miércoles, 28 de octubre de 2009

HEINRICH VON KLEIST

El Duelo (Der Zweikampf) es un relato (el último de su obra) del escritor alemán Heinrich Von Kleist, publicado en 1811.




Nuevamente aparece en Von Kleist el tema de la justicia. En este caso, dentro de una atmósfera medieval, donde las pruebas que parecen irrefutables terminan revelándose como interpretaciones erróneas, tendenciosas, e incluso ridículas.







El Duelo.

Der Zweikampf, Heinrich Von Kleist (1777-1811)





El duque Wilhelm von Breysach, quien a partir de su secreta unión con una condesa llamada Kátharina von Heersbruck, de la casa Alt-Hüningen, la cual parecía serle inferior en rango, vivía enemistado con su hermanastro, el conde Jacob Barbarroja, regresaba a fines del siglo xrv, cuando comenzaba a caer la noche de San Remigio, de un encuentro mantenido en Worms con el Emperador de Alemania, en el transcurso del cual obtuviera del soberano el reconocimiento, a falta de hijos legítimos que había perdido, de un hijo natural, el conde Philipp von Hüningen, engendrado con su esposa antes de contraer matrimonio. Mirando hacia el futuro con mayor júbilo que durante todo su mandato, había alcanzado ya el parque ante el cual se alzaba su palacio cuando, de improviso, surgió una flecha disparada desde la oscuridad de los arbustos que traspasó su cuerpo justo bajo el esternón. Micer Friedrich von Trota, su chambelán, profundamente consternado por tal suceso, con ayuda de algunos caballeros más lo condujo al palacio, donde sólo tuvo energías para leer, en brazos de su desolada esposa, el acta imperial de legitimación ante una asamblea de vasallos del reino convocada apresuradamente a instancias de esta última; y luego que los vasallos hubieron cumplido su última voluntad expresa, no sin viva resistencia por recaer la corona, según la ley, sobre su hermanastro, el conde Jacob Barbarroja, y reconocido con la salvedad de obtener el beneplácito del emperador al conde Philipp como heredero del trono y, por ser éste menor de edad, a la madre como tutora y regente, se reclinó y murió.



La duquesa ascendió sin más al trono, enterando simplemente a su cuñado, el conde Jacob Barbarroja, por medio de algunos emisarios; y las predicciones de varios caballeros de la corte, que creían entrever el talante reservado de éste, se cumplieron a juzgar cuando menos por las apariencias externas: Jacob Barbarroja se consoló, sopesando con prudencia las circunstancias vigentes, de la injusticia que su hermano había cometido con él; por de pronto se abstuvo de paso alguno que contrariase la última voluntad del duque, y deseó de corazón a su joven sobrino fortuna para el trono que había obtenido. Describió a los emisarios, a quienes sentó a su mesa con gran jovialidad y simpatía, cómo desde la muerte de su esposa, que le había legado una fortuna digna de un rey, vivía libre e independiente en su castillo; cuán adoraba a las mujeres de la nobleza vecina, su propio vino y la caza en compañía de alegres amigos, y que una cruzada hacia Palestina, en la que pensaba expiar los pecados de una turbulenta juventud, los cuales había de reconocer que iban lamentablemente en aumento con la edad, era toda la empresa que planeaba al término de su vida.



En vano le hicieron sus dos hijos varones, educados con la esperanza cierta de la sucesión al trono, los más amargos reproches a causa de la indolencia e indiferencia con la que, contra toda esperanza, toleraba que se infligiera tan irreparable agravio a sus aspiraciones: imberbes como eran, les mandó callar con breves y burlonas órdenes, los forzó a seguirlo a la ciudad el día del solemne sepelio y una vez allí a dar junto a él sepultura en la cripta al viejo duque, su tío, en debida forma; y tras rendir pleitesía en la sala del trono del palacio ducal al joven príncipe, su sobrino, en presencia de la madre regente, al igual que todos los restantes Grandes de la corte, rehusando cuantos cargos y dignidades le brindó ésta, acompañado de las bendiciones del pueblo, que lo veneraba doblemente por su generosidad y su mesura, regresó de nuevo a su castillo.



La duquesa procedió entonces, tras esta resolución inopinadamente feliz de los primeros intereses, a cumplir su segunda tarea como regente, a saber, la realización de pesquisas acerca de los asesinos de su esposo, de los cuales se decía haber visto toda una hueste en el parque, y a tal fin comprobó ella misma junto con micer Godwin von Herrthal, su chanciller, la saeta que había puesto fin a la vida de aquél. Entretanto no se encontró nada en ella que hubiera podido revelar al propietario, a no ser quizá lo exquisita y magníficamente que, de modo inquietante, estaba trabajada. Habían empendolado plumas recias, crespas y brillantes en un astil que, fino y resistente, fuera torneado en oscuro nogal; el revestimiento del extremo anterior era de reluciente latón, y sólo la punta más exterior misma, afilada como las espinas de un pez, era de acero. La flecha parecía haber sido elaborada para la armería de un hombre ilustre y rico, bien envuelto en pendencias o gran amante de la caza; y como de una fecha grabada en la contera se desprendiera que ello podía haber tenido lugar muy poco antes, la duquesa, por consejo del chanciller, envió con el sello de la corona la saeta a cuantos talleres de Alemania había en torno, a fin de encontrar al maestro que la había torneado y, en caso de lograrlo, obtener de éste el nombre de aquel por cuyo encargo había sido realizada.



Cinco lunas más tarde llegó a manos de micer Godwin, el chanciller, a quien había confiado la duquesa todas las pesquisas, la declaración de un artesano de Estrasburgo según la cual había elaborado tres años antes una sesentena completa de tales flechas, junto con la aljaba correspondiente, para el conde Jacob Barbarroja. El chanciller, profundamente consternado por tal testimonio, lo retuvo durante varias semanas en su camarín secreto; en parte creía conocer, pese a la vida libertina y disipada del conde, su noble ánimo demasiado bien como para poder considerarlo capaz de un acto tan abominable como un fratricidio; y en parte también, a despecho de muchas otras virtudes, demasiado poco la ecuanimidad de la regente como para que, en un asunto que concernía a la vida de su peor enemigo, no debiera proceder con la mayor cautela. En el ínterin realizó bajo mano averiguaciones en el sentido de tan extraña información y, como por azar averiguase a través de los magistrados del consistorio que el conde, quien de ordinario no solía abandonar su castillo nunca o sólo muy raramente, se había ausentado de él en la noche del asesinato del duque, consideró pues su deber levantar el secreto y enterar a la duquesa en una de las siguientes sesiones del consejo del reino sobre la inquietante y extraña sospecha que, debido a ambos cargos, recaía sobre su cuñado, el conde Jacob Barbarroja.



La duquesa, que se consideraba dichosa por mantener relaciones tan cordiales con su cuñado el conde, y nada temía más que ofender su susceptibilidad con algún paso irreflexivo, ante tan equívoca revelación no dio sin embargo, para sorpresa del chanciller, ni el menor signo de júbilo; antes bien, tras leer dos veces los documentos con gran atención, expresó su vivo disgusto porque se aludiera públicamente en el consejo del reino a un asunto tan incierto y de tal gravedad. Opinó que había de tratarse de un error o una calumnia, y ordenó no hacer uso alguno de la declaración ante los tribunales. Más aún, ante la extraordinaria, casi fanática veneración popular de que gozaba el conde desde su exclusión del trono, tras un giro natural de los acontecimientos, se le antojaba en extremo peligroso el mero hecho de haberlo leído en el consejo del reino; y previendo que las habladurías populares al respecto habían de llegar a oídos de aquél, envió, acompañados de un escrito verdaderamente magnánimo, ambos cargos, a los que designaba como el concurso de un extraño malentendido, junto con aquel en el cual se basaban, a manos del conde, con el ruego explícito de que, estando como estaba persuadida de antemano de su inocencia, la dispensara de la refutación de todos ellos.



El conde, quien se encontraba justamente sentado a la mesa con una reunión de amigos, se levantó cortés al entrar el caballero que portaba el mensaje de la duquesa; mas, en tanto que los amigos contemplaban al ceremonioso varón, que no quiso tomar asiento, apenas hubo leído en el arco de la ventana la carta, cuando cambió de color y tendió a los amigos los documentos diciendo: «¡Hermanos, mirad! ¡Cuan ignominiosa acusación se ha urdido contra mí por el asesinato de mi hermano!» Con una mirada relampagueante arrebató al caballero de la mano la flecha y, ocultando la aniquilación de su alma, mientras los amigos se arremolinaban inquietos en derredor suyo, prosiguió: «¡que de hecho la saeta era suya y asimismo fundada la circunstancia de que en la noche de San Remigio se había ausentado de su castillo!». Los amigos lanzaron maldiciones sobre tan taimada y vil perfidia; hicieron recaer la sospecha del asesinato sobre los propios e impíos acusadores y a punto estaban ya de ir contra el emisario, que defendía a su señora la duquesa, cuando el conde, habiendo releído una vez más los escritos, exclamó interponiéndose entre ellos: «¡Tranquilos, amigos míos!» —y con ello tomó su espada, que estaba en pie en el rincón, y se la entregó al caballero con estas palabras: «¡que era su prisionero!». Ante la consternada pregunta del caballero de si había oído bien y si realmente reconocía ambos cargos formulados por el chanciller, respondió el conde: «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!»—. Que entretanto esperaba verse dispensado de la necesidad de ofrecer pruebas de su inocencia de otro modo que no fuera ante el palenque de un tribunal convocado formalmente por la duquesa. En vano opusieron los caballeros, sumamente descontentos con tal declaración, que al menos en caso tal no había de rendir cuentas de las circunstancias de los hechos a nadie más que al emperador; el conde, quien en una extraña y repentina mudanza de actitud invocó la ecuanimidad de la duquesa, porfió en comparecer ante el tribunal del reino y, desasiéndose de los brazos de aquéllos, pedía ya a gritos desde la ventana sus caballos, resuelto, según dijo, a seguir de inmediato al emisario a la prisión de nobles, cuando los compañeros de armas se interpusieron a viva fuerza en su camino con una propuesta que finalmente hubo de aceptar. Redactaron entre todos un escrito dirigido a la duquesa, exigieron como un derecho que asistía a todo caballero en caso semejante un salvoconducto y, como garantía de que comparecería ante un tribunal por ella convocado y se sometería a todo cuanto éste le impusiera, ofrecieron una fianza de 20.000 marcos de plata.



La duquesa, ante tan inesperada y para ella incomprensible declaración, a causa de los infames rumores que ya corrían entre el pueblo sobre los móviles de dicha acusación, consideró lo más aconsejable poner el litigio entero en manos del emperador, retirándose ella personalmente por completo. Le remitió, por consejo del chanciller, la totalidad de las actas referentes al asunto y y le rogó se hiciera cargo en su calidad de cabeza del imperio de la instrucción de una causa en la que ella misma estaba implicada como parte. El emperador, que se hallaba en aquel preciso momento en Basilea por negociaciones con la Confederación, accedió a tal deseo; constituyó en dicha ciudad un tribunal formado por tres condes, doce caballeros y dos asesores jurídicos; y tras conceder al conde Jacob Barbarroja, de acuerdo con la petición de sus amigos, un salvoconducto a cambio de la fianza ofrecida de 20.000 marcos de plata, le exigió que compareciera ante el citado tribunal y diera cuenta ante él de los dos cargos siguientes: ¿cómo había llegado la flecha, que según propia confesión le pertenecía, a manos del asesino?, y asimismo: ¿en qué tercer lugar se encontraba en la noche de San Remigio?



Era el lunes después de Trinidad cuando el conde Jacob Barbarroja, con un rutilante séquito de caballeros, compare ció en Basilea según la citación que le había sido transmitida ante el palenque del tribunal, y allí, omitiendo la primera cuestión, para él, según afirmó, absolutamente inexplicable, se expresó sobre la segunda, decisiva para la causa, del siguiente modo: «¡Nobles señores!», y diciendo esto apoyó sus manos en la estacada y miró a los reunidos con sus ojillos centelleantes, enmarcados por pestañas rojizas. «Me acusáis, a mí que he dado pruebas suficientes de indiferencia por corona y cetro, de la acción más abominable que puede cometerse, del asesinato de mi hermano, quien aun sintiendo poca inclinación por mí no me era por ello menos querido; y como uno de los motivos en que se basa vuestra acusación aducís que en la noche de San Remigio, cuando se perpetró aquel crimen, en contra de un hábito observado a lo largo de muchos años me encontraba ausente de mi palacio. Bien sé cuán deudor es un caballero del honor de aquellas damas que le conceden secretamente su favor; ¡y vive Dios!, de no haber arrojado el cielo inesperadamente tan extraña fatalidad sobre mi testa, el secreto que duerme en mi pecho hubiera muerto conmigo, se hubiera reducido a polvo y hasta sonar la trompeta del ángel que haga abrirse las tumbas no hubiera resucitado conmigo para presentarse ante Dios. Mas la pregunta que su imperial majestad dirige a mi conciencia por vuestra boca anula, como vos mismos comprendéis, toda consideración y todo escrúpulo; y pues queréis saber por qué es improbable, incluso imposible, que participara en el asesinato de mi hermano bien en persona o indirectamente, sabed que la noche de San Remigio, y por tanto en el momento en que se perpetró, me encontraba secretamente en compañía de la bella hija del senescal Winfried von Breda, doña Wittib Littegarde von Auerstein, entregada a mi amor.»



Ahora bien, se ha de saber que doña Wittib Littegarde von Auerstein, así como la mujer más hermosa del país era igualmente, hasta el instante de aquella ignominiosa acusación, la dama más intachable y sin mancilla del reino. Desde la muerte del burgrave de Auerstein, su esposo, al que había perdido pocas lunas después de sus esponsales a causa de unas fiebres contagiosas, vivía en el silencio y retiro del castillo de su padre; y sólo por deseo del anciano hidalgo, que deseaba verla desposada de nuevo, consentía en participar alguna que otra vez en las cacerías y banquetes celebrados por la nobleza de la región en torno, y principalmente por micer Jacob Barbarroja. Muchos condes y gentilhombres de las más nobles y acaudaladas estirpes del país se arremolinaban en tales ocasiones en derredor suyo con sus peticiones de mano, siéndole de entre todos ellos micer Friedrich von Trota, el chambelán, quien en cierta ocasión salvara valerosamente su vida durante una partida de caza contra la embestida de un verraco herido, el más caro y el predilecto; entretanto, por la preocupación de disgustar a sus dos hermanos, que contaban con el legado de su fortuna, a despecho de todas las exhortaciones de su padre no había podido resolverse a concederle su mano. Es más, al desposarse Rudolph, el mayor de ambos, con una rica damisela de la vecindad y, luego de tres años de matrimonio sin hijos, nacerle para gran júbilo de la familia un heredero del apellido, ella, movida por alguna que otra declaración explícita e implícita, se despidió formalmente de micer Friedrich, su amigo, en un escrito redactado entre lágrimas sin cuento, y accedió, a fin de mantener la unidad de la casa, a la propuesta de su hermano de asumir el cargo de abadesa en un convento de monjas que se hallaba a orillas del Rin, no lejos del castillo paterno.



Justamente por la época en que se realizaban las diligencias encaminadas a tal fin ante el arzobispo de Estrasburgo y el asunto estaba en trance de realización, fue cuando el senescal micer Winíried von Breda recibió del tribunal constituido por el emperador el informe sobre el deshonor de su hija Littegarde y la orden de enviarla a Basilea para responder de la acusación realizada en su contra por el conde Jacob. Se le detallaba en el curso del escrito la hora y el lugar exacto en que el conde, según su afirmación, decía haber realizado su visita clandestina a doña Littegarde, y se le adjuntaba incluso un anillo proveniente de su esposo fallecido que aquél aseguraba haber recibido de su mano al despedirse como recuerdo de la noche pasada. Coincidió que micer Winíried, el mismo día en que llegó dicho escrito, padecía de una grave y dolo-rosa indisposición debida a la edad; en un estado de extremo padecimiento caminaba vacilante de la mano de su hija por la alcoba, viendo ya acercarse el fin que se oculta en cuanto encierra un hálito de vida; de tal suerte que, al leer tan terrible noticia, le sobrevino de inmediato un ataque y, dejando caer la hoja, paralizados todos sus miembros se desplomó sobre el pavimento. Los hermanos, que se hallaban presentes, lo alzaron conmocionados del suelo y mandaron llamar un médico que vivía en el edificio contiguo para su cuidado; mas todos los esfuerzos para devolverlo a la vida fueron vanos: mientras doña Littegarde yacía desvanecida en el regazo de sus damas, entregó él su alma, y aquélla, al volver en sí, no tuvo siquiera el agridulce consuelo de poder entregarle una sola palabra en defensa de su honor para que la llevara consigo a la eternidad. La indignación de ambos hermanos sobre tan infausto suceso y su ira por la ignominia imputada a la hermana que lo había provocado y por desdicha resultaba muy probable fue indescriptible.



Pues demasiado bien sabían que, en efecto, el conde Jacob Barbarroja la había cortejado infatigablemente durante todo el verano anterior; varios torneos y banquetes habían sido celebrados sólo en su honor y, de un modo ya entonces sumamente escandaloso, en especial para todas las restantes damas invitadas a la reunión, la había distinguido a ella. Más aún, recordaban que Littegarde, por la misma época del citado día de San Remigio, pretendió haber perdido durante un paseo justo el mismo anillo procedente de su esposo que entonces había vuelto a aparecer sorprendentemente en manos del conde Jacob; de tal suerte que ni por un momento dudaron de la veracidad de la declaración que el conde había prestado contra ella ante tribunal. En vano —mientras el cadáver paterno era sacado entre los lamentos de la servidumbre— se aferró ella a las rodillas de sus hermanos, suplicando que la escucharan sólo un instante; Rudolph, ardiendo en cólera, le preguntó dirigiéndose a ella si acaso podía citar testigo alguno de la nulidad de la imputación, y como ella, trémula y estremecida, replicara que por desdicha no podía invocar otra cosa que la intachabilidad de su conducta, por haberse encontrado ausente de su dormitorio precisamente la consabida noche su doncella a causa de una visita que había realizado a sus padres, la apartó Rudolph de sí a puntapiés, arrancó de su vaina una espada que pendía del muro y le ordenó, en el delirio de su desmedida furia, mientras mandaba acudir perros y siervos, que abandonara en el acto casa y castillo. Littegarde se alzó del suelo, pálida como la cera; rogó, mientras esquivaba callada sus maltratos, le concediera al menos el tiempo preciso para realizar los preparativos de la partida exigida; mas Rudolph, lanzando espumarajos de rabia, no respondió otra cosa que: «¡Fuera, fuera del palacio!», de tal guisa que, como no escuchara a su propia esposa, que se interpuso en su camino rogándole indulgencia y humanidad, y la arrojara furibundo a un lado asestándole tamaño golpe con el puño de la espada que le hizo brotar sangre, la desventurada Littegarde, más muerta que viva, abandonó la estancia: rodeada por las miradas del pueblo llano, atravesó con paso vacilante el patio hacia la puerta del castillo, donde Rudolph le mandó entregar un hato de ropa al que añadió algún dinero y él mismo, entre juramentos e imprecaciones, cerró los batientes del portalón.



Tan repentina caída desde las alturas de una dicha serena y casi sin sombra a los abismos de una infinita aflicción y el más completo desamparo era más de lo que la pobre mujer podía resistir. Sin saber a dónde dirigirse, descendió tambaleante, apoyada en la baranda, a lo largo del sendero rocoso, por al menos buscar albergue para la noche incipiente; mas antes de haber alcanzado siquiera la entrada de la aldehuela dispersa que se extendía por el valle, se desplomó en tierra privada de sus fuerzas. Llevaría acaso una hora allí tendida, libre de todos los padecimientos terrenos, y ya cubría la región una oscuridad total cuando volvió en sí rodeada de varios compasivos lugareños. Pues un muchacho que jugaba en la pendiente rocosa se había percatado de su presencia allí y relatado en casa de sus padres tan extraña y sorprendente escena; a lo cual éstos, que habían recibido algún que otro favor de Littegarde, sumamente conmocionados al saberla en tan desolada situación, se pusieron de inmediato en camino para asistirla en la medida de sus posibilidades. Gracias a los esfuerzos de estas gentes no tardó en reanimarse, y a la vista del castillo que estaba cerrado a cal y canto a sus espaldas recuperó también su juicio; se negó sin embargo a aceptar el ofrecimiento de dos mujeres de conducirla de vuelta al palacio, y sólo rogó que tuvieran la bondad de conseguirle sin más demora un guía para continuar su camino. En vano le hicieron ver que en su estado no podía emprender viaje alguno; Littegarde, so pretexto de que su vida corría peligro, porfió en abandonar en el acto los límites del territorio del castillo; es más, como la turba en derredor suyo fuera cada vez más en aumento sin ayudarla, hizo intentos de desasirse por la fuerza y, a despecho de la oscuridad de la noche en ciernes, ponerse sola en camino; de tal suerte que las gentes, impelidas por el temor a que, de ocurrirle algún percance, los señores les hicieran responder de ello, accedieron a sus deseos y le consiguieron un carruaje que, tras dirigirle repetidamente la pregunta de a dónde debía dirigirse, partió con ella hacia Basilea.



Mas ya antes de llegar a la aldea mudó, tras sopesar con mayor atención las circunstancias, su decisión, y ordenó a su guía que diera la vuelta y pusiera rumbo al castillo de Trota, que sólo distaba pocas millas. Pues bien entendía que, frente a un contrincante como el conde Jacob Barbarroja, nada lograría sin apoyo ante el tribunal de Basilea; y nadie le parecía más digno de la confianza de ser llamado a defender su honor que su gallardo amigo, quien como ella bien sabía continuaba profesándole un profundo amor, el excelente chambelán micer Friedrich von Trota. Sería acaso cerca de medianoche y aún se distinguían las luces en el palacio cuando, exhausta del viaje, llegó allí en su carromato.



Ordenó subir a un servidor de la casa que salió a su encuentro a que mandara anunciar a la familia su llegada; mas aún antes de que éste hubiera llevado a cabo su tarea ya salieron a la puerta doña Bertha y doña Kunigunde, las hermanas de micer Friedrich, que se hallaban casualmente en la antesala inferior, ocupadas en tareas domésticas. Entre joviales salutaciones ayudaron las amigas a descender del carruaje a Littegarde, a la que conocían bien, y la guiaron, aunque no sin cierta angustia, escaleras arriba, a la cámara de su hermano, el cual estaba sentado ante una mesa, absorto en las actas en que lo tenía sumido un proceso. Mas cómo describir el asombro de micer Friedrich cuando, ante el rumor que se elevaba detrás suyo, volvió su rostro y vio caer de rodillas ante él a doña Littegarde, descompuesta y demudada, el vivo retrato de la desesperación. «¡Mi amadísima Littegarde!», exclamó poniéndose en pie y alzándola del suelo: «¿Qué desgracia os ha ocurrido?» Littegarde, tras tomar asiento en un sillón, le relató lo sucedido: qué infame acusación había lanzado contra ella el conde Jacob Barbarroja ante el tribunal de Basilea para quedar libre de sospecha por el asesinato del duque; cómo tal noticia había provocado en el acto a su anciano padre, que padecía justamente de una indisposición, semejante ataque de nervios que, pocos minutos después, había fallecido en brazos de sus hijos; y cómo éstos, enfurecidos por la indignación, desoyendo lo que pudiera ella alegar en su defensa, la habían acosado con las más horribles vejaciones y finalmente, como a una criminal, la habían expulsado de la casa. Rogó a micer Friedrich que la condujera con el acompañamiento adecuado a Basilea y allí le designara un asesor judicial que, en su comparecencia ante el jurado constituido por el emperador, la asistiera con consejo sabio y prudente contra aquella impúdica acusación. Aseguró que oír semejante cosa de boca de un parto o un persa al que jamás hubiera visto con sus propios ojos no hubiera podido anonadarla más que del conde Jacob Barbarroja, por haberle resultado éste odioso desde siempre tanto por su mala reputación como por su figura, y los requiebros que a veces se había tomado la libertad de decirle en los festejos del verano anterior los había rechazado invariablemente con la mayor frialdad y desprecio.



