El cuento pertenece a la última colección de relatos fantásticos de M.R. James: A Warning to the Curious and Other Ghost Stories.
El insólito libro de oraciones.
The uncommon prayer-book, M.R. James (1862-1936)
El señor Davidson estaba pasando la primera semana de enero solo en un pueblo rural. Una serie de circunstancias le habían llevado a tomar esta drástica decisión: sus parientes más cercanos se habían ido al extranjero a practicar deportes de invierno, y los amigos que se habían brindado calurosamente a sustituirles tenían en casa una enfermedad contagiosa. Evidentemente, podía haber buscado a algún otro que se apiadara de él. «Pero la mayoría tiene hechos ya sus planes —reflexionó—; y al fin y al cabo, se trata de resistir tres o cuatro días a lo más; y no me vendrá mal adelantar un poco en la introducción a los Papeles de Leventhorp. Puedo dedicar ese tiempo a acercarme a Gaulsford a hablar con los vecinos. Tendría que ver los restos de Leventhorp House y las tumbas de la iglesia».
El primer día de estancia en el hotel «El Cisne» de Longbridge hubo tal tormenta que sólo pudo ir a la tienda a comprar tabaco. El siguiente, relativamente despejado, lo dedicó a visitar Gaulsford, que le interesaba bastante, aunque no tuvo consecuencias ulteriores. El tercero, un día realmente espléndido para tratarse de principios de enero, hacía demasiado bueno para quedarse encerrado. Se enteró por el hotelero de que un ejercicio predilecto de los visitantes en verano era coger el tren de la mañana hasta un par de estaciones al oeste y regresar andando por el valle del Tent, pasando por Stanford St. Thomas y Stanford Magdalene, dos pueblecitos pintorescos. Adoptó dicho plan, y helo aquí, a las nueve cuarenta y cinco de la mañana, sentado en un vagón de tercera, en dirección a Kingsbourne Junction, estudiando el mapa de la comarca. Sólo tenía de compañero de viaje a un anciano, un viejo de voz atiplada que parecía demasiado inclinado a conversar. Así que el señor Davidson, tras entonar los versículos y responsorios de rigor acerca del tiempo, le preguntó si iba muy lejos.
—No, señor; no muy lejos; esta mañana no —dijo el viejo—. Sólo hasta lo que llaman Kingsbourne Junction. No hay más que dos estaciones intermedias. Así lo llaman: Kingsbourne Junction.
—Yo también voy allí —dijo el señor Davidson.
—¡Ah!, ¿de veras? ¿Conoce esa parte?
—No; sólo voy con idea de volver andando a Longbridge, y ver un poco de campo.
—¡Ah, muy bien, señor! Hace un día ideal para que lo disfrute un caballero con un buen paseo.
—Sí, desde luego. ¿Tiene que andar mucho una vez en Kingsbourne?
—No señor; no tengo que andar mucho una vez en Kingsbourne Junction. Voy a visitar a mi hija que vive en Brockstone; a unas dos millas a campo traviesa de lo que llaman Kingsbourne Junction. Seguramente vendrá señalado en su mapa, ¿verdad, señor?
—Supongo que sí. Vamos a ver: ¿Brockstone, dice usted? Aquí tenemos Kingsbourne; ¿en qué dirección está Brockstone... hacia Stanford? Ah, ya lo veo: Palacio de Brockstone, en un parque. Pero no veo el pueblo.
—Desde luego que no, señor; no verá ningún pueblo de Brockstone. De Brockstone sólo están el palacio y la capilla.
—¿La capilla? Ah, sí, aquí viene señalada también; cerca del palacio, parece. ¿Pertenece al palacio?
—Sí, señor; cerca del palacio está, a un paso. Sí, pertenece al palacio. Mi hija, señor, es la mujer del guarda; vive en el palacio, y está al cuidado de todo, ahora que no están los señores.
—Entonces, ¿no vive nadie allí ahora?
—No, señor; hace años que no. Allí vivía el viejo señor cuando yo era joven; y después vivió la señora casi hasta los noventa años. Después murió; y los dueños de ahora han comprado esa otra casa, creo que en Warwickshire, y no hacen nada por alquilar el palacio; pero el coronel Wildman conserva el coto, y el joven señor Clark, el apoderado, viene a echar una mirada cada muchas semanas. Y el marido de mi hija es el guarda.
—¿Y quien utiliza la capilla? La gente de los alrededores, supongo, ¿no?
—Ah, no; no la utiliza nadie. Nadie va allí. La gente de por allí va a la iglesia de Stanford St. Thomas; aunque mi yerno va a la iglesia de Kingsbourne porque el señor de Stanford manda que se cante el gregoriano ese, y a mi yerno no le gusta; dice que bastante oye rebuznar al asno durante la semana y que prefiere algo más animado los domingos —el viejo se llevó una mano a la boca y rió—. Eso dice mi yerno; que bastante oye rebuznar al asno... etc., da capo.
El señor Davidson rió también lo más sinceramente que pudo, pensando entretanto que quizá merecía la pena incluir en su recorrido el palacio de Brockstone y la capilla; porque el mapa indicaba que de Brockstone podía llegar al valle del Tent lo mismo que siguiendo el camino real de Kinsbourne a Longbridge. De modo que cuando se hubo calmado la risa provocada por el recuerdo del bon mot del yerno volvió a la carga, y se cercioró de que tanto el palacio como la capilla eran del tipo conocido como «sitios antiguos», que el viejo se brindaría gustosamente a llevarle hasta allí, y que la hija estaría encantada de enseñarle cuantas cosas pudiese.
—Pero no es como si viviera allí una familia, señor, con todos los espejos cubiertos, y las pinturas y cortinas y alfombras recogidas y guardadas. Aunque eso no quiere decir que mi hija no le pueda enseñar un par; porque tiene que echarles una mirada y ver que no las ataque la polilla.
—Eso me da igual, muchas gracias. En cambio me gustaría mucho ver la capilla, si pudiera enseñármela.
—¡Ah, ya lo creo que puede, señor! Tiene la llave de la puerta y casi todas las semanas entra a limpiar el polvo. Es una preciosidad de capilla. Mi yerno dice que apuesta a que no dejarían cantar allí el gregoriano ese. ¡Bendito sea Dios! No puedo evitar la risa cada vez que me acuerdo de lo que dice sobre el asno: bastante lo oye rebuznar durante la semana, dice. Y desde luego que es así, señor; es la pura verdad.
El recorrido a campo traviesa de Kingsbourne a Brockstone fue realmente agradable. Lo hicieron casi todo por la parte elevada del terreno, dominando extensas panorámicas desde lo alto de una sucesión de lomas aradas o cubiertas de pasto o de bosque azul oscuro... que terminaban más o menos repentinamente, a la derecha, en unos promontorios que avanzaban sobre el ancho valle de un gran río, al oeste. El último campo que cruzaron lo bordeaba un espeso bosquecillo; y no bien llegaron a él, el camino torció hacia abajo súbitamente, apareciendo Brockstone elegantemente emplazado en un valle estrecho y repentino. No tardaron en divisar grupos de chimeneas de piedra y tejados de pizarra, justo a sus pies, y unos minutos más tarde se estaban limpiando los zapatos en la puerta trasera del palacio de Brockstone, mientras los perros del guarda ladraban ruidosamente en un lugar que no se veía, y la señora Potter, en rápida sucesión, les gritaba que se callasen, saludaba a su padre y rogaba a los dos visitantes que pasaran adentro.
II
No era de esperar que el señor Davidson escapase de que le enseñaran las principales habitaciones del palacio, a pesar de que la casa estaba totalmente recogida y fuera de servicio. Cuadros, alfombras, cortinas, muebles, estaban cubiertos o guardados como el viejo señor Avery había dicho; y la admiración que nuestro amigo estaba dispuesto a tributar tuvo que prodigarla a las dimensiones de las estancias y a un techo pintado donde el artista, que había huido de Londres el año de la peste, había plasmado el «Triunfo de la Lealtad y la Derrota de la Sedición». Aquí el señor Davidson tuvo ocasión de mostrar un interés sincero. Los retratos de Cromwell, Ireton, Bradshaw, Peters y todos los demás, retorciéndose en tormentos cuidadosamente ideados, eran evidentemente la parte de la composición a la que el artista había dedicado más esfuerzos.
—Esa pintura la encargó la antigua lady Sadleir, igual que la que hay en la capilla. Dicen que fue la primera en ir a Londres a bailar sobre la tumba de Oliver Cromwell —dijo el señor Avery; y prosiguió pensativo—: Bueno, supongo que se quedaría a gusto; yo no sé si me pagaría un viaje de ida y vuelta a Londres nada más que para eso. Y mi yerno dice lo mismo: dice que no sabe si se habría gastado ningún dinero para una cosa así. Le he contado al señor cuando veníamos en el tren, Mary, lo que dice tu marido sobre el gregoriano ese que cantan aquí en Stanford. Nos ha hecho reír de lo lindo, ¿verdad, señor?
—¡Desde luego que sí! ¡Ja, ja! —una vez más el señor Davidson se esforzó en hacer justicia a la gracia del guarda—. Pero si la señora Porter puede enseñarme la capilla —dijo—, creo que es el momento; porque los días no son largos, y quiero volver a Longbridge antes de que oscurezca del todo.
Aunque no hayan incluido una ilustración del palacio de Brockstone en la Rural Life (como creo que no la han incluido), no es mi intención señalar aquí sus excelencias.
Sin embargo, quiero decir unas palabras sobre la capilla: se encuentra a unas cien yardas de la casa, y tiene un pequeño cementerio con árboles alrededor. Es un edificio de piedra de unos setenta pies de largo, de estilo gótico, según se entendía ese estilo a mediados del siglo XVII. En conjunto se parece a algunas capillas de los colegios universitarios de Oxford, salvo que tiene claramente presbiterio, como las iglesias parroquiales, y un caprichoso campanario rematado en cúpula en la esquina sudoeste.
El señor Davidson no pudo reprimir una exclamación de complacida sorpresa, cuando le abrieron de par en par la puerta oeste, ante lo rico y completo de su interior: tejería, púlpito, asientos y vidrieras: todo era del mismo periodo. Y al adentrarse en la nave y descubrir el órgano con sus tubos repujados en oro en la galería oeste sintió llena su copa de complacencia. Las vidrieras de la nave eran en su mayor parte heráldicas, y en el presbiterio había estatuas como las que pueden verse en Abbey Dore, obra de Lord Sucdamore.
Pero esto no es una reseña arqueológica.
Mientras el señor Davidson se hallaba ocupado en examinar los restos del órgano (atribuido a uno de los Dallan., creo), el viejo señor Avery había subido renqueante al presbiterio y estaba quitando las fundas que cubrían los cojines de terciopelo azul de los sitiales. Evidentemente, aquí era donde se sentaba la familia.
El señor Davidson le oyó decir en tono un poco bajo de sorpresa:
—¡Mira, Mary; otra vez están abiertos!
La respuesta fue con una voz que sonó más malhumorada que sorprendida:
—¡Pché, vaya, no me diga!
La señora Porter acudió a donde estaba su padre, y siguieron hablando en voz más baja. El señor Davidson comprendió en seguida que discutían de algo no del todo normal, así que bajó los peldaños de la galería y se unió a ellos. No había el menor signo de desorden en el presbiterio, como tampoco en el resto de la capilla, que se veía hermosamente limpia; pero los ocho libros de oraciones en folio que descansaban sobre los cojines de los reclinatorios estaban evidentemente abiertos. La señora Porter estaba protestando precisamente de eso.
—¿Quién será el que lo hace? —dijo—; porque no hay más llave que la mía, ni más puerta que la que acabo de abrir, y los ventanales tienen todos reja. Esto no me hace ninguna gracia, padre; ninguna gracia.
—¿Qué pasa, señora Porter? ¿Ocurre algo? —dijo el señor Davidson.
—No, señor; en realidad no es nada grave; son estos libros nada más. Cada vez que entro a limpiar aquí, casi, los cierro y los cubro con las fundas para que no cojan polvo. Lo vengo haciendo desde que me lo encargó el señor Clark, al principio de entrar a trabajar. Y ahí están otra vez, siempre abiertos por la misma página; y como yo digo: quienquiera que sea, lo hace con la puerta y las ventanas cerradas. Y como digo yo: cuando pasan cosas así a una le da no sé qué entrar sola, como tengo que hacer yo; y no es que sea de ésas... de las que se asustan fácilmente quiero decir. Y el caso es que aquí no hay ratas; aunque las ratas no se entretienen en hacer esa clase de cosas; ¿no cree usted, señor?
—Difícilmente, diría yo. Pero es muy raro. ¿Y dice que siempre los encuentra abiertos por la misma página?
—Siempre por la misma, señor: por uno de los salmos. La primera vez o dos no me di cuenta; hasta que vi una rayita roja marcada; desde entonces he reparado siempre en ella.
El señor Davidson se acercó a los sitiales y echó una mirada a los libros. Efectivamente, estaban abiertos por la misma página: Salmo CIX; y arriba, entre el número y el Deus laudum, había una rúbrica: «Para el día 25 de abril». Sin presumir de conocer con detalle la historia del Libro Común de Oraciones dé la Iglesia Anglicana, sabía lo suficiente como para estar seguro de que ésta era un añadido extraño y totalmente espúreo; y aunque recordaba que el 25 de abril era el día de san Marcos, no se le ocurría qué relación podía haber entre este salmo feroz y dicha festividad. No sin cierta aprensión, se atrevió a pasar hojas para ver la portada; y consciente de que había que ser especialmente meticuloso en estas cuestiones, dedicó unos minutos a copiarla: la fecha de publicación era 1653; el impresor se llamaba Anthony Cadman. Fue a la lista de salmos para determinados días. Sí: añadida a cada uno encontró la misma; inexplicable indicación: Para el día 25 de abril, el Salmo 109. A un experto se le habría ocurrido indagar otros muchos detalles; pero como digo, este anticuario no lo era.
Examinó la encuadernación: una hermosa encuadernación en piel azul estampada con el escudo que figuraba en varios ventanales de la nave en diversas combinaciones.
—¿Cuántas veces —preguntó finalmente a la señora Porter— ha encontrado estos libros abiertos así?
—No sabría decirle, señor; pero muchísimas. ¿Recuerda, padre, cuándo se lo dije la primera vez que me di cuenta?
—Ya lo creo, cariño; estabas boquiabierta, y no me extraña; fue hace cinco años, cuando vine a pasar el día de san Miguel con vosotros; y a la hora de comer entras tú diciendo: «Padre, los libros cubiertos con la funda están abiertos otra vez». Aunque yo, señor, no sabía de qué me estaba hablando, y digo: «¿Los libros?»,y no digo nada más. Y va Harry y dice (Harry es mi yerno): «¿Quién puede haberlo hecho? —dice—; porque no hay más que una puerta, y la llave la tenemos nosotros —dice—. Y las ventanas están todas enrejadas. Bueno —dice—; como pille al que sea no le van a quedar ganas de volverlo a repetir».Y seguro estoy de que no le habrían quedado muchas, señor.
