mi juicio.
—¿Puftde usted fiarse de su palabra? —le preguntó De Grandin.
—Por lo general, no, pero en esta ocasión, sí. A un bagree no le importa mentir; miente sin querer, como respira, pero cuando mete su mano en sangre y afirma: «Que la ira de Bhowanee me consu¬ma por completo si no estoy diciendo la verdad», puede usted creerle. Pedí prestada una esponja en el cuarto de operaciones del hospital y obligué al bellaco a decir la verdad antes de prometerle nada.
—Pero, ¿qué podía prometerle usted, señor? —preguntó Costello.— Lo tenemos convicto y confeso; es seguro que habrá de sufrir la pena máxima por asesinato.
—Temo que no, teniente. Se lastimó bastante al caer; una costilla fracturada le atravesó el pulmón y el médico del hospital me ha dicho que no acabará el día. Eso es lo que me dio los medios para negociar.
—Pero no veo como... —comenzó Costello. El hindú prosiguió, sonriendo:
—Estos tribeños criminales son hindúes devotos, aun cuando la ética de su devoción podría entrar en tela de juicio. Sin embargo, tienen algo en común con sus correligionarios más honrados: consideran una deshonra que los entierren. La cremación es el único medio decente de disponer de sus cuerpos. Si sus cenizas son arrojadas al Ganges, se encuentran mucho más cerca del cielo..., algo como cuando un cristiano es sepultado en tierra sagrada, ¿comprenden?
Así fue como conseguí su confesión; le prometí que si decía la verdad, y toda la verdad, si quedaba «limpio», creo que suele decirse así, me ocuparía de que su cuerpo fuera quemado y sus cenizas enviadas a la India para ser esparcidas por el Ganges. No podría haberle hecho una oferta más atractiva.
—Si no es un secreto profesional, ¿podría usted decirme lo que le gritó para hacer que cayera la cuerda? —pregunté.
—En absoluto, Dije darwaza bundo!, lo que significa simplemente «cierre la puerta» en indostano. Realmente no importa lo que dijera, ¿comprenden? Con el fin de llevar a cabo sus trucos, un adepto necesita concentrar su mente totalmente, y la menor distracción, aunque sea de un segundo, rompe el hechizo. La sorpresa de oír que de repente le hablaban en su idioma materno fue tan grande que distrajo su atención. Durante una fracción de segundo, es cierto, pero fue suficiente. Una vez que la cuerda se hubo aflojado, ya no podía hacer nada sin enrollarla nuevamente y comenzar su encantamiento desde el principio.
—Mon brave! —exclamó De Grandin, encantado-, mi viejo y sin par amigo, mon homme sensé. Parbieuf, estoy casi convencido de que después de Jules De Grandin, es usted el hombre más inteligente que hay sobre la tierra- Bebamos por ello.
Seabury Quinn (1889-1869)