«¡Basta, mi amadísima Littegarde!», exclamó micer Friedrich, mientras tomaba con noble ardor su mano y la llevaba a sus labios: «¡No malgastéis ni una sola palabra para defender y justificar vuestra inocencia! En mi pecho habla en vuestro favor una voz inmensamente más vivida y convincente que todas las aseveraciones, y aún incluso más que cuantas razones legales y pruebas podáis reunir ante el tribunal de Basilea sobre las circunstancias y hechos. Aceptadme, puesto que vuestros injustos y nada generosos hermanos os abandonan, como vuestro amigo y hermano, y concededme la gloria de ser vuestro defensor en esta causa; ¡yo restituiré el brillo de vuestro honor ante el tribunal de Basilea y ante el juicio del mundo entero!» Diciendo esto condujo a Littegarde, que derramaba vehementes lágrimas de agradecimiento y emoción ante tan nobles palabras, arriba, a las habitaciones de doña Helena, su madre, la cual se había retirado ya a su dormitorio; la presentó a esta digna y anciana dama, la cual le profesaba un especial afecto, como huésped invitada que había decidido, a causa de una riña que había estallado en el seno de su familia, morar durante algún tiempo en su castillo; aquella misma noche se le habilitó un ala entera del amplio alcázar, se llenaron profusamente los armarios que allí se encontraban con vestidos y ropajes para ella elegidos del ajuar de las hermanas; se le asignó asimismo, tal y como correspondía a su rango, servidumbre adecuada o a decir verdad magnífica: y ya al tercer día micer Friedrich von Trota, sin decir palabra sobre el modo y manera en que pensaba presentar sus pruebas ante el tribunal, con un numeroso séquito de guerreros de a caballo y escuderos, se encontraba de camino a Basilea.



Entretanto había llegado a manos del tribunal de Basilea un escrito de los señores de Breda, los hermanos de Littegarde, alusivo a los sucesos habidos en el castillo, mediante el cual entregaban enteramente a la pobre mujer, como a la convicta de un crimen, al brazo de la ley, bien fuera por considerarla en efecto culpable o por tener otras razones para desear su ruina. Cuando menos presentaban su expulsión del castillo, de modo innoble y falaz, como una fuga voluntaria; describían cómo ella, sin poder alegar nada en defensa de su inocencia, ante algunas indignadas expresiones que no habían podido reprimir, había abandonado en el acto el castillo; y al resultar vanas cuantas pesquisas afirmaban haber realizado por su causa, eran de la opinión de que probablemente erraría entonces por esos mundos de Dios con un tercer aventurero para completar la medida de su oprobio. Por ello solicitaban que, para salvaguardar el honor de la familia que ella había mancillado, se eliminara su nombre de las genealogías de la casa de Breda y, basándose en vagas interpretaciones legales, deseaban que como pena por tan descomunales delitos se la privara de todos los derechos al legado del noble padre al que su infamia había llevado a la tumba. Ahora bien, aun cuando los jueces de Basilea estaban bien lejos de considerar tal petición, que por lo demás no era de su incumbencia, como entretanto el conde Jacob, al recibir aquella noticia, diera las muestras más inequívocas y decisivas de su pesar por el destino de Littegarde y secretamente, como se supo, envió gentes a caballo para averiguar su paradero y ofrecerle alojamiento en su castillo: el tribunal no dudó más de la veracidad de su testimonio y determinó retirar de inmediato la acusación que pesaba sobre él por el asesinato del duque.



Es más, este interés que mostraba por la desdichada en tal momento de necesidad tuvo incluso un efecto asaz ventajoso sobre la opinión del pueblo, que se decantó enormemente por él en su benevolencia; se disculpó entonces lo que poco antes se había reprobado con severidad, el abandono de una mujer rendida a su amor ante el escarnio del mundo entero, y se consideró que en tan extraordinarias y atroces circunstancias, puesto que no se trataba de menos que de vida y honor, no le había restado otra posibilidad que revelar sin consideraciones la aventura acontecida en la noche de San Remigio. En consecuencia, se citó de nuevo por mandato expreso del emperador al conde Jacob Barbarroja ante el tribunal para declararlo solemnemente, a puertas abiertas, libre de la sospecha de haber tenido parte en el asesinato del duque. Acababa el heraldo de leer el escrito de los señores de Breda bajo el atrio de la amplia sala del tribunal, que de acuerdo con la resolución del emperador respecto al acusado que se encontraba en píe junto a él se disponía a proceder a una restitución formal de su honor, cuando micer Friedrich von Trota avanzó hasta el palenque y, basándose en el derecho común de todo observador imparcial, solicitó que le permitieran ver un instante la carta. Se accedió a su deseo, con los ojos del pueblo entero puestos en él; mas no bien hubo recibido micer Friedrich el escrito de manos del heraldo cuando, tras lanzar una fugaz mirada sobre él, lo rasgó de arriba abajo y arrojó los pedazos junto con su guante, que envolvió juntos, al rostro del conde Jacob Barbarroja con estas palabras: «ique era un bellaco y un indigno calumniador y que él estaba dispuesto a probar a vida o muerte la inocencia de doña Littegarde del crimen que le imputaba, ante el mundo entero, en juicio de Dios! —El conde Jacob Barbarroja, tras recoger el guante con el rostro muy pálido, dijo: «¡Tan cierto como que Dios decide justamente en el juicio de las armas, así de cierto es que probaré la veracidad de lo que, por necesidad imperiosa, revelé con respecto a doña Littegarde, en honorable y caballeresco combate singular! ¡Informad, nobles señores», dijo dirigiéndose a los jueces, «a su imperial majestad sobre el recurso interpuesto por micer Friedrich y rogadle que nos señale hora y lugar en que podamos enfrentarnos espada en mano para dirimir este pleito!» Según esto enviaron los jueces, levantando la sesión, una delegación con el informe sobre dicho suceso al emperador; y como éste, al haber salido micer Friedrich en defensa de doña Littegarde, se hallara no poco desconcertado respecto a su confianza en la inocencia del conde: así pues convocó a Basilea, tal como exigían las leyes del honor, a doña Littegarde para que presenciara la contienda, y a fin de esclarecer el extraño misterio que envolvía aquel asunto, fijó el día de Santa Margarita como el día y la explanada del castillo de Basilea como el lugar en que ambos, micer Friedrich von Trota y el conde Jacob Barbarroja, habían de contender en presencia de doña Littegarde.



De acuerdo con dicha decisión, al llegar el sol a su cénit el día de Santa Margarita sobre las torres de la ciudad de Basilea y habiéndose reunido en la explanada del castillo tan inconmensurable muchedumbre que fue menester construir bancos y grádenos para acomodarla, al triple llamado del heraldo desde la tribuna de los jueces de campo entraron en liza micer Friedrich y el conde Jacob, pertrechados ambos de pies a cabeza con centelleante metal, para dirimir su causa. La caballería entera de Suabia y de Suiza se encontraba presente casi al completo sobre la palestra del alcázar que se elevaba al fondo; sobre el balcón de éste, rodeado de sus cortesanos, estaba sentado el propio emperador junto a su esposa y los príncipes y princesas, sus hijos e hijas. Poco antes de dar comienzo El duelo, mientras los jueces distribuían sol y sombra entre los contendientes, se llegaron una vez más a las puertas de la explanada doña Helena y sus dos hijas, Bertha y Kunigunde, las cuales habían acompañado a Littegarde hasta Basilea, y rogaron a la guardia que allí se encontraba permiso para poder entrar y hablar unas palabras con doña Littegarde, la cual, según uso ancestral, estaba sentada sobre un estrado dentro del propio palenque. Pues aun cuando la conducta de aquella dama pareciera exigir el más absoluto respeto y una confianza enteramente ilimitada en la veracidad de sus aseveraciones, sin embargo el anillo que tenía para aducir el conde Jacob, y más aún la circunstancia de que Littegarde hubiera dado licencia la noche de San Remigio a su doncella, la única que habría podido servirle de testigo, sumía su ánimo en la más viva angustia; determinaron poner una vez más a prueba, en el apremio de tan decisivo instante, la seguridad de conciencia inherente a la acusada y ponderarle cuán ociosa o antes bien blasfema era la empresa, en caso que realmente pesara sobre su alma una culpa, de pretender quedar limpia de ella mediante la sagrada ordalía de las armas, que sacaría indefectiblemente la verdad a la luz. Y en efecto tenía Littegarde todos los motivos para meditar bien el paso que micer Friedrich daba entonces por su causa; la pira la esperaba tanto a ella como a su amigo, el caballero Von Trota, en caso de que Dios, en el juicio de los aceros, no se decidiera por él sino por el conde Jacob Barbarroja y por la veracidad del testimonio que éste había prestado ante el tribunal en contra de ella. Doña Littegarde, viendo entrar a la madre y las hermanas de micer Friedrich, se levantó del sitial con su característica expresión de dignidad, que por el dolor que inundaba su ser resultaba aún más conmovedora, y les preguntó saliendo a su encuentro: «¿qué era lo que las conducía a ella en un instante tan fatídico?». «Hijita mía», habló doña Helena llevándola aparte: «¿Queréis ahorrarle a una madre que en su yerma vejez no tiene otro consuelo que la posesión de su hijo el pesar de tener que llorarlo ante su tumba? ¿Queréis sentaros antes de que dé comienzo el combate en un carruaje, cargada de ajuar y ricos presentes, y aceptar como obsequio una de nuestras posesiones que se encuentra al otro lado del Rin y os recibirá de modo conveniente y con los brazos abiertos?» Littegarde, tras clavar su mirada por un momento en su rostro mientras le cruzaba por la faz una honda palidez, tan pronto hubo comprendido el significado de tales palabras en todo su alcance, hincó una rodilla ante ella. «¡Honorabilísima y excelsa señora!», dijo; «¿procede la angustia de que Dios, en esta hora decisiva, pudiera declararse contra la inocencia de mi pecho, del corazón de vuestro noble hijo?» —«¿Por qué preguntáis?», inquirió doña Helena. —«Porque en tal caso le conjuro a mejor no desenvainar la espada que no guía mano confiada y ceder ante su adversario en la palestra con cualesquiera hábiles pretextos: y abandonarme con todo a mi destino, que pongo en manos de Dios, sin prestar oídos intempestivos a una compasión de la cual no puedo aceptar ni un ápice!» —«¡No!», repuso doña Helena confusa:



«¡Mi hijo nada sabe! No sería digno de él, habiendo dado ante el tribunal su palabra de defender vuestra causa, haceros tal proposición ahora que ha llegado la hora decisiva. Firmemente convencido de vuestra inocencia arrostra, ya armado para el combate como veis, al conde, vuestro rival; fue una propuesta que nosotras, mis hijas y yo, en la angustia del momento, hemos ideado para considerar todas las ventajas y evitar toda desgracia.» —«Entonces», dijo doña Littegarde, regando con sus lágrimas la mano de la anciana dama mientras imprimía un ardiente beso en ella: «¡dejadle desempeñar su palabra! No mancha mi conciencia culpa alguna; y si fuera a la lucha sin yelmo ni coraza, ¡Dios y todos sus ángeles lo ampararían!» Y diciendo esto se alzó del suelo y condujo a doña Helena y sus hijas a unos asientos situados dentro del estrado, tras el sitial envuelto en paño rojo sobre el que ella misma se instaló.



A continuación, a un gesto del emperador, el heraldo dio con la trompeta la señal para el combate singular, y ambos caballeros, escudo y espada en mano, se acometieron mutuamente. Micer Friedrich, ya con el primer mandoble, hirió de inmediato al conde; lo alcanzó con la punta de su espada, no precisamente larga en demasía, allí donde entre brazo y mano las uniones de la armadura encajaban unas en otras; mas el conde, quien sobresaltado por el dolor retrocedió de un brinco, descubrió que, aun cuando la sangre corría copiosamente, no era sin embargo más que un rasguño superficial a ras de piel: de tal suerte que ante los murmullos de desaprobación de los caballeros que se encontraban en la palestra por lo desafortunado de tal actuación, avanzó de nuevo y prosiguió la lucha con renovadas fuerzas cual si estuviera completamente indemne. Se desencadenó entonces la lucha entre ambos contendientes como se acometen dos vientos en la tempestad, como entrechocan dos nubes en la tormenta, lanzándose sus rayos, encrespándose y envolviéndose mutuamente sin mezclarse entre el fragor de constantes truenos. Micer Friedrich, extendiendo escudo y espada hacia adelante, estaba plantado sobre el suelo como si fuera a echar raíces; hasta las espuelas se hundía, hasta los tobillos y las pantorrillas, en la tierra liberada de sus adoquines y removida adrede, apartando de pecho y testa los arteros golpes del conde, el cual, pequeño y ágil, parecía atacar a un tiempo desde todos lados. El combate, contando los instantes de descanso a los que obligaba el agotamiento de ambas partes, duraba ya casi una hora cuando se alzó de nuevo un murmullo desaprobatorio entre los espectadores que se encontraban sobre el graderío. Parecía que en tal ocasión no se refería al conde Jacob, cuyo celo en poner fin a la contienda no cejaba, sino al hecho de que micer Friedrich continuara empalado como un estafermo en un único punto y se abstuviera de todo ataque propio de un modo extraño; casi parecía intimidado, o cuando menos obcecado.



Aun pudiendo su proceder basarse en buenas razones, el sentimiento de micer Friedrich era empero demasiado débil como para no sacrificarlo sin más demora ante la exigencia de quienes en aquel instante juzgaban su honor; con una animosa zancada abandonó el punto que había elegido desde el comienzo y la especie de parapeto natural que se había formado en torno a sus pies y acometió a su contrario, cuyas fuerzas ya empezaban a declinar, lanzando sobre su testa varios rudos y recios golpes que éste supo no obstante parar mediante hábiles movimientos laterales de su escudo. Mas apenas invertido de tal guisa el combate sufrió micer Friedrich un percance que no parecía precisamente indicar la presencia de poderes superiores que rigieran el combate; al trabarse su pie en las espuelas, cayó trastabillando y mientras, bajo el peso del yelmo y la coraza que cargaban la parte superior de su cuerpo, caía de rodillas apoyando la mano en el polvo, el conde Jacob Barbarroja, no precisamente del modo más noble ni caballeresco, le hundió la espada en el costado que de tal suerte había quedado al descubierto. Micer Friedrich se alzó del suelo de un salto con un instantáneo grito de dolor. Si bien se apretó el yelmo sobre los ojos y, arrostrando velozmente a su rival, se aprestó a proseguir la lucha, mientras él se sostenía apoyado en su espada con el cuerpo encorvado por el dolor y la oscuridad rondaba su vista: el conde le hundió dos veces más su tizona en el pecho, justo bajo el corazón; a lo cual, con la armadura traqueteando con estrépito en torno, se desplomó en el suelo y dejó caer junto a sí espada y escudo.



El conde, después de arrojar las armas a un lado, le puso el pie sobre el pecho con un triple toque de trompeta; y mientras todos los espectadores, el propio emperador a la cabeza, se alzaban de sus asientos con ahogados gritos de espanto y compasión: doña Helena, con sus dos hijas en pos, se abalanzó sobre su amado hijo que se revolcaba en polvo y sangre. «¡Oh, mi Friedrich!», exclamó arrodillándose desolada junto a su testa; mientras doña Littegarde, desvanecida y exánime, era levantada del estrado sobre el que se había derrumbado y conducida a prisión por dos esbirros. «¡Y ay de esa infame», prosiguió, «esa perdida, que, con la conciencia de la culpa en el seno, osa venir y armar el brazo del amigo más fiel y más noble para que libre por ella un juicio de Dios en lance desigual!» Y al decir esto levantó gimiendo del suelo al hijo amado, mientras las hijas lo despojaban de su coraza, e intentó contenerle la sangre que brotaba de su noble pecho. Mas por orden del emperador acudieron esbirros que también lo prendieron a él como reo caído bajo el peso de la ley; con la asistencia de algunos médicos lo colocaron sobre unas angarillas y lo llevaron a su vez, acompañado por una gran turba popular, a prisión, adonde sin embargo obtuvieron doña Helena y sus hijas licencia para poder seguirlo hasta su muerte, de la que nadie dudaba.



Bien pronto se vio empero que las heridas de micer Friedrich, aun afectando a zonas vitales y delicadas, por una singular providencia del cielo no eran mortales; antes bien, los médicos que se le habían asignado pudieron ya pocos días más tarde asegurar a la familia con certeza que saldría con vida, y es más, que gracias al vigor de su naturaleza se habría recuperado en breves semanas sin quedar tullido en parte alguna de su cuerpo. Tan pronto recobró el juicio que el dolor le robara durante largo tiempo dirigía invariablemente a su madre esta única pregunta: ¿qué era de doña Littegarde? No podía reprimir las lágrimas al imaginarla en la yerma soledad de la mazmorra, abandonada a la más espantosa desesperación, y exhortó a las hermanas, acariciándoles tiernamente la barbilla, a que la visitaran y la consolaran. Doña Helena, soliviantada por tales palabras, le rogó que olvidara a aquella vil indecente; opinó que el crimen al que hiciera alusión el conde Jacob ante tribunal y que más tarde saliera a la luz por el desenlace del combate singular podría ser perdonado, mas no la impudicia y el descaro de invocar, siendo consciente de tamaña culpa, el sagrado juicio de Dios cual una inocente, sin escrúpulos para con el más noble amigo, al que arrojaba con ello a la perdición. «Ay, madre mía», dijo el chambelán, «¿qué mortal, y aun si fuera el mayor sabio de todos los tiempos, osaría interpretar la enigmática sentencia que Dios ha pronunciado en estas ordalías?» «¿Cómo?», exclamó doña Helena: «¿Por ventura se te escapa el significado de esta divina sentencia? ¿Acaso no te infligió en la lid la espada de tu rival una derrota por desdicha bien clara e inequívoca?» —«¡Sea!», concedió micer Friedrich: «Por un instante sucumbí ante él.



Mas, ¿fui vencido por el conde? ¿Acaso no estoy vivo? ¿Y por ventura no florezco y me alzo de nuevo milagrosamente como bajo un hálito celestial para, quizá ya dentro de pocos días, armado con doble y triple energía retomar de nuevo el combate en el que fui estorbado por un azar insignificante?» —«¡Necio de ti!», exclamó la madre. «¿Ignoras por ventura que existe una ley según la cual un combate, una vez los jueces de campo lo declaran concluido, no puede ser reiniciado para dirimir la misma causa en la palestra del sagrado juicio de Dios?» —«¡Tanto da!», repuso el chambelán enojado. «¿Qué se me da a mí de tan arbitrarias leyes humanas? Un duelo que no ha proseguido hasta la muerte de uno de los dos contendientes, ¿puede acaso darse por concluido si se consideran las circunstancias de manera mínimamente razonable? Y caso que se me permitiera retomarlo, ¿no podría abrigar la esperanza de remediar el percance sufrido y alcanzar con la espada otra sentencia divina muy diferente de la que, de guisa tan poco perspicaz y corta de miras, se toma ahora por tal?» «Sea como fuere», repuso la madre pensativa, «esas leyes que pretendes ignorar son las que rigen y tienen vigencia; de modo comprensible o no, ejecutan el poder de los preceptos divinos y os entregan a ti y a ella, como una pareja de criminales execrandos, a la severidad del brazo secular.» —«Ay», exclamó micer Friedrich; «¡ello es justamente lo que me arroja, cuitado de mí, a la desesperación!



La vara de la justicia ya se ha roto sobre ella cual sobre una convicta; y yo, que pretendía probar su virtud e inocencia ante el mundo, soy quien ha arrojado tamaña miseria sobre ella: un funesto traspié en las correas de mis espuelas, mediante el cual quizá Dios, independientemente por completo de su causa, quiso castigarme por los pecados que moran en mi propio pecho, entrega sus florecientes miembros a las llamas y su memoria a eterno oprobio!». Con estas palabras asomó una lágrima de ardiente dolor viril a sus ojos; tomando su pañuelo se volvió hacia el muro, y doña Helena y sus hijas se arrodillaron embargadas de muda emoción junto a su lecho y, besando su mano, mezclaron sus lágrimas con las de él. Entretanto había entrado en su celda el torrero con alimento para él y su familia, y al preguntarle micer Friedrich cómo se encontraba doña Littegarde, escuchó de éste en frases deshilvanadas y cargadas de desprecio: que yacía sobre un puñado de paja y desde el día en que había sido recluida allí no había vuelto a pronunciar palabra alguna. Tal noticia sumió a micer Friedrich en la angustia más extrema; le encargó que tranquilizara a la dama diciéndole que, por una insondable voluntad del cielo, se iba restableciendo por completo y que le rogaba licencia para, cuando hubiera recuperado totalmente la salud y el alcaide del castillo lo permitiera, visitarla alguna vez en su prisión. Mas la respuesta que el torrero dijo haber obtenido de ella, tras sacudir repetidamente su brazo, pues yacía sobre la paja como una demente, sin oír ni ver, fue que no, que mientras continuara en este mundo no quería ver a persona alguna; es más, se supo que aquel mismo día, en un escrito de su puño y letra, había ordenado al alcaide que no permitiera a nadie, quienquiera que fuese, pero al chambelán Von Trota muchísimo menos, que acudiera a verla; de tal suerte que micer Friedrich, arrastrado por la vehemente zozobra a causa de su estado, un día en que sentía regresar sus fuerzas con especial viveza se puso en camino con licencia del alcaide y, en la certeza de obtener su perdón, se llegó a su celda sin anunciarse, en compañía de su madre y sus dos hermanas.



Mas cómo describir el espanto de la infeliz Littegarde cuando, con el brial entreabierto en el pecho y la cabellera suelta, ante el sonido procedente del portón se incorporó sobre la paja que le habían echado y, en lugar del torrero al que esperaba, vio entrar en su celda al chambelán, su noble y excelso amigo, del brazo de Bertha y Kunigunde, con algunas señales de los sufrimientos pasados, una estampa melancólica y conmovedora. «¡Fuera!», gritó con expresión desesperada mientras se arrojaba de espaldas sobre las mantas de su jergón y ocultaba el rostro con las manos: «Si es que en tu pecho arde una sola brasa de compasión, ¡fuera!» —«¿Qué oigo, mi adorada Littegarde?», repuso micer Friedrich. Apoyándose en la madre se llegó a su vera y con indecible emoción se inclinó para tomar su mano. «¡Fuera!», gritó ella trémula, retrocediendo varios pasos de hinojos sobre la paja: «¡Si no quieres que pierda el juicio, no me toques! Me horrorizas; imenos me espanta un fuego llameante que tú!» —«¿Yo te horrorizo?», repuso micer Friedrich herido. «¿De qué modo, mi noble Littegarde, ha merecido tu Friedrich semejante recibimiento?» —Según decía esto le acercó Kunigunde una silla, a una señal de la madre, y lo invitó, débil como estaba, a sentarse en ella. «¡Oh, Jesús!», exclamó aquélla, arrojándose ante él cuán larga era poseída del más espantoso pavor, el rostro enteramente en tierra: «¡Sal de esta mazmorra, amado mío, y abandóname! Abrazo tus rodillas con ardiente fervor, lavo tus pies con mis lágrimas, te suplico, humillada ante ti en el polvo como un gusano, tan sólo un gesto de compasión: ¡vete, mi señor y dueño, vete de mi celda, vete de aquí en este preciso instante y abandóname!» —Micer Friedrich continuaba en pie ante ella, conmocionado de parte a parte. «¿Tan desagradable te es mi presencia, Littegarde?», preguntó, mirándola gravemente desde lo alto. «¡Terrorífica, insoportable, aniquiladora!», respondió Littegarde presa de desesperación, apoyada sobre las manos y ocultando por completo su rostro entre las plantas de los pies de aquél. «¡El infierno, con todos sus horrores y espantos, me es más dulce y más gustoso de contemplar que la primavera de esa faz que tornas hacia mí con clemencia y amor!» —«¡Dios del cielo!», exclamó el chambelán; «¿qué he de pensar de tamaña contrición de tu alma? ¿Acaso, desdichada, hablaron verdad las ordalías y el crimen del que te acusara el conde ante el tribunal... eres culpable de él?» —«¡Culpable, convicta, reproba! ¡Maldita y condenada así en esta vida como en la eterna!», gritó Littegarde dándose golpes de pecho como una posesa: «Vete, que mis sentidos se desgarran y se quebrantan mis fuerzas.