Bueno, pues eso fue hace cinco años; y desde entonces ha venido ocurriendo de continuo, cariño. El joven señor Clark no parece darle mucha importancia. Claro que él no vive aquí y no tiene que entrar a limpiar por las tardes, ¿no le parece?
—Y aparte de eso, señora Porter, ¿ha notado algo más fuera de lo normal cuando está haciendo su trabajo aquí? —dijo el señor Davidson.
—No, señor —dijo la señora Porter—. Y me parece bastante raro, porque siempre tengo la sensación de que hay alguien sentado ahí: no, al otro lado, justo detrás del cancel, y mirándome mientras barro la galería y limpio los bancos. Pero hasta ahora no he visto nada anormal aparte de mí misma, puede decirse, y espero de verdad no verlo nunca.
III
En la conversación que siguió —que no fue muy larga— no hubo nada más que pueda añadirse a la relación del caso. Tras despedirse en términos cordiales del señor Avery y de su hija, el señor Davidson emprendió su excursión de ocho millas. El pequeño valle de Brockstone le llevó en poco tiempo al más ancho del Tent y a Stanford St. Thomas, donde tomó un refrigerio.
No hace falta que le acompañemos todo el trayecto hasta Longbridge. Pero cuando se estaba cambiando de calcetines, antes de cenar, de repente se quedó en suspenso y exclamó medio en voz alta: «¡Diablos, eso es muy raro!» No se le había ocurrido antes lo extraño que era que existiese una edición del Libro común de Oraciones de 1653, o sea siete años antes de la Restauración, cinco años antes de la muerte de Cromwell, y cuando estaba castigado el uso de este libro, y no digamos su impresión. Debió de ser un hombre osado el impresor cuando puso su nombre y la fecha en la portada. Aunque puede que no fuera su nombre —reflexionó el señor Davidson—, si se tenían en cuenta los complicados subterfugios a que recurrían los impresores en tiempos difíciles.
Esa noche, estaba en el vestíbulo de «El Cisne» estudiando horarios e itinerarios de trenes, cuando paró ante la puerta un pequeño automóvil y se apeó un hombre bajo enfundado en un abrigo de piel, se detuvo en la escalinata, y dio instrucciones a su chófer con un acento chillón y extranjero. Al entrar se vio que tenía el cabello negro, el rostro pálido, barbita puntiaguda, y llevaba lentes de oro: muy atildado todo él.
Se dirigió a su habitación, y el señor Davidson no volvió a verle hasta la hora de la cena. Como eran los dos únicos huéspedes que cenaban esa noche, al recién llegado no le fue difícil encontrar una excusa para trabar conversación. Evidentemente, quería averiguar qué había traído al señor Davidson a este pueblo en esta época del año.
—¿Sabría decirme a qué distancia está Arlingworth de aquí? —fue una de sus primeras preguntas, y también una de las que arrojó cierta luz sobre sus propios planes; porque el señor Davidson se acordó de que había visto en la estación el anuncio de una subasta que iba a celebrarse en Arlingworth Hall, consistente en muebles antiguos, cuadros y libros. Así que el sujeto era un marchante de Londres.
—Lo siento —dijo—; no he estado nunca ahí. Creo que está cerca de Kingsbourne... no puede estar a menos de doce millas. Tengo entendido que se va a celebrar allí una subasta dentro de poco.
El otro le miró inquisitivamente, y se echó a reír.
—No —dijo como contestando a una pregunta—. No tiene por qué temer mi competencia. Me marcho mañana.
Esta aclaración despejó el ambiente; y el marchante, que se llamaba Homberger, confesó que lo que le interesaba eran los libros, y que creía que en las bibliotecas de las viejas mansiones campestres del contorno podía descubrir algo que mereciese el viaje. —Porque nosotros los ingleses —dijo— tenemos desde siempre un talento especial para acumular rarezas en los lugares más inesperados, ¿no le parece?
Y en el transcurso de la velada estuvo de lo más interesante hablando de hallazgos realizados por él y otros.
—Después de la subasta aprovecharé la ocasión para darme una vuelta por los alrededores. ¿Sabe usted de algún lugar donde habría posibilidad de encontrar algo, señor Davidson?
Pero el señor Davidson, aunque había visto estanterías muy tentadoras en el palacio de Brockstone, se lo calló. No le caía bien el señor Homberger. Al día siguiente, yendo en el tren, un rayito de luz vino a iluminarle uno de los enigmas del día anterior: había sacado casualmente un almanaque que había comprado para el nuevo año, y se le ocurrió mirar las efemérides del 25 de abril. Ponía lo siguiente: «San Marcos. Nacimiento de Oliver Cromwell, 1599».
Esto, unido a la pintura del techo, le pareció que explicaba muchas cosas. La figura de lady Sadlair cobró entidad a los ojos de su imaginación, apareciendo como la de alguien cuyo amor a la Iglesia y al rey había ido dando paso a un odio profundo al poder que había amordazado a la una y matado brutalmente al otro. ¿Qué extraño y maligno oficio religioso era el que ella y unos pocos como ella habían estado celebrando año tras año en ese valle remoto? ¿Y cómo diablos se las había arreglado para burlar al poder? Y además, ¿no estaba esa persistencia de los libros en aparecer abiertos en extraña consonancia con otros rasgos de su retrato, que él había tenido ocasión de contemplar? Sería interesante para cualquiera que visitase Brockstone el 25 de abril asomarse a la capilla a comprobar si ocurría algo fuera de lo normal. Y ahora que lo pensaba, no veía ninguna razón para no ser él esa persona. Él y, si era factible, algún amigo con sus mismas aficiones. Y decidió hacerlo así.
Dado que no sabía prácticamente nada sobre ediciones del Libro común de Oraciones, comprendió que debía asesorarse sobre esta cuestión sin dar a conocer sus motivos. Puedo añadir a continuación que sus indagaciones no le condujeron a nada. Un escritor de la primera mitad del siglo XIX, autor de una ampulosa y entusiasta disertación sobre libros aseguraba haber oído hablar de una edición anti-cromweliana del Libro común de Oraciones en pleno periodo de la república. Pero no decía que hubiese visto ningún ejemplar, y nadie le creyó. Estudiando el asunto, el señor Davidson descubrió que tal afirmación se basaba en ciertas cartas de un corresponsal que había vivido en las proximidades de Longbridge; así que pensó que en el fondo de esto se encontraban los Libros de Oraciones de Brockstone; con lo que se le despertó un momentáneo interés.
Pasaron meses, y se acercó el día de san Marcos. No había nada que impidiese al señor Davidson llevar a cabo su plan de visitar Brockstone, ni acompañarle al amigo al que había convencido, el único al que había confiado el enigma. Cogieron el mismo tren de las 9,45 que en enero le había llevado a él a Kingsbourne; y el mismo sendero que atravesaba los campos les llevó hasta Brockstone. Pero hoy se detuvieron más de una vez a coger una prímula; el bosque lejano y las lomas aradas eran ahora de otro color y en la arboleda del valle había, como dijo la señora Porter, «un delirio de pájaros; como que a veces no te dejan ni pensar».
Reconoció al señor Davidson en seguida, y se mostró dispuestísima a abrirles la capilla. El nuevo visitante, el señor Witham, se quedó tan impresionado como el señor Davidson la primera vez al ver lo completa que estaba en todos los respectos.
—Seguro que no hay otra igual en toda Inglaterra —dijo.
—¿Ha encontrado abiertos los libros otra vez, señora Porter? —dijo Davidson mientras se dirigían al presbiterio.
—Mucho me temo que sí, señor —dijo la señora Porter, al tiempo que retiraba las fundas—. ¡Vaya, mire! —exclamó a continuación—: ¡si están cerrados! Es la primera vez que los encuentro así. Aunque no sería por falta de cuidado por mi parte si no lo estuvieran, se lo aseguro; porque, bien que palpé las fundas antes de cerrar, cuando terminó de fotografiar los ventanales el caballero de la semana pasada, y até todas las cintas. Ahora que lo pienso, no recuerdo haberlas atado nunca; a lo mejor, quienquiera que sea, los ha dejado estar por eso. Bueno, eso sólo viene a demostrar que si al principio no se consigue una cosa, hay que insistir, insistir e insistir.
Entretanto, los dos hombres habían estado examinando los libros. Y ahora dijo el señor Davidson:
—Lo siento, señora Porter, pero me temo que aquí ha pasado algo. Éstos no son los mismos libros.
Sería demasiado largo detallar las voces que dio la señora Porter, y el interrogatorio que siguió. Lo sucedido fue esto: a primeros de enero había ido el caballero a ver la capilla, la alabó muchísimo, y dijo que volvería en primavera para tomar unas fotografías. Y hacía sólo una semana había llegado en su automóvil, con una pesada máquina de fotografiar en forma de caja con las placas, y la señora Porter le dejó encerrado porque dijo algo sobre una larga explosión, y ella temía que ocurriese algún daño; pero él dijo que no, que explosión no, sino que por lo visto la linterna que tomaba las fotografías trabajaba muy despacio; así que estuvo encerrado casi una hora, y después le abrió ella, y él se marchó con su caja y demás, dejándole una tarjeta, y ¡ay!, ¡por Dios, por Dios! ¡No quiero ni pensarlo!, debió de cambiar los libros y llevarse los antiguos en la caja.
—¿Cómo era ese hombre?
—¡Dios mío! Era un caballero bajo, si se le puede llamar caballero después de lo que ha hecho, con el cabello negro, o sea si era cabello, y lentes de oro, si es que eran de oro; la verdad es que una ya no sabe qué creer. Ya ni sé si era realmente inglés, aunque parecía conocer la lengua, y el nombre que ponía en su tarjeta era de lo más corriente.
—Era de esperar; ¿podríamos ver la tarjeta? Sí: T W Henderson, y una dirección cerca de Bristol. Bueno, señora Porter, está completamente claro que este señor Henderson, como dice llamarse, se ha llevado sus ocho libros y en su lugar ha dejado otros aproximadamente del mismo tamaño. Ahora escúcheme bien: creo que debe contárselo a su marido; pero ni usted ni él deben decir una sola palabra a nadie más. Si me da la dirección del administrador... el señor Clark, ¿no?, le escribiré informándole exactamente de lo ocurrido y le explicaré que en realidad no ha sido culpa suya. Pero comprenda que debemos guardar silencio. ¿Por qué?, pues porque ese hombre que ha robado los libros intentará venderlos de uno en uno (porque puedo asegurarle que valen bastante dinero), y el único medio de llegar a él es permanecer vigilantes y no decir nada.
A fuerza de repetir el mismo consejo de diversas maneras consiguió grabarle en la cabeza a la señora Porter la absoluta necesidad de guardar silencio, aunque se vio obligado a hacer una concesión en el caso del señor Avery, cuya visita esperaban en breve.
—Pero puede confiar en mi padre, señor —dijo la señora Porter—. Mi padre no es ningún charlatán.
No era ésa exactamente la experiencia del señor Davidson; no obstante, no había vecinos en Brockstone; además, incluso el señor Avery debía comprender que si se iba de la lengua en este asunto lo más probable sería que los Porter acabaran teniendo que buscarse otra colocación. Por último le preguntó si el supuesto señor Henderson había llevado a alguien con él.
—No, señor; vino conduciendo él mismo su automóvil, y en cuanto a su equipaje, deje que recuerde: llevaba la linterna y la caja de las placas, que yo misma le ayudé a entrar en la capilla y a sacar después... ¡si lo llego a saber! Y al irse, cuando pasaba bajo el gran tejo que hay junto al monumento, vi en lo alto del automóvil un bulto blanco que no había notado cuando llegó. Pero iba él solo delante, señor, con las cajas detrás.
¿Y de veras cree usted, señor, que no se llamaba Henderson en realidad? ¡Ay, Dios mío, qué cosa más horrible! ¡Figúrese el lío que podía haberle acarreado a una persona inocente si llega a entrar sola, haciendo que recayera sobre ella la culpa!
Dejaron a la señora Porter hecha un mar de lágrimas. Durante el viaje de regreso deliberaron largamente sobre la mejor manera de vigilar las posibles subastas. Lo que había hecho Henderson-Homberger (porque no cabía duda de que se trataba del mismo individuo) era traer el número necesario de ejemplares del Libro común de Oraciones —ejemplares en desuso de capillas universitarias o lugares por el estilo, comprados evidentemente por la encuadernación, que era bastante parecida a la de los antiguos—y sustituir tranquilamente a los auténticos. Había transcurrido una semana sin que apareciera ninguna noticia sobre el robo. Seguramente tardaría algún tiempo en descubrir la rareza de los libros, y finalmente los «colocaría» discretamente. Davidson y Witham gozaban de una posición que les permitía estar al tanto de lo que ocurría en el mundo de los libros, y pudieron trazar un plan bastante eficaz. Un punto débil, de momento, era que ninguno de los dos sabía con qué otro nombre o nombres llevaba su negocio el tal Henderson-Homberger. Pero hay medios de resolver ese tipo de dificultades. Sin embargo, todos estos planes se revelaron innecesarios.
IV
Nos trasladamos ahora, este mismo día 25 de abril, a una oficina londinense. Aquí encontramos, tarde ya y a puerta cerrada, a dos inspectores de la policía, un conserje y un joven oficinista. Estos dos, pálidos, visiblemente agitados y sentados en dos sillas, están siendo interrogados.
—¿Cuánto dice que llevaba trabajando para el señor Poschwitz? Seis meses ¿A qué se dedicaba? Asistía a las subastas en diferentes pueblos y regresaba con cajas de libros.
¿Tenía abierto algún establecimiento? No; los vendía aquí y allá, a veces a coleccionistas particulares. De acuerdo. Ahora veamos, ¿cuándo hizo el señor Poschwitz su último viaje? Hace algo más de una semana. ¿Le dijo adónde iba? No: dijo que saldría a la mañana siguiente de su domicilio privado y que no pasaría por la oficina (o sea por aquí) antes de dos días; usted debía venir como de costumbre. ¿Dónde tiene su domicilio particular? Ah, aquí está la dirección: en Norwood. ¿Tenía familia? ¿No en el país? Ahora veamos, ¿puede explicarnos lo ocurrido desde que regresó? Volvió el martes, y hoy es sábado. ¿Traía libros? Un paquete. ¿Dónde está? En la caja fuerte. ¿Tiene la llave? ¡Ah, es verdad!, está abierta. ¿Qué impresión le produjo cuando volvió? Estaba contento. Bien, pero ¿qué quiere decir con eso de raro? Dijo que quizá estaba incubando una enfermedad, ¿eh?, y que notaba un olor extraño del que no conseguía librarse. ¿Le dijo que si alguien solicitaba verle se lo anunciara antes de hacerle pasar? ¿No era normal eso en él? Y lo mismo se repitió el miércoles, el jueves y el viernes.