¡Déjame sola con mi miseria y mi desesperación!» —Ante tales palabras se desvaneció micer Friedrich; y mientras Littegarde cubría su rostro con un velo y, cual en completa renuncia al mundo, se tendía de nuevo sobre su jergón, Bertha y Kunigunde se abalanzaron gimiendo sobre su hermano exánime para devolverlo a la vida. «¡Oh, maldita seas!», exclamó doña Helena al abrir de nuevo los ojos el chambelán: «¡Sentenciada a eternos remordimientos a este lado de la tumba y más allá de ella a la condenación eterna: no por la culpa que ahora confiesas, sino por ser tan inmisericorde e inhumana de no haberla reconocido antes de arrastrar contigo a mi hijo a la perdición! ¡Necia de mí!», prosiguió apartándose de ella cargada de desprecio, «¡si hubiera concedido crédito a las palabras que, poco antes de dar comienzo el juicio de Dios, me confiara el prior del monasterio de los agustinos de esta ciudad, con el cual se confesó el conde como piadosa preparación para la hora decisiva que lo aguardaba! ¡A él le juró por la Sagrada Hostia la veracidad de la declaración que había prestado con respecto a esta miserable; le especificó la puerta del jardín ante la cual, según lo acordado, ella lo había esperado y recibido al caer la noche, le describió la alcoba, una estancia aneja de la torre deshabitada del castillo en la que lo introdujo sin que se apercibiera la guardia, y el magnífico lecho, cómodamente acolchado bajo un dosel, sobre el cual yació con él en impúdica bacanal!



Un juramento prestado en hora tal no encierra engaño: y si yo, cegada de mí, hubiera enterado a mi hijo de ello, aun cuando hubiera sido en el instante en que se desencadenaba el combate singular: le habría abierto los ojos y él se hubiera apartado, trémulo, del abismo a cuyo borde se hallaba. —«¡Mas ven!», exclamó doña Helena abrazando suavemente a micer Friedrich y estampando un beso en su frente: «La indignación que la honra con palabras es un honor para ella; ¡que vea nuestras espaldas y desespere aniquilada por los reproches de que la dispensamos!» —«¡El miserable!», repuso Littegarde, incorporándose soliviantada por tales palabras. Apoyó su testa ¿¡olorosamente sobre sus rodillas, y derramando ardientes lágrimas sobre su pañuelo, dijo: «Recuerdo que mis hermanos y yo, tres días antes de aquella noche de San Remigio, estábamos en su castillo; había celebrado, según solía, una fiesta en mi honor, y mi padre, que gustaba de ver festejada mi floreciente juventud, me había movido a aceptar la invitación en compañía de mis hermanos. Ya a deshora, acabada la danza, al subir a mi dormitorio encuentro una nota sobre mi mesa que, escrita por mano desconocida y sin firma, contenía una declaración amorosa en toda regla. Coincidió que mis dos hermanos, por concertar nuestra partida que estaba fijada para el día siguiente, se encontraban presentes en mi cámara en ese momento; y no acostumbrando a tener ningún género de secretos para con ellos, poseída de mudo asombro les mostré el extraño hallazgo que acababa de realizar.



Ellos, como reconocieran en el acto la mano del conde, se encolerizaron sobremanera y el mayor pretendía llegarse en aquel preciso instante a los aposentos de aquél con la nota; mas el menor le hizo considerar cuán delicado sería semejante paso, ya que el conde había tenido la prudencia de no firmar la esquela; a lo cual ambos, profundamente humillados por tan insultante conducta, subieron conmigo a la carroza esa misma noche y, resueltos a no volver nunca a honrar el palacio con su presencia, regresaron al castillo de su padre. —«¡Esto es lo único», añadió, «que tuve jamás en común con ese indigno canalla!» —«¿Qué oigo?», dijo el chambelán volviendo hacia ella su rostro anegado en llanto: «¡Esas palabras me suenan a música celestial! ¡Repítemelas!», dijo tras una pausa, arrodillándose ante ella y uniendo sus manos: «¿No me has traicionado por aquel miserable, y estás limpia de la culpa que te ha imputado ante tribunal?» «¡Amado mío!», susurró Littegarde oprimiéndole la mano contra sus labios —«¿Lo estás?», exclamó el chambelán: «¿Lo estás?» —«Como el pecho de un niño recién nacido, como la conciencia de quien regresa de la confesión, como el cadáver de una monja fallecida en la sacristía al tomar el velo!» —«¡Oh Dios Todopoderoso!», exclamó micer Friedrich abrazando sus rodillas: «¡Gracias! ¡Tus palabras me devuelven la vida; la muerte ya no me espanta, y la eternidad, que hasta hace un instante se extendía ante mí como un mar de inconmensurable aflicción, se alza de nuevo como un imperio cuajado de mil soles resplandecientes!» —«Cuitado», dijo Littegarde apartándose de él: «¿cómo puedes prestar oídos a lo que te dice mi boca?» —«¿Por qué no?», preguntó encendido micer Friedrich. —«¡Loco! ¡Insensato!», gritó Littegarde; «¿acaso no me ha declarado culpable el juicio de Dios? ¿No perdiste por ventura ante el conde aquel funesto combate, y no ha impuesto él la veracidad de cuanto había declarado en mi contra ante tribunal?» —«¡Oh, mi amadísima Littegarde!», exclamó el chambelán: «¡Guarda tus sentidos de la desesperación! ¡Encúmbrate sobre el sentimiento que mora en tu pecho como sobre una roca: aférrate a ella y no pierdas pie, aun cuando por encima y por debajo de ti se hundieran cielo y tierra! ¡Creamos, de entre dos ideas que confunden los sentidos, la más comprensible y concebible, y antes de que tú te tengas por culpable, creamos mejor que, en el combate singular que libré por ti, fui yo quien venció! ¡Dios, Señor de mi vida!», prosiguió cubriéndose el rostro con las manos, «¡libra mi propia alma de la confusión! Tan cierto como que quiero salvarme, creo no haber sido vencido por la espada de mi rival, pues arrojado ya bajo el polvo de su planta he resucitado de nuevo a la vida. ¿Do está escrito que la suprema sabiduría divina haya de indicar y sentenciar la verdad en el instante de fe en que se la conjura? Oh Littegarde», concluyó oprimiendo la mano de ella entre las suyas: «en esta vida esperemos la muerte, y en la muerte la eternidad, y confiemos firme e incomoviblemente: ¡tu inocencia saldrá a la serena y resplandeciente luz del sol, y lo hará gracias al singular combate que yo libré por ti!» —Así decía cuando entró el alcaide; y como viera a doña Helena sentada llorando ante una mesa, recordó que tantas emociones podrían resultar perjudiciales para su hijo: de modo que a instancias de los suyos volvió micer Friedrich de nuevo a su prisión, no sin la certeza de haber prestado y obtenido algún consuelo.



Entretanto se había instruido ante el tribunal constituido por el emperador en Basilea la acusación contra micer Friedrich von Trota así como contra su amiga, doña Littegarde von Auerstein, por invocar pecaminosamente el juicio de Dios, y de acuerdo con la ley vigente habían sido condenados ambos a sufrir, en la misma plaza donde se librara el combate singular, muerte ignominiosa en la hoguera. Se envió una delegación de consejeros para anunciarlo a los cautivos, y se hubiera ejecutado la sentencia sin demora tan pronto se restableció el chambelán de no haber sido la secreta intención del emperador ver presente al conde Jacob Barba-rroja, contra el que no podía reprimir una suerte de desconfianza. Mas éste, de un modo en verdad extraño y sorprendente, yacía aún enfermo a causa de la pequeña herida, al parecer sin importancia alguna, que le había infligido micer Friedrich al iniciarse el combate; una putridez extrema de sus humores impedía, día tras día y semana tras semana, su curación, y todo el arte de los médicos que se fue llamando desde Suabia y Suiza no logró cerrarla.



Es más, un pus corrosivo, desconocido por completo para la medicina de la época, roía como un cáncer la mano alrededor en su totalidad hasta el hueso, de tal suerte que, para espanto de todos sus amigos, había sido menester amputarle toda la mano dañada y más tarde, como con ello no se hubiera puesto coto a la corrosión del pus, incluso el brazo. Mas tal remedio, ensalzado y tenido por cura radical, como se hubiera entendido hoy día fácilmente en lugar de ayudarle sólo enconó el mal; y los médicos, al irse descomponiendo a ojos vistas su cuerpo entero en purulencia y podredumbre, declararon que no tenía salvación posible y que moriría antes de finalizar aquella semana. En vano lo exhortó el prior del monasterio de los agustinos, quien creía ver traslucir la temible mano de Dios en tan inesperado cariz que habían tomado los acontecimientos, a confesar la verdad con respecto a la querella abierta entre él y la duquesa regente; el conde, estremecido de parte a parte, tomó una vez más el sagrado sacramento por testigo de la veracidad de su declaración, y dando toda muestra del más espantoso miedo por haber podido acusar calumniosamente a doña Littegarde, entregó su alma a la condenación eterna.



Y en verdad, pese a lo licencioso de su vida, se tenía doble motivo para creer en el fondo de probidad de tal aseveración: por una parte, porque el enfermo era de hecho en cierto modo piadoso, lo cual no parecía permitir un juramento falso en situación semejante, y por otro, porque de un interrogatorio al que se había sometido al torrero del castillo de los de Breda, al cual afirmaba haber sobornado a fin de acceder secretamente a la fortaleza, resultó en verdad que tal circunstancia era fundada y que el conde había estado realmente en el interior del castillo de Breda la noche de San Remigio. Como consecuencia no le restó prácticamente al prior más que creer en un engaño sufrido por el propio conde con una tercera persona desconocida para él; y no había alcanzado aún el fin de sus días el infeliz, quien ante la noticia de la milagrosa recuperación del chambelán llegara él mismo a tan espantosa ocurrencia cuando, para su desesperación, esta idea se vio confirmada de todo punto. Pues se ha de saber que el conde, antes de que su deseo se dirigiera hacia doña Littegarde, ya llevaba largo tiempo amancebado con Rosalie, la doncella de ésta; casi a cada visita que sus señores le rendían en su castillo acostumbraba él a llamar a esta muchacha, que era una criatura frivola e inmoral, a sus aposentos durante la noche. Mas como Littegarde, durante la última visita que realizó a su castillo con sus hermanos, recibiera de él aquella tierna carta en la que le declaraba su pasión, ello despertó la susceptibilidad y los celos de esta muchacha, a la que había descuidado ya desde hacía varias lunas; durante la partida de Littegarde, ocurrida inmediatamente después, a quien hubo de acompañar, hizo llegar de vuelta al conde una nota en nombre de ésta, en la cual le comunicaba que si bien la indignación de sus hermanos por el paso que había dado él no le permitía encuentro alguno de inmediato, le invitaba sin embargo a visitarla con tal objeto la noche de San Remigio en las estancias de su castillo paterno. Aquél, lleno de alegría por la fortuna de su empresa, envió en el acto una segunda carta a Littegarde en la que le anunciaba con certeza su llegada en la susodicha noche, y sólo le rogaba, para evitar todo error, que enviara a su encuentro un fiel guía que lo condujera hasta sus aposentos; y como la criada, diestra en toda suerte de intrigas, contara con un mensaje semejante, logró hacerse con dicho escrito y decirle en una segunda respuesta falsa que ella misma lo esperaría junto a la puerta del jardín. A continuación, la víspera de la noche convenida, con el pretexto de que su hermana se encontraba enferma y quería visitarla, solicitó de Littegarde un día de asueto para marchar al campo; habiéndolo obtenido, abandonó en efecto el castillo bien entrada la tarde con un hatillo de ropa bajo el brazo y a la vista de todos emprendió el camino en la dirección en que vivía aquella mujer.



Mas en lugar de llevar a cabo tal viaje, al caer la noche se llegó de nuevo al castillo pretextando que se aproximaba una tormenta y, a fin según dijo de no importunar a su señora siendo como era su intención emprender la marcha al siguiente día muy de mañana, se procuró un lecho en una de las estancias vacías del torreón del castillo, deshabitado y apenas frecuentado. El conde, que supo obtener del torrero el acceso al castillo mediante dinero, y a la hora de la medianoche, según lo acordado, fue recibido junto a la puerta del jardín por una persona cubierta por un velo, no sospechó, como fácilmente se comprende, nada en absoluto del engaño con el cual se le embaucaba; la muchacha imprimió fugazmente un beso en su boca y lo condujo, a través de varias escaleras y corredores de la desierta ala lateral, a una de las más espléndidas estancias del propio castillo, cuyas ventanas había cerrado cuidadosamente antes. Una vez aquí, tras aguzar el oído enigmáticamente hacia las puertas en todas direcciones sujetando su mano y haberle rogado silencio con voz susurrante so pretexto de que el dormitorio del hermano se hallaba muy cerca, se acostó junto a él sobre el lecho que se encontraba a un lado; el conde, engañado por su figura y silueta, nadaba en la confusión del placer de haber logrado semejante conquista a su edad; y cuando ella, con el primer resplandor del alba, lo dejó ir y como recuerdo de la noche pasada puso en su dedo un anillo que Littegarde recibiera de su esposo y el cual ella le había hurtado la víspera con tal fin, prometióle él que, tan pronto hubiera llegado a su hogar, correspondería a su vez al obsequio con otro que había recibido de su esposa fallecida el día de sus bodas.



Tres días más tarde cumplió en efecto su palabra y le envió secretamente al castillo dicha sortija, de la cual Rosalie fue de nuevo lo bastante hábil como para apoderarse; mas sin embargo, probablemente por temor a que tal aventura pudiera conducirlo demasiado lejos, no dio noticia alguna de sí y, con algún que otro pretexto, esquivó un segundo encuentro. Más adelante la muchacha, a causa de un robo cuya sospecha recaía sobre ella con bastante certeza, fue despedida y enviada de vuelta a casa de sus padres, que vivían a orillas del Rin, y como pasados nueve meses se hicieran visibles las consecuencias de su vida disipada, y la madre la interrogara con gran severidad, indicó al conde Jacob Barbarroja como el padre de su hijo, descubriendo toda la historia secreta con que lo había burlado. Felizmente, por miedo a ser tenida por ladrona, sólo había podido ofrecer muy tímidamente en venta el anillo que le fuera remitido por el conde, y asimismo, a causa de su gran valor, no había encontrado de hecho quien mostrara interés en adquirirlo: de tal suerte que no se podía dudar de la veracidad de su declaración y los padres, apoyándose en prueba tan obvia, acudieron ante los tribunales contra el conde Jacob a causa de la manutención del niño. Los jueces, que ya habían tenido noticia de la extraña causa que se instruía en Basilea, se apresuraron a poner en conocimiento del tribunal tal descubrimiento que era de vital importancia para su desenlace; y como precisamente un concejal se dirigiera a dicha ciudad por asuntos oficiales, le entregaron una carta con el testimonio judicial de la muchacha, a la cual adjuntaron el anillo, para el conde Jacob y para elucidación del terrible enigma que tenía en jaque a toda Suabia y Suiza.



Era precisamente la fecha fijada para la ejecución de micer Friedrich y Littegarde, la cual el emperador, ignorante de las dudas que habían surgido en el pecho del propio conde, no creía poder retrasar más, cuando en la habitación del enfermo, que se retorcía en su lecho atormentado por la desesperación, penetró el concejal con este escrito. «¡Ya basta!», gritó al leer la carta y recibir el anillo: «¡Hastiado estoy de ver la luz del sol! Conseguidme», se dirigió al prior, «unas angarillas y conducidme, mísero de mí, cuya energía se deshace en polvo, al lugar de ejecución: ¡no quiero morir sin haber realizado un acto de justicia!» El prior, hondamente impresionado por este suceso, mandó que, sin más demora, cuatro siervos lo levantaran y lo tendieran, según su deseo, sobre unas andas; y al tiempo que una inconmensurable muchedumbre, reunida por el tañido de las campanas en torno a la pira sobre la que ya estaban atados micer Friedrich y Littegarde, apareció allí junto con el desdichado, que sostenía un crucifijo en la mano. «¡Alto!», gritó el prior, mandando depositar las angarillas frente a la tribuna del emperador: «Antes de que prendáis fuego a esa pira, escuchad unas palabras que ha de revelaros la boca de este pecador!» —«¿Cómo?», exclamó el emperador, alzándose de su sitial lívido como un cadáver, ««¡acaso no se han pronunciado las sagradas ordalías sobre la justicia de su causa y, tras todo lo ocurrido, es por ventura lícito siquiera pensar que Littegarde sea inocente de la culpa que le ha imputado?» —Con tales palabras descendió conmocionado de la tribuna; y más de mil caballeros, a los cuales siguió el pueblo entero salvando bancos y palenques, se arremolinaron en torno al lecho del enfermo. «¡Inocente!», repuso éste, incorporándose cuanto pudo apoyado en el prior:



«¡Tal como determinó la sentencia del Altísimo aquel funesto día ante los ojos de todos los ciudadanos de Basilea aquí reunidos! Pues él, alcanzado por tres heridas a cada cual más mortal, florece como veis pletórico de energía y vitalidad; mientras que un golpe de su mano, que apenas pareció rozar la envoltura más externa de mi vida, ha tocado su mismo núcleo devorándolo horriblemente y sin coto, y ha derribado mi fuerza como el viento de la tempestad un roble. Mas, caso que algún incrédulo aún alimentara dudas, aquí están las pruebas: ¡Rosalie, su camarera, fue quien me recibió aquella noche de San Remigio, mientras que yo, triste de mí, ofuscados mis sentidos, creí tenerla en mis brazos a ella, que siempre había rechazado mis proposiciones con desprecio!» El emperador, ante tales palabras, quedó como petrificado.



Volviéndose hacia la pira envió a un caballero con la orden de ascender en persona a la escala y desatar tanto al chambelán como a la dama, que yacía desvanecida en los brazos de su madre, y conducirlos a su presencia. «Pues bien, ¡un ángel vela por cada uno de vuestros cabellos!», exclamó cuando Littegarde, con el brial entreabierto en el pecho y la cabellera suelta, se presentó ante él de la mano de micer Friedrich, su amigo, cuyas propias rodillas temblaban, impresionado por tan prodigiosa salvación, atravesando el círculo del pueblo que les abría paso lleno de reverencia y asombro. Besó la frente de ambos, arrodillados ante él; y después de pedir el armiño que lucía su esposa y colocarlo sobre los hombros de Littegarde, tomó su brazo a la vista de cuantos caballeros estaban allí congregados con la intención de conducirla personalmente a los aposentos de su palacio imperial. Mientras el chambelán, en lugar del sambenito que lo cubría, era tocado a su vez con sombrero de pluma y capa caballeresca, volvióse hacia el conde que se retorcía dolorosamente sobre las angarillas y, movido por un sentimiento de compasión, pues éste no se había prestado al combate singular en modo alguno criminal ni blasfemo, le preguntó al médico que permanecía a su lado: ¿si no había salvación para el desdichado?



—«¡En vano!», respondió Jacob Barbarroja, apoyándose en el regazo de su médico entre horribles estertores: «Y he merecido la muerte que sufro. Pues sabed, ahora que el brazo de la justicia terrena ya no me alcanzará, que yo soy el asesino de mi hermano, el noble conde Wilhelm von Breysach: el canalla que lo abatió con la flecha de mi armería fue comprado por mí seis semanas antes para perpetrar tal crimen que había de conseguirme la corona!» —Con este testimonio se desplomó sobre las andas y exhaló su negra alma. «¡Ah, el presagio de mi propio esposo, el duque!», exclamó la regente, que estaba en pie junto al emperador y había descendido asimismo de la tribuna, llegándose en pos de la emperatriz a la explanada del castillo: «¡Lo que me anunció aún en el postrer instante, con palabras entrecortadas, que yo sin embargo entonces sólo comprendí de modo incompleto!» — El emperador repuso indignado: «¡Mas el brazo de la justicia ha de alcanzar aún tu cadáver! Tomadlo», gritó volviéndose hacia los esbirros, «y de inmediato, condenado como está, entregadlo a los verdugos: ¡que para deshonra de su memoria arda sobre la pira en la que poco faltó para que sacrificásemos por su causa a dos inocentes!». Y con ello, mientras el cadáver del miserable, crepitando en llamas rojizas, era dispersado en todas direcciones por el aliento del cierzo, condujo a doña Littegarde, con sus caballeros en pos, al palacio. Le concedió de nuevo por decreto imperial toda la herencia paterna de la cual ya habían tomado posesión los hermanos en su innoble codicia; y apenas tres semanas más tarde se celebraron en el castillo de Breysach las bodas de los dos excelsos novios, con motivo de las cuales la duquesa regente, muy satisfecha con el cariz que habían tomado los acontecimientos, obsequió a Littegarde como regalo de bodas con una gran parte de las propiedades del conde que correspondían a la ley. El emperador por su parte otorgó a micer Friedrich, tras los desposorios, un toisón honorífico que colocó en torno a su cuello; y, tras concluir sus asuntos en Suiza, apenas estuvo de regreso en Worms mandó añadir en los estatutos del sagrado y divino combate singular, allí do se prevé que a través suyo la culpa ha de quedar descubierta en el acto, estas palabras: «Si es la voluntad de Dios».




El Adoptado (Der Findling) es un relato del escritor alemán Heinrich Von Kleist, publicado en 1811; el año de su muerte.




Se trata de una historia de adulterio, pero de un adulterio que no siempre se ejecuta a niveles físicos, sino también morales: Un adoptado que seduce a su madre adoptiva, una madre adoptiva cuya ética se ve sacudida por los embates de aquel, y la sombra del suicidio sobrevolando a todos.



Sin dudas, El adoptado es uno de los mejores relatos de Heinrich Von Kleist, y uno de los grandes cuentos de la literatura alemana del período.







El Adoptado.

Der Findling, Heinrich Von Kleist (1777-1811)





Antonio Piachi, un acaudalado comerciante de terrenos asentado en Roma, veíase de tanto en tanto obligado por sus negocios a realizar largas travesías. Acostumbraba en tales casos a dejar a Elvira, su joven esposa, al cuidado de los parientes de ésta. Uno de dichos viajes lo condujo en compañía de su hijo Paolo, un muchacho de once años que le diera su primera esposa, a Ragusa. Acababa precisamente de declararse allí una pestilencia que sembraba el terror en la ciudad y sus aledaños. Piachi, a cuyos oídos no había llegado el hecho hasta encontrarse ya de viaje, se detuvo en las inmediaciones de la ciudad para recabar información sobre la naturaleza de aquélla.



Mas al tener noticia de que el mal se hacía día a día más preocupante y se estaba pensando en clausurar las puertas, la inquietud por su hijo se antepuso a todos los intereses mercantiles: tomó caballos y abandonó de nuevo la ciudad. Una vez extramuros advirtió junto a su carruaje a un muchacho que extendía las manos hacia él a modo de súplica y parecía ser presa de gran agitación. Piachi mandó parar y, a la pregunta de qué se le ofrecía, respondió el muchacho en su inocencia que «estaba contagiado y los alguaciles lo perseguían para conducirlo al hospital donde ya habían muerto su padre y su madre; y le rogaba por todos los santos que lo llevara consigo y no lo dejase perecer en la ciudad». Diciendo esto tomó la mano del viejo y la estrechó, cubriéndola de besos y lágrimas. Piachi estuvo a punto, en el primer arranque de espanto, de arrojar al chico lejos de sí; mas en aquel preciso instante, al demudarse éste y caer desvanecido al suelo, movió a compasión al buen anciano: echó pie a tierra con su hijo, metió al muchacho en el coche y prosiguió viaje, por más que no supiera qué diantres hacer con él. Aún andaba en el primer alto tratando con los posaderos sobre el modo y manera en que podría desembarazarse nuevamente del chico cuando, por orden de la policía, la cual algo había husmeado al respecto, fue detenido y, bajo custodia, devueltos él, su hijo y Nicolo, pues así se llamaba el muchacho enfermo, a Ragusa.



Todas las consideraciones por parte de Piachi sobre lo inhumano de tal disposición de nada sirvieron: llegados a Ragusa fueron conducidos en el acto los tres, bajo la vigilancia de un alguacil, al hospital, donde si bien él, Piachi, permaneció sano y Nicolo, el muchacho, se recuperó nuevamente de su mal, su hijo Paolo, con sólo once años, fue empero contagiado por aquél y murió al cabo de tres días. Se abrieron entonces de nuevo las puertas y Piachi, tras haber enterrado a su hijo, obtuvo licencia de la policía para emprender el regreso. Según subía al carruaje embargado por el dolor y, a la vista del asiento que quedaba vacío junto a él, sacaba el pañuelo para dejar correr sus lágrimas, se aproximó Nicolo al coche, gorra en mano, y le deseó un feliz viaje. Piachi se asomó por la portezuela y le preguntó, con la voz quebrada por fuertes sollozos, si quería viajar con él.