Pasaba bastante tiempo fuera; decía que iba al Museo Británico. Iba allí a menudo a hacer indagaciones relacionadas con su negocio. Cuando estaba en la oficina se paseaba arriba y abajo sin parar. ¿Vino gente en esos días? Casi siempre cuando él no estaba. ¿Recibió a alguien? Al señor Collinson. ¿Quién es el señor Collinson? Un antiguo cliente. ¿Sabe su dirección? Muy bien, después nos la dará. Bueno, ahora veamos, ¿qué ha pasado esta mañana? A las doce ha dejado usted aquí al señor Poschwitz y se ha ido a casa. ¿Le ha visto alguien? El conserje. Ha estado en casa hasta que le hemos avisado que viniera. Bien, eso es todo.
»Ahora usted. Tenemos su nombre: Watkins, ¿no es así? Bien, puede empezar; no vaya demasiado deprisa para que podamos tomar nota.
—Pues yo me había quedado aquí de servicio más tiempo del normal porque el señor Potwitch me había pedido que no me fuera: conque mandó que le trajesen el almuerzo, y se lo trajeron. Yo estaba en el vestíbulo desde las once y media, así que he visto marcharse al señor Plight [el oficinista] alrededor de las doce. Después no ha venido nadie quitando el que ha traído el almuerzo del señor Potwich a la una, que se fue a los cinco minutos. Ya por la tarde, cansado de esperar, he subido aquí. La puerta de fuera estaba abierta, y he entrado hasta esta puerta de cristal. El señor Potwich estaba de pie detrás de la mesa fumando un cigarro; de repente lo ha dejado en la repisa de la chimenea, se ha metido la mano en el bolsillo, ha sacado una llave y ha ido a la caja fuerte. He llamado al cristal por si quería que le retirase la bandeja; pero por lo visto no me oía, ocupado como estaba en la caja fuerte. A continuación la abre, se inclina, y saca un paquete del fondo. Y entonces, señor, veo caer del interior de la caja hacia afuera lo que parecía un gran rollo de franela blanca andrajosa, como de cuatro o cinco pies de alto, y que se derrumba sobre el hombro del señor Potwich mientras está agachado; entonces el señor Potwich se endereza por así decir, apoyando las manos en el paquete, y suelta una exclamación. Y supongo que no lo va a creer, señor, pero tan cierto como que estoy aquí, que el rollo ese tenía en la parte de arriba una especie de cara. No puede sorprenderse más de lo que me he sorprendido yo, se lo aseguro; y eso que he visto cosas en mi vida. Sí, se la puedo describir si quiere: tenía un color parecido al de esa pared [la pared, pintada al temple, era de color terroso], con una venda enrollada debajo. Y los ojos... bueno, parecían secos, y era talmente como si tuviese dos arañas enormes en las cuencas. ¿Pelo?, no; no recuerdo que se le viera pelo. El lienzo le cubría la cabeza. Pero le aseguro que era algo absolutamente anormal. No; lo he visto sólo unos segundos, pero se me ha quedado grabado como una fotografía... ¡Ojalá no hubiera sido así! Sí, señor; ha caído sobre el hombro del señor Potwich, y ha hundido la cara en su cuello; sí señor, en el lado donde tiene la herida... era como un hurón lanzándose sobre un conejo. Y el señor Potwich ha caído rodando. Naturalmente he intentado forzar la puerta; pero como sabe, señor, estaba cerrada por dentro, y lo único que he podido hacer es llamar a todo el mundo. Ha venido el médico, la policía, y ustedes... y ya saben lo mismo que yo. Así que, si no me necesitan más por hoy, quisiera irme a casa: me siento peor de lo que creía al principio.
—Bueno —dijo uno de los inspectores al quedarse solos.
—¿Y bien? —dijo el otro inspector; y tras una pausa—: ¿qué dice el informe del forense? Lo tienes ahí. Sí. El efecto en la sangre ha sido como el de la mordedura de la peor clase de serpiente: una muerte casi instantánea. Me alegro por él; el aspecto que presenta es horrible. En todo caso, no hay motivo para detener a este Watkins; lo sabemos todo sobre él. ¿Y la caja fuerte? Será mejor que la inspeccionemos otra vez. Y a propósito, no hemos abierto el paquete que iba a desenvolver en el instante en que le ha sobrevenido la muerte.
—Bueno, ve con cuidado —dijo el otro—; podría estar dentro la serpiente.
Alumbra los rincones también. Desde luego, hay espacio para que quepa de pie una persona baja; pero, ¿y la ventilación?
—Tal vez —dijo el otro despacio, mientras inspeccionaba la caja fuerte con una linterna eléctrica—, tal vez no necesitaba mucha. ¡Válgame Dios, qué calor se nota al salir de ahí! Es como salir de una cripta. Oye, ¿qué es esa especie de sedimento de polvo que cubre la habitación? Debe de haber salido de ahí al abrirse la puerta; lo arrastras al moverte... ¿lo ves? Bueno, ¿qué piensas de esto?
—¿Que qué pienso? Pues lo mismo que del resto del caso. A lo que veo, se va a convertir en uno de los misterios de Londres. Y no creo que una caja fotográfica llena de Libros de Oraciones de tamaño grande nos conduzca a ninguna parte. Porque eso es lo que contiene este paquete.
Fue un comentario natural, aunque hecho a la ligera. El relato que antecede muestra que en realidad había elementos suficientes para construir un caso; y una vez que los señores Davidson y Witham llevaron a Scotland Yard las piezas que poseían, fue fácil ensamblarlas y completar el círculo.
Para alivio de la señora Porter, los dueños de Brockstone decidieron no restituir los libros a la capilla: se guardan, creo, en una caja de seguridad de un banco de la capital. La policía tiene sus propios métodos para evitar que ciertos asuntos salten a la prensa; de lo contrario, es difícil entender cómo el testimonio de Watkins sobre la muerte del señor Poschwitz no ha proporcionado multitud de titulares en grandes caracteres.
Montague Rhodes James (1862-1936)
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Casi como una mera recopilación, o bien como una presentación de declaraciones, en apariencia, inocentes; M.R. James construye este interesante relato.
Dos Médicos.
Two doctors, M.R. James (1862-1936)
Tengo comprobado que es muy corriente encontrar papeles metidos dentro de libros viejos, aunque es muy raro tropezar con alguno de interés. Pero ocurre, así que nunca hay que tirarlos sin antes haberles echado una ojeada. Pues bien, antes de la guerra yo solía comprar a veces libros de contabilidad usados por el buen papel y la gran cantidad de hojas en blanco que tenían, para quitársela y aprovecharlas para mis notas y escritos. En 1911 compré uno por poco dinero. Estaba muy bien cosido y tenía combadas las tapas por haber guardado durante años un montón de hojas extrañas. Las tres cuartas partes de este material añadido había perdido por completo cualquier interés que hubiera podido tener para nadie; pero había un puñado de hojas que no: es evidente que pertenecieron a un abogado, porque llevan la siguiente rúbrica: El caso más extraño que he tenido hasta hoy, con unas iniciales y la dirección de Gray's Inn. Son sólo material para un caso y consisten en declaraciones de posibles testigos. Por lo visto, no apareció el que debía haber sido el acusado o demandado. El expediente no está completo; pero aun así proporciona un enigma en el que interviene lo preternatural. A vosotros os corresponde decidir.
Lo que sigue es el marco y la historia según los he podido elucidar: La escena se sitúa en Islington en 1718 y la época en el mes de junio: por tanto, un pueblo rural y una estación agradable. Una tarde, el doctor Abell deambulaba por su jardín esperando a que le trajesen el caballo para iniciar el recorrido de sus visitas del día. Se le acercó su criado de confianza, Luke Jennett, que llevaba veinte años a su servicio:
Le dije que quería hablar con él, y que lo que tenía que decirle nos entretendría como un cuarto de hora. Así que me mandó a su despacho, pieza que da al paseo de arriates donde se encontraba; llegó después él y se sentó. Le dije que, muy contra mi voluntad, debía buscarme otro puesto de trabajo. Me preguntó por qué motivo, llevando el tiempo que llevaba con él. Le dije que me haría un gran favor si me excusaba de responder, porque (al parecer esta fórmula era corriente ya en 1718) soy de los que prefieren que haya armonía a su alrededor. Según recuerdo, dijo que ése era su caso también, pero que quería saber por qué había decidido cambiar de casa después de tantos años; y dijo:
Sabes que si dejas mi servicio ahora no me acordaré de ti en mi testamento". Le dije que ya contaba con ello.
—Entonces —dice—, deberías decirme cuál es la queja; y si puedo arreglarlo, lo haré con mucho gusto.
Así que, viendo que no era posible seguir callado, le conté el asunto de mi anterior declaración y lo de la cama de la consulta, y le dije que una casa en la que ocurrían esas cosas no era lugar para mí. A todo lo cual, aunque me miraba congestionado, no replicó, sino que me llamó estúpido, y dijo que me pagaría lo que me debía por la mañana. Seguidamente, como tenía el caballo esperando, dio media vuelta y se marchó. Así que esa noche me fui a dormir a casa de mi hermana y su marido, cerca de Battle Bridge, y por la mañana, a primera hora, fui a ver al que ya no era mi señor, el cual me reconvino por no haberme quedado en su casa, y me descontó una corona del salario que me debía.
Después serví aquí y allá, nunca por mucho tiempo, y no volví a verle hasta que entré en la casa del doctor Quinn, Dodds Hall, en Islington.
En esta exposición hay una parte oscura: la referencia a una declaración jurada anterior y el asunto de la cama de la consulta. En los mencionados papeles no se encuentra esa declaración jurada anterior. Me temo que la sacaron para leerla, dada su especial singularidad, y no la devolvieron a su sitio. Puede que con el tiempo se aclare de qué se trataba, pero hasta hoy no ha llegado a nuestras manos ninguna pista.
A continuación es el rector de Islington, Jonathan Pratt, el que presta declaración: aporta detalles sobre la posición y reputación del doctor Abelly el doctor Quinn, que vivían y ejercían en su parroquia.
Un médico —dice— no tiene por qué ser asiduo de los rezos matinales y vespertinos o del sermón de los miércoles; pero en términos generales, yo diría que estas dos personas cumplían como fieles miembros de la Iglesia de Inglaterra. Con todo (ya que me pide mi opinión personal), debo hacer lo que en lenguaje académico se denomina un distingo: mientras que el doctor A. era para mí motivo constante de perplejidad, el doctor Q. era a mis ojos un honesto y sencillo creyente que no inquiría sobre cosas que pertenecen al campo de la fe, sino que conformaba su práctica a la luz de su propia razón. El doctor A. en cambio se interesaba por cuestiones para las que la Providencia ha decretado que no tengamos respuesta en nuestro estado actual. Por ejemplo, una vez me preguntó qué lugar creía yo que ocupan ahora en el plan de la creación los seres que según algunos ni se mantuvieron leales cuando cayeron los ángeles rebeldes ni se unieron a ellos decididamente en su rebelión.
Mi inmediata respuesta, como no podía ser menos, fue preguntarle a mi vez qué garantía tenía de que existieran tales seres. Porque desde luego no aparecían en las Escrituras, que él conocía bien. Por lo visto (porque ya que he entrado en este tema conviene que lo cuente todo) se basaba en pasajes como el del sátiro que Jerónimo nos cuenta que conversó con Antonio; aunque pensaba que podían aducirse también ciertas partes de las Sagradas Escrituras. "Además —dijo—, usted sabe que ésa es la creencia universal entre los que pasan los días y las noches fuera de casa; y me atrevo a añadir que si su trabajo le obligase a andar de noche por parajes despoblados como tengo que hacer yo, quizá no le sorprendería tanto mi sugerencia como veo que le sorprende".
—Entonces es usted de la opinión de John Milton, y sostiene que Millones de seres espirituales andan por la tierra Invisibles, ya estemos nosotros dormidos o despiertos.
—No sé por qué Milton quiere calificarlos de "invisibles" —dijo—; aunque desde luego estaba ciego cuando escribió eso. En lo demás, sí: creo que tiene razón.
—Bueno —dije—; aunque no tan a menudo como usted, no son pocas las veces que me toca salir a horas avanzadas. Pero no recuerdo haber topado con ningún sátiro en nuestros caminos de Islington en todos los años que llevo aquí. Si ha tenido usted más suerte, estoy convencido de que a la Royal Society le encantaría saberlo.
Recuerdo estas frivolidades porque el doctor A. las tomó muy a mal y abandonó la habitación con un portazo, gruñendo algo sobre esos sacerdotes secos y engreídos que sólo tenían ojos para el devocionario y la pinta de vino. Pero no fue ésta la única vez que nuestra conversación tomó este extraordinario derrotero. Una noche vino aparentemente contento y animado; pero al cabo de un rato, fumando junto al fuego, se quedó embebido en sus pensamientos. Para sacarle de su ensimismamiento le dije en broma si no había tenido ninguna reunión últimamente con sus extraños amigos. La pregunta, en efecto, le hizo reaccionar; porque me miró con expresión aturdida, como asustado, y dijo:
—¿Ha estado usted allí? No le he visto. ¿Quién le ha llevado? —y a continuación, en tono más sosegado—: ¿Qué quiere decir con eso de reunión? Creo que me he dormido.
Le contesté que me refería a los faunos y centauros de los caminos a oscuras, no a los aquelarres. Pero él pareció tomarlo de manera diferente.
—Bueno —dijo—, no puedo afirmar que haya tenido ninguna de esas dos experiencias, pero le encuentro más escéptico de lo que conviene a su ropa. Si desea saber algo sobre el callejón oscuro puede preguntar a mi ama de llaves que vivió al otro extremo cuando era niña.
—Sí —dije—, y a las viejas del asilo y a los niños del arroyo. Yo en su lugar pediría a su colega Quinn una píldora que me despejara el cerebro.
—Al diablo Quinn —dice—; no me hable de él. Me ha quitado cuatro de mis mejores pacientes este mes; creo que toda la culpa la tiene ese maldito criado suyo, Jennett, que estaba antes conmigo: no sabe tener la lengua quieta ni un momento.
Deberían clavarlo en el rollo y darle su merecido »Ésa fue la única vez que manifestó ante mí algún resentimiento contra el doctor Quinn y Jennett; y como era mi obligación, intenté en lo posible convencerle de que se equivocaba con los dos. Sin embargo, era innegable que algunas familias respetables de los alrededores le habían vuelto la espalda sin alegar ningún motivo. Al final dijo que no lo había hecho tan mal en Islington, pero que podía vivir cómodamente en otra parte cuando quisiera, y que en realidad no guardaba ningún rencor al doctor Quinn. Ahora recuerdo qué comentario mío hizo que sus pensamientos tomaran el curso que tomaron a continuación. Fue, creo, sobre ciertos trucos que mi hermano había presenciado en las Indias Orientales, en la corte del rajá de Mysore. "Sería bastante práctico —me dijo el doctor Abell—, mediante algún acuerdo, conseguir el poder de comunicar movimiento y energía a objetos inanimados".
—¿Como mover el hacha contra el que la levanta? ¿Algo así?
—Bueno, no estaba pensando exactamente en eso; sino en poder hacer que un libro venga de la estantería, o incluso mandar que se abra por determinada página.
Estaba sentado junto a la chimenea (era una noche fría); y extendió la mano así, y entonces los hierros de la chimenea, o al menos el atizador, cayeron en dirección a él con gran estrépito, y no pude oír qué más dijo. Pero le dije que no podía imaginar qué clase de acuerdo podía ser ése, como él lo llamaba, como no fuera el de contraer una deuda más grave que la que podía pagar ningún cristiano; cosa a lo que asintió.
—Estoy convencido —dijo— de que esas transacciones son muy tentadoras, muy persuasivas. Pero seguro que usted no las apoyaría, ¿verdad, doctor? No, supongo que no.
Eso es todo lo que sé sobre las ideas del doctor Allen, y sobre los sentimientos entre él y el doctor Quinn. Éste, como digo, era una persona honesta y sencilla, un hombre al que yo habría acudido (y he acudido de hecho) en busca de consejo sobre todo esto. Sin embargo, no dejaba de tener de cuando en cuando, sobre todo hacia el final, quimeras turbadoras. Llegó un momento en que se sintió tan agobiado por esos sueños que no fue capaz de guardárselos para sí, y se los contaba a los amigos, entre ellos a mí: un día en que me había quedado a cenar en su casa, no parecía él deseoso de dejarme marchar a mi hora habitual.
—Si se va —dijo—, no tendré más remedio que acostarme a soñar con la crisálida »—Podría ser peor —dije.
—No lo creo —dijo él, y se estremeció como la persona a la que le desagrada el cariz de sus propios pensamientos.
—Me refiero —dije— a que una crisálida es un ser inocente.
—Ésta no —dijo él—; y no me hace ninguna gracia pensar en ella.
Sin embargo, con tal de no perder mi compañía, se puso a contarme (porque le insistí) que era un sueño que había tenido varias veces últimamente; incluso se había repetido más de una vez en una misma noche. Consistía en lo siguiente: le parecía que le despertaba un impulso irresistible a levantarse y salir de casa; de modo que se vestía y bajaba a la puerta que daba al jardín. Junto a la puerta había una pala; la cogía y salía al jardín; y en un lugar despejado entre los arbustos que la luna iluminaba (porque en el sueño siempre había luna llena), se sentía forzado a cavar. Al cabo de un rato, la pala descubría algo de color claro, un envoltorio de lana o de lino, que él limpiaba de tierra con las manos. Era siempre el mismo: del tamaño de una persona, y en forma de una crisálida de mariposa nocturna, con los pliegues insinuando la futura abertura en un extremo.
Le era imposible decir con qué ganas habría abandonado el lugar en ese instante y habría regresado corriendo a casa; pero no debía escapar tan fácilmente. Así que, sin parar de gemir, y sabiendo muy bien lo que le esperaba, separaba los pliegues de ese tejido, o membrana (como a veces le parecía) y destapaba una cabeza recubierta por una suave piel sonrosada que se desgarraba al agitarse la criatura, revelándole su propia cara muerta. Contar todo esto le alteró de tal modo que, por mera compasión, me vi obligado a hacerle compañía casi toda la noche, hablándole de cosas intrascendentes.
Dijo que cada vez que tenía este sueño se despertaba con la respiración agitada, por así decir.
A partir de este punto arranca otro extracto de la larga declaración de Luke Jennett:
Jamás he contado chismes sobre mi señor, el doctor Abell, a nadie de la vecindad. Sirviendo en otra casa, recuerdo que hablé a mis compañeros del asunto de la cama; aunque desde luego sin decir que tuviéramos nada que ver él o yo. Le dieron tan poco crédito que me ofendí, y pensé que era mejor callarme. Y cuando volví a Islington y me encontré con que todavía estaba allí el doctor Abell, aunque me habían dicho que se había ido del municipio, comprendí que debía conducirme con la mayor discreción. Porque la verdad es que le tenía miedo, y no estaba por propagar nada que fuese en perjuicio de su reputación. Mi señor, el doctor Quinn, era un hombre justo y honrado, y enemigo de causar daño a nadie. Estoy seguro de que jamás movió un dedo ni dijo una palabra para inducir a nadie a que dejase la consulta del doctor Abell y acudiese a la suya; es más, cuando ocurría esto, no se decidía a atenderles hasta que no se convencía de que si no lo hacía mandarían llamar a un médico de la capital antes que volver a avisar al doctor Abell.
Creo que puede probarse que el doctor Abell vino a casa de mi señor más de una vez. Una doncella nueva de Hertfordshire que teníamos me preguntó quién era el caballero que había venido a buscar al señor, o sea al doctor Quinn, y se había quedado muy frustrado al comprobar que había salido. Dijo que quienquiera que fuese conocía bien la casa, ya que había entrado sin titubear en el despacho y después en la consulta, y finalmente en el dormitorio. Le pedí que me lo describiese, y lo que me dijo encajaba sobradamente con el doctor Abell. Pero además me dijo que vio a este mismo hombre en la iglesia, y alguien le había dicho que era el doctor.
Precisamente a partir de entonces empezó mi señor a tener malas noches, y a quejarse a mí y a otros de lo incómodas que encontraba la almohada y las sábanas en particular. Decía que tenía que comprar otras más de su gusto, y que él mismo se encargaría de traerlas. Y efectivamente, trajo un paquete, diciendo que eran de la calidad que necesitaba, aunque no supimos dónde las había comprado; sólo que venían marcadas en hilo con una corona y un pájaro. Las criadas dijeron que eran poco corrientes, y muy finas, y el señor dijo que eran las más cómodas que había usado. Y ahora dormía de un tirón. También las almohadas de pluma eran de la mejor calidad, y hundía la cabeza en ellas como si fuesen una nube, cosa que yo mismo comenté varias veces al entrar a despertarle por la mañana, y verle con el rostro casi sepultado por la almohada que se cerraba por arriba.
Yo no había vuelto a hablar con el doctor Abell después de regresar a Islington; pero un día, al cruzarnos en la calle, me preguntó si no estaba buscando otro puesto, a lo que le contesté que me encontraba muy a gusto donde estaba ahora. Pero él replicó que yo era de los que no echan raíces en ninguna parte, y que estaba seguro de que no tardaría en andar rodando por ahí, cosa que efectivamente resultó ser cierta.
A partir de aquí continúa el reverendo Jonathan Pratt:
El 16 me sacaron de la cama nada más romper el día (o sea alrededor de las cinco), con el recado de que el doctor Quinn había muerto o se estaba muriendo. Al llegar a su casa me encontré con que así era. Todas las personas de la casa salvo la que me había abierto estaban ya en su aposento, de pie alrededor de la cama, aunque ninguna había osado tocarle. Estaba tendido en el centro de la cama, boca arriba, en actitud recogida, y con todo el aspecto del cuerpo preparado para el sepelio. Creo que tenía las manos cruzadas sobre el pecho. Lo único fuera de lo normal era que no se le veía la cara porque los extremos de la almohada parecía que se juntaban por encima. Los retiré inmediatamente, al tiempo que amonestaba a los presentes, y en particular al mayordomo, por no tratar de ayudar sin pérdida de tiempo a su señor. El mayordomo, no obstante, me miró y meneó la cabeza. Evidentemente, tenía tan pocas esperanzas como yo de que nos encontráramos ante otra cosa que un cadáver.
En efecto, para cualquiera con un mínimo de experiencia saltaba a la vista que no sólo estaba muerto, sino que la causa de la muerte había sido la asfixia. Pero no era concebible que su muerte hubiese sido ocasionada accidentalmente por la almohada al doblarse sobre su cara. ¿Cómo al sentir la opresión no habría levantado la mano para apartarla? En cambio la sábana que le cubría y silueteaba su cuerpo, según observé ahora, no tenía un solo pliegue en desorden. Lo urgente ahora era llamar a un médico. Ya se me había ocurrido al salir y había mandado al que me había traído el aviso que buscase al doctor Abell; pero volvió diciendo que no estaba en casa, así que llamamos al médico más cercano, quien, no obstante, no pudo hacer otra cosa —al menos sin abrir el cuerpo— que anunciar lo que nosotros ya sabíamos.
En cuanto a que entrase alguien con malvados propósitos en la habitación (que era la siguiente incógnita que había que despejar), a la vista estaban los cerrojos de la puerta saltados de los travesaños, y los travesaños arrancados del larguero a viva fuerza; y había testigos suficientes, entre ellos el herrero, para confirmar que esto se había hecho minutos antes de que llegase yo. Además, la habitación estaba situada en lo alto de la casa, de modo que la ventana no era de fácil acceso, ni mostraba signo alguno de que nadie hubiese salido por ella: no había ni señales en el alféizar ni huellas abajo en el suelo blando».
Naturalmente, el testimonio del cirujano forma parte del informe de la investigación, pero dado que no contiene más que observaciones sobre el estado de los órganos vitales y la coagulación de la sangre en diversas regiones del cuerpo, no tiene sentido reproducirlo. El veredicto fue «muerte natural.
Junto a estos papeles hay uno que al principio pensé que había venido a parar aquí por equivocación. Pero pensándolo bien, creo que adivino el porqué de su presencia. Describe la expoliación de un mausoleo (hoy desparecido) que se alzaba en un parque de Middlesex, propiedad de cierta familia noble que me excuso de nombrar. El pillaje no fue perpetrado por un vulgar ladrón de cadáveres. Al parecer, el propósito fue el robo de objetos. El relato es descarnado y terrible. No está bien que lo transcriba: un comerciante del norte de Londres fue sancionado con una multa cuantiosa por encubrir artículos robados relacionados con el caso.
Montague Rhodes James (1862-1936)
Historia de una desaparición y una aparición (The story of a disappearance and an appearance) es un relato de terror del escritor inglés Montague Rhodes James, publicado en 1919.
El cuento pertenece a la antología fantástica A Thin Ghost and Others.
Historia de una desaparición y una aparición.
The story of a disappearance and an appearance, M.R. James (1862-1936)
Las cartas que ahora publico me las envió recientemente una persona que conoce mi interés por los relatos de fantasmas. No existe la menor sombra de duda sobre su autenticidad. El papel, la tinta y todas las apariencias la sitúan en una época más allá de todo recelo. El único punto que no queda claro es la identidad de quien las ha escrito. Firma con sus iniciales solamente y, dado que no se conservan los sobres, el nombre de la persona a la que van dirigidas —evidentemente se trata de un hombre casado— ha quedado igualmente en el anonimato. Creo que no es necesaria ninguna otra aclaración. Por fortuna, la primera carta aporta los datos imprescindibles.
CARTA I. Great Chrishall,22 de dic. De 1837
Querido Robert: Con no poco pesar, por la oportunidad que me pierdo de pasarlo bien, y por una razón que lamentarás tanto como yo, te escribo para comunicarte que no me va a ser posible ir a pasar con vosotros estas Navidades; pero coincidirás conmigo en que es inevitable cuando te diga que hace unas horas tan sólo he recibido una carta de la señora Hunt, de B..., comunicándome que nuestro tío Henry ha desaparecido misteriosamente de un modo súbito, y me ruega que vaya inmediatamente a unirme a las pesquisas que se están llevando a cabo para encontrarle. Dado lo poco que he visto al tío en mi vida, lo mismo que tú, considero que no me va a ser fácil, así que he decidido salir para B... en el correo de esta tarde, para llegar allí por la noche. No iré a la rectoría, sino que pienso hospedarme en el King's Head, adonde podrás mandarme tus cartas. Te incluyo una pequeña cantidad de dinero para que compres algo a los niños de mi parte. Te escribiré diariamente (en caso de que deba permanecer allí más de un día) para tenerte al corriente; puedes estar seguro de que si se aclara todo pronto y tengo tiempo de ir a la quinta, ahí me presentaré. Dispongo de pocos minutos. Saluda cordialmente a todos de mi parte, y diles que lo lamento de veras; un afectuoso saludo de tu hermano.
W R.
CARTA II. King's Head,23 de diciembre del 37
Querido Robert: En primer lugar, te comunico que aún no hay noticias de tío H.; así que definitivamente puedes desechar la idea —no digo ya la esperanza— de que esté ahí para Navidad. No obstante, mis pensamientos estarán puestos en vosotros, y os deseo que paséis un día realmente feliz. Cuida que ninguno de mis sobrinos se gaste la más mínima parte de sus guineas en regalos para mí. Desde que he llegado no hago más que reprocharme haber tomado el asunto de tío H. demasiado a la ligera. Por lo que dice la gente de por aquí, infiero que hay muy pocas esperanzas de que esté aún con vida; pero no se sabe si ha sufrido un accidente o ha intervenido la mano de alguien. Los hechos son estos: el viernes día 19, como tenía por costumbre, acudió a la iglesia a rezar las oraciones vespertinas; al terminar, el sacristán le trajo un recado, por lo que salió a hacerle una visita a una persona enferma que vive en una casa de campo, a unas dos millas del pueblo. Estuvo allí y después emprendió el regreso sobre las seis. Esto es lo último que se sabe de él. La gente de aquí se siente muy apenada por su desaparición; había vivido entre ellos durante muchos años, y aunque no era un hombre excepcionalmente afable, como tú sabes, y tenía algo de ordenancista, parece que se prodigaba en buenas acciones, sin ahorrarse ninguna molestia.
La pobre señora Hunt, que ha sido su ama de llaves desde que se marchara de Woodley, está completamente anonadada; para ella es como si el mundo se fuera a acabar. Me alegro de no haberme hecho el propósito de instalarme en la rectoría y de haber declinado varios ofrecimientos que me han hecho algunas personas hospitalarias del lugar, pues prefiero tener completa libertad, además de que me siento muy a gusto aquí.
Naturalmente, querrás saber qué pasos se han dado para averiguar su paradero. En primer lugar, no se esperaba obtener ningún resultado del registro de la rectoría y, para abreviar, así ha sido. Le he preguntado a la señora Hunt —como han hecho otros antes que yo— si había observado algún detalle anormal en su señor, algo que pudiera presagiar un ataque repentino o una súbita enfermedad, o si vio en él, alguna vez, cualquier síntoma que hiciera pensar en algo así; pero tanto ella como su médico han declarado que gozaba de completa salud. En segundo lugar, naturalmente, se han dragado los ríos y los estanques, y finalmente han registrado los campos de la vecindad por los que se sabe que ha pasado últimamente..., pero sin ningún resultado. Yo mismo he hablado con el sacristán de la parroquia y —dato importante— dice que ha estado en la casa que él salió a visitar. Hay que desechar por completo toda idea de que estas personas abrigaran mala fe. El único hombre de la casa está enfermo en cama y se siente muy débil; la mujer y los niños, como es natural, no pueden haber intervenido en esto para nada; ni cabe la posibilidad de que atrajeran con engaños al pobre tío H. para atacarle después, a su regreso, por la espalda. Habían dicho ya lo que sabían en los anteriores interrogatorios, pero la mujer me lo ha repetido; no estuvo mucho tiempo con el enfermo. «No es —dijo— de los que te rezan una oración de más; pero bueno, aun así, ayuda a la gente de la parroquia lo que puede». Les dejó algo de dinero al marcharse, y uno de los niños le vio cruzar la cerca e internarse en el prado de inmediato. Iba vestido como siempre, con su alzacuello de puntas dobladas; parece que es casi el único que las lleva todavía..., al menos en su distrito.