El chico, apenas hubo comprendido al anciano, asintió y dijo: «¡Oh, sí! ¡Encantado!», y puesto que los alcaides del hospital, al preguntar el tratante si le estaba permitido al muchacho subir al coche, sonrieron y aseguraron que era hijo de Dios y nadie lo echaría en falta, Piachi, muy conmovido, le ayudó a subir y lo llevó consigo a Roma en lugar de su hijo. Ya en el camino real, ante las puertas de la ciudad, el corredor de terrenos observó por primera vez con atención al muchacho. Era de una rara belleza, algo hierática, sus negros cabellos le caían sobre la frente en sobrios mechones, ensombreciendo un rostro serio y avispado que jamás cambiaba de gesto. El anciano le dirigió varias preguntas, a las cuales respondió empero muy escuetamente: permanecía taciturno y ensimismado, sentado en el rincón aquel, las manos hundidas en los bolsillos de los calzones, y observaba con huidizas miradas pensativas los objetos que pasaban al vuelo ante el coche. De hito en hito, con movimientos reposados y silenciosos, se sacaba un puñado de avellanas del zurrón que llevaba consigo y, mientras Piachi se enjugaba las lágrimas de los ojos, las tomaba entre los dientes y las cascaba.



En Roma lo presentó Piachi, tras una breve relación de lo sucedido, a Elvira, su joven y excelente esposa, que si bien no pudo evitar llorar de corazón al pensar en Paolo, su pequeño hijastro al que mucho había amado, estrechó con todo a Nicolo contra su pecho por más ajeno y rígido que estuviera plantado ante ella, le asignó como lecho la cama en la que aquél había dormido y le hizo obsequio de todas sus ropas. Piachi lo envió a la escuela, donde aprendió a escribir, a leer y a contar y, puesto que de manera fácilmente comprensible había ido tomando al muchacho idéntico cariño como oneroso le había resultado, con el beneplácito de la buena Elvira, la cual no podía esperar descendencia del anciano, lo adoptó ya a las pocas semanas como su propio hijo. Más adelante despidió a un subalterno con quien estaba descontento por algún que otro motivo y, como en su lugar hubiera empleado en la correduría a Nicolo, tuvo la alegría de ver que éste administraba los amplios negocios en que estaba embarcado del modo más diligente y ventajoso. Nada tenía el padre, enemigo jurado de toda mojigatería, que censurar en él salvo el trato con los monjes del monasterio de los Carmelitas, los cuales mostraban gran deferencia al joven por mor de la considerable fortuna que un día había de corres-ponderle como legado del anciano; ni tampoco la madre por su parte, de no ser una inclinación por el sexo femenino que se agitaba en su pecho prematuramente, según se le antojaba a ella.



Pues ya apenas cumplidos quince años, con ocasión de una de dichas visitas a los monjes, había sido presa de la seducción de una tal Xaviera Tartini, barragana de su obispo, y por más que, obligado por la estricta conminación del anciano, hubiera roto con dicho contubernio, tenía sin embargo Elvira algún que otro motivo para creer que su continencia en tan peligroso terreno no era precisamente grande. Mas cuando Nicolo, con veinte años, desposó a Constanza Parquet, una joven y encantadora genovesa sobrina de Elvira que se había educado a su cuidado en Roma, pareció así atajado al menos el último mal en su origen; ambos progenitores estuvieron de acuerdo en su satisfacción con él y, como muestra de ello, le concedieron una magnífica dote, para lo cual dejaron libre una considerable parte de su bella y amplia mansión. En pocas palabras, al alcanzar Piachi los sesenta años hizo lo último y lo máximo que podía hacer por él: le legó ante tribunal, con excepción de un pequeño capital que se reservó para sí, toda la fortuna en que se basaba su comercio de terrenos y se recogió al retiro con su fiel y excelente Elvira, que pocos deseos tenía en este mundo. En el espíritu de Elvira había quedado un mudo rasgo de tristeza a raíz de un conmovedor suceso ocurrido en su infancia.



Philippo Parquet, su padre, un tintorero acomodado de Genova, habitaba una casa que, tal como exigía su oficio, limitaba en su parte posterior directamente con la orilla del mar, cercado por sillares; unas grandes vigas empotradas en el alero, de las que se colgaban los lienzos teñidos, sobresalían varios codos por encima del agua. Cierta vez, una aciaga noche en que la casa se había incendiado y, cual si estuviera construida con pez y azufre, se elevaba el fuego a un tiempo en todas las estancias de las que se componía, iba Elvira, a la sazón de trece años, huyendo espantada por las llamas de una escalera a otra y, sin saber ella misma bien cómo, se encontró encaramada sobre una de aquellas vigas. La pobre niña, oscilando entre el cielo y la tierra, no sabía en absoluto cómo salvarse; detrás suyo la fachada ardiendo, cuyas brasas, azotadas por el viento, ya habían hecho presa en la viga, y debajo el mar, ancho, yermo, aterrador. A punto estaba ya de encomendarse a todos los santos y, eligiendo de entre dos males el menor, de saltar a las aguas, cuando de improviso un joven genovés de la estirpe de los patricios apareció en el vano, arrojó su capa sobre la viga, tomó a la muchacha en sus brazos y, con tanto valor como destreza, descendió con ella resbalando por uno de los paños húmedos que pendían de la viga hasta el mar.



Allí los recogieron las góndolas que flotaban en el puerto y los condujeron, con gran júbilo del pueblo, hasta la orilla; mas el joven héroe, ya al cruzar por dentro de la casa, había sido golpeado en la cabeza por una piedra desprendida de una cornisa y sufrido una herida de gravedad que pronto, privado de sus sentidos, lo derribó a tierra. Su padre el marqués, a cuyo palacio fue conducido, como tardara en restablecerse hizo llamar a médicos de todas las regiones de Italia que lo trepanaron una y otra vez y le extrajeron varios huesos del cerebro; mas por una inescrutable providencia del cielo todos los esfuerzos fueron inútiles: se levantaba sólo raramente de la mano de Elvira, a quien su madre había mandado llamar para que lo cuidara, y al cabo de yacer enfermo tres años en extremo dolorosos, durante los cuales la muchacha no se apartó de su lado, le tendió dulcemente la mano una vez más y expiró. Piachi, que mantenía relaciones comerciales con la casa de este caballero y había conocido allí a Elvira cuando estaba a su cuidado, casándose con ella dos años más tarde, se guardaba mucho de pronunciar delante suyo el nombre de él, o de recordárselo del modo que fuere, pues sabía que afectaba en grado sumo a su bello y sensible ánimo. El menor motivo que le recordara aún sólo remotamente el tiempo en que el joven sufrió y murió por su causa la conmovía siempre hasta las lágrimas, y no había entonces modo de consolarla ni tranquilizarla; se marchaba del lugar donde estuviera y nadie la seguía, pues ya se había comprobado que era inútil cualquier otro remedio que no fuera dejarla llorar su dolor en silencio y soledad hasta el final.



Nadie aparte de Piachi conocía la causa de estos extraños y frecuentes trastornos, pues jamás en toda su vida había salido de sus labios una sola palabra alusiva a aquel acontecimiento. Se acostumbraba a culpar a una hipersensibilidad del sistema nervioso, secuela de unas ardientes fiebres que le habían sobrevenido inmediatamente después de sus desposorios, y poner así fin a cualquier indagación sobre el origen de aquéllos. En cierta ocasión Nicolo, a escondidas y sin conocimiento de su esposa, bajo el pretexto de estar invitado a casa de un amigo, había acudido al carnaval con la tal Xaviera Tartini, con quien no había abandonado nunca los amoríos pese a la prohibición del padre, y regresaba a su casa a altas horas de la noche, cuando ya todos dormían, ataviado con un disfraz de caballero genovés que había elegido al azar. Coincidió que al anciano le había sobrevenido repentinamente una indisposición y Elvira, para asistirle a falta de criada, se había levantado y dirigido al comedor para llevarle una botella de vinagre. Acababa de abrir un armario del rincón y rebuscaba subida al borde de una silla entre vasos y licoreras, cuando Nicolo abrió la puerta sigilosamente y, con una luz que se había prendido en el corredor, atravesó la sala ataviado con sombrero de pluma, capa y espada. Sin malicia alguna ni echar de ver a Elvira, se llegó hasta la puerta que conducía a su aposento y, al tiempo que él se sobresaltaba por encontrarla cerrada con llave, detrás suyo Elvira, percatándose su presencia desde el escabel al que estaba encaramada, cayó como tocada por un rayo invisible sobre el entarimado con las botellas y vasos que sostenía en la mano.



Nicolo, pálido del susto, se dio media vuelta y ya iba a acudir en ayuda de la infeliz mas, como el ruido que ella había causado tenía necesariamente que atraer al anciano, el temor a sufrir una reprimenda de éste se sobrepuso a todas las restantes consideraciones: en la turbación del apresuramiento arrebató de su cintura un manojo de llaves que llevaba consigo y, habiendo encontrado una que servía, arrojó el manojo de nuevo a la sala y desapareció. Poco después, cuando Piachi, tras saltar de la cama enfermo como estaba, la había levantado del suelo y asimismo habían aparecido con luz criados y doncellas alertados por la campanilla, acudió también Nicolo vestido con su camisa de dormir y preguntó qué había sucedido; mas al verse Elvira, rígida de terror como estaba su lengua, incapaz de hablar y aparte de ella sólo él mismo pudiera dar respuesta a tal pregunta, quedaron pues las circunstancias del asunto envueltas en un eterno secreto; condujeron a Elvira a su cama, temblándole todos los miembros, donde permaneció durante varios días presa de una violenta fiebre; se repuso sin embargo del contratiempo gracias a la fuerza natural de su salud y, aparte de una extraña melancolía que le quedó, se restableció casi por completo.



Transcurrió así un año hasta que Constanza, la esposa de Nicolo, dio a luz y murió de sobreparto junto con el hijo que había alumbrado. Este suceso, lamentable en sí mismo por haberse perdido un ser virtuoso y delicado, lo fue doblemente al abrir las puertas de par en par a las dos pasiones de Nicolo, su beatería y su inclinación por las mujeres. Volvió a camandulear días enteros en las celdas de los monjes carmelitas con el pretexto de consolarse, por más que se supiera cuán escaso amor y fidelidad había profesado a su esposa en vida. En efecto, no yacía aún Constanza bajo tierra cuando Elvira, ya a última hora, entró en la alcoba de él ocupada en los preparativos del inminente entierro, encontrando allí a una muchacha arremangada y pintada a la que demasiado conocía como la criada de Xaviera Tartini. Ante tal escena bajó Elvira los ojos, dio media vuelta sin decir palabra y abandonó la habitación; ni Piachi ni nadie más supo una palabra de aquel suceso; se conformó con arrodillarse junto al cadáver de Constanza, que mucho había amado a Nicolo, y llorar con el corazón afligido. Quiso sin embargo el azar que Piachi, a su regreso de la ciudad, se tropezara al entrar en su casa con la muchacha y, comprendiendo bien lo que había venido a hacer, arremetió contra ella enérgicamente y mitad con ardides, mitad por la fuerza le arrebató la carta que llevaba consigo. Subió a su habitación para leerla y se encontró con lo que había previsto: Nicolo rogaba encarecidamente a Xaviera que le hiciera la merced de indicar lugar y hora para la cita que él tanto anhelaba. Piachi tomó asiento y respondió, con letra fingida, en nombre de Xaviera:



«Ahora mismo, aún antes del anochecer, en la iglesia de la Magdalena», lacró esta nota con un sello diferente del suyo y mandó que lo entregaran en la habitación de Nicolo cual si procediera de la dama. El ardid funcionó a la perfección: Nicolo tomó en el acto su capa y, olvidado de Constanza, que yacía expuesta en la capilla ardiente, abandonó la casa. En vista de ello Piachi, profundamente humillado, anuló el solemne sepelio fijado para el día siguiente, mandó que los porteadores levantaran el cadáver tal como estaba y le dieran sepultura en total recogimiento, acompañado únicamente por Elvira, él mismo y algunos parientes, en la cripta de la iglesia de la Magdalena dispuesta para acogerlo. Nicolo, quien esperaba envuelto en su capa bajo el atrio de la iglesia y para su asombro vio aproximarse un cortejo fúnebre demasiado bien conocido, preguntó al anciano, que seguía al féretro, «¿qué significaba aquello y a quién llevaban?». Mas éste, con el devocionario en la mano, contestó tan sólo sin alzar siquiera la testa: «A Xaviera Tartini» —tras lo cual el cadáver, cual si Nicolo no estuviera presente, fue descubierto de nuevo, bendecido por los presentes, y a continuación descendido y cerrado en la cripta. Este suceso, que lo avergonzó profundamente, despertó en el pecho del infeliz un acendrado odio hacia Elvira, pues a ella creía tener que agradecerle el público oprobio por parte del anciano.



Varios días estuvo Piachi sin dirigirle la palabra, mas como a causa del legado de Constanza precisara de su aquiescencia y su favor, viose pese a todo en la necesidad de tomar una noche la diestra del anciano y jurar solemnemente, con gesto contrito, la ruptura inmediata y para siempre jamás con Xaviera. Bien lejos estaba empero de su ánimo mantener tal promesa; antes bien, la oposición que se le presentaba no logró salvo enconar su obstinación y hacerlo diestro en el arte de esquivar la atención del probo anciano. A más de ello, nunca había encontrado a Elvira tan hermosa como en el instante en que, para su anonadamiento, abrió la habitación donde se encontraba la muchacha y la cerró de nuevo. La indignación que con suave brasa se encendiera en sus mejillas derramó un infinito encanto sobre su dulce rostro, sólo raramente alterado por las emociones; le resultaba increíble que, con tantas tentaciones como existían, no se aventurara ella misma de tanto en tanto en aquel camino por gozar de cuyas flores acababa de castigarlo tan ignominiosamente. Ardía en ansias de rendirle, de ser éste el caso, idéntico servicio ante el anciano que ella a él, y nada anhelaba ni buscaba más que la ocasión de llevar a cabo tal propósito. Cierto día, a una hora a la que precisamente Piachi estaba fuera de casa, pasó ante la habitación de Elvira y, para su extrañeza, oyó que dentro hablaban.



Atravesado por apresuradas y aviesas esperanzas se inclinó con ojos y oídos hacía la cerradura y —¡cielos! ¿qué vio? Allí yacía ella, en actitud extática, a los pies de alguien, y aun no logrando reconocer a la persona, pudo escuchar con toda claridad, pronunciada con el mismísimo acento del amor, la palabra susurrada: «Colino». Palpitándole el corazón se acomodó en el quicio de la ventana del corredor, desde donde podía observar la entrada de la alcoba sin traicionar su intención; y ya creía llegado, al oír elevarse quedamente un sonido del cerrojo, el inefable instante en que podría desenmascarar a la hipócrita, cuando en lugar del desconocido que él esperaba salió del cuarto la propia Elvira, sin acompañamiento alguno, lanzándole a distancia una mirada absolutamente indiferente y tranquila. Llevaba bajo el brazo una pieza de paño tejido por ella misma; y luego que hubo cerrado el aposento con una llave que tomó de su cintura, descendió con el mayor sosiego escaleras abajo, apoyando la mano en la barandilla. Aquella simulación, aquella aparente indiferencia se le antojaron el colmo del descaro y la perfidia, y apenas había ella desaparecido de su vista cuando ya corrió a buscar una llave maestra y, tras atisbar brevemente en torno con miradas furtivas, abrió a hurtadillas la puerta de la estancia. Mas cuál no sería su sorpresa al encontrarlo todo vacío y no descubrir escudriñando en los cuatro rincones nada que se asemejara siquiera a un ser humano: excepto el retrato de un joven caballero en tamaño natural, colocado en un nicho de la pared tras una cortina de seda carmesí e iluminado por una luz especial.



Nicolo se asustó sin saber él mismo por qué, y frente a los grandes ojos del retrato que lo miraba fijamente atravesaron su pecho mil pensamientos: mas aún antes de haberlos reunido y ordenado lo sobrecogió ya el temor a ser descubierto y castigado por Elvira; con no poca confusión cerró de nuevo la puerta y se alejó. Cuanto más meditaba sobre este extraño suceso, tanta mayor importancia cobraba para él aquel retrato que había descubierto y tanto más penosa y abrasadora se volvía su curiosidad por saber de quién se trataba. Y es que había visto su entera silueta tendida de hinojos cuán larga era, y quedaba sencillamente fuera de toda duda que ello había sucedido ante la figura del joven caballero del lienzo. Presa de gran desasosiego fue a ver a Xaviera Tartini y le contó el extraordinario acontecimiento que había presenciado. Ésta, que coincidía con él en el interés de hundir a Elvira por provenir de ella todas las dificultades que encontraban para sus relaciones, expresó el deseo de ver el retrato de su alcoba. Pues podía jactarse de amplio conocimiento entre la nobleza de Italia y, en caso de que aquel de quien allí se trataba hubiera estado en alguna ocasión en Roma y fuese de alguna importancia, tenía motivos para esperar conocerlo.



Pronto coincidió que el matrimonio Piachi viajó cierto domingo a la finca para visitar a un pariente, y no bien supo de este modo Nicolo el campo libre cuando ya se apresuró a ir a buscar a Xaviera y la introdujo en la habitación de Elvira como a una dama desconocida, so pretexto de ver pinturas y bordados, junto con una hijita que tenía del cardenal. Mas cuál no sería la consternación de Nicolo al exclamar la pequeña Clara (pues así se llamaba la hija), apenas hubo levantado la cortina: «¡Dios mío de mi vida! Signor Nicolo, ¿quién otro ha de ser que vos?» —Xaviera enmudeció. El retrato, en efecto, cuanto más lo miraba, mostraba un ostensible parecido con él: máxime si, como le era perfectamente posible, lo recordaba con el atuendo de caballero que unos meses antes había lucido a escondidas en su compañía durante el carnaval. Nicolo intentó alejar con un chascarrillo el repentino rubor que se derramó sobre sus mejillas; dijo, besando a la pequeña: «¡Verdaderamente, queridísima Clara, el retrato se parece a mí como tú al que se cree tu padre!» —Mas Xaviera, en cuyo pecho había empezado a agitarse el amargo sentimiento de los celos, le lanzó una mirada; plantándose ante el espejo dijo que en último término era indiferente de qué persona se tratara; se despidió con notoria frialdad y abandonó la estancia. Nicolo, tan pronto hubo marchado Xaviera, se vio poseído por la más viva euforia debido al incidente. Recordaba exultante de qué modo tan extraño y vehemente había conmocionado a Elvira su fantástica aparición de aquella noche. La idea de haber despertado la pasión de aquella mujer, ejemplo vivo de virtud, lo halagaba casi tanto como el deseo de vengarse de ella; y puesto que se le ofrecía la perspectiva de satisfacer de un mismo golpe ambos apetitos, tanto el uno como el otro, aguardó con gran impaciencia el regreso de Elvira y la hora en que una mirada en sus ojos coronaría su vacilante certidumbre.



Nada lo estorbaba en el desvarío que de él se había apoderado, a no ser el recuerdo indudable de que Elvira, aquel día en que la espiara por el ojo de la cerradura, había dado al retrato ante el cual estaba arrodillada el nombre de Colino; mas incluso en el sonido de aquel nombre, no precisamente muy usual en la región, algo había que, sin saber por qué, mecía su corazón en dulces sueños; y en la disyuntiva de desconfiar de uno de ambos sentidos, su vista o su oído, se inclinaba como es natural por la más halagüeña para sus apetitos. Entretanto no regresó Elvira del campo hasta pasados varios días, y lo hizo trayendo consigo de la casa del primo al que había visitado a una joven pariente que deseaba conocer Roma, de modo que, ocupada como estaba en finezas para con ésta, lanzó a Nicolo, quien la ayudó a descender del coche con gran amabilidad, tan sólo una fugaz e insignificante mirada. Transcurrieron varias semanas, dedicadas a la huésped a quien se agasajaba, en una inquietud inhabitual para la casa; se visitó, dentro y fuera de la ciudad, cuanto podría resultar curioso para una muchacha joven y llena de vida como ella; y Nicolo, al no estar invitado a todas estas pequeñas excursiones a causa de sus asuntos en la contaduría, recayó otra vez en el peor humor respecto a Elvira.



Empezó a rememorar, con las más amargas y torturadoras sensaciones, al desconocido que ésta idolatraba en secreta entrega; y muy especialmente desgarraba tal sentimiento su depravado corazón en el transcurso de la velada, larga y ansiosamente aguardada, en que partió aquella joven pariente, pues Elvira, en lugar de hablar entonces con él, permaneció sentada durante una hora entera a la mesa del comedor, en silencio, ocupada en una pequeña labor femenina. Coincidió que Piachi, pocos días antes, había preguntado por una cajita de letras de marfil con ayuda de las cuales había sido instruido Nicolo en su infancia y que ahora al anciano, puesto que nadie la necesitaba ya, se le había ocurrido regalar a un niño de la vecindad. La sirvienta a quien se había encargado buscarlas entre otros muchos trastos viejos no había encontrado entretanto más que las seis que formaban el nombre de Nicolo; probablemente porque las demás, debido a su menor relación con el muchacho, habían recibido menos atención y se habían perdido en la ocasión que fuere.



Mas al tomar entonces Nicolo en su mano los caracteres, que llevaban ya varios días sobre la mesa, y juguetear con ellos mientras rumiaba lúgubres pensamientos, apoyado con el brazo en el tablero, descubrió —ciertamente por azar, pues se asombró tanto como nunca antes en su vida— la combinación que formaba el nombre de Colino. Nicolo, que desconocía tal propiedad logogrífica de su nombre, sacudido de nuevo por delirantes esperanzas lanzó de soslayo una mirada incierta y furtiva a Elvira, sentada junto a él. La coincidencia existente entre ambas palabras se le antojaba más que un mero azar; sopesó, con contenida alegría, el alcance de tan extraño hallazgo y, tras retirar las manos de la mesa, latiéndole el corazón con fuerza, acechó el instante en que Elvira levantaría los ojos y descubriría el nombre que quedaba a la vista. La expectación que lo dominaba no lo engañó en absoluto; pues no bien hubo advertido Elvira en un momento de descanso la disposición de las letras y, por ser algo corta de vista, se inclinó candida y despreocupada para acercarse a leerlas, cuando ya sobrevoló con una mirada extrañamente angustiada el semblante de Nicolo, quien contemplaba todo con aparente indiferencia, retomó su trabajo con una melancolía imposible de describir y, creyéndose inadvertida, dejó caer sobre su regazo, con un leve rubor, una lágrima tras otra.



Nicolo, que observaba de reojo todas estas emociones internas, no dudaba ya en absoluto que dicha transposición de las letras escondía tan sólo su propio nombre. La vio mezclar de pronto suavemente los caracteres, y sus desbocadas esperanzas alcanzaron el colmo de la certidumbre cuando ella se levantó, guardó su labor y desapareció en su dormitorio. A punto estaba ya de ponerse en pie y seguirla cuando entró Piachi y, a la pregunta de dónde se encontraba Elvira, recibió por respuesta de una criada «que no se sentía bien y se había echado en la cama». Piachi, sin mostrar excesiva consternación, dio media vuelta y fue a ver cómo estaba; y al regresar un cuarto de hora más tarde con la noticia de que no acudiría a la mesa y no decir una palabra más sobre el asunto, creyó entonces Nicolo haber dado con la clave de todos los enigmáticos incidentes de tal índole que había presenciado. A la mañana siguiente, ocupado como estaba en su infame gozo meditando el beneficio que esperaba sacar de tal descubrimiento, recibió una esquela de Xaviera en la que le rogaba que fuera a verla por tener que revelarle algo concerniente a Elvira que sería de su interés.



Estaba Xaviera, a través del obispo que la mantenía, en estrechísima relación con los monjes del monasterio de los Carmelitas; y puesto que la madre de Nicolo acudía allí a confesar, no dudaba él que le hubiera sido posible obtener información sobre la secreta historia de sus afectos que confirmara sus esperanzas contra natura. Mas de qué modo tan ingrato, tras un saludo extraño y zumbón de Xaviera, fue sacado de su error cuando, sonriendo, le hizo sentarse sobre el diván en que ella estaba y le dijo que sólo tenía que revelarle que el objeto del amor de Elvira era, desde hacía ya doce años, un muerto que dormía en la tumba. —Aloysius, marqués de Montferrat, al cual un tío de París en cuya casa se había educado diera el sobrenombre de «Collin», más tarde transformado en Italia chuscamente en «Colino», era el original del retrato que había descubierto en el nicho, tras una cortina de seda carmesí, en la alcoba de Elvira; el joven caballero geno-vés que tan noblemente la había salvado en su infancia del fuego y que había muerto a causa de las heridas sufridas en tal empresa. —Añadió que sólo le rogaba no hacer ningún otro uso de tal secreto, ya que le había sido confiado en el monasterio de los Carmelitas bajo el sello de la confidencialidad más extrema por una persona que en realidad no tenía derecho a disponer de él. Nicolo aseguró, alternándose en su semblante palidez y sonrojo, que nada había de temer; e incapaz por completo como era de ocultar frente a las picaras miradas de Xaviera cuán corrido quedaba tras semejante revelación, alegó que lo reclamaba un asunto, contrayendo el labio superior en una fea mueca tomó su sombrero, se despidió y marchó.



Vergüenza, lascivia y venganza se aunaron entonces para urdir el acto más abyecto jamás cometido. Bien entendía que al alma pura de Elvira sólo se podía acceder mediante una añagaza; y apenas Piachi, que marchó a la quinta por unos días, le hubo dejado el campo libre, ya se aprestó a llevar a cabo el satánico plan que había ideado. Se procuró otra vez exactamente el mismo traje con el cual meses atrás, regresando por la noche del carnaval a escondidas, había aparecido ante ella; y tras vestirse capa, coleto y sombrero de pluma de hechura genovesa justo como los llevaba el retrato, se deslizó furtivamente, poco antes de la hora de dormir, en la alcoba de Elvira, colgó un paño negro sobre el cuadro que se encontraba en el nicho y esperó, bastón en mano, enteramente en la postura del joven patricio retratado, su adoración. Había calculado muy acertadamente con la agudeza de su inicua pasión; pues Elvira, quien entró poco después, tras desvestirse en silencio y tranquila, apenas descorrió como solía la cortina de seda que cubría el nicho y lo descubrió cuando ya gritó: «¡Colino! ¡Amado mío!», desplomándose sin sentido sobre el entarimado. Nicolo salió del nicho; permaneció un instante absorto en la contemplación de sus encantos, y observó su delicado semblante que palidecía de pronto bajo el beso de la muerte: mas no habiendo sin embargo tiempo que perder la alzó sin más dilación en sus brazos y la condujo, arrancando el paño negro del cuadro, hasta la cama que se encontraba en el rincón del dormitorio. Acto seguido fue a echar el cerrojo a la puerta, encontrándola ya cerrada con llave; y con la certeza de que incluso cuando le volvieran sus perturbados sentidos ella no ofrecería resistencia a su fantástica y aparentemente sobrenatural aparición, volvió entonces al lecho, afanado en despertarla con ardientes besos sobre el pecho y los labios.



Pero Némesis, que sigue de cerca al crimen, quiso que Piachi, al cual el miserable creía alejado para varios días, hubiera de regresar inesperadamente en ese preciso momento a su hogar; muy quedo, pues creía a Elvira ya dormida, se aproximó sigilosamente por el corredor y mediante la llave que siempre llevaba consigo logró entrar de improviso, sin que ruido alguno lo hubiera anunciado, en la alcoba. Nicolo se puso en pie como tocado por el rayo; como en modo alguno se pudiera encubrir su bellaquería se arrojó a los pies del anciano e imploró su perdón, asegurando que jamás volvería a poner los ojos en su esposa. Y en efecto se inclinaba también el anciano por zanjar el asunto sin alharacas; mudo como lo habían dejado algunas palabras de Elvira, la cual había vuelto en sí rodeada por sus brazos con una pavorosa mirada sobre el miserable, tomó simplemente, corriendo las cortinas de la cama sobre la que ella reposaba, el látigo de la pared, abrió la puerta y le mostró el camino que había de seguir en el acto. Mas éste, digno por completo de un Tartufo, no bien comprendió que por esta vía nada había de conseguir, súbitamente se alzó del suelo y declaró que «era él, el anciano, a quien correspondía abandonar la casa, puesto que documentos de total validez lo convertían a él en dueño y señor y sabría hacer valer sus derechos frente a quien fuese». —Piachi no daba crédito a sus oídos; como desarmado por tan inaudita osadía soltó el látigo, tomó sombrero y bastón, se encaminó en el acto a casa de su viejo amigo jurista, el Dr. Valerio, tocó la campanilla hasta que abrió una criada y según llegaba a la habitación de éste se desplomó sin sentido junto a su cama aún antes de haber logrado formular una sola palabra. El doctor, que lo acogió en su casa a él y más tarde también a Elvira, se apresuró sin demora a la mañana siguiente a realizar las diligencias encaminadas a detener al infernal villano, el cual tenía alguna ventaja a su favor; mas mientras Piachi tocaba sus impotentes resortes para desalojarlo de las posesiones que un día le fueran concedidas, ya volaba él con una escritura notarial sobre la completa totalidad de aquéllas al monasterio de los Carmelitas, sus amigos, exhortándolos a protegerlo contra el viejo demente que pretendía expulsarlo de allí.



En suma, como consintiera en casarse con Xaviera, de la que deseaba verse libre el obispo, venció la maldad y el gobierno promulgó a instancias de este eclesiástico un decreto mediante el cual se confirmaba a Nicolo en la posesión y a Piachi se le prescribía que no lo importunara al respecto. Piachi acababa precisamente días antes de enterrar a la infeliz Elvira, quien había fallecido a consecuencia de unas ardientes fiebres causadas por dicho suceso. Exasperado por aquel doble dolor se llegó, decreto en mano, a la casa, y con la fuerza que le prestó la furia derribó a Nicolo, más débil por naturaleza, y le aplastó los sesos contra la pared. Quienes estaban en la casa no se percataron de su presencia hasta después de sucedido el hecho; lo encontraron sujetando aún a Nicolo entre las rodillas y embutiéndole el decreto en la boca. Hecho esto se puso en pie y entregó todas sus armas; fue conducido a prisión, interrogado y condenado a morir en la horca. En el estado eclesiástico rige una ley según la cual no se puede dar muerte a ningún reo antes de que haya sido absuelto de sus pecados. Piachi, cuando se rompió sobre su cabeza la vara de la justicia, se negó obstinadamente a recibir la absolución.



Tras haber en vano intentado todo cuanto la religión tiene a su alcance para hacerle comprender la punibilidad de su acto, se esperaba llevarlo a sentir arrepentimiento a la vista de la muerte que lo esperaba y fue conducido al patíbulo. Allí había un sacerdote que le describió, con el aliento de la postrer trompeta, todos los horrores del infierno al que estaba a punto de descender su alma; allá otro con el cuerpo del Señor en la mano, el santo medio de expiación, ponderándole las moradas de la paz eterna. —«¿Quieres participar en el consuelo de la redención?», le preguntaron ambos. «¿Quieres recibir la Eucaristía?» —«No», respondió Piachi. —«¿Por qué no?» —«No quiero salvarme. Quiero bajar al más profundo abismo del infierno. ¡Quiero volver a encontrar a Ni coló, que no estará en el cielo, y continuar allí mi venganza que sólo pude satisfacer a medias!» —Y diciendo esto subió a la escalera y exigió al verdugo que hiciera su trabajo. En resumidas cuentas, se vieron obligados a suspender la ejecución y a conducir de nuevo a prisión al desdichado que la ley protegía. Tres días consecutivos se hicieron las mismas tentativas y siempre con idéntico resultado.



Cuando al tercer día tuvo que descender nuevamente de la escalera sin que le pusieran la soga al cuello, alzó las manos al cielo con furibundo ademán, maldiciendo la inhumana ley que no quería dejarle ir al infierno. Conjuró a todas las huestes demoníacas a subir a buscarlo, juró y perjuró que su único deseo era ser ejecutado y condenado y aseguró que «¡se lanzaría al cuello del primer sacerdote que se le pusiera a tiro con tal de volver a echar mano a Nicolo en el infierno!». Cuando se comunicó esto al Papa, ordenó que fuera ejecutado sin absolución; no lo acompañó sacerdote alguno, en absoluto silencio se le ahorcó en la Plaza del Popolo.


Santa Cecilia o el poder de la música (Die heilige Cacilie oder Die Gewalt der Musik) es un relato romántico del escritor alemán Heinrich Von Kleist. Fue escrito en 1810 como un regalo de bautismo para la hija de su amigo Adam Muller.




En Santa Cecilia retomamos al Heinrich Von Kleist de La mendiga de Locarno, aunque desde una perspectiva distinta. Lo sobrenatural, o lo insólito, si se quiere, se manifiesta de un modo más afín con el espíritu religioso de la época. De hecho, la palabra Leyenda (Legende), que encabeza el subtítulo del relato, tiene para la tradición alemana un vínculo más estrecho con lo fantástico en la religión que su matiz folklórico.







Santa Cecilia o el poder de la música.

Die heilige Cacilie oder die gewalt der musik, Heinrich Von Kleist (1777-1811)





(Una leyenda)

A fines del siglo xvi, cuando las luchas iconoclastas azotaban los Países Bajos, tres hermanos, jóvenes estudiantes de Wittenberg, se reunieron con un cuarto —que tenía en Amberes un puesto de predicador protestante— en Aquisgrán. Iban a reclamar allí una herencia que les había correspondido por parte de un anciano tío desconocido para todos ellos y, no habiendo en el lugar nadie a quien pudieran dirigirse, se hospedaron en una posada. Transcurridos algunos días, que pasaron escuchando al predicador contar de los extraños incidentes ocurridos en los Países Bajos, coincidió que las monjas del convento de Santa Cecilia, el cual se hallaba por aquel entonces a las puertas de dicha ciudad, se disponían a celebrar solemnemente la festividad del Corpus Christi; de tal suerte que los cuatro hermanos, encendidos por el desenfreno de la juventud y el ejemplo de los neerlandeses, decidieron ofrecer también a la ciudad de Aquisgrán un espectáculo iconoclasta. El predicador, que ya había encabezado más de una vez idénticas acciones, reunió la víspera a buen número de jóvenes bachilleres e hijos de comerciantes afectos a las nuevas doctrinas, los cuales pasaron la noche de francachela en la posada ensartando imprecaciones contra el papado; y apenas se hubo alzado el día sobre las almenas de la ciudad se proveyeron de hachas y toda suerte de aperos de destrucción para dar comienzo a su desaforado quehacer. Alborozados acordaron una seña a la cual empezarían a apedrear los ventanales, decorados con historias bíblicas, y con la certeza de encontrar gran apoyo entre el pueblo se encaminaron al templo de inmediato, pues ya tocaban las campanas, resueltos a no dejar piedra sobre piedra.



La abadesa, quien ya al romper el día había sido enterada por un amigo del peligro que se cernía sobre el convento, en vano envió repetidas veces a solicitar del oficial imperial que estaba al mando de la ciudad una guardia que protegiera el convento; el oficial, enemigo él mismo del papado y, como tal, simpatizante al menos en secreto de las nuevas doctrinas, supo negarle la guardia con el hábil pretexto de que veía visiones y que no existía ni sombra de peligro para su convento. Entretanto llegó la hora en que había de iniciarse la ceremonia, y entre miedos y rezos se aprestaron las monjas para la misa, llenas de congoja por cuanto había de sobrevenirles. Nadie las protegía salvo un viejo alguacil septuagenario, el cual se apostó a la entrada de la iglesia con un puñado de mozos leales armados.



En los conventos, como es sabido, las propias monjas interpretan su música, duchas en tañer toda suerte de instrumentos; a menudo con una precisión, juicio y sensibilidad que en las orquestas masculinas (acaso por el género femenino de tan misterioso arte) se echa en falta. El caso era, para multiplicar la angustia, que la maestra de capilla, la hermana Antonia, la cual solía dirigir la orquesta, había enfermado pocos días antes de unas violentas fiebres tifoideas; de modo que a más de los cuatro impíos hermanos, a quienes ya se distinguía embozados en sus capas bajo las pilastras de la iglesia, el convento se hallaba asimismo inmerso en la más viva zozobra por mor de ejecutar una obra musical digna. La abadesa, que a última hora del día anterior había ordenado interpretar una antiquísima misa italiana debida a un maestro desconocido con la cual la orquesta ya había obtenido en varias ocasiones cumplidos resultados gracias a una especial sacralidad y magnificencia con que estaba compuesta, poniendo mayor ahínco que nunca en su empeño mandó bajar a la celda de la hermana Antonia por saber cómo se hallaba ésta; mas la monja que de ello se hizo cargo regresó con la noticia de que la hermana yacía postrada en estado de completa inconsciencia y que ni por asomo podía pensarse en que asumiera la dirección de la pieza prevista.



Entretanto en el templo, donde paulatinamente se habían ido congregando más de cien reprobos de todos los estamentos y edades provistos de hachas y palanquetas, se producían incidentes de la mayor gravedad: habían hostigado con suma indecencia a algunos de los guardianes apostados en los pórticos y se habían permitido las expresiones más insolentes e impúdicas contra las monjas que de tanto en tanto, ocupadas en piadosos menesteres, se dejaban ver solas por las naves; de tal suerte que el alguacil se llegó a la sacristía e imploró de rodillas a la abadesa que suspendiera la celebración y se dirigiera a la ciudad para ponerse bajo la protección del comandante. Mas la abadesa porfió inconmovible en llevar a cabo la ceremonia prevista para honra del Altísimo; recordó al alguacil su deber de proteger con alma y vida la misa y la solemne procesión que habían de celebrarse en el templo y, como sonara en aquel preciso instante la campana, ordenó a las monjas que la rodeaban medrosas y trémulas que tomasen un oratorio, sin importar cuál ni de qué mérito fuera, y con su ejecución dieran comienzo de inmediato. Sin tardanza se aprestaron a ello las monjas en la cantona del órgano: repartieron la partitura de una obra musical que ya se había ofrecido a menudo, y estaban probando y afinando violines, oboes y bajos cuando de improviso apareció por la escalera la hermana Antonia, fresca y lozana, con el rostro algo pálido; llevaba bajo el brazo la partitura de la antiquísima misa italiana en cuya interpretación había insistido la abadesa con tal premura.



Al preguntar las monjas asombradas «¿de dónde venía y cómo se había recuperado tan de repente?», respondió: «¡Tanto da, amigas, tanto da!», repartió la partitura que llevaba consigo y ardiendo de entusiasmo se sentó ella misma al órgano para asumir la dirección de la exquisita pieza. Con ello sobrevino al corazón de las piadosas mujeres un milagroso consuelo celestial: en el acto se situaron con sus instrumentos ante los atriles; la propia angustia que las atenazaba se añadió para llevar sus almas como en volandas por todos los cielos de la armonía. El oratorio fue interpretado con el mayor y más extraordinario esplendor musical; no se movió durante toda la representación ni un hálito en las naves ni en los bancos: en particular durante el Salve Regina y más aún el Gloria in Excelsis fue como si todos los presentes en la iglesia estuvieran muertos, de tal suerte que pese a los cuatro hermanos malditos de Dios y sus secuaces ni una mota del suelo se tocó, perdurando así el convento hasta finalizar la Guerra de los Treinta Años, cuando fue con todo secularizado en virtud de un artículo de la Paz de Westfalia.



Seis años más tarde, cuando ya este acontecimiento había sido olvidado largo tiempo atrás, llegó desde La Haya la madre de aquellos cuatro mozalbetes y, declarando compungida que habían desaparecido sin dejar rastro, inició ante el magistrado de Aquisgrán una investigación judicial acerca de la ruta que pudieran haber emprendido desde allí. Las últimas noticias que se había tenido de ellos en los Países Bajos, de donde eran originarios en realidad, consistían —según informó ella— en una carta del predicador escrita antes del citado período, la víspera de una festividad del Corpus Christi, a su amigo, maestro en Amberes, en cuyas cuatro páginas de apretada escritura anunciaba a éste con gran regocijo, o antes bien desenfreno, una acción prevista contra el convento de Santa Cecilia sobre la cual no quiso sin embargo la madre entrar en más detalles.



Tras algún vano esfuerzo por localizar a las personas que buscaba aquella afligida mujer, a alguien le vino por fin a las mientes que, desde hacía ya una serie de años que coincidían aproximadamente con las fechas, cuatro jóvenes de patria y procedencia desconocidas se hallaban en el manicomio de la ciudad, fundado poco antes por la providencia del Emperador. Mas como padecieran una delirante obsesión religiosa y su conducta, según dijo haber oído vagamente el tribunal, fuera en extremo atribulada y melancólica, coincidía todo ello demasiado poco con el ánimo de sus hijos, desgraciadamente bien conocido por la madre, como para que ella, ante todo al resultar casi seguro que dichas personas eran católicas, hubiera debido conceder mayor importancia a esta información. No obstante, extrañamente afectada por algunos rasgos con que los describían, se llegó un buen día al manicomio en compañía de un corchete y rogó a los alcaides que, a fin de efectuar una comprobación, le permitieran acceder a la celda de los cuatro infelices dementes allí recluidos.



Mas cómo describir el espanto de la pobre mujer cuando, a primera vista y según entraba por la puerta, reconoció a sus hijos: estaban sentados, vestidos con largas sotanas negras, en torno a una mesa sobre la que se encontraba un crucifijo al que parecían rezar, apoyados en silencio sobre el tablero con las manos juntas. Al preguntar la mujer, que se había desplomado privada de sus fuerzas sobre una silla, «¿qué estaban haciendo?», le respondieron los alcaides que «sólo estaban adorando al Salvador, del cual creían comprender mejor que nadie, según sus propias afirmaciones, que era el verdadero hijo del único Dios». Añadieron que «los muchachos llevaban aquella vida fantasmal desde hacía ya seis años; eran parcos en el yantar y el descanso; sus labios no proferían ni un sonido; únicamente al dar la medianoche se levantaban de sus asientos y entonces, con una voz que hacía estallar las ventanas de la casa, entonaban el Gloria in Excelsis». Los alcaides concluyeron asegurando que físicamente los jóvenes gozaban de perfecta salud, sin podérseles negar incluso una cierta alegría, si bien muy grave y ceremoniosa; que cuando los llamaban locos se encogían conmiserativamente de hombros y ya habían declarado más de una vez que «si la noble ciudad de Aquisgrán supiera lo que ellos, dejaría también ella sus quehaceres a un lado y asimismo se prosternaría a cantar el Gloria ante la cruz del Señor». La mujer, no pudiendo soportar la escalofriante visión de aquellos desdichados, se hizo conducir poco después de nuevo a su casa, temblándole las rodillas, y a fin de recabar información sobre las causas de tan atroz suceso se llegó a la mañana del siguiente día a casa de don Veit Gotthelf, un conocido comerciante de paños de la ciudad, pues de este hombre hacía mención la carta escrita por el predicador, desprendiéndose de ella que había participado con gran celo en el proyecto de destruir el convento de Santa Cecilia en la festividad del Corpus Christi. Veit Gotthelf, el comerciante de paños, que entretanto había contraído matrimonio, engendrado varios hijos y heredado el considerable negocio de su padre, recibió a la forastera con mil atenciones; y no bien fue enterado del motivo que a él la conducía, echó el cerrojo a la puerta y tras invitarla a tomar asiento en una silla se le oyó decir lo siguiente:



«¡Querida señora mía! Si a mí, que hace seis años estuve en estrecho contacto con vuestros hijos, no vais a complicarme por ello en pesquisas judiciales, os confesaré con el corazón en la mano y sin reserva alguna que ¡sí, teníamos el propósito al que alude la carta! Por qué fracasó aquel acto, para cuya realización estaba todo dispuesto con la mayor exactitud y perfección verdaderamente demoníaca, me resulta inconcebible; el propio cielo parece haber tomado el convento de las piadosas mujeres bajo su santa protección. Pues sabed que vuestros hijos ya se habían permitido, como preludio de actuaciones más decisivas, varias bufonadas malévolas destinadas a perturbar el servicio divino: más de trescientos bribones de entre los muros de nuestra entonces descarriada ciudad, provistos de hachas y rollos embreados, no esperaban más que la señal que había de dar el predicador para arrasar el templo.



Muy al contrario, al comenzar empero la música, vuestros hijos, repentinamente y de tal guisa que llama nuestra atención, se despojan todos a una de sus sombreros y poco a poco, con honda e indecible emoción, se cubren con las manos el rostro inclinado hacia el suelo, y el predicador, volviéndose de súbito tras una pausa estremecedora, nos grita a todos en alta y terrible voz "¡que nos descubramos nosotros también!" En vano le exhortan algunos camaradas con susurros, golpeándole ligeramente con los codos, a que dé la señal convenida para el ataque iconoclasta: en lugar de responder, el predicador se arrodilla con las manos puestas sobre el pecho en forma de cruz y junto con sus hermanos, hundiendo fervorosos la frente en el polvo, recita toda la serie de plegarias de las que hasta muy poco antes había hecho mofa. Hondamente confundidos por tal escena, el triste hato de exaltados, privado de su cabecilla, queda sumido en indecisión e inacción hasta el final del oratorio cuyos sones descienden maravillosos desde la cantoría; y como en ese preciso momento, por orden del comandante, un retén efectuase varios arrestos y prendiera a algunos de los reprobos que se habían permitido desórdenes, no le resta al mísero tropel otra posibilidad que abandonar la casa de Dios al amparo del apretado gentío que emprende la marcha. A última hora, tras haber preguntado en la posada sin éxito una y otra vez por vuestros hijos, que no habían regresado, salgo de nuevo con algunos amigos, presa de la más terrible inquietud, hacia el convento para que los guardianes, que habían sido de gran ayuda a la guardia imperial, me informaran sobre ellos. Mas ¡cómo describiros mi espanto, noble señora, al ver que aquellos cuatro hombres continúan, poseídos de ardiente fervor, ante el altar de la iglesia, prosternados con las manos juntas, de bruces contra el suelo, como petrificados!



En vano los exhorta el alguacil, que pasa en aquel instante, a abandonar el templo, diciéndoles que allí ya oscurece por completo y nadie queda, tironeándoles de la capa y sacudiéndoles los brazos; ellos se incorporan a medias, como en sueños, y no le prestan oídos hasta que ordena a sus mozos que los tomen bajo el brazo y los saquen por el pórtico: donde al fin, si bien entre suspiros y volviéndose a menudo de tal guisa que desgarraba el corazón a mirar la catedral, la cual lanzaba detrás nuestro magníficos destellos bajo la radiante luz del sol, nos siguen a la ciudad. En el camino de regreso les preguntamos los amigos y yo reiteradas veces, tierna y afectuosamente, qué cosa horrenda, por todos los cielos, les había sobrevenido, capaz de trastocar en tal medida su más profundo ánimo; con amistosas miradas estrechan nuestras manos, miran pensativos al suelo y se enjugan, ¡ay!, de cuando en cuando las lágrimas de los ojos con una expresión que aún hoy me parte el corazón. Más tarde, una vez llegados a su hospedaje, con ingenio y delicadeza se tejen una cruz de ramillas de abedul y la depositan, sujeta por un montoncito de cera entre dos candelas con las que aparece la moza, sobre la gran mesa que ocupa el centro de la estancia, y mientras los amigos, cuyo número aumenta de hora en hora, permanecen aparte retorciéndose las manos y, mudos de pesar, observan en corrillos dispersos sus silenciosos y espectrales manejos, toman ellos asiento en torno a la mesa como si tuvieran cerrados los sentidos a cualquier otra imagen y en silencio se disponen con las manos juntas a la adoración. No apetecen ni las viandas que, conforme se le había ordenado por la mañana, trae la moza para agasajo de los correligionarios, ni más tarde, al caer la noche, el jergón que les ha preparado en el aposento contiguo porque parecen cansados; los amigos, por no atizar el enojo del posadero, al cual inquieta sobremanera semejante proceder, han de sentarse a una mesa opíparamente dispuesta a un lado y tomar los manjares preparados para una numerosa compañía, adobados con la sal de sus amargas lágrimas.



En ese momento toca de pronto la hora de la medianoche; vuestros cuatro hijos, tras aguzar un instante el oído hacia el sordo tañer de la campana, de improviso se yerguen todos a una de sus asientos; y mientras nosotros, truncando el festín, tornamos hacia ellos los ojos, poseídos de temerosa expectación por lo que habría de seguir a tan extraño y sorprendente inicio, con una voz horrísona y escalofriante comienzan a entonar el Gloria in Excelsis. Así han de sonar leopardos y lobos cuando en la gélida estación invernal aullan al firmamento: los pilares de la casa, os lo aseguro, se estremecieron, y las ventanas, alcanzadas por el visible aliento de sus pulmones, amenazaban tintineando con saltar en pedazos cual si lanzaran puñados de pesada arena contra su superficie. Ante tan horripilante escena huimos en desbandada, como posesos, con los cabellos erizados; nos dispersamos, abandonando capas y sombreros, por las calles adyacentes, las cuales en breve se vieron atestadas, en nuestro lugar, por más de cien personas que el pavor arrancara del sueño; el pueblo se abre paso, forzando la puerta de la casa, por la escalera que conduce a la sala para acudir a la fuente de aquel escalofriante e intolerable vocerío que, cual desde los labios de pecadores eternamente condenados al más hondo abismo del infierno en llamas, se elevaba gimiendo por lograr misericordia hasta los oídos de Dios.