Como verás, te lo cuento todo punto por punto. La verdad es que no tengo otra cosa que hacer, puesto que no me he traído documentos que despachar; esto me servirá para despejarme, y quizá me sugiera detalles que a los demás les hayan pasado por alto.
Así que te seguiré contando cuanto suceda, incluso las conversaciones, si hace al caso...; tú puedes leerlo o no, como quieras, pero, por favor, guarda las cartas. Tengo mis razones para escribírtelo lo más circunstancialmente posible, aunque las noticias no son demasiado concretas.
Te preguntarás si he realizado alguna inspección por los campos próximos a la cabaña. Como te he dicho, algo —bastante— han hecho los demás en ese sentido; pero pienso ir yo personalmente mañana por la mañana. Han dado parte a Bow Street y enviarán a alguien en la diligencia de la noche, aunque no creo que saquen nada en limpio. No hay nieve, cosa que habría podido sernos de utilidad. El campo está cubierto de hierba. Naturalmente, he ido hoy hasta allí para ver si encontraba algún indicio al ir o al volver; pero cuando venía de regreso me tropecé con que había una espesa niebla, por lo que no era cuestión de ponerme a deambular por un campo que desconozco, especialmente en una tarde como la de hoy, en que los arbustos parecían personas y los mugidos distantes de unas vacas podían haber sido las trompetas del juicio Final. Te aseguro que si tío Henry llega a salirme en ese momento de entre los troncos de la arboleda que hay junto al camino con su cabeza debajo del brazo, no me habría sentido más inquieto de lo que ya estaba. Para serte sincero, te diré que casi me esperaba que sucediese una cosa así. Pero tengo que dejar la pluma un momento; acaban de decirme que el reverendo señor Lucas, el coadjutor, ha venido a verme.
Más tarde. El señor Lucas ha estado aquí y se ha ido; no quería sino cumplir, expresándome su sentimiento por la pérdida de nuestro tío. He podido observar que desecha toda idea de que el rector esté aún con vida, y que, dentro de lo que cabe, está verdaderamente apenado. Me he dado cuenta también de que tío Henry no debía inspirar mucho afecto ni aun entre personas más sensibles que el reverendo señor Lucas.
Además del señor Lucas, he tenido otra visita; el buen Bonifacio —el posadero del King's Head—, que ha venido a ver si deseaba alguna cosa; es un hombre que necesitaría la pluma de un Boz para hacerle justicia. Al principio se ha mostrado muy grave y solemne.
—Bueno, señor —me ha dicho—, debemos resignarnos e inclinar la cabeza ante la desgracia, como solía decir mi pobre esposa; por lo que tengo entendido, hasta ahora no se ha encontrado ni pelo ni señal de nuestro desaparecido y respetado párroco; no es que fuese un hombre velludo en el sentido que se entiende en la Biblia.
Le he dicho —lo mejor que he podido— que a mí me parecía que no; pero no he podido resistir la tentación de añadir que había oído decir que a veces resultaba un poco difícil entenderse con él. El señor Bowman me ha mirado entonces fijamente un momento, y luego ha pasado sin transición de su actitud de solemne simpatía a una conmovedora perorata.
—Cuando pienso —me ha dicho— en qué términos tuvo a bien calificarme aquí, en este mismo salón, total por un barril de cerveza (una cosa así, como yo le dije, podía pasarle cualquier día incluso a un padre de familia), aunque luego resultó que él estaba completamente equivocado, como me enteré después; ahora que en ese momento no pude contener la lengua.
Luego se ha callado de repente, y me ha lanzado una mirada con cierto embarazo. Yo me he limitado a decir:
—Vaya por Dios, siento oírle decir que había diferencias entre ustedes; pero supongo que en la parroquia se echará de menos a mi tío.
—¡Ah, sí! —ha dicho—, ¡su tío! Me comprenderá usted si le digo que por un momento se me había ido de la cabeza que era familia suya; debo añadir que es natural que me haya pasado eso, porque el solo pensamiento de que se parezca usted a..., a él, es sencillamente ridículo. Sin embargo, de haberlo tenido en cuenta, usted habría sido el primero en notarlo, estoy seguro, porque habría mantenido la boca cerrada, o al menos no la habría abierto para hacer esta clase de comentarios.
Le he asegurado que le comprendía perfectamente, y aún quería haberle hecho unas cuantas preguntas más, pero le han llamado de otro lado para que atendiera a otros asuntos. A propósito, no se te vaya a pasar por la cabeza que tiene nada que ver con la desaparición del pobre tío Henry..., aunque, sin duda, cuando empiece a dar vueltas en la cama esta noche, va a pensar que yo estoy convencido de que sí, así que mañana es posible que me venga con un montón de explicaciones. Debo terminar la carta; quiero que salga en el último correo.
CARTA III. 25 de diciembre del 37
Querido Robert: Extraña carta ésta para escribírtela el día de Navidad, y no obstante, no es que tenga mucho de particular. O puede que sí..., juzga tú. En todo caso, no es nada decisivo. Los hombres de Bow Street dicen que prácticamente no tienen ninguna pista. Dados los días transcurridos y el tiempo que ha hecho, las huellas que han encontrado son tan borrosas que no tienen ningún valor. Tampoco han descubierto nada que perteneciera al difunto —me temo que no se le puede llamar ya de otro modo.
Como me esperaba, el señor Bowman no parecía tener la conciencia tranquila esta mañana; muy temprano aún, le he oído que hablaba en el bar en un tono bastante alto —intencionadamente, me ha parecido a mí— con los policías de Bow Street; decía que representaba una gran pérdida para el pueblo la desaparición del rector y que era preciso no dejar una sola piedra por remover (hacía mucho hincapié en esta frase) hasta descubrir lo que había pasado. Sospecho que debe de tener cierta fama de orador en las tertulias de sociedad.
Al sentarme a desayunar se ha acercado a mí, y mientras me servía un panecillo, ha aprovechado la oportunidad para decirme en voz baja:
—Espero, señor, que se dé cuenta de que mis sentimientos hacia su tío no están motivados por la más mínima sombra de lo que podríamos llamar malevolencia (usted puede irse, Elizar; yo atenderé personalmente al señor); perdone el señor, pero debe comprender que un hombre no siempre es dueño de sí mismo; y más cuando a ese hombre le han herido en lo hondo interpelándole en unos términos que me atrevo a considerar muy poco apropiados —su voz se iba elevando a medida que hablaba, y su cara se congestionaba por momentos—; no, señor. Y mire usted, si me lo permite, me gustaría explicarle en pocas palabras cuál era exactamente el meollo de la discusión.
Aquel barril (podría ser más exacto si dijera aquel barrilito) de cerveza... Comprendí que era el momento de interrumpirle, y le dije que no veía que sirviera de mucho meternos en los pormenores de semejante tema. El señor Bowman asintió, y prosiguió más sosegado:
—Bien, señor, convengo con usted; sea como sea, la verdad es que no contribuye gran cosa a aclarar el presente caso. Lo que quiero que comprenda es que estoy tan dispuesto como usted a ayudar en lo que pueda en el asunto que tenemos entre manos y, como he tenido ocasión de decirles a los oficiales no hace ni tres cuartos de hora, a no dejar una sola piedra por remover hasta encontrar algo que arroje una chispa de luz sobre este doloroso asunto.
De hecho, el señor Bowman nos ha acompañado en nuestra batida; pero, pese a mi convencimiento de que es auténtico su deseo de ser útil, me temo que no nos ha hecho demasiado servicio. Parecía tener la firme convicción de que nos vamos a encontrar con tío Henry o con la persona responsable de su desaparición paseando por el campo, y a cada momento andaba con la mano en las cejas haciendo de pantalla y señalándonos con el bastón a todo labrador o rebaño que aparecía a lo lejos. Le hemos visto interpelar largamente en tono rígido y severo a unas cuantas viejas que hemos encontrado en el camino; pero después, al volver a reunirse con nosotros, decía invariablemente: «Bueno, parece que esa mujer no tiene nada que ver con este doloroso asunto. Créame usted, señor, por toda esta parte parece que vamos a sacar muy poco en limpio, si es que sacamos algo; a no ser que nos haya ocultado algo esa mujer».
No hemos conseguido ningún resultado positivo, como te decía al principio; los hombres de Bow Street se han marchado del pueblo, no sé si a Londres o a otra parte. Esta tarde he tenido la compañía de un viajante de comercio, un individuo bastante despierto. Estaba enterado de lo que ocurría; pero, a pesar de que ha estado frecuentando las carreteras de los alrededores estos últimos días, no se ha tropezado con nadie sospechoso: mendigos, marineros, vagabundos o gitanos. No paraba de hablar de un estupendo teatro de títeres de Punch y Judy que ha visto hoy mismo en W..., y me ha preguntado si ha estado ya por aquí, aconsejándome que no me lo pierda por nada del mundo si pasa por este pueblo. Son los mejores títeres, dice, que ha visto en su vida. Los títeres, como sabes, son la última novedad en materia de espectáculos.
Yo sólo los he visto una vez, pero no tardarán mucho en estar al alcance de todos. Bueno, te preguntarás por qué me tomo el trabajo de escribirte todo esto. Es completamente necesario, porque está relacionado con otra absurda insignificancia (como irremediablemente dirás tú) que, dado mi actual estado de desasosiego —tal vez no sea más que eso—, no tengo más remedio que contar. Es un sueño lo que te voy a referir, pero debo decirte que es el más extraño que he tenido en mi vida. ¿Hay algo más en ese sueño, aparte de lo que ha podido sugerirme la charla del viajante y la desaparición de tío Henry? Repito lo de antes, juzga tú. Yo no me encuentro en un estado de ánimo bastante ecuánime para poder juzgar por mí mismo.
Empezaba de una manera que sólo me es posible describir como unas cortinas que se descorren; entonces me di cuenta de que estaba sentado en una butaca..., no sé si en casa o fuera de casa. Había personas —muy pocas— a uno y otro lado de mi asiento, pero no las conocía, o al menos eso me parecía a mí. Estaban calladas y, por lo que puedo recordar, estaban muy serias y tenían la cara pálida y miraban fijamente hacia delante. Frente a mí había un tablado de títeres, quizá algo más grande de lo normal, decorado con figuras negras sobre un fondo amarillo rojizo. Detrás, a uno y otro lado, reinaba gran oscuridad, pero delante había bastante luz. Yo estaba expectante, me sentía presa de una gran excitación, y a cada momento me parecía que iba a sonar la fanfarria de flautas y trompetas anunciadoras. En vez de eso, sonó de pronto un enorme —no me es posible emplear otra palabra—, un enorme y solitario tañido de campana procedente de no sé qué distancia..., aunque detrás de mí. Se alzó el pequeño telón, y empezó el drama.
Creo que hay quien ha intentado hacer de los títeres una tragedia seria; quienquiera que sea, habría quedado complacido con esta versión. El héroe tenía algo de satánico. Alternaba sus métodos de ataque; para atacar a algunas de sus víctimas se agazapaba, y su horrible semblante —creo recordar que era de una palidez amarillenta —, cuando escrutaba en torno suyo, me hacía pensar en la inmunda caricatura de vampiro de Fuseli. Otras veces se presentaba bajo un aspecto cortés y carnavalesco, sobre todo cuando abordó al desdichado forastero que sólo podía decir Shallabalah..., aunque no logré entender lo que decía Punch. Pero cuando le llegaba a cada uno el momento final, yo sentía miedo. El estallido de la estaca sobre sus calaveras, que de ordinario me hace mucha gracia, sonaba aquí como un crujido de huesos machacados y las víctimas se estremecían y sacudían sus cuerpos al desplomarse. El bebé —a medida que lo cuento me va pareciendo más ridículo—, el niño, estoy seguro de que estaba vivo. Punch le retorció el cuello, y si no fue real el chasquido o crujido que se oyó, no entiendo de realidades.
El escenario se iba oscureciendo cada vez más, a medida que se consumaban los crímenes, hasta que, finalmente, uno de los asesinatos tuvo lugar en medio de la más completa oscuridad, de manera que me fue imposible ver a la víctima, y el criminal tardó algún tiempo en ejecutarlo. Estuvo acompañado de jadeos y horribles ruidos sofocados; después de lo cual, Punch fue a sentarse al borde del escenario, se abanicó y se miró sus zapatos manchados de sangre, volvió la cabeza hacia un lado y soltó una risotada tan espeluznante que algunas de las personas que estaban sentadas junto a mí se taparon la cara, y a mí me dieron ganas de hacer lo mismo. Pero en esto, el decorado que había detrás de Punch se fue iluminando y apareció, no la fachada de siempre, sino algo más ambicioso; una pequeña arboleda, y la suave pendiente de una colina con una luna asombrosamente natural —yo diría incluso real—, brillando sobre el paisaje. Poco a poco, fue apareciendo algo que no tardó en definirse como una figura humana, con una cosa extraña en la cabeza que al principio me fue imposible identificar. No estaba de pie, sino que andaba a gatas o se arrastraba hacia Punch, que aún seguía sentado de espaldas; a la sazón (aunque no me di cuenta en ese mismo momento), recuerdo que había desaparecido todo indicio de tratarse de una función de marionetas. Punch seguía siendo Punch, desde luego; pero, como el otro, era en cierto modo un ser vivo, y ambos se movían por sí mismos.
Cuando le miré a continuación, le vi sumido en sus perversas reflexiones; pero un instante después pareció llamarle la atención algún ruido, se levantó primero de un salto, y como es natural, reparó en la persona que se le acercaba, la cual se hallaba en ese momento muy cerca de él. Entonces dio inequívocas muestras de terror; cogió su estaca y echó a correr hacia los árboles a tiempo justo de eludir los brazos de su perseguidor, que los había extendido para interceptarle. Fue en ese momento cuando, con un asombro que no resulta nada fácil expresar, vi más o menos claramente al perseguidor. Era un individuo robusto, vestido de negro y, según me pareció, con alzacuello. Llevaba la cabeza cubierta con una especie de bolsa de tela blanquecina. La persecución que se inició duró no sé cuánto tiempo, unas veces entre los árboles, otras por la pendiente de la colina; había ocasiones en que las figuras desaparecían completamente durante unos segundos, y sólo algún dudoso ruido permitía adivinar que aún seguían corriendo. Finalmente, llegó el momento en que Punch, evidentemente cansado, se dirigió tambaleante hacia la izquierda y se arrojó al suelo entre los árboles. No tardó en aparecer su perseguidor, y se puso a escrutar a uno y otro lado. Después, al descubrir la figura del suelo, se arrojó sobre ella —en ese momento estaba de espaldas al público—, se quitó de un tirón la bolsa que le cubría la cabeza y hundió su rostro en el de Punch. En ese instante se quedó todo a oscuras.
Se oyó un alarido tremendo, escalofriante, prolongado; entonces me he despertado, y me he encontrado con que estaba exactamente delante de..., sabe Dios lo que vas a pensar de mí, pero era eso, delante de un enorme búho que se había posado en el antepecho de la ventana que tengo justo enfrente de mi cama, el cual mantenía sus alas como dos hombros encogidos. He visto la fiera mirada de sus ojos amarillos, y luego ha desaparecido. He vuelto a oír el enorme tañido solitario de la campana —que, como seguramente estarás pensando ya, podía ser del reloj de la iglesia, aunque no lo creo—, y luego me he despertado del todo.
Todo esto ha sucedido durante la última media hora. No podía conciliar el sueño otra vez, así que me he levantado, me he abrigado un poco, y en estas primeras horas de la madrugada de Navidad me tienes aquí, escribiéndote todo este galimatías. ¿Me habré dejado algo? Sí, no había ningún perro Toby en la representación, y los nombres que coronaban el retablo de marionetas eran Kidman & Gallop, que por cierto no eran los que el representante me había dicho.
Parece que me está entrando sueño otra vez, así que voy a cerrar la carta y a ponerle el sello.
CARTA IV. 26 de diciembre, 1837
Querido Robert: Se acabó. Han encontrado el cuerpo. No voy a disculparme por no haberte enviado noticias en el correo de anoche, por la sencilla razón de que me sentía incapaz de coger la pluma. Los sucesos que acompañaron al descubrimiento me trastornaron tan por completo que me vi obligado a descansar lo que pude durante la noche a fin de afrontar la situación. Ahora ya puedo contarte las novedades del día; verdaderamente, del más extraño día de Navidad que he pasado y espero pasar.
El primer incidente no fue demasiado serio. El señor Bowman, creo, había estado celebrando la Nochebuena y se sentía un poco quisquilloso; desde luego, no se levantó muy temprano y, a juzgar por lo que oí comentar, ni los criados ni las criadas hacían nada a derechas según él. Por lo que se refiere a las criadas, acabaron en lágrimas. Tampoco estoy seguro de que el señor Bowman lograra conservar su actitud valerosa. En todo caso, cuando bajé, me felicitó las pascuas con voz cascada, y poco más tarde, cuando vino a hacerme la visita de rigor durante el desayuno, no estaba precisamente de muy buen talante; casi me atrevería a decir que estaba de un humor byroniano, a juzgar por todos los indicios.
—No sé si me creerá usted, señor —dijo—; pero todas las Navidades que he pasado en la vida han sido calamitosas. Y para que lo vea, tome usted un ejemplo bien a mano. Ahí tenemos a Elisa, la criada; hace unos quince años que está conmigo. Yo creía que podía confiar en ella, y sin embargo, esta misma mañana..., una mañana de Navidad, además, que es la más santa del año, con repique de campanas y..., y..., y todo eso... Esta misma mañana, digo, si no llega a ser por la divina Providencia que vela por todo, esa muchacha le habría puesto, en realidad ya lo había hecho cuando me di cuenta, le habría puesto queso en el desayuno —como me vio que estaba a punto de decir algo, me hizo un gesto con la mano—. Es muy fácil para usted decir: «Sí, señor Bowman, pero usted se ha llevado el queso y lo ha guardado bajo llave en el aparador», cosa que he hecho, por cierto, y aquí está la llave, o si no es la verdadera llave, es una que se le parece mucho. Eso es cierto, desde luego; pero ¿qué consecuencias cree usted que me acarreará este incidente? Pues no le exagero si le digo que es como si se abriera la tierra bajo mis pies. Y no obstante, cuando se lo digo a Elisa, no de mala manera, aunque con firmeza, ¿cuál es mi recompensa?, ¿qué me contesta? Pues va y me dice: Bueno, bueno, no es para tanto». ¿Se da cuenta?, pues me molesta, eso es todo; me molesta, y no quiero pensar en ello.
Aquí hizo una pausa presagiosa, en la que me aventuré a decir algo como:
—Sí, es muy molesto.
Y a continuación le he preguntado a qué hora eran los oficios en la iglesia.
—A las once en punto —dice el señor Bowman con un hondo suspiro—. ¡Ah!, no le oirá al reverendo Lucas un discurso como los que pronunciaba nuestro difunto rector. Él y yo teníamos nuestras diferencias, por eso lo siento más.
Me di cuenta de que iba a costarle un poderoso esfuerzo soslayar la enojosa cuestión del barril de cerveza, pero lo consiguió.
—Yo lo que digo es lo siguiente —dijo—: que no he topado nunca con un predicador más bueno y más puesto en sus derechos, o en lo que él tenía por tales..., aunque no sea ésa la cuestión ahora. Si viniera uno y dijera: «¿Era un hombre elocuente?», yo le contestaría: «Bien, tal vez este señor tenga más derecho que yo a hablar de su propio tío». Otros podrían preguntar: «¿Se ocupaba de sus feligreses?», y aquí tendría que volver a contestar: «Eso depende». Pero como le digo (sí, Elisa, ahora voy), es a las once, señor; y pregunte por el reclinatorio del "King's Head".
Creo que Elisa ha estado a pique de que la echaran; lo tendré en cuenta a la hora de dejarle la propina. El siguiente episodio ocurrió en la iglesia. Me daba cuenta de que al reverendo señor Lucas le resultaba algo difícil la tarea de hacer los honores a los sentimientos navideños, a la vez que manifestaba una sensación de inquietud y pesar que, pese a todo cuanto pudiera decir el señor Bowman, le dominaba claramente. Creo que no estaba a la altura de las circunstancias. Se le veía nervioso. El órgano desafinaba..., ya sabes, se quedó sin aire dos veces en el Himno a la Navidad, y la campana tenor, supongo que debido a algún descuido de los campaneros, siguió tocando débilmente lo menos un minuto durante el sermón. El sacristán mandó a alguien a ver qué pasaba, pero parece que no pudieron hacer gran cosa. Al terminarse la función, respiré de alivio. Hubo un extraño incidente, además, antes de empezar los oficios. Yo llegué un poco pronto y me encontré con dos hombres que transportaban otra vez la cerveza del párroco a su lugar, bajo la torre del campanario. Por lo que les oí comentar, parece que alguien ajeno al asunto la había sacado por equivocación. También vi al sacristán ocupado en doblar y recoger un mohoso paño mortuorio..., muy poco apropiado para el día de Navidad.
Poco después de esto comí, y luego, como no me apetecía salir, me senté junto a la chimenea encendida del salón con el último número del Pickwick que me había estado reservando desde hacía unos días. Estaba convencido de que no me dormiría, pero resulta que soy tan flojo como nuestro amigo Smith. Creo que eran las dos y media cuando me despertó un silbido penetrante acompañado de risas y voces que sonaban afuera en la plaza. Eran los titiriteros; evidentemente, se trataba de los mismos que había visto el representante en W... Por una parte me alegraba; pero por otra no, por el desagradable sueño que tan vívidamente me traía a la memoria; pero de todos modos quise verlos, y envié a Elisa con una moneda de cinco chelines para los comediantes, pidiéndoles que, de ser posible, se instalaran delante de mi ventana.
La compañía era verdaderamente desconocida para mí; los nombres de los propietarios, ni que decir tiene, eran italianos: Foresta & Calpigi. Llevaban un perro Toby, como me esperaba. Todos acudieron a verlo, pero no me tapaban la vista, ya que me había instalado en un amplio ventanal del primer piso, a menos de diez yardas.
El espectáculo empezó cuando el reloj de la iglesia dio las tres menos cuarto. Desde luego, resultó muy bien; y no tardé en comprobar con alivio que el desagradable sabor que me habían dejado las arremetidas de Punch contra los malhadados visitantes, en mi sueño, eran sólo esporádicas. Me reí con la muerte de Turncock, del Forastero y el Alguacil, incluso con la del niño. Lo único molesto fue la tendencia cada vez más insistente del perro de ir a aullar al lado opuesto de donde debía hacerlo. Supongo que debió de ocurrir algo que le puso nervioso; algo de importancia, porque, no recuerdo bien en qué momento, soltó un aullido de lo más lastimero, saltó del escenario, echó a correr por la plaza y se perdió por una calle lateral. Hubo una interrupción, pero fue muy breve; seguramente pensaron que no valía la pena echar a correr tras él, y que lo más seguro es que volvería al anochecer.
Siguió la función. Punch se portó bien con Judy y, de hecho, con todos los personajes que iban saliendo. Después llegó el momento de armar el patíbulo y la gran escena en la que el señor Ketch debía ser ejecutado. Fue entonces cuando sucedió algo cuyo sentido no comprendo aún. Tú has presenciado una ejecución y has visto el aspecto que tiene la cabeza del criminal con la cabeza cubierta. Si eres como yo, no te resultará nada agradable recordar semejante detalle, y no creas que me complace sacarlo a colación. Era una cabeza exactamente igual a la que vi, desde la altura en que me encontraba instalado yo, en el interior del pequeño escenario. Al principio, los espectadores no la veían. Yo esperaba que apareciese a la vista de todos, pero en vez de eso, surgió fugazmente un rostro descubierto en el que se reflejaba una expresión de terror como no había visto jamás. Parecía como si llevaran maniatado al hombre, quienquiera que fuese, cuando le conducían a la horca erigida en el escenario. Tuve tiempo de ver la figura cubierta con una caperuza que iba detrás de él. Luego se oyó un grito y sonó un estrépito. El tinglado entero se vino abajo; vimos unas piernas que pataleaban entre el montón de tablas, y a continuación aparecieron dos figuras —según dijeron, porque yo sólo llegué a ver una— que echaron a correr por un callejón que desembocaba en el campo.
Naturalmente, todo el mundo echó a correr detrás. Yo también; el intento de fuga resultó fatal, y muy pocos llegaron a tiempo de presenciar esta muerte. Ocurrió en una cantera. El hombre en cuestión se precipitó al vacío completamente a ciegas y se partió el cuello. Entonces nos pusimos a buscar al otro por todas partes, hasta que se me ocurrió a mí preguntar si el otro había llegado a salir de la plaza. Al principio todo el mundo estaba seguro de que sí; pero cuando fuimos a ver, lo encontramos bajo los andamios derrumbados del teatrillo, muerto también.
Pero lo que encontramos en la cantera fue a nuestro pobre tío Henry, con una bolsa de tela en la cabeza y la garganta horriblemente destrozada. Uno de los picos de la bolsa destacaba en el suelo de tal manera que me llamó la atención. Pero decididamente, prefiero no entrar en más detalles.
Se me olvida decirte que los verdaderos nombres de los comerciantes eran Kidman & Gallop. Estoy seguro de haber oído hablar de ellos, pero aquí son completamente desconocidos. Iré a verte en cuanto termine el funeral. Ya te contaré lo que pienso de todo esto en cuanto estemos juntos.
Montague Rhodes James (1862-1936)
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El cuento posee la curiosidad de pertenecer a la tumba del autor. Cuando el cuerpo de M.R. James fue trasladado a otro sepulcro, alguien colocó una cruz de metal en la tumba vacía con una inscripción en latín que coincide con las últimas palabras de este relato: Ibi cubavit lamia. Se trata de un fragmento de la Vulgata, más precisamente de Isaías, y significa: Allí está el cubil de lamia.
Aquí les dejamos dos viejos artículos del espejo sobre las Lamias:
Lamias, vampiros femeninos.
Lamias: el mito de la vagina dentada.
Un episodio de la historia de una catedral.
An Episode of Cathedral History, M.R. James (1862-1936)
Había una vez un docto caballero al que le encargaron examinar los archivos de la catedral de Southminster y redactar un informe al respecto. El examen de estos legajos requería bastante tiempo, de modo que juzgó conveniente tomar alojamiento en la ciudad; porque aunque el cuerpo jerárquico de la catedral fue pródigo en sus ofrecimientos de hospitalidad, el señor Lake prefería ser dueño de su tiempo, cosa que a todo el mundo le pareció razonable. Finalmente el deán escribió al señor Lake sugiriéndole que, si aún no había buscado sitio, se pusiese en contacto con el señor Worby, sacristán mayor, que ocupaba una casa vecina a la iglesia, el cual acogería con mucho gusto a un huésped tranquilo por tres o cuatro semanas. Este arreglo era precisamente lo que el señor Lake deseaba. Acordó en seguida las condiciones con el sacristán, y a primeros de diciembre, como un nuevo señor Datchery —se recordó a sí mismo—, nuestro investigador se encontró ocupando un muy confortable aposento en una casa antigua y catedralesca.
Una persona tan familiarizada con la vida y costumbres de las catedrales, y tratado con tan manifiesta consideración por el deán y el cabildo entero de ésta, no podía dejar de inspirar respeto al sacristán mayor. El señor Worby accedió incluso a corregir ciertas explicaciones que solía ofrecer desde hacía años a los grupos de visitantes. El señor Lake, por su parte, encontró en el sacristán un compañero jovial, y al acabar el trabajo de la jornada aprovechaba cualquier ocasión que se le presentaba para disfrutar de su conversación. Una noche, alrededor de las nueve, el señor Worby llamó a la puerta de su huésped.
—Tengo que ir a la catedral, señor Lake —dijo—; y creo que le prometí ofrecerle la oportunidad de ver su aspecto en plena oscuridad. Hoy hace una noche ideal, si le apetece acompañarme.
—Desde luego; le agradezco mucho que se haya acordado, señor Worby. Un momento que coja el abrigo.
—Aquí lo tiene, señor; y aquí traigo otro farol que le aconsejo que lleve para las escaleras; porque no tenemos luna.
—Cualquiera pensaría que somos una nueva edición de Jasper y Durdies, ¿no cree? —dijo Lake mientras cruzaban el atrio; porque había averiguado que el sacristán había leído Edwin Drood.
—Sí, desde luego —dijo el señor Worby con una risa breve—; aunque no sé si deberíamos tomarlo como un cumplido. A veces pienso que tenían extrañas costumbres en esa catedral, ¿no le parece? Maitines con el coro al completo a las siete de la mañana todos los días del año. Eso hoy no sienta bien a las voces de nuestros niños, y me parece que hay un adulto o dos que pedirían aumento de sueldo si tuviera que intervenir el cabildo... en particular los contraltos.
Habían llegado a la puerta sudoeste. Mientras el señor Worby daba una vuelta a la llave, dijo Lake:
—¿Alguna vez se ha quedado alguien encerrado aquí accidentalmente?
—Dos veces. Una fue un marinero borracho; aunque no sé cómo entró. Supongo que se dormiría durante el servicio religioso; pero cuando lo descubrí estaba dando unas voces que amenazaban con derrumbar el techo. ¡Santo Dios, la escandalera que armó! Dijo que era la primera vez en diez años que ponía los pies en una iglesia, y maldito si lo volvía a hacer. La otra vez fue una vieja oveja: una broma de los chicos.
Aunque no lo volvieron a intentar. Bien, señor; vea lo que parecemos: nuestro difunto deán solía traer grupos de cuando en cuando, aunque prefería las noches de luna; y había un verso que les recitaba, referente a una catedral escocesa, creo. Pero no sé. Casi creo que el efecto es mejor cuando está todo a oscuras. Parece que aumenta de tamaño y de altura. Si no le importa quedarse ahora en algún lugar de la nave mientras subo yo al coro a recoger una cosa, verá lo que quiero decir. Así que Lake se quedó esperando apoyado en un pilar. Y observó cómo la luz balanceante se desplazaba a lo largo de la iglesia y subía la escalera del coro, hasta que la ocultó algún tipo de mueble, con lo que sólo pudo ver el resplandor en los pilares y el techo. No habían pasado muchos minutos cuando reapareció Worby en la puerta del coro y agitó la linterna indicando a Lake que se reuniese con él.
-Supongo que es Worby y no una suplantación-, se dijo Lake mientras cruzaba la nave. No hubo ningún percance. Worby le mostró los papeles que había ido a recoger del sitial del deán y le preguntó qué le parecía el espectáculo; Lake coincidió en que era algo que merecía la pena ver.
—Supongo —comentó mientras iban juntos hacia el altar— que estará usted demasiado acostumbrado a andar por aquí de noche para sentirse nervioso... pero seguro que se habrá llevado algún que otro sobresalto al caerse un libro o abrirse sola alguna puerta, ¿no?
—No, señor Lake; no puedo decir que me preocupen mucho los ruidos; al menos hoy por hoy. Mucho más me preocupa descubrir un escape de gas, o que reviente una cañería de la calefacción. Aunque hubo sus más y sus menos hace años. ¿Ha observado aquel sencillo sepulcro-altar? Nosotros decimos que es del siglo XV; no sé si estará usted de acuerdo. Bueno, si no lo ha visto, vaya un momento y échele una mirada, haga el favor.
Estaba en el lado norte del coro, y muy mal colocado: a sólo tres pies del cancel de piedra. Era bastante simple, como había dicho el sacristán, construido con simples losas. Una cruz metálica de regular tamaño en el lado norte —el más próximo al cancel— era el único detalle de interés. Lake estuvo de acuerdo en que no era anterior al periodo gótico.
—Pero —dijo—, a menos que sea el sepulcro de un personaje notable, me perdonará si digo que no me parece especialmente relevante.
—Bueno, no puedo decir que sea la tumba de un personaje destacado de la historia —dijo Worby con una sonrisa seca en la cara—, porque no hay constancia ninguna de quién está enterrado ahí. A pesar de todo, si cuando volvamos a casa dispone de media hora, señor Lake, puedo contarle algo sobre ese sepulcro. Prefiero hacerlo después; aquí hace frío, y no tenemos por qué quedarnos toda la noche.
—Claro que me gustaría oírlo; muchísimo.
—Muy bien, señor, pues lo oirá. Ahora, ¿puedo hacerle una pregunta? —prosiguió mientras caminaban por la nave que flanqueaba el coro—. En nuestra pequeña guía local (y no sólo ahí, sino también en el librito de la serie sobre catedrales que trata de la nuestra) encontrará que pone que esta parte del edificio fue construida antes del siglo XII. Naturalmente, me encantaría aceptar esa opinión, pero... (cuidado con el escalón, señor), pero, le pregunto yo: ¿encuentra en la disposición de la piedra de esta porción de muro —la golpeó con la llave— un sabor a lo que podríamos llamar mampostería sajona? No. Me lo imaginaba. Yo tampoco. Y créame, se lo he dicho con toda claridad a esos señores: al encargado de nuestra biblioteca, y a ese otro que vino de Londres a propósito; si no se lo he dicho cincuenta veces no se lo he dicho ninguna. Pero como si se lo hubiese dicho a esa pared. O sea que ahí tiene; cada cual se aferra a sus opiniones, supongo.
Las reflexiones sobre este aspecto particular de la naturaleza humana ocupó al señor Worby casi hasta el momento en que él y Lake entraron en casa. El fuego del gabinete del señor Lake languidecía de tal modo que el señor Worby sugirió terminar el día en su propio cuarto de estar. Así que unos momentos después los encontramos instalados en dicha habitación. El señor Worby se explayó alargando la historia todo lo que quiso, de manera que no la voy a contar en su orden ni con sus palabras. Poco después de oírla, Lake confió al papel lo esencial, junto con algunos detalles que se le quedaron literalmente grabados en el espíritu; quizá lo más práctico sea que resuma un poco lo consignado por Lake. Parece ser que el señor Worby nació hacia el año 1828. Su padre había estado ligado a la catedral antes que él, lo mismo que su abuelo. Uno o los dos habían cantado en el coro; y de mayores habían trabajado de cantero y carpintero respectivamente en el edificio. El propio Worby, aunque tenía una voz regular tirando para abajo como él mismo decía, había entrado en el coro a los diez años de edad. Fue en 1840 cuando la ola del resurgimiento gótico infectó la catedral de Southminster.
—Un montón de elementos preciosos desaparecieron entonces, señor —dijo Worby con un suspiro—. Mi padre casi no lo podía creer cuando le dieron la orden de desmontar el coro. El deán que había era el deán Burscough, un recién llegado; y mi padre había estado de aprendiz en una buena ebanistería de la capital y sabía cuándo tenía un buen trabajo delante de los ojos. Fue un sacrilegio, solía decir: todo aquel hermoso revestimiento de roble, en tan buen estado como el día en que lo colocaron, aquellas guirnaldas de hojas y frutas, y los antiguos dorados de los escudos y de los tubos del órgano. Todo fue a parar al almacén de madera: todo menos unas cuantas piezas labradas de la capilla de la Virgen, y la repisa de esta misma chimenea. Bueno, a lo mejor estoy equivocado, pero para mí que desde entonces nuestro coro no es tan bonito como antes. Aunque se descubrieron un montón de cosas sobre la historia de la iglesia, y no cabe duda de que anduviera necesitada de reparación. Muy pocos inviernos después perdimos un pináculo.
El señor Lake expresó su coincidencia con Worby en que necesitaba una restauración, pero confiesa su temor en ese momento de no llegar nunca a la historia propiamente dicha. Temor que probablemente se reflejó en su expresión. Worby se apresuró a tranquilizarle.
—Podría pasarme horas enteras hablando de este asunto, y lo hago cada vez que tengo ocasión. Pero en fin, el deán Burscough estaba obsesionado con el gótico, y nada le acomodaba, sino que debía hacerse todo conforme a eso. Y una mañana, después del servicio religioso, mandó recado a mi padre de que fuese a verle al coro, se quitó las vestiduras de oficiar en la sacristía y fue para allá con un rollo de papel en la mano; el sacristán que había entonces llevó una mesa. Y extendieron el rollo sobre la mesa, sujetándolo con devocionarios, y mi padre que les ayudaba vio que era un dibujo del interior de un coro. Y va y dice el deán (que era un señor con el habla pronta): -Bien, Worby, ¿qué piensas de esto?- -Pues —dice mi padre—, que no tengo el gusto de conocerla. ¿Puede ser la catedral de Hereford, señor?- -No, Worby —dice el deán—; es la catedral de Southminster tal como esperamos verla dentro de no muchos años-. -Por supuesto, señor-, replicó mi padre. Y no dijo más (porque en eso era lo menos parecido al deán). Pero él me contaba que sintió un desmayo por dentro al mirar nuestro coro según yo lo recuerdo, tan cómodo y amueblado, y ver a continuación aquel dibujo frío y odioso, como él lo llamaba, hecho por algún arquitecto de Londres. Bueno, ya vuelvo otra vez. Pero comprenderá lo que quiero decir si echa una ojeada a esta antigua vista —descolgó una lámina de la pared—. Bueno, el caso es que el deán entregó a mi padre la copia de una orden escrita del cabildo por la que tenía que desmontar el coro entero, y dejar su espacio despejado y preparado para la nueva construcción que estaban llevando a cabo en la capital, y que debía empezar en cuanto reuniese una cuadrilla de obreros. Ahora, señor, si observa la lámina verá dónde estaba el púlpito. Quiero que se fije en eso, por favor.
Se veía bastante bien: una estructura de madera inusitadamente grande con un tornavoz en forma de cúpula, situada en el extremo este de los sitiales del lado norte del coro, frente al trono del obispo. Worby explicó que durante la reforma los servicios se celebraron en la nave, y que los miembros del coro, que ya contaban con unas vacaciones anticipadas, se quedaron frustrados; y en cuanto al organista, se hizo sospechoso de haber averiado a propósito los mecanismos del órgano que habían traído alquilado de Londres a un precio considerable. Los trabajos de desguace empezaron por la reja del coro y la galería del órgano, y siguieron poco a poco hacia el este, dejando al descubierto, como contó Worby, multitud de detalles interesantes de la obra anterior. Durante este tiempo, lógicamente, los miembros del cabildo pululaban sin parar por el coro y alrededores, y no tardó en hacérsele evidente al viejo Worby —que no podía por menos de oír retazos de conversaciones— que, por lo que se refiere a los canónigos más viejos al menos, había habido bastante oposición antes de que se aprobara la política que ahora se estaba llevando a cabo. Unos murmuraban que iban a coger una pulmonía en los sitiales, al no haber una pantalla que les protegiera de las corrientes de aire; otros se quejaban de que estaban expuestos a la vista de los que estuviesen en las naves que flanqueaban el coro; sobre todo durante el sermón, decían, en que les resultaba un alivio atender en una postura que podía ser mal interpretada. La mayor resistencia, empero, vino del más viejo, que hasta el último momento se estuvo oponiendo a que quitaran el púlpito. «No debería tocarlo, señor deán —le dijo con gran énfasis una mañana, cuando estaban los dos ante dicha estructura—; no sabe el daño que puede ocasionar». «¿Daño? No es una obra de especial mérito, canónigo». «No me llame canónigo —dijo el anciano con sequedad—. Durante treinta años he sido el doctor Ayloff, y le agradecería, señor deán, que tuviera la bondad de seguir llamándome así. En cuanto al púlpito (desde el que llevo predicando treinta años, aunque no voy a hacer hincapié en eso), lo único que digo es que hace mal quitándolo». «Pero ¿qué sentido tiene conservarlo, mi querido doctor, cuando vamos a instalar un coro de un estilo totalmente diferente? ¿Qué razones puede darme, aparte de su aspecto?» «¡Razones! ¡Razones! —dijo el doctor Ayloff—. Si ustedes los jóvenes (permítame llamarle así con el debido respeto) atendieran a razones, en vez de pedirlas a cada paso, mejor nos iría. Pero en fin, yo ya he dicho lo que tenía que decir».
El anciano se alejó cojeando; y, como quedó probado, no volvió a pisar la catedral. La estación —un verano de mucho calor— se volvió malsana de repente, y el doctor Ayloff fue uno de los primeros en caer debido a una afección de los músculos del tórax que se lo llevó dolorosamente por la noche. Y en muchos servicios religiosos, el número de adultos y niños del coro fue enormemente reducido.
Entretanto, habían suprimido el púlpito. De hecho, el tornavoz (parte del cual aún existe como mesa en un cenador del jardín del palacio) fue desmontado una hora o dos después de las protestas del doctor Ayloff. La eliminación del pie —operación no exenta de complicaciones— dejó al descubierto, con gran júbilo de los partidarios de la reforma, un sepulcro-altar: el sepulcro sobre el que Worby llamó la atención de Lake esa misma noche. Se hicieron inútiles esfuerzos de investigación para tratar de identificar al ocupante, al que hasta hoy no ha sido posible atribuirle nombre. Este sepulcro había sido tapado cuidadosamente con el pie del púlpito, por lo que su escaso ornamento no había sufrido deterioro; sólo en su lado norte tenía lo que parecía un pequeño desperfecto: una grieta entre las dos losas que formaban una de sus paredes laterales.
Era de unas dos o tres pulgadas de ancho. Palmer, el albañil, recibió orden de taparla a la semana siguiente, aprovechando que tenía que hacer otros trabajos en esa parte del coro. La estación era verdaderamente agobiante. Ya fuera porque la iglesia se había construido en un lugar que en otro tiempo había sido pantanoso, como se decía, o por alguna otra razón, los que vivían en su inmediata vecindad, muchos de ellos, disfrutaban en agosto y septiembre de muy pocos días soleados y noches serenas. Para varias personas mayores —entre otras el doctor Ayloff, como hemos visto—, el verano resultó fatal; pero incluso entre los jóvenes, fueron pocos los que se libraron de guardar cama unas semanas, o al menos de una sensación de opresión, acompañada de pesadillas repugnantes. Poco a poco fue cobrando consistencia una sospecha —que se convirtió en convicción— de que las reformas de la catedral tenían algo que ver con el asunto. La viuda de un antiguo sacristán, pensionada del cabildo de Southminster, empezó a tener una serie de sueños, que contaba a sus amigas, en los que al anochecer salía una figura de un portillo que había en el lado sur del crucero, recorría el atrio sin rozar siquiera el suelo, cada noche en una dirección distinta, desaparecía en casa tras casa, y regresaba cuando empezaba a clarear. La anciana no conseguía distinguir nada, sino sólo que era una figura que se movía: aunque le daba la impresión de que al llegar a la iglesia, lo que sucedía al final de cada sueño, volvía la cabeza. Y entonces, no sabía por qué, le parecía ver que tenía los ojos rojos. Worby recordaba haber oído contar este sueño a la anciana en un té en casa del escribano del cabildo. Worby comentó que tal vez su repetición podía interpretarse como anuncio de una inminente enfermedad. En todo caso, la anciana bajó a la tumba antes de que acabara septiembre.
El interés suscitado por la restauración de esta gran iglesia no se circunscribió a su propio condado. Un día de ese verano visitó el lugar un miembro de la Sociedad de Anticuarios de cierta celebridad. Su misión era redactar un informe sobre los descubrimientos realizados para la Sociedad de Anticuarios. Su mujer, que le acompañaba, se encargó de hacer una serie de dibujos ilustrativos para unirlos a dicho informe; empleó toda la mañana en trazar un boceto general del coro, y la tarde la dedicó a los detalles. Primero dibujó el sepulcro-altar recién descubierto, y al terminar dijo a su marido que se fijara en la belleza de un ornamento romboidal de la reja que se alzaba justo detrás y que, como el sepulcro, había estado oculto por el púlpito.
Naturalmente, dijo, tenía que dibujarlo. Así que se sentó en el sepulcro y atacó con toda meticulosidad un trabajo que la tuvo absorta hasta que se quedó sin luz. Su marido, entretanto, había terminado su tarea de medir y describir, por lo que decidieron que era hora de regresar al hotel.
—Ayúdame a sacudirme la falda, Frank —dijo la dama—. Seguro que la tengo toda manchada de polvo.
El marido obedeció deferente; pero un momento después comentó:
—Seguramente le tienes mucho apego a este vestido, cariño, pero creo que ha conocido tiempos mejores: se te ha ido un buen trozo.
—¿Que se me ha ido? ¿Adónde? —dijo ella.
—Adónde no lo sé, pero te falta abajo en el borde; aquí detrás.
La dama tiró impulsivamente de la falda hacia adelante para verla, y se quedó horrorizada al descubrir una mella que se adentraba en la falda; era, dijo, como si se la hubiera arrancado un perro. Fuera lo que fuese, el vestido había quedado inservible para gran disgusto suyo; y aunque miraron por todas partes, no lograron encontrar el trozo que faltaba. Eran muchas las maneras en que había podido pasarle este percance, porque el coro estaba lleno de tablas viejas con clavos asomando. Al final, la única explicación que se les ocurrió era que se había enganchado la falda en uno de esos clavos, y que los obreros, que habían estado por allí todo el día, se habían llevado las tablas donde debió de quedar prendido el trozo de tela.
Fue más o menos por entonces, pensaba Worby, cuando su perrito empezó a ponerse inquieto cada vez que se acercaba la hora de dejarlo encerrado en el cobertizo del patio de atrás (porque su madre no consentía que durmiese en la casa). Una noche, dijo, al ir a cogerlo para sacarlo, el animalito le miró «como un cristiano, y agitó la... mano, iba a decir. Bueno, ya sabe cómo se comportan a veces los perros, y al final me lo metí debajo del abrigo, y lo subí así escondido a mi cuarto; y me temo que en esto engañé a mi madre. Desde entonces, el perro actuó con todo el ingenio del mundo, escondiéndose debajo de la cama cuando faltaba media hora o más para subir a acostarme; lo hacíamos de tal manera que mi madre nunca nos descubrió». Naturalmente, Worby se alegraba de tener la compañía del perro; sobre todo cuando empezó la molestia que aún se recuerda en Southminster como «los gritos».
—Noche tras noche —dijo Worby—, el perro aquel adivinaba lo que iba a pasar: agachaba la cabeza, se iba a la chita callando, y se ovillaba en la cama pegadito a mí sin parar de temblar: y cuando empezaban los gritos le entraba como un frenesí, y me metía la cabeza en el sobaco. Yo me ponía casi igual. Lo oíamos seis o siete veces nada más; y cuando el perro volvía a sacar la cabeza era señal de que había terminado. ¿Que cómo era, señor? Bueno, yo sólo he oído una vez una cosa parecida: estaba yo jugando casualmente en el atrio, cuando se cruzaron dos canónigos y se dieron los buenos días.
«¿Ha dormido bien esta noche?», dice uno; el otro era el señor Lyall. «No podría decir que sí —dice el señor Lyall—; demasiado Isaías treinta y cuatro catorce para mi gusto». «Isaías treinta y cuatro catorce —dice el señor Henslow—. ¿Qué es eso?» «¿Y se considera usted lector de la Biblia? —dice el señor Lyall (debo advertirle que el señor Henslow era del grupo que llamaban de Simeón: muy parecido a lo que podríamos llamar el partido evangélico)—. Ande y vaya a consultarlo». Quise yo también saber a qué se refería y corrí a casa, cogí mi propia Biblia, y allí estaba: «El sátiro llamará a gritos a su compañero». Vaya, pensé, entonces es esto lo que hemos estado oyendo estas noches pasadas. Y le aseguro que me hizo mirar por encima del hombro alguna vez. Naturalmente, pregunté a mis padres qué podían ser aquellas voces, pero los dos dijeron que probablemente eran gatos; aunque estuvieron muy secos, y les noté nerviosos. Palabra que eran unos gritos... como de hambre, como si llamasen a alguien que no quisiera acudir. Si alguna vez he sentido de veras necesidad de compañía, ha sido esperando a que empezasen de nuevo. Creo que hubo unos cuantos que se apostaron dos o tres noches en distintos puntos del claustro para vigilar; aunque permaneciendo todos juntos y lo más cerca posible de la calle, de modo que no descubrieron nada.
Bueno, y verá lo que pasó a la noche siguiente: otro chico (ahora lleva una tienda de comestibles en la capital, como su padre antes que él) y yo subimos al coro al terminar el servicio religioso de la mañana, y oímos que el albañil, el viejo Palmer, le estaba echando la bronca a alguno de sus peones. Así que subimos un poco más, porque sabíamos que tenía malas pulgas y podía ser divertido. Por lo visto Palmer le había dicho que tapara la grieta del viejo sepulcro. Y allí estaba el hombre, diciendo que había hecho el trabajo lo mejor que sabía; y Palmer le gritaba como un poseso. "¿A eso llamas tú un trabajo? —dice—. Si tuviera que darte lo que vale debería echarte a patadas ¿Para qué te crees que te pago un jornal? ¿Qué crees que puedo decirles al deán y al cabildo entero cuando vengan, como vendrán en cualquier momento, y vean cómo has puesto de yeso todo el suelo y la chapuza que has hecho en la grieta?" "Bueno, jefe, yo lo he hecho lo mejor que he podido —dice el hombre—; de cómo ha podido caerse sé lo mismo que usted. Lo que he hecho es rellenar el agujero —dice—. No tengo ni idea de cómo se ha caído hacia afuera, dice.
¿Caerse hacia fuera? —dice el viejo Palmer—, ¡pero si no hay ni pegote de yeso al pie de las losas! Querrás decir salir despedido", —y cogió un poco de yeso, y yo también, que se había quedado pegado en la reja, a tres o cuatro pies del sepulcro. Aún no se había secado. El viejo Palmer lo miró con curiosidad, y a continuación se vuelve hacia nosotros y dice—: "A ver, chicos, ¿habéis andado jugando vosotros aquí?" "No —digo yo—; yo no, señor Palmer; hasta ahora mismo no hemos estado aquí ninguno de los dos". Y mientras yo decía esto el otro chico, Evans, se inclinó a mirar por la raja; y le oí aspirar de repente, al tiempo que se echaba atrás; y va y dice: "Creo que ahí dentro hay algo. He visto brillar algo". "¡Eh, anda ya! —dice el viejo Palmer—. Bueno, no puedo estarme aquí con los brazos cruzados. Tú, William, trae más yeso y tapa eso ahora mismo; si no, vamos a tener bronca.", dice.
Conque se fue el peón, y Palmer también, y nos quedamos nosotros dos. Y le digo entonces a Evans: "¿De verdad has visto algo?" "Sí —dice él—; de verdad". Y le digo yo: "Vamos a meter lo que sea para hacer que se mueva". Intentamos meter varios trozos de madera que había por el suelo, pero eran todos demasiado grandes. Entonces Evans cogió una partitura que llevaba, una antífona o un oficio, no recuerdo ya qué era, la enrolló muy apretada y la metió por la grieta; hurgó dos o tres veces, pero no pasó nada. "Déjame a mí", dije, y probé una vez. Tampoco pasó nada. Entonces, no sé por qué, me incliné por el lado opuesto a la grieta, me metí dos dedos en la boca y pegué un silbido (ya sabe cómo es),y al pronto me pareció oír que se agitaba algo dentro; y le digo a Evans: "Vámonos —digo—; esto no me gusta.". "Ah, no —dice él—; déjame la hoja"; y la cogió y la volvió a hundir en la grieta. Y creo que no he visto en mi vida palidecer a nadie como palideció él. "Worby —dice—; se ha enganchado, o algo la está sujetando".
Dale un tirón, o suéltala —digo yo—. Venga; y vámonos de aquí". Conque dio un buen tirón, y la sacó. Al menos casi toda; porque le faltaba la punta. Se la habían arrancado.
Evans miró la partitura un segundo, la soltó con una especie de gruñido, y echamos a correr. Una vez fuera dice Evans: "¿Te has fijado en la punta?" "No —digo yo—; sólo he visto que estaba rota". "Sí, estaba rota —dice él—; y también mojada;¡y negra!" Bueno; en parte por el miedo que teníamos, y en parte porque la partitura iba a hacer falta un día o dos después y sabíamos que íbamos a recibir una buena regañina del organista, no dijimos nada a nadie; y supongo que los obreros la barrieron al limpiar el suelo. Pero Evans, si me lo hubiese preguntado usted ese mismo día, siguió empeñado en que el papel tenía mojado y negro el extremo del trozo arrancado.
Después de eso los chicos evitaron el coro, de manera que Worby no estaba seguro de cuál fue el resultado de la nueva reparación del sepulcro que hizo el albañil. Sólo dedujo, por retazos de conversación que le llegaron de los obreros que andaban por el coro, que habían tenido dificultades, y que el capataz —o sea el señor Palmer— había tenido que echar una mano. Poco más tarde vio casualmente al propio señor Palmer llamando a la puerta de la residencia del deán, y que le abría el mayordomo. Un día después más o menos, por un comentario que su padre hizo en el desayuno, comprendió que había que hacer algo no previsto en la catedral después del servicio religioso de la mañana. «Y me gustaría que fuera hoy —añadió su padre—; no veo por qué hay que correr riesgos». «Padre —digo yo—, ¿qué tiene que hacer mañana en la catedral?» Y se volvió hacia mí furioso como no le había visto en mi vida (él, que era un hombre pacífico por lo general). «Muchacho —dice—, no quiero que andes escuchando lo que hablan las personas mayores y superiores; es de mala educación y no está bien.
Lo que yo haga o no haga mañana en la catedral no es asunto tuyo: y como te vea haraganeando por allí mañana después del trabajo, te mandaré a casa con una buena tunda. Ahora estás avisado». Naturalmente dije que lo sentía mucho; y naturalmente también, me fui a hacer planes con Evans. Sabíamos que había una escalera en el rincón del crucero por donde se puede subir al triforio, y en aquel entonces la puerta de esa escalera estaba siempre abierta; incluso sabíamos que la llave estaba normalmente debajo de una estera que había allí cerca. Así que decidimos que nos pondríamos a guardar las partituras y demás, a la mañana siguiente, mientras el resto de los chicos se iba, y después subiríamos en secreto al triforio para ver desde allí qué hacían.
—Bueno, esa misma noche dormía yo como un tronco, como duermen los chicos, cuando de pronto me despertó el perro metiéndose en la cama. Y pensé: ahora vas a ver; porque parecía más asustado de lo normal. Conque así fue: a los pocos momentos empezaron los gritos aquellos. No puedo explicarle cómo eran. Además, sonaron cerca; más de lo que los había oído hasta entonces; y cosa curiosa, señor Lake: ya sabe usted el eco que hay en este claustro, sobre todo si se pone uno al lado de aquí. Bueno, pues los gritos no producían eco ninguno. Aunque como digo, esa noche sonaban horriblemente cerca. Y encima de lo que me sobresaltaron, aún me llevé otro susto; porque oí que se movía algo fuera en el pasillo. Pensé que estaba perdido; pero noté que el perro parecía animarse un poco, y a continuación alguien susurró al otro lado de la puerta, y casi me eché a reír, porque reconocí las voces de mis padres, que habían saltado de la cama al oír los gritos. «¿Qué es eso?», dice mi madre. «¡Chist!, no lo sé —dice mi padre, como con excitación—; vas a despertar al niño. Espero que no haya oído nada».
El saber que ellos estaban en el pasillo me dio valor; así que bajé de la cama y fui a mirar por el ventanuco de mi habitación (que da al claustro); pero el perro se escurrió hasta los pies de la cama, y se asomó. Al principio no conseguí ver nada. Después, justo abajo en la sombra, al pie de un contrafuerte, distinguí lo que siempre he dicho que eran dos manchas rojas (de un rojo apagado), no como las luces de una lámpara, sino que apenas destacaban del negro de las sombras. No bien acababa de descubrirlas, cuando observé que no éramos los únicos a los que habían sacado de la cama; porque veo que se ilumina una ventana de una casa de la izquierda, y que se mueve la luz. Sólo volví la cabeza un momento a mirar; y cuando quise localizar otra vez las dos manchas rojas de la sombra habían desaparecido; y por mucho que me fijé y me concentré, no descubrí ni rastro de ellas. Y entonces me llevé el último susto de la noche: algo chocó contra mi pierna desnuda... pero no pasaba nada; era el perro que había abandonado la cama y daba saltitos a mi alrededor con gran alborozo, aunque sin dar un solo ladrido.
Y el verle así me devolvió el ánimo, otra vez lo volví a la cama ¡y dormimos de un tirón el resto de la noche!
A la mañana siguiente le confesé a mi madre que había tenido al perro en mi cuarto; y me sorprendió, después de todas sus advertencias, la tranquilidad con que se lo tomó. "¿Ah, sí? —dice—; bueno, en justo castigo deberías quedarte sin desayunar, por haberlo hecho a mis espaldas; pero no me parece muy grave. Aunque la próxima vez me pides permiso, ¿me oyes?" Poco después le conté a mi padre que había oído otra vez a los gatos."¿A los gatos?", dice; y miró a mi madre. Y mi madre tosió y dijo: "¡Ah, sí, los gatos! Creo que yo también los he oído".
Ésa fue una mañana rara; todo parecía salir mal: el organista tuvo que quedarse en la cama, y el canónigo menor se olvidó de que era día decimonoveno y estuvo esperando el Venite; poco después el sustituto, que era un menor, atacó el canto de vísperas, y los niños decanos se reían de tal manera que no podían cantar; y cuando llegaron a la antífona al solo le entró una risa tonta. A continuación se dio cuenta de que le salía sangre de la nariz, y me pasó el libro a mí; yo, que ni había ensayado el versículo, ni mucho menos tenía dotes de cantor. Bueno, las cosas se pusieron feas hace cincuenta años; y recuerdo que me gané un pellizco del contratenor, que estaba detrás de mí.
Mal que bien, terminamos como pudimos, y ni los pequeños ni los mayores esperamos a ver si el canónigo en residencia (que era el señor Henslow) venía a la sacristía a ponernos un castigo; aunque creo que no fue: él mismo había leído una homilía equivocada por primera vez en su vida, y lo sabía. Bueno, el caso es que subimos Evans y yo secretamente al triforio sin ninguna dificultad, como le he dicho, y al llegar arriba nos tumbamos en un lugar desde donde podíamos asomar la cabeza justo encima del viejo sepulcro; y no bien lo habíamos hecho, oímos al sacristán cerrar primero las puertas de hierro del pórtico, después echar la llave a la puerta sudoeste, y después a la del crucero, por lo que comprendimos que iban a hacer algo y querían mantener alejado al público durante un rato.
Entonces entraron el deán y el canónigo por su puerta norte, y seguidamente vi a mi padre y al viejo Palmer, con un par de los mejores peones. Palmer estuvo hablando un momento con el deán en el centro del coro; traía una cuerda y sus dos hombres iban con palancas. Todos parecían algo nerviosos. Estuvieron hablando, y finalmente oí que decía el deán: "Bueno, no puedo estarme aquí perdiendo el tiempo, Palmer. Si cree que esto tranquilizará a la gente de Southminster le doy permiso; pero le voy a decir una cosa