Al fin, con la campanada de la una, habiendo hecho caso omiso de la cólera del posadero y de las estremecidas exclamaciones del pueblo que los rodea, cierran su boca; se enjugan con un lienzo el sudor de la frente que les corre en grandes gotas por la barbilla y el pecho; y tras desplegar sus capas se tienden sobre el entarimado para reposar una hora de tan atroces quehaceres. El posadero, que los deja hacer, apenas los ve adormecerse traza la señal de la cruz sobre ellos; y contento de verse libre por el momento de la calamidad logra que el gentío allí reunido, que murmura enigmáticamente entre sí, abandone la habitación, asegurando que la mañana producirá un cambio curativo. Mas, ¡por desdicha!, ya con el primer canto del gallo se yerguen de nuevo los infelices para reanudar frente al crucifijo que se encuentra encima de la mesa la misma yerma y espectral vida monástica que sólo el agotamiento les obligara a suspender durante breves instantes.



No aceptan del posadero, cuyo corazón se deshace ante su desgarradora estampa, consejo ni auxilio alguno; le ruegan rechace amablemente a los amigos que de ordinario solían reunirse con regularidad cada mañana en sus habitaciones; no desean nada más de él que pan y agua y algo de paja, quien ser posible, para la noche: de tal modo que este hombre, quien de otra suerte sacara pingües ganancias de su jovialidad, viose obligado a denunciar a los tribunales todo el suceso y rogarles que le sacaran de la casa a aquellos cuatro hombres, en los cuales anidaba sin duda el mal espíritu. Con lo cual fueron sometidos por orden del magistrado a revisión médica y, como sabéis, al declararlos dementes, recluidos en las dependencias del manicomio que la caridad del Emperador recién fallecido fundara intramuros de nuestra ciudad para el bien de los desdichados de tal índole». Esto y aún más contó Veit Gotthelf, el comerciante de paños, que aquí omitimos por creer haber dicho ya suficiente para arrojar luz sobre las causas últimas del asunto; y exhortó a la señora una vez más a no complicarlo bajo ningún concepto en caso que se produjeran investigaciones judiciales sobre aquel hecho.



Tres días más tarde, dado que la mujer, estremecida en lo más hondo por dicho relato, había salido hacia el convento del brazo de una amiga con la melancólica intención de tener ante su vista, durante un paseo pues hacía precisamente buen tiempo, el terrible escenario en que Dios había aniquilado a sus hijos como con rayos invisibles, encontraron las señoras el templo con la entrada cerrada con tablones, ya que se encontraba en obras, y empinándose con esfuerzo para mirar por entre las aberturas de las tablas no pudieron distinguir otra cosa del interior que el rosetón lanzando magníficos destellos al fondo de la iglesia. Los obreros, cantando alegres canciones, se afanaban a centenares sobre la filigrana de frágiles andamios en elevar algo más de un tercio las torres y revestir los tejados y pináculos de éstas, que hasta entonces habían estado cubiertos sólo de pizarra, con cobre claro y resistente que relucía bajo los rayos del sol. En esto se divisaba por detrás de la construcción una tormenta, negrísima, con ribetes dorados; ya había descargado sobre la región de Aquisgrán y, luego de lanzar algunos débiles rayos en la dirección en que se encontraba el templo, descendía disuelta en brumas hacia el este, murmurando huraña.



Coincidió que, según observaban las mujeres desde lo alto de la escalera de la amplia casa conventual este doble espectáculo, sumidas a saber en qué pensamientos, descubrió por azar una hermana del convento que por allí pasaba quién era la mujer que se encontraba bajo el pórtico; de tal suerte que la abadesa, habiendo oído hablar de una carta referente al día de Corpus Christi que aquélla llevaba consigo, mandó acto seguido que bajara la hermana a buscarlas y a rogar a la señora neerlandesa que subiera a verla. Ésta, si bien conturbada por un instante, se dispuso no menos respetuosamente a obedecer el mandato que le había sido transmitido; y mientras a invitación de una monja la amiga se retiraba a un cuarto contiguo muy próximo a la entrada, se abrieron a la forastera, según ascendía por la escalera, los batientes de las puertas que daban paso a la solana de bello trazado.



Allí encontró a la abadesa, una noble dama de aspecto callado y regio, sentada en un sillón, el pie apoyado en un escabel que descansaba sobre una garra de dragón; a su lado, sobre un atril, se hallaba la partitura de una obra musical. La abadesa, tras ordenar que se le ofreciera asiento a la extranjera, le reveló que ya había sabido por el burgomaestre de su llegada a la ciudad; y tras mostrar caritativo interés por el estado de sus infelices hijos y alentarla asimismo a resignarse en lo posible al destino que sufrían pues ya nada se podía remediar, le expresó su deseo de ver la carta que escribiera el predicador a su amigo, el maestro de Amberes. La mujer, que sabía lo bastante del mundo como para comprender qué consecuencias podía acarrear semejante paso, se vio apurada por un instante; sin embargo, dado que la honorable faz de la dama exigía confianza incondicional y en modo alguno procedía pensar que pudiera ser su intención hacer público uso del contenido de aquélla, sacó pues tras una breve reflexión la carta de su seno y la entregó a la principesca dama imprimiendo un fervoroso beso en su mano. La mujer, mientras la abadesa recorría la carta, lanzó entonces una mirada a la partitura abierta al descuido sobre el atril; y como hubiera dado en pensar por el relato del comerciante de paños que bien podría haber sido el poder de las notas lo que aquel terrorífico día aniquilara y confundiera el ánimo de sus pobres hijos, preguntó a la hermana que estaba en pie detrás de su silla, volviéndose hacia ella tímidamente «si acaso era aquélla la obra musical que hacía seis años, en la mañana de cierta extraña festividad del Corpus, fue interpretada en la catedral».



Al responder la joven hermana que «¡sí!; recordaba haber oído hablar de ello y desde entonces solía encontrarse, cuando no se precisaba, en el aposento de la reverendísima madre», se puso en pie la mujer, estremecida en lo más vivo, y avanzó hasta el atril, asaltada a saber por qué pensamientos. Observó los desconocidos signos mágicos con los que un temible espíritu parecía trazarse un círculo y sintió como si la tragara la tierra al encontrarlo abierto precisamente por el Gloria in Excelsis. Fue como si todo el pavor de la música que había destruido a sus hijos sobrevolara fragoroso su cabeza; creyó perder el sentido sólo con mirarlo y, tras haber llevado la hoja a sus labios, conmovida por una infinita emoción de humildad y sometimiento a la divina omnipotencia, regresó a su asiento. Entretanto había terminado la abadesa de leer la carta y al doblarla dijo: «Dios mismo amparó el convento aquel prodigioso día contra la altanería de vuestros hijos en su grave descarrío. De qué medios se valió para ello puede seros indiferente a vos que sois protestante: incluso lo que se os pudiera decir al respecto difícilmente lo comprenderíais. Pues sabed que nadie en absoluto sabe quién, en la urgencia de la terrible hora en que la iconoclasia había de abatirse sobre nosotras, dirigió realmente la obra que veis allí abierta, serenamente sentada ante el órgano.



Por un testimonio que a la mañana del siguiente día fue tomado en presencia del alguacil y de varios hombres más y depositado en el archivo, queda probado que la hermana Antonia, la única que podía dirigir la obra, permaneció durante todo el tiempo que duró la ejecución de aquélla en el rincón de su celda, postrada, inconsciente, incapaz por completo de hacer uso de sus miembros; una monja que por ser pariente carnal le había sido asignada para que cuidara de su salud física no se movió de junto a su cabecera durante toda la mañana en que se celebró en la catedral la fiesta del Corpus. En efecto, la propia hermana Antonia hubiera sin duda confirmado y dado fe de la circunstancia de que no fue ella quien de tan extraña y perturbadora manera apareció en la cantería del órgano si su estado de completa privación de los sentidos hubiera permitido interrogarla al respecto y la enferma, a causa de las fiebres tifoideas que padecía y las cuales en un principio no parecieron en absoluto poner en peligro su vida, no hubiera fallecido al anochecer de aquel mismo día.



El propio arzobispo de Tréveris, al cual se informó de este suceso, ya ha pronunciado la única palabra que lo explica: a saber, que la propia Santa Cecilia obró tal milagro terrible y grandioso a un tiempo; y del Papa he recibido igualmente un breve pontificio con el cual confirma este extremo». Y con ello devolvió a la mujer la carta, que sólo había solicitado para obtener información más concreta sobre lo que ya sabía, con la promesa de que no haría uso alguno de ella; y luego de preguntarle aún si existía esperanza de recuperación para sus hijos, y si se podía contribuir a tal fin con algo, dinero u otro género de contribución, lo cual negó la mujer llorando y besando la orla de su manto, la despidió afablemente con la mano y la dejó marchar.



Aquí llega a su término esta leyenda. La mujer, cuya presencia en Aquisgrán era completamente inútil, después de depositar en los tribunales un pequeño capital para el bien de sus pobres hijos retornó a La Haya, donde un año más tarde, profundamente conmovida por este suceso, regresó al seno de la Iglesia Católica: los hijos por su parte murieron a edad avanzada, alegres y satisfechos, tras haber cantado una vez más de principio a fin, según su costumbre, el Gloria in Excelsis.






La Marquesa de O (Die Marquise von O) es un relato romántico del escritor alemán Heinrich Von Kleist, publicada en 1808.




El cuento se desarrolla en Italia, aunque el subtítulo rápidamente nos pone en guardia: Von Kleist pretende contar una historia real, o al menos su percepción de ella, escondiendo los nombres y modificando el escenario.



Resulta impactante la capacidad de Heinrich Von Kleist para arrancar sus cuentos en momentos críticos de la trama. Aquí, una marquesa queda embarazada de un ignoto caballero. Ella, que al parecer no teme a los escándalos, hace público este desgraciado hecho, con el fin de reencontrarse con su amante.







La Marquesa de O.

Die Marquise von O, Heinrich Von Kleist (1777-1811)





(Según una historia real cuyo escenario ha sido desplazado de norte a sur)



EN M..., ciudad muy principal de la Italia Superior, la marquesa viuda de O..., dama de intachable reputación y madre de varios hijos de buena crianza, hizo público en los diarios que había quedado, sin su conocimiento, en estado; que el padre del hijo que había de dar a luz diera noticias y que ella, por consideraciones familiares, estaba determinada a desposarse con él. La dama que, apremiada por circunstancias inmutables, daba con tamaña seguridad un paso tan extraordinario desafiando el escarnio del mundo, era la hija del señor de G..., comandante de la ciudadela cercana a M... Unos tres años antes había perdido a su esposo, el marqués de O..., al cual profesara el más hondo y tierno de los afectos, en el transcurso de un viaje que realizó éste a París por asuntos de la familia. De acuerdo con los deseos de la señora de G..., su digna madre, a la muerte de aquél había abandonado la quinta cercana a V..., donde hasta entonces habitara, y regresado con sus dos hijas a la Comandancia, la casa de su padre. Allí había pasado en el mayor retiro los años que siguieron, dedicada al arte, la lectura, a la educación de las niñas y el cuidado de sus padres, hasta que de improviso la guerra de ... atestó la región en torno con las tropas de casi todas las potencias, incluidas las rusas.



El mayor de G..., quien tenía orden de defender la plaza, conminó a su esposa e hija a retirarse a la finca rural de ésta última o a la del hijo, que se hallaba junto a V... Mas antes aún de que, sopesando a qué zozobras podrían verse expuestas en el fuerte y a qué horrores lo estarían en campo abierto, se hubiera inclinado la balanza de la femenina reflexión, ya se veía acosada la ciudadela por las tropas rusas e intimada a entregarse. El mayor declaró ante su familia que a partir de aquel momento obraría cual si ellas no se encontraran allí presentes, y respondió con balas y granadas. El enemigo por su parte bombardeó la ciudadela: incendió los polvorines, conquistó un baluarte exterior y al titubear el comandante, tras un último requerimiento, antes de entregar la plaza, ordenó entonces un ataque nocturno y tomó la fortaleza al asalto. En el preciso instante en que las tropas rusas, bajo una intensa lluvia de obuses, irrumpían desde el exterior, el ala izquierda de la Comandancia se prendió fuego, forzando a las mujeres a abandonarla. La esposa del mayor, mientras se apresuraba a seguir en pos de su hija, que huía escaleras abajo con las niñas, gritó que podrían permanecer juntas y refugiarse en las bóvedas del sótano; mas una granada que estalló en la casa justo en aquel momento completó la total confusión en ella reinante.



La marquesa vino a dar con sus dos hijas en la explanada del castillo, donde, en el ardor de la refriega, los disparos ya rasgaban centelleantes la noche y, sin saber a dónde dirigirse, la obligaron a regresar al edificio en llamas. Allí, por desgracia, cuando poco le faltaba para escabullirse por la puerta trasera, se topó con ella una tropilla de fusileros enemigos que de pronto, al verla, enmudecieron, se echaron las armas al hombro y, con abominables ademanes, la llevaron consigo. En vano gritaba la marquesa, tironeada ora aquí, ora allá por la espantosa cuadrilla que peleaba entre sí, pidiendo auxilio a sus doncellas que huían temblorosas por el portalón. La arrastraron hasta el patio trasero del castillo, donde a punto estaba, sometida a las más impúdicas vejaciones, de caer a tierra, cuando, atraído por los gritos de socorro de la dama, apareció un oficial ruso y ahuyentó con furiosos mandobles a los perros codiciosos de tal presa. A la marquesa se le antojó un ángel del cielo. Al último de los bestiales asesinos, que aún aferraba su esbelto cuerpo, lo golpeó con la empuñadura de la espada en el rostro, de tal suerte que retrocedió tambaleante, con la sangre brotándole a borbotones por la boca; ofreció entonces su brazo a la dama, dirigiéndose a ella cortésmente en francés, y la condujo, privada como estaba del habla por todos aquellos sucesos, al otro ala del palacio, aún no alcanzada por las llamas, donde nada más llegar se desplomó ella inconsciente por completo.



Allí él, al aparecer poco después las espantadas doncellas, tomó medidas para que llamaran un médico; ajustándose el sombrero aseguró que la señora no tardaría en reponerse y regresó a la lucha.



En breve fue tomada por completo la plaza y el comandante, que sólo continuaba defendiéndose porque no le concedían cuartel, ya se retiraba flaqueándole las fuerzas hacia el zaguán de la casa cuando el oficial ruso, con el rostro muy acalorado, salió de ésta y le conminó a rendirse. El comandante respondió que no esperaba más que tal requerimiento, le hizo entrega de su espada y solicitó autorización para dirigirse al castillo y ocuparse de su familia. El oficial ruso, quien a juzgar por su papel parecía ser uno de los capitanes del ataque, le concedió tal libertad acompañado de una guardia; con alguna precipitación se puso a la cabeza de un destacamento, decidió la lucha donde aún pudiera ser dudosa y con toda celeridad apostó hombres en los puntos fuertes de la ciudadela.



Poco después regresó a la plaza de armas, dio orden de poner coto al fuego, que comenzaba a propagarse furiosamente, contribuyendo él mismo a tal fin con portentoso empeño al no seguirse sus órdenes con el celo necesario. Ya trepaba, manguera en mano, por entre almenas en llamas y gobernaba el chorro de agua; ya se aventuraba en los arsenales, provocando escalofríos en el ánimo de los asiáticos, y sacaba rodando barriles de pólvora y bombas cargadas. El comandante, llegado entretanto a la casa, cayó en la consternación más extrema ante la noticia del percance que había sufrido la marquesa. Ya repuesta por completo de su desmayo sin ayuda del médico, tal como había pronosticado el oficial ruso, y con la alegría de ver a todos los suyos sanos y salvos, sólo guardaba aún cama para apaciguar la excesiva preocupación de éstos y le aseguró que no abrigaba otro deseo que poder levantarse para expresar su gratitud a su salvador. Ya sabía que era el conde F..., teniente coronel del cuerpo de cazadores de T... y caballero de una medalla al mérito y varias condecoraciones más. Rogó a su padre que le suplicara encarecidamente no abandonar la ciudadela sin haberse personado un instante en el castillo. El comandante, que honraba el sentir de su hija, regresó sin tardanza al fuerte y, como aquél deambulase de un lado a otro entre incesantes ordenanzas de guerra y no se pudiera encontrar mejor ocasión, sobre las mismas murallas donde estaba pasando revista a las tiroteadas tropas le expuso el deseo de su conmovida hija. El conde aseguró que no esperaba más que el instante que pudiera sustraer de sus obligaciones para presentarle sus respetos. Aún quiso saber: «¿cómo se encontraba la señora marquesa?», cuando los informes de varios oficiales lo arrastraron de nuevo al hervidero de la guerra.



Al romper el día se personó el comandante en jefe de las tropas rusas e inspeccionó el fuerte. Expresó al mayor su alta estima, lamentó que la suerte no hubiera asistido mejor a su valor y le concedió, a cambio de su palabra de honor, la libertad de dirigirse a donde deseara. El comandante le dio fe de su gratitud y declaró estar en deuda desde aquel día con los rusos en general, y en particular con el joven conde F..., teniente coronel del cuerpo de cazadores de T... El general preguntó qué había sucedido y, al ser informado del criminal atropello del que fuera víctima la hija de aquél, se mostró sumamente indignado. Mandó presentarse al conde F... llamándolo por su nombre. Tras dedicarle en primer lugar unas breves palabras de elogio por su noble comportamiento, ante las cuales el rostro del conde enrojeció como la grana, resolvió fusilar a los canallas que habían mancillado el nombre del emperador y le ordenó decir quiénes eran. El conde F... respondió, con palabras confusas, que no estaba en condiciones de dar sus nombres por haberle sido imposible reconocer sus rostros al débil resplandor de los reverberos en el patio del castillo. El general, habiendo oído que para entonces el castillo ya se encontraba en llamas, se asombró mucho ante tal declaración; recalcó que de noche era bien posible identificar por sus voces a personas conocidas y, al encogerse aquél de hombros con gesto avergonzado, le encargó que indagara el asunto con máximo celo y minuciosidad. En aquel momento informó alguien, abriéndose paso desde la última fila, que uno de los criminales heridos por el conde F.., tras desplomarse en el corredor, había sido conducido por los hombres del comandante a una celda y que aún se encontraba allí. Al oír esto, el general mandó que una guardia lo trajera a su presencia, que fuera sometido a un breve interrogatorio y toda la cuadrilla, una vez nombrada por éste, cinco en total, fusilada.



Acto seguido el general, dejando una pequeña guarnición en la plaza, dio orden de que las restantes tropas emprendieran la marcha; los oficiales se dispersaron con toda celeridad hacia sus respectivas compañías; el conde, en medio de la confusión con que todos se apresuraban en sentidos opuestos, se abrió paso hasta el comandante y lamentó tener en tales circunstancias que despedirse con el mayor respeto de la señora marquesa; y en menos de una hora el fuerte entero se vació nuevamente de rusos.



La familia pensó entonces en cómo encontrar en el futuro ocasión de ofrecer al conde algún testimonio de su gratitud, mas cuán no los sobrecogería saber que, el mismo día en que abandonó la ciudadela, había hallado la muerte en una escaramuza con tropas enemigas. El mensajero que llevó dicha noticia a M... había visto con sus propios ojos cómo lo conducían, con el pecho mortalmente atravesado por una bala, a P..., donde, según se sabía de cierto, en el preciso instante en que los camilleros iban a bajarlo de sus hombros había expirado. El comandante, que se personó en la casa del Correo para obtener información sobre las circunstancias exactas de tal suceso, supo además que en el campo de batalla, justo al ser alcanzado por el disparo, había exclamado: «¡Julietta! ¡Esta bala te venga!», y a continuación cerrado sus labios para siempre. La marquesa estaba inconsolable por haber dejado pasar la ocasión de arrojarse a sus pies. Se hacía los más vivos reproches por no haber acudido personalmente a verlo ante su negativa de presentarse en el castillo, debida acaso a su modestia, en opinión de ella; sufría por su infeliz tocaya, a quien dedicara él su pensamiento aún en el postrer instante; en vano se esforzó por descubrir su paradero a fin de informarla de tan triste y conmovedor suceso y pasaron varias lunas antes de que ella misma pudiera olvidarlo.



La familia tuvo a continuación que abandonar la Comandancia para hacer sitio en ella al general en jefe ruso. En un principio se pensó si no deberían trasladarse a las fincas del comandante, por lo que la marquesa sentía una fuerte inclinación, mas, no gustando el mayor de la vida campestre, la familia ocupó una casa en la ciudad y se instaló en ella como residencia permanente. Todo volvió entonces al antiguo orden de cosas. La marquesa retomó las lecciones de sus hijas, largamente interrumpidas, y buscó su caballete y sus libros para las horas de asueto cuando, siendo como era normalmente la diosa de la salud en persona, viose aquejada de repetidas indisposiciones que durante semanas enteras la inhabilitaron para la vida social. Sufría de nauseas, mareos y vahídos, y no sabía qué pensar de tan extraño estado. Una mañana en que la familia estaba tomando el té y el padre había abandonado por un instante la habitación, dijo la marquesa a su madre, despertando de un prolongado embabiamiento: «Si una mujer me dijera que se sentía exactamente igual que yo ahora, al tomar la taza, para mí pensaría que se encontraba en estado de buena esperanza.» La señora de G... dijo que no la entendía. La marquesa se explicó de nuevo:



«Que acababa de tener la misma sensación que estando antaño embarazada de su segunda hija». La señora de G... dijo que quizá daría a luz a Fantasio y rió. «Morfeo por lo menos», repuso la marquesa, bromeando a su vez, «o uno de los sueños de su séquito sería su padre». Volvió empero el mayor, se interrumpió la conversación y todo el asunto, al recuperarse la marquesa de nuevo en pocos días, quedó olvidado.



Poco después la familia, encontrándose precisamente también en la casa el guardabosques mayor de G..., hijo del comandante, tuvo el extraño sobresalto de oír a un camarero entrar en la estancia anunciando al conde F... «¡El conde F...!», dijeron padre e hija a un tiempo, y el asombro privó a todos del habla. El servidor aseguró haber visto y oído perfectamente y que el conde ya se encontraba esperando en la antecámara. El propio comandante saltó de su asiento para abrirle la puerta, a lo cual entró, hermoso como un joven dios, con el rostro algo pálido. Una vez pasada la escena de inconcebible asombro y tras asegurar el conde, como los padres alegaran «¡pero si estaba muerto!», que vivía, se dirigió, con el semblante embargado por la emoción, a la hija y su primera pregunta fue de inmediato «¿cómo se encontraba?». La marquesa aseguró que muy bien, y sólo quería saber «¿cómo había vuelto él a la vida?». Mas éste, insistiendo en su cuestión, replicó que ella no le decía la verdad, que en su faz se expresaba un extraño decaimiento, y que mucho había él de engañarse o se encontraba indispuesta y sufría. La marquesa, de buen humor por la cordialidad de sus palabras, repuso que «bien, en efecto, aquel decaimiento, si así quería llamarlo, podía considerarse la secuela de una leve enfermedad sufrida algunas semanas atrás, la cual entretanto no temía que fuera a tener consecuencias». A lo cual él, con encendida alegría, replicó que «¡él tampoco!» y añadió que si quería casarse con él. La marquesa no supo qué pensar de tal comportamiento. Miró, cada vez más arrebolada, a su madre y ésta, violenta, al hijo y al padre, mientras el conde se acercaba a la marquesa y, tomando su mano como si fuera a besarla, repitió que si le había entendido. El comandante pre guntó si no deseaba tomar asiento y le acercó de modo cortés, si bien algo grave, una silla. La comandanta dijo: «De veras, vamos a creer que es usted un fantasma hasta que nos haya revelado cómo ha salido de la tumba donde lo sepultaron en P...» El conde se sentó, dejando ir la mano de la dama y dijo que, obligado por las circunstancias, tenía que ser muy breve; que, con el pecho mortalmente atravesado por una bala, había sido conducido a P..., donde había desesperado de su vida varios meses, que durante todo aquel tiempo la señora marquesa había sido su único pensamiento, que no podía describir el gozo y el dolor que se fundían en tal quimera; que tras su restablecimiento había finalmente regresado al ejército, sintiendo allí la más viva inquietud; que en más de una ocasión había empuñado la pluma para, en una carta dirigida al señor mayor y a la señora marquesa, desahogar su corazón; que repentinamente había sido enviado a Nápoles con despachos oficiales; que no sabía si desde allí no sería destinado a Constantinopla; quizá tuviera incluso que marchar a San Petersburgo; que entretanto le era imposible continuar viviendo sin poner en claro una ineludible exigencia de su alma, y al cruzar M... no había podido resistir el impulso de dar algunos pasos encaminados a tal fin; en resumidas cuentas, que abrigaba el deseo de ser agraciado con la mano de la marquesa y con el mayor respeto, el mayor fervor y la mayor premura rogaba le concediera su favor en tal sentido.



El comandante, tras una larga pausa, replicó que si bien esta petición, de ser, como no dudaba, en serio, le resultaba muy halagadora, sin embargo a la muerte de su esposo, el marqués de O..., su hija había resuelto no contraer segundas nupcias. Mas, dado que recientemente le había quedado tan obligada, no sería imposible que por tal motivo mudara dicha decisión en consonancia con sus deseos; que entretanto solicitaba en nombre de ella licencia para poder reflexionar al respecto con sosiego durante algún tiempo. El conde aseguró que tan generosa manifestación satisfacía todas sus esperanzas y en otra situación lo hubiera hecho completamente feliz; no obstante, haciéndose cargo él mismo de cuán importuno por su parte era no tranquilizarse con ella, circunstancias acuciantes sobre las que no estaba en condiciones de decir más le hacían extraordinariamente deseable una declaración más concreta; los caballos que habían de conducirlo a Nápoles esperaban enganchados ante su coche y rogaba con el mayor fervor, si es que algo hablaba a su favor en aquella casa —y al decir esto miró a la marquesa—, no lo dejaran partir sin una respuesta positiva. El mayor, un tanto turbado por semejante conducta, respondió que la gratitud que la marquesa sentía por él bien era cierto que le concedía derecho a abrigar grandes expectativas, mas sin embargo no tan grandes; en un paso que afectaba a la felicidad de su vida no actuaría ella sin la debida prudencia.



Que era de todo punto imprescindible que su hija, antes de decidirse, tuviera la dicha de conocerlo mejor. Así pues lo invitaba, una vez concluido su viaje de negocios, a regresar a M... y a ser durante algún tiempo huésped de su casa. Si entonces la señora marquesa podía tener la esperanza de ser feliz a su lado, entonces también a él, pero no antes, le alegraría escuchar cómo le daba una respuesta concreta. El conde expresó, subiéndole el rubor al rostro, que durante todo el viaje había predicho tal destino a sus impacientes deseos, viéndose entretanto arrojado así a la mayor desolación; que, dado el ingrato papel que estaba siendo obligado a representar, un conocimiento más cercano sólo podía resultar favorable; que creía poder responder de su honor, si acaso esta cualidad, la más ambigua de todas, hubiera de ser tomada en consideración; que el único acto indigno que había cometido en su vida era desconocido para el mundo y ya estaba él tratando de repararlo; en una palabra, que era hombre de honor y rogaba que admitieran su afirmación de que tal afirmación era veraz. El comandante replicó, sonriendo un tanto aunque sin ironía, que suscribía todas aquellas aseveraciones. Nunca había conocido a un joven que, en tan breve tiempo, hubiera hecho gala de tantos y tan excelentes rasgos de carácter. Creía casi que un breve periodo de reflexión eliminaría la duda que aún pudiere pesar; mas antes de haber discutido al respecto tanto con su familia como con la del señor conde no era posible ninguna otra declaración que la dada. A esto expuso el conde que no tenía padres y era libre. Que su tío era el general K..., de cuyo consentimiento respondía. Añadió que era dueño de una considerable fortuna y que podría decidirse a hacer de Italia su patria.



El comandante le hizo una cortés reverencia, expresó su voluntad una vez más y le rogó que, hasta concluir su viaje, se abstuviera de dicha cuestión. El conde, tras una breve pausa durante la cual dio toda muestra del mayor desasosiego, dijo dirigiéndose a la madre que había hecho absolutamente todo cuanto estaba en su mano para eludir el actual viaje de negocios; los pasos que había osado por ello ante el general en jefe y el general K..., su tío, habían sido los más decisivos que se podían dar; que sin embargo habían creído sacarlo con ello de una melancolía que le quedaba de su enfermedad y que ahora se veía arrojado a la más completa miseria. La familia no supo qué decir a semejantes palabras. El conde prosiguió, mientras se frotaba la frente, diciendo que, de existir esperanza alguna de aproximarse de tal modo al objetivo de sus deseos, interrumpiría su viaje un día, incluso algo más, para intentarlo. Al decir esto miró, uno detrás de otro, al comandante, a la marquesa y a la madre. El comandante bajó los ojos disgustado y no le respondió. La esposa del mayor dijo: «Vaya usted, vaya usted, señor conde; viaje a Nápoles; concédanos a su regreso durante algún tiempo la dicha de su presencia; el resto se dará por añadidura.» —El conde permaneció sentado un instante y parecía meditar lo que debía hacer. A continuación, levantándose y apartando la silla, «había de reconocer», dijo, «que las expectativas con las que había entrado en aquella casa eran precipitadas y que la familia, como él no desaprobaba, insistía en conocerlo mejor, de modo que iba a devolver sus despachos a Z..., al cuartel general, para que fueran expedidas por otra vía, y a aceptar el generoso ofrecimiento de ser huésped de la casa durante algunas semanas».



A lo cual, con la silla en la mano, de pie junto a la pared} aún quedó inmóvil un instante mirando al comandante. Éste repuso que lamentaría extraordinariamente que la pasión que parecía haber concebido por su hija le acarreara disgustos de la más grave índole, pero que en su posición debía saber lo que tenía que hacer y dejar de hacer; que enviara los despachos y ocupara las habitaciones a él asignadas. Se le vio demudarse ante aquellas palabras, besar respetuosamente la mano a la madre, inclinarse ante los demás y salir.



Cuando hubo abandonado la habitación, no supo la familia qué pensar de tal aparición. La madre dijo que no sería posible que fuera a devolver a Z... los despachos con que se dirigía a Nápoles sólo porque al cruzar M... no había logrado, en una entrevista de cinco minutos, obtener el sí de una dama completamente desconocida. El guardabosques mayor expresó que «¡sin duda un acto de tal frivolidad sería penado por lo menos con arresto militar!» «¡Y casación además!», añadió el comandante. Pero, prosiguió, no existía tal peligro. Que había sido un disparo al aire en el asalto y aún entraría en razón antes de enviar los despachos. La madre, al enterarse de riesgo tal, expresó la más viva preocupación porque sí los enviara. Su fuerte voluntad dirigida a un único objetivo, opinó, le parecía justamente capaz de tal acto. Instó al guardabosques a ir de inmediato en su pos e impedirle llevar a cabo tan funesta acción.



El guardabosques replicó que semejante paso sería contraproducente y sólo lo afirmaría en la esperanza de vencer mediante su estratagema. La marquesa era de la misma opinión, aunque aseguró que si no lo hacía se produciría sin lugar a dudas el envío de los despachos, al preferir el conde caer en desgracia que mostrar debilidad. Todos coincidieron en que su conducta era muy extraña y que parecía habituado a conquistar corazones femeninos al asalto, como fortalezas. En aquel instante advirtió el comandante que el coche del conde estaba enganchado ante la puerta. Llamó a la familia a la ventana y, asombrado, preguntó a un criado que entraba en ese momento si es que el conde se encontraba aún en la casa. El criado respondió que estaba abajo, en el cuarto de servicio y acompañado de un edecán, escribiendo cartas y sellando paquetes. El comandante, reprimiendo su consternación, bajó con el guardabosques a toda prisa y preguntó al conde, pues le vio despachando sus asuntos en mesas nada apropiadas para tal fin, si no quería dirigirse a sus habitaciones, y si ordenaba alguna otra cosa.



El conde respondió, mientras continuaba escribiendo con precipitación, que se lo agradecía infinitamente pero que sus asuntos ya estaban concluidos; preguntó la hora, lacrando la carta, y deseó al edecán, tras hacerle entrega de toda la valija, un feliz viaje. El comandante, que no daba crédito a sus ojos, dijo según salía el ayuda de campo: «Señor conde, si no tiene usted razones de mayor peso—» «¡Decisivas!», lo atajó el conde, acompañó a su ayudante al coche y le abrió la puerta. «En tal caso yo», prosiguió el comandante, «por lo menos los despachos...» —«No es posible», contestó el conde, ayudando al edecán a sentarse. «Los despachos carecen de toda validez en Nápoles sin mí. Ya he pensado yo también en ello. ¡Arre!» «¿Y las cartas de su señor tío?», gritó el ayuda de campo asomándose por la portezuela. «Me encontrarán», repuso el conde, «en M...» «¡Arre!», dijo el ayudante, y partió en el coche. A renglón seguido preguntó el conde F..., volviéndose hacia el comandante, si tendría la amabilidad de mandar que le indicaran su cuarto. Él mismo tendría de inmediato el honor, respondió el confundido mayor; ordenó a sus hombres y a los del conde que se ocuparan del equipaje de éste y lo condujo a los aposentos de la casa destinados a los huéspedes, donde se despidió de él con gesto adusto. El conde se mudó de ropa, salió de la casa para presentarse ante el gobernador del lugar y, sin dejarse ver en la casa durante todo el resto del día, no regresó a ella hasta poco antes de la cena.



Entretanto la familia se encontraba sumida en la más viva desazón. El guardabosques mayor comentó cuán resolutas habían sido las respuestas del conde a algunas consideraciones del comandante; opinó que su comportamiento se asemejaba a un paso completamente premeditado y preguntó, qué demontre, a santo de qué venía una petición de mano tan a matacaballo. El comandante dijo que no entendía nada del asunto y exigió de la familia que no hablaran más de ello en su presencia. La madre miraba a cada instante por la ventana, no fuera a ser que volviese, lamentara su frivolo acto y lo reparase. Finalmente, ya de anochecida, se sentó junto a la marquesa, la cual trabajaba sentada a una mesa con gran afán y parecía evitar toda conversación. Le preguntó a media voz, mientras el padre paseaba arriba y abajo, si ella colegía qué había de resultar de todo aquel asunto. La marquesa respondió, dirigiendo tímidamente una mirada al comandante, que si el padre hubiera conseguido hacerlo partir para Nápoles, todo estaría en orden. «¡A Nápoles!», exclamó el comandante, que lo había oído. «¿Debería mandar llamar al sacerdote? ¿O acaso hubiera debido hacerlo encerrar y prender y haberlo enviado a Nápoles bajo custodia?» «No», respondió la marquesa, «pero las consideraciones vivaces y persuasivas hacen su efecto», y bajó de nuevo los ojos, un tanto disgustada, a su labor. Finalmente, al acercarse la noche, apareció el conde. Sólo se esperaba, tras las primeras muestras de cortesía, que el tema saliera a colación para asediarlo aunando sus fuerzas y llevarlo de ser posible a deshacer el paso que había osado dar. Mas en vano se acechó durante toda la cena tal momento.



Evitando a sabiendas todo cuanto pudiera conducir a ello, departió con el comandante sobre guerra y con el guardabosques mayor sobre caza. Al citar la escaramuza de P..., en el transcurso del cual había resultado herido, la madre lo enredó con la historia de su enfermedad, preguntándole cómo le había ido en aquel pequeño lugar, y si había encontrado las comodidades debidas. Con tal motivo narró varios detalles de interés sobre su pasión por la marquesa: cómo había estado permanentemente sentada junto a su cabecera durante la enfermedad; cómo en los delirios de la fiebre siempre había confundido su imagen con la de un cisne que viera de muchacho en la finca de su tío; que un recuerdo en especial le había resultado conmovedor, pues cierta vez había arrojado estiércol a dicho cisne, tras lo cual éste se había sumergido en silencio y vuelto a surgir puro de las aguas; que ella siempre nadaba sobre olas de fuego y él llamaba «Thinka», que era el nombre de aquel cisne, pero no había logrado atraerla hacia sí, pues ella se divertía simplemente bogando y lanzándose al agua; aseguró de pronto, el rostro como una amapola, que la amaba extraordinariamente; bajó de nuevo la vista al plato y enmudeció. Hubo al fin que levantarse de la mesa y como el conde, tras una breve charla con la madre, se inclinara de inmediato ante la reunión y se retirase de nuevo a su alcoba, quedaron una vez más los miembros de la misma sin saber qué pensar.



El comandante opinó que se debía dejar que las cosas siguieran su curso. Que probablemente confiaba en sus parientes para dar tal paso. De lo contrario correspondía infame casación. La señora de G... preguntó a su hija qué pensaba de él, y si acaso podrían acordar alguna respuesta que evitara una desgracia. La marquesa respondió: «¡Queridísima madre! Eso no es posible. Lamento que mi gratitud sea sometida a tan dura prueba. Fue sin embargo mi decisión no volver a desposarme. No quiero poner mi felicidad en juego por segunda vez, y menos aún tan irreflexivamente.» El guardabosques señaló que, de ser aquélla su firme voluntad, también sería útil tal declaración, y que casi parecía preciso darle cualquiera que fuere, pero concreta. La esposa del mayor repuso que, habiendo afirmado aquel joven, al cual recomendaban tantas cualidades extraordinarias, estar dispuesto a fijar su residencia en Italia, a su modo de ver su petición merecía ser considerada y que se cuestionara la decisión de la marquesa. El guardabosques, sentándose junto a ella, preguntó qué opinaba de él en cuanto a su persona. La marquesa respondió, con algún embarazo: «Me gusta y me disgusta.» E invocó el sentir de los demás. La esposa del mayor dijo: «Si regresa de Nápoles y las pesquisas que entretanto pudiéramos haber realizado sobre él no contradijeran la impresión general que te has formado, ¿cómo te decidirías en caso de que repitiera entonces su petición?» «En tal caso», repuso la marquesa, «yo —pues sus deseos parecen de hecho tan vehementes» —titubeó, y sus ojos brillaron al decir esto— «por lo mucho que le debo, satisfaría dichos deseos». La madre, quien siempre había deseado que su hija contrajera unas segundas nupcias, hubo de esforzarse por ocultar su alegría sobre esta declaración y meditó qué se podría hacer con ella. El guardabosques mayor dijo, levantándose de nuevo inquieto del asiento, que si la marquesa pensaba aun remotamente en la posibilidad de concederle un día su mano, había entonces sin falta de dar inmediatamente un paso para prevenir las consecuencias de su arrebatada acción. La madre era del mismo parecer y afirmó que en último término la osadía no era demasiada, siendo apenas de temer que, con tantas y tan excelentes cualidades de las que había dado muestra la noche en que el fuerte fue tomado por los rusos, el resto de su vida no estuviera en consonancia con ellas.



La marquesa bajó los ojos, con expresión de la más viva inquietud. «Lo que sí se podría hacer», prosiguió la madre tomando su mano, «sería hacerle llegar algo así como una promesa de que, hasta su regreso de Nápoles, tú no contraerás ningún otro compromiso.» La marquesa dijo: «Tal declaración, queridísima madre, puedo dársela; sólo me temo que a él no le tranquilice y a nosotros nos vaya a complicar.» «¡Eso déjalo de mi cuenta!», replicó la madre con viva alegría y se volvió buscando con la vista al comandante. «¡Lorenzo!», preguntó, «¿tú qué opinas?», e hizo intención de levantarse de su asiento. El comandante, que lo había oído todo, estaba en pie junto a la ventana mirando a la calle y no decía nada.



El guardabosques aseguró que él se comprometía a sacar al conde de la casa con tan inofensiva manifestación. «¡Entonces hacedlo, hacedlo, hacedlo!», exclamó el padre, dándose media vuelta: «¡He de entregarme a ese ruso por segunda vez!» Al oír esto se puso la madre en pie de un salto, lo besó a él y a la hija y preguntó, mientras el padre sonreía viendo su ajetreo, cómo enterar en el acto al conde de dicha decisión. Se resolvió, a propuesta del guardabosques, mandar que le rogaran tuviera la amabilidad, en caso de no haberse desvestido aún, de acudir un instante ante la familia. «¡Que tendría de inmediato el honor de presentarse!», mandó responder el conde, y apenas había vuelto el ayuda de cámara con este mensaje cuando ya entraba él mismo en el salón con pasos a los que prestaba alas la alegría y se arrojaba a los pies de la marquesa, embargado por la más vehemente de las emociones. El comandante iba a decir algo, mas él, poniéndose en pie, repuso que «¡ya sabía suficiente!», besó su mano y la de la madre, abrazó al hermano y sólo rogó que tuvieran la bondad de ayudarle de inmediato a conseguir una diligencia. La marquesa, si bien conmovida por tal escena, dijo sin embargo: «Temo, señor conde, que su precipitada esperanza pueda llevar demasiado lejos su...» —«¡Nada! ¡Nada!», repuso el conde. «No ha pasado nada si las pesquisas que realicen sobre mí contradijeran el sentir que me llamó de vuelta a esta sala.» Al oír esto, el comandante lo abrazó con la mayor cordialidad, el guardabosques mayor le ofreció de inmediato su propio carruaje, un montero voló a la casa de postas a encargar caballos al precio que fuere, y hubo alegría en esta partida como nunca antes en un recibimiento. Dijo el conde que esperaba alcanzar los despachos en B..., desde donde tomaría entonces un camino a Nápoles más corto que pasando por M...; en Nápoles haría absolutamente todo lo posible para rehusar el ulterior viaje a Constantinopla y estando como estaba resuelto, en caso extremo, a darse de baja por enfermedad, aseguró que de no impedírselo obstáculos insalvables estaría sin falta de nuevo en M... en un plazo de entre cuatro y seis semanas.



Acto seguido anunció su montero que el coche estaba enganchado y todo dispuesto para marchar. El conde tomó su sombrero, se acercó a la marquesa y tomó su mano. «Entonces, Julietta», dijo, «quedo hasta cierto punto tranquilo», y posó su mano sobre la de ella, «si bien era mi más ardiente deseo desposarla aún antes de partir». «¡Desposarla!», exclamaron todos los miembros de la familia. «Desposarla», repitió el conde besando la mano a la marquesa y aseguró, como ésta preguntara si estaba en sus cabales, que «¡llegaría el día en que ella le comprendiera!». La familia a punto estaba de enfadarse con él, mas el conde se despidió enseguida calurosísimamente de todos, les rogó no cavilar más sobre su última manifestación y partió.



El Terremoto en Chile (Das Erdbeben in Chili) es un relato del escritor alemán Heinrich Von Kleist, publicado en 1810.




El título original del cuento es Jeronimo und Josephe. Eine Szene aus dem Erdbeben zu Chili vomjahr 1647 (Jerónimo y Josefa. Una escena del terremoto de Chile del año 1647), y fue publicado en una revista cuyo título parece una invención de los cuentos humorísticos de Edgar Allan Poe: Morgenblatt für gebildete Stände (Matutino para las clases cultas).



El terremoto en Chile es un relato notable, aunque más admirable por su arquitectura que por su contenido. Comienza con dos hechos aislados, casi opuestos: un hombre en prisión que desea morir, y un terremoto, un acontecimiento que indudablemente traerá la muerte de muchos.







El Terremoto en Chile.

Das Erdbeben in Chili, Heinrich Von Kleist (1777-1811)





En Santiago, la más importante ciudad del Reino de Chile, justamente cuando se producía el gran terremoto del año de 1647, en el que tantos seres perecieron, estaba atado a una pilastra de la prisión el español Jerónimo Rugera, acusado de un hecho criminal, a punto de ser ejecutado. Don Enrique Asterón, uno de los nobles más acaudalados de la ciudad, le había echado de su casa hacía poco más de un año, donde se desempeñaba como maestro, cuando descubrió sus relaciones con su única hija, doña Josefa.



Como después de haber amonestado a su hija con severidad el noble anciano descubriese una oculta cita que se habían dado, gracias al celo de su orgulloso hijo con este motivo decidió confiar a la joven al monasterio carmelita de Nuestra Señora del Monte. Gracias a una feliz casualidad, Jerónimo había podido reanudar sus relaciones con ella, de manera que en una tranquila noche sirviendo de escena el jardín del cementerio, alcanzaron su total felicidad.



En la fiesta del Corpus, cuando partía la procesión de las monjas, tras de las cuales iban las novicias, acaeció que justo entonces, cuando sonaban las campanas, le sorprendieron a la desdichada Josefa los dolores del parto, derrumbándose sobre los escalones de la Catedral. Este hecho provocó un escándalo extraordinario; llevóse a la pobre pecadora, sin prestar atención a su estado, a la prisión, y apenas hubo dado a luz, por orden del arzobispo se le instruyó proceso. En la ciudad se comentó con gran saña este escándalo y las lenguas se dieron a tan agrias murmuraciones sobre el monasterio, donde había sucedido todo, que ni los ruegos de la familia Asterón, ni el deseo de la misma abadesa, que se había encariñado con la joven a causa de su conducta intachable, pudieron atenuar el rigor con que le amenazaba la ley eclesiástica. Todo lo más que podía suceder era que la muerte en la hoguera, a la que había sido condenada para escarmiento de doncellas y damas de Santiago, le fuese conmutada por la pena de ser decapitada. Ya se alquilaban las ventanas en las calles por donde iba a pasar el cortejo de la ejecución, ya se levantaban los tejadillos de las casas y las piadosas hijas de la ciudad invitaban a sus amigas a presenciar el espectáculo que les depararía la ira divina.



Jerónimo, que estaba en prisión, creyó perder el juicio cuando se enteró del giro que tomaba el asunto. Barajó en vano alguna posibilidad de salvación; en alas de su ardiente fantasía sólo lograba estrellarse contra los muros y los cerrojos y un intento que hizo de limar los barrotes de su ventana le costó ser encerrado en un calabozo peor. Entonces se prosternó a los pies de la Madre de Dios y rezó con ardiente piedad, pues Ella era la única que podía llevarle la salvación. Al fin llegó el día señalado y sintió en su pecho que se desvanecía toda esperanza. Sonaron las campanas que acompañaban a Josefa al lugar de la ejecución y la desesperación se adentró en su alma. La vida le pareció repudiable y resolvió matarse colgándose de una correa que por azar le habían dejado. Estaba, como ya dijimos, sujeto a una pilastra, e intentaba asegurar el lazo que le sacaría de este valle de lágrimas de un gancho que sobresalía de la cornisa cuando, de repente, hundióse la mayor parte de la ciudad, con un crujido como si el cielo se derrumbase y todo lo que alentaba vida quedó sepultado en las ruinas.



Jerónimo Rugera quedó inmóvil de espanto, al tiempo que, como si hubiera perdido el conocimiento, se aferró a la columna donde había pensado que hallaría la muerte, para no caer. El suelo se estremeció bajo sus pies, los muros de la prisión se resquebrajaron, todo el edificio se inclinó para caer hacia la calle, lo que no sucedió gracias al edificio de enfrente, que también había cedido y le sirvió como apoyo. Temblando, con el cabello erizado y las rodillas que parecían querer rompérsele, se deslizó Jerónimo por el declive del suelo del edificio, con el propósito de salir por el boquete que el choque de ambos edificios había abierto en la pared delantera de la prisión.



Apenas estuvo a salvo cuando un segundo temblor hizo que toda la calle se desplomase por completo. Transcurrió casi un cuarto de hora en que estuvo completamente sin conocimiento, hasta que despertó de nuevo y, con la espalda vuelta hacia la ciudad, medio se incorporó del suelo. Inconsciente, sin saber cómo podría salvarse de esta catástrofe, se apresuró a huir lejos de los cascotes y maderos, que por todos lados amenazaban con matarle, en busca de la puerta más cercana de la ciudad. Todavía aquí se derrumbó una casa, por lo que corrió, para evitar los escombros, hacia una calle cercana; más lejos, llamas refulgentes entre grandes humaredas lamían las cúpulas, haciéndole huir asustado hacia otra calle, pero he aquí que el Mapuche sale de cauce y le arrastra en sus hirvientes ondas hacia otra.



Aquí yace un montón de cadáveres, allá se oye una voz plañidera entre las ruinas, acá se oyen los gritos de la gente encaramada en los tejados ardiendo, allí hombres y animales luchan con las olas; ora un hombre de coraje se lanza a salvar a alguien, ora otro, pálido como la muerte, extiende mudo las manos trémulas al cielo. Cuando Jerónimo estuvo a las puertas de la ciudad y pudo alcanzar una colina cayó sin sentido sobre la tierra. Luego se palpó la frente y el pecho, incapaz de saber qué debía hacer en tales circunstancias y sintió un inefable placer cuando la brisa del mar le refrescó al volver en sí, y su vista se volvió en todas direcciones para admirar la hermosa región de Santiago.



Sólo la entristecida muchedumbre que se veía en derredor acongojaba su corazón; no comprendía por qué tanto él como ellos estaban en aquel lugar, y sólo cuando al volverse vio la ciudad hundida recordó los terribles instantes vividos. Se inclinó profundamente, hasta tocar el suelo con la frente, para dar gracias a Dios por su salvación; y a la vez, como si se despojase de la terrible impresión que oprimía su alma y sofocaba todas las demás, se echó a llorar, rebosante de alegría, pues aún gozaba de la vida espléndida y de todas sus bellas imágenes. Como viese en su mano un anillo, recordó de pronto a Josefa, a la prisión, a las campanas que había oído y el instante en que todo se había desplomado. Su pecho volvió a llenarse de congoja, y se arrepintió de su alegre oración y le pareció terrible el Ser que reinaba desde el firmamento. Se confundió con el pueblo, que se preocupaba por salvar el resto de sus propiedades, y fue a la puerta, y con gran temor se atrevió a preguntar si habían ejecutado a la hija de Asterón; pero nadie supo responderle. Una mujer que cargaba una gran cantidad de utensilios, hasta el punto de llevar doblada la cerviz casi hasta tocar la tierra, y dos niños pendiendo del pecho, le dijo al pasar como si ella misma le hubiera visto, que la habían decapitado. Jerónimo dióse la vuelta, y como ya no podía dudar de que Josefa hubiese muerto, se internó en un bosque donde se dejó caer entregado a su dolor. Hubiera deseado que la furia de la Naturaleza volviera a descargar sobre él. No entendía por qué ahora la muerte se apartaba de su alma ensombrecida, ya que tanto la ansiaba y le parecía su verdadera salvación. Se propuso entonces no vacilar, aunque los robles estuviesen desarraigados y las copas a punto de caer sobre él. Así pues, después de haber llorado mucho, como del ardiente llanto volviesen a renacer las esperanzas, se levantó y miró el campo en todas direcciones. Luego recorrió todas las cimas de las montañas donde la gente se había agrupado; anduvo por todos los caminos donde rebullía la corriente de la marea; allá donde el viento agitaba una túnica femenina, allí le arrastraban sus vacilantes pies; con todo, ninguna cubría a la adorada hija de Asterón.



El sol declinaba hacia el ocaso y con él morían sus esperanzas, cuando llegó a lo alto de un peñasco que daba sobre un vasto valle en el que se veían muy pocas personas. Vacilante, sin saber qué hacer, recorrió con la vista los distintos grupos, y ya estaba a punto de volverse cuando vio a una mujer joven ocupada en bañar en las ondas de un arroyo a un niño. Al ver esto, con el corazón palpitante, echó a correr cuesta abajo lleno de presentimientos, gritando: "¡Virgen Santísima!", y reconoció a Josefa, que, al oír ruidos, se había vuelto, temerosa.



"¡Con cuánta dulzura se estrechan los infortunados amantes que un milagro había salvado! Josefa iba camino de la muerte y estaba al borde del cadalso, cuando de repente los edificios se desmoronaron sobre la comitiva. Lo primero que hizo fue dirigirse a la puerta más cercana, pero se detuvo a pensar y se dirigió presurosamente donde estaba su hijito desamparado. En la puerta del monasterio en llamas encontró a la abadesa, que en aquellos sus últimos momentos pedía que salvasen al niño. Josefa, con valor, se abalanzó por medio de la humareda que la ahogaba, y aunque por todas partes se desmoronaban las paredes, como si todos los ángeles del cielo la guardasen, pudo salir indemne con el niño en los brazos. Quiso prestar auxilio a la abadesa desesperada, cuando he aquí que tanto ella como las demás monjas quedan sepultadas bajo la fachada que se derrumba. Josefa se estremeció a la vista de este horrible hecho, tan rápidamente como pudo cerró los ojos a la abadesa y se alejó aterrorizada con su adorado niño que el cielo le devolvía, para salvarlo de la catástrofe. Apenas había dado unos pasos cuando tropezó con el cuerpo del arzobispo que, al derrumbarse la Catedral, había quedado al descubierto. El Palacio del Virrey se había hundido, la Audiencia donde se le había juzgado era devorada por las llamas y en el lugar donde había estado su casa paterna había un lago del que emergían tejados encendidos. Josefa trató de darse fuerzas y conservó toda su entereza. Tratando de sofocar la pena de su pecho, con gran valor, con su preciado botín en los brazos corrió de calle en calle y ya cerca de la puerta de la ciudad vio los escombros de la cárcel donde debía estar Jerónimo. A la vista de esto vaciló y estuvo a punto de caer desvanecida, a no ser porque justamente en ese momento poco faltó para que la aplastase un edificio que se derrumbaba, de modo tal que el desfallecimiento fue superado merced al terror; besó al niño, se secó las lágrimas y sin prestar atención a la catástrofe que la rodeaba llegó a la puerta. Cuando estuvo a salvo en el campo pensó que no todos los que hubieran estado en un edificio tenían que haber perdido la vida. En el primer recodo que encontró se detuvo y aguardó por si aparecía aquel a quien amaba más que a nadie en el mundo, después de su pequeño Felipe.



Después, vertiendo muchas lágrimas, se internó en un valle sombreado de pinos para orar por el alma de quien creía perdido; y he aquí que da en el valle con el amado, como si este valle fuese el del Paraíso. Muy conmovida, refirió todo esto a Jerónimo y cuando terminó le acercó el niño para que le besase. Jerónimo le tomó en sus brazos y le hizo mil caricias y como el niño llorase extrañando su rostro, volvió a acariciarle hasta hacerle callar. Mientras tanto, caía la noche hermosísima y plateada, embalsamada por suaves aromas, tan refulgente y callada que pudiera soñarla un poeta. Por todas partes, a lo largo del valle, reposaban los hombres a la luz de la luna y disponían muelles, lechos de hierba y follaje para descansar tras tantos días penosos. Pero como muchos desdichados se lamentasen, unos por haber perdido la casa, otros la mujer y el hijo y otros por haber perdido completamente todo, Jerónimo y Josefa se deslizaron hacia un denso matorral para no molestar a nadie con el secreto júbilo de sus almas. Encontraron un granado soberbio que extendía sus ramas, cargadas de frutos, y en cuya copa el ruiseñor hacía resonar su alegre melodía.



Jerónimo y Josefa, en cuyo regazo reposaba el niño, se sentaron cerca del tronco y, cubriéndose con la capa, descansaron. La sombra del árbol, alternando con las luces, se alargaba sobre ellos y la luna se desvaneció al amanecer, antes de que se durmiesen, pues tenían mucho que decirse, del convento, de la prisión y de todo lo que los dos habían padecido; y mucho se emocionaron al considerar cuánta desgracia había tenido que caer sobre el mundo para que ellos pudiesen ser dichosos. Resolvieron que, no bien acabasen los temblores de tierra, irían a la Concepción, donde Josefa tenía una fiel amiga, para luego, con un pequeño préstamo que esperaban obtener, viajar en barco a España, donde vivían los familiares maternos de Jerónimo. Allí podrían llevar una vida feliz. Con esto, entre beso y beso, se durmieron.



Despertaron cuando el sol ya estaba muy alto en el cielo y advirtieron que cerca de ellos había muchas familias ocupadas en preparar algo de comer. Jerónimo estaba pensando que también él debería buscar provisiones para los suyos, cuando un hombre bien vestido, con un niño en los brazos, se acercó a Josefa y le preguntó con humildad si podría darle el pecho, aunque sólo fuese un poco, a aquel pobre niño, cuya madre enferma yacía entre los árboles. Josefa quedó desconcertada ante ese rostro y que le era conocido. El, que interpretó mal su desconcierto, agregó: "Sólo un poco, doña Josefa, pues este niño, desde la hora en que nos hizo a todos desdichados, no ha probado nada". Ella repuso: "Callo por otras razones, don Fernando; en estos tiempos horribles que nos ha tocado vivir nadie se puede negar a compartir lo que tiene"; tomó al niño en sus brazos, en tanto que daba su propio hijo al padre, y se lo llevó al pecho. Don Fernando quedó muy agradecido por el favor y le preguntó si no quería unirse al grupo, donde preparaban al fuego algo de comer. Josefa respondió que aceptaba con gusto su ofrecimiento. Y como Jerónimo no hiciese ninguna objeción, le siguió hasta donde estaba su familia, por la cual fue recibido cariñosamente. Allí estaban las dos cuñadas de don Fernando, a las que reconoció como nobles damas.



También doña Elvira, esposa de don Fernando, que yacía en tierra con los pies lastimados, con mucha amabilidad atrajo hacia sí a Josefa, que aún llevaba a su pobre niño al pecho. Asimismo don Pedro, su suegro, herido en un hombro, le hizo una cordial inclinación de cabeza. Por la mente de Jerónimo y de Josefa cruzaron muchos y raros pensamientos. Al verse tratados con tanta bondad y confianza no supieron qué pensar del pasado, del cadalso, de la prisión y de las campanas. "¿Todo había sido un sueño acaso? Parecía como si los ánimos se hubiesen reconciliado después de la horrorosa conmoción. No deseaban recordar nada. Unicamente doña Isabel, que había sido invitada por una amiga el día anterior para ver el espectáculo, y que había rechazado la invitación, a veces volvía su mirada soñadora a Josefa. Con todo, la idea de haber escapado a un infortunio cruel le volvía el ánimo que parecía desalojado de su ser. Se contaba que en la ciudad, que estaba llena de mujeres, al primer temblor de tierra todas sucumbieron a la vista de los hombres, cómo los monjes con el crucifijo en la mano corrían dando gritos de que había llegado el fin del mundo y cómo un centinela a quien por orden del virrey le dijeron que evacuase una iglesia, exclamó: que ya no había virrey, y cómo este, en aquellos momentos terribles, quiso levantar patíbulos para reprimir el pillaje y cómo un infeliz que había escapado de una casa ardiendo fue atrapado por su dueño y ahorcado.



Doña Elvira, cuyas heridas Josefa cuidaba, aprovechando un momento en que los relatos tan vivazmente hechos se habían entrecruzado, aprovechó para preguntarle qué le había ocurrido aquel día terrible, a lo que Josefa respondió, con ánimo apesadumbrado, contándole lo principal, y sintió gran satisfacción al notar llanto en los ojos de la dama. Doña Elvira le tomó la mano, la oprimió y con un gesto le indicó que callara. Josefa sintió que la embargaba la felicidad. No podía desechar el sentimiento de que aquel día, por muchas desgracias que hubiera causado, era para ella un gran beneficio, mejor que ningún otro de los que el cielo le hubiese otorgado. Y aunque todos los bienes terrenales se destruían en aquellos odiosos instantes y la naturaleza entera amenazaba desplomarse, en verdad le parecía que el espíritu humano, tal una bella flor, volviera a renacer.



En los campos hasta donde llegaba la mirada veíanse hombres de toda condición, príncipes y mendigos, damas y campesinas, funcionarios y jornaleros, monjes y monjas, ayudándose unos a otros y compadeciéndose, comportándose entre sí, con alegría, quien había salido con vida, como si la desgracia general los hubiera agrupado en una gran familia en lugar de las intranscendentes conversaciones que son corrientes en los comensales cuando se reúnen en torno a una mesa. Referíanse casos de acciones heroicas: hombres que apenas eran tomados en cuenta por la sociedad habían realizado hechos de romanos, ejemplos sin par de coraje, de total desdén por el peligro, de abnegación y de entrega maravillosa, de inmediato sacrificio de la vida como si poco o nada valiera, y poco después se volviera a encontrar. Sí, no había nadie en este día que no pudiese dar cuenta de algo emocionante que le hubiese sucedido o algo grandioso que hubiese realizado de modo que el dolor se confundía con el placer en el pecho de los hombres hasta el punto de que Josefa no podía asegurar si la suma de la generosidad no vencería los perjuicios que habían sido ocasionados.



Jerónimo tomó a Josefa por el brazo, después que ambos se habían hecho, callados, estas reflexiones y, con mucha alegría, la llevó hacia el sombreado rincón del bosquecillo de granados. Allí le dijo que, después de considerar el estado de los ánimos y de las circunstancias, desistía del viaje a Europa: que iría a echarse a los pies del virrey, en caso de que aún estuviese con vida, y que tenía esperanzas (y aquí le dio un beso) de poder vivir con ella en Chile, Josefa respondió que a ella ya se le habían pasado por la mente las mismas ideas, que no dudaba que su padre, si aún vivía, la perdonaría, pero que en vez de ir a echarse de rodillas era preferible ir a la Concepción y desde allí pedir clemencia por escrito, de manera que pudiesen estar cerca del puerto, y en caso de que todo se resolviese favorablemente poder regresar con facilidad a Santiago. Después de meditar un poco, Jerónimo aprobó la prudencia de estas medidas y después de alejar sus pasos adelantándose a los alegres instantes del futuro, regresó con ella hacia el grupo.



Mientras tanto la tarde había caído y los exaltados ánimos de quienes habían escapado al terremoto se habían tranquilizado un poco, cuando se divulgó la noticia de que en la iglesia de los Dominicos, la única librada del terremoto, iba a celebrarse una misa de acción de gracias que diría el prelado del monasterio para pedir al cielo protección de posibles desgracias. El pueblo de todas las comarcas se abalanzó en masa hacia la ciudad. En el grupo de don Fernando todos se preguntaron si no convendría participar de la solemnidad y unirse a la comitiva. Doña Isabel recordó con timidez la desgracia que había acaecido la víspera en la iglesia y dijo que estos oficios de acción de gracias volverían a repetirse, y que entonces, cuando todo el peligro hubiese quedado atrás, podrían entregarse con mucha más tranquilidad y alegría a estas manifestaciones.

Josefa, manifestando un excepcional entusiasmo, dijo que jamás hasta entonces había sentido tan vivos deseos de prosternarse ante el Creador, que demostraba así sus insondables y poderosos designios. Doña Elvira se puso de parte de Josefa con tanta decisión que se resolvió ir a oír misa y se llamó a don Fernando para que encabezase la comitiva, a la que también se incorporó doña Isabel.



Como ésta asistiese a los preparativos de la marcha toda temblorosa y anhelante, al preguntarle qué le ocurría respondió que no sabía por qué pero tenía el presentimiento de que algo malo les iba a acontecer. Doña Elvira la tranquilizó y le pidió que se quedara con ella y con su padre enfermo. Josefa dijo: "Doña Isabel, tomad ahora al niño, que como habréis advertido se encuentra muy a gusto conmigo". "De muy buena gana"- respondió doña Isabel, disponiéndose a tomarlo, pero éste, al ver lo que ocurría, empezó a gritar lastimosamente y no accedió, según dijo Josefa, a que lo separasen, por lo que Josefa volvió a besarlo dulcemente. Don Fernando, que estaba muy complacido con su generoso proceder, le ofreció el brazo; Jerónimo, que cargaba en brazos al pequeño Felipe, acompañaba a doña Constanza, y tras de éstos iban todos los demás componentes del grupo. Apenas habían dado cincuenta pasos cuando doña Isabel, que entre tanto había hablado por lo bajo y con cierta viveza a doña Elvira, gritó: "Don Fernando" y fue presurosa hacia la comitiva con pasos vacilantes.



Don Fernando se detuvo y se volvió; esperó a que llegase, sin abandonar a Josefa, y como pareciese que ella le aguardaba a cierta distancia, le preguntó qué quería. Doña Isabel se acercó, aunque al parecer de no muy buena gana y le susurró unas palabras al oído, de modo que Josefa no pudiese oírlas. "Entonces- preguntó don Fernando-, "¿qué desgracia puede seguir a esto?". Doña Isabel continuó secreteando a su oído con rostro descompuesto. Don Fernando enrojeció molesto y respondió:



"Está bien".

Doña Elvira pareció tranquilizarse y continuó dando el brazo a su dama.

Cuando llegaron a la iglesia de los dominicos el órgano resonaba en toda su majestuosa belleza y una gigantesca muchedumbre se agitaba en el interior. La multitud llegaba hasta la puerta principal y salía hasta la explanada de la iglesia; subidos por las paredes, tomándose de los marcos de los cuadros, había niños que, con el gorro en la mano, observaban todo con mirada expectante.



Las lámparas brillaban, las pilastras en el atardecer proyectaban sus sombras misteriosas y el gran rosetón de cristal de colores relucía enrojecido sobre el muro del fondo de la iglesia, como el sol poniente que lo encendía. Callado ahora el órgano, la muchedumbre permanecía silenciosa como si se hubieran ahogado las voces en su pecho. Nunca, en ninguna catedral cristiana, se había visto una llama de piedad que subiese hasta el cielo tan alta como aquel día en la catedral de los dominicos de Santiago; y en ningún pecho alentaba una fe más viva que en los de Jerónimo y Josefa. La solemnidad comenzó con un sermón que dijo desde el púlpito el monje más antiguo de la comunidad, vestido con el atavío de fiesta. Empezó por dar gracias y alabanzas a Dios y elevando sus trémulos brazos hacia el cielo agradeció que todavía hubiese seres humanos, rescatados de las ruinas de este descomunal derrumbamiento, con fuerzas para balbucear el nombre de Dios. Describió lo que parecía una advertencia del Todopoderoso, agregando que el Juicio Final no le iría en zaga, y como dijese que el terremoto de la víspera era una señal- y mientras decía esto indicaba una brecha en la catedral- toda la asistencia sintió un estremecimiento. Después, dejándose llevar por esa fluida elocuencia de los predicadores, destacó la corrupción de la ciudad; dirigió toda clase de horrores sobre ella, como Sodoma y Gomorra no habían conocido, y pintó la inagotable indulgencia divina que no les había reducido a polvo. Pero como si un puñal atravesase el corazón de los dos desdichados, oyeron al predicador mencionar la criminal acción que había tenido como escenario el monasterio de los carmelitas; refutó impía la indulgencia que habían recibido del mundo, y en una de sus rebuscadas imprecaciones encomendó a los príncipes del infierno las almas de los culpables, cuyos nombres pronunció cuidadosamente.



Doña Constanza, sacudiendo el brazo de Jerónimo, dijo:

"Don Fernando..." éste respondió con energía, pero tan quedo que ambos apenas pudieron oír: "Callad, doña Elvira. No pestañeéis siquiera y simulad que os da un desmayo, con lo que podremos dejar la iglesia".



Pero antes de que doña Constanza hubiese podido llevar a cabo estas prudentes medidas para su salvación una voz interrumpió el sermón al grito de:

"Apartaos, gente de Santiago, aquí están los impíos".

Como otra voz espantada, que promovió en torno suyo un círculo de horror, preguntase: "¿Dónde?"

"Aquí"- respondió un tercero que, dominado por una santa ira, agarró a Josefa por los cabellos, de modo tal que hubiera caído al suelo con el hijo de don Fernando de no haber sido porque éste la sostuvo.

"Estáis locos- exclamó el joven, y tomó a Josefa por el brazo". "Soy Fernando Ormez, hijo del comandante de la ciudad, a quien todos conocéis". "¿Don Fernando Ormez?"- gritó, plantándose ante él un zapatero remendón, que había trabajado para Josefa y la conocía por lo menos tanto como a sus diminutos pies. "¿Quién es el padre de esta criatura?"- preguntó con desenfado a la hija de Asterón. Don Fernando palideció al oír la pregunta. Tan pronto echó una mirada a Jerónimo, como encaró a la multitud, por si había alguien que le conociera. Obligada por la horrible situación, Josefa exclamó: "Este no es mi hijo, maestro Pedrillo, como creéis", y mientras miraba con infinita angustia a don Fernando dijo: "Este joven caballero es don Fernando Ormez, hijo del comandante de la ciudad, al que todos conocéis". El zapatero preguntó: "¿Quién de vosotros, señores, conoce a este joven?". Y varios de los presentes vociferaron: "Quien conozca a Jerónimo Rugera que se adelante". Sucedió que en ese mismo momento el pequeño Juan, asustado por el tumulto, se desprendió del pecho de Josefa y alargó los brazos hacia don Fernando.



Una voz exclamó: "Es el padre" y otra dijo:

"Es Jerónimo Rugera", y una tercera voz agregó: "Aquí están los sacrílegos. "¡Lapidadlos, lapidadlos!", gritaba toda la cristiandad en el templo de Jesús. Entonces Jerónimo exclamó:

"¡Alto, monstruos! Si es a Jerónimo Rugera a quien buscáis, aquí está. Libertad a ese caballero, que es inocente".



La turba, enardecida y desconcertada por las declaraciones de Jerónimo, se contuvo: varias manos soltaron a don Fernando, y como en el mismo momento se apresurase un marino de alto rango, y saliendo de entre la multitud, inquiriese: "Don Fernando Ormez, ¿qué os sucede?", éste respondió, ya libre, con verdadera sangre fría, propia de un héroe: "Ya lo veis, don Alonso, son estos desaforados. A estas horas estaría perdido de no haber sido por este honrado hombre que, para calmar a la muchedumbre rabiosa, ha simulado ser Jerónimo Rugera. Hacedme la gracia de guardarles en prisión junto a esta joven dama para su mayor seguridad: y también a este mequetrefe-dijo agarrando al maestro Pedrillo-, que es el que ha provocado todo el alboroto".



El zapatero gritó: "Don Alonso Onoreja, en conciencia os pregunto: "¿Acaso no es esta joven Josefa Asterón?". Como don Alonso, que conocía muy bien a Josefa, demorase en responder, y varias voces enardecidas por la ira exclamasen: "Es ella, es ella", y "Matadla", Josefa dio a don Fernando el pequeño Felipe, que Jerónimo tenía en sus brazos, y casi al mismo tiempo al pequeño Juan que ella llevaba, diciéndole: "Don Fernando, guardad a los niños y dejadnos librados a nuestro destino". Don Fernando tomó a ambos niños, y dijo que prefería morir antes que ceder y que les acaeciese algo malo a sus amigos. Después de pedirle la espada al oficial marino, ofreció el brazo a Josefa y dijo a la otra pareja que le siguiesen.



De tal manera lograron salir de la iglesia, mientras todos con respeto les hacían sitio suficiente para pasar y creyéronse a salvo. Pero apenas habían salido de entre la muchedumbre que llenaba la plaza, cuando una voz gritó, destacándose de entre el rabioso gentío:



"Este es Jerónimo Rugera, ciudadanos; yo soy su propio padre", mientras descargaba un mazazo sobre doña Constanza, que iba a su lado y que se desplomó sin vida junto a Jerónimo. "Bárbaro- exclamó un desconocido-, ésta era doña Constanza Xares". "¿Por qué nos habéis mentido?- respondió el zapatero-. Buscad a la verdadera y matadla". Don Fernando, al ver el cadáver de doña Constanza, presa de incontenible frenesí, sacó la espada y, blandiéndola, la descargó sobre el fanático asesino que había causado la atrocidad, el cual se libró del golpe merced a un rápido giro de su cuerpo. Como viese que no podía contener a la multitud que se abalanzaba, Josefa gritó:

"¡Salvaos, don Fernando, y salvad a los niños!", y exclamando:

"¡Matadme, tigres sedientos de sangre!", se arrojó sin vacilar sobre ellos, para dar fin a la contienda. El maestro Pedrillo la golpeó con la maza. Luego, salpicado con su sangre, gritó: "Enviad a ese bastardo al infierno", y lo acometió presa de insaciable ferocidad homicida.



Don Fernando, este divino héroe, apoyada su espalda en la pared del templo, sostenía en su mano izquierda a los niños y en su derecha la espada. De un golpe abatió a uno. Un león no se defiende mejor. Siete perros cayeron muertos ante él, incluso el cabecilla de la turba satánica estaba herido. Pero el maestro Pedrillo no cejó hasta arrancarle uno de los niños del brazo, y después de haberle girado en alto, fue a estamparle contra una pilastra que había en un rincón de la iglesia. Con esto se apaciguó y todos se retiraron. Don Fernando, a la vista de su pequeño Juan con los sesos derramados fuera del cráneo levantó los ojos al cielo, embargado por un indecible dolor. El oficial marino acudió de nuevo a su lado, intentó consolarle y le aseguró que le dolía haber permanecido inactivo durante los desgraciados sucesos aunque había sido incapaz debido a las circunstancias.



Don Fernando le dijo que no había nada que reprocharle y le rogó que le ayudase a sacar los cadáveres. Los llevaron en la oscuridad de la noche a casa de don Alonso, donde don Fernando los siguió, llorando sin consuelo sobre el cuerpo del pequeño Felipe. Pasó la noche con don Alonso y dudó si decirle a su esposa, mediante falsos rodeos, toda la verdad del infortunio, en parte porque estaba enferma y en parte porque no sabía cómo juzgaría su conducta en estos sucesos; poco después, enterada ésta casualmente por una visita que recibió de todo lo acaecido, esta excelente dama lloró en silencio su dolor de madre y una mañana, con lágrimas en los ojos, abrazó a su marido. Don Fernando y doña Elvira adoptaron al pequeño, y cuando don Fernando comparaba a Felipe con Juan, y cómo los había logrado, le parecía que hasta debía alegrarse.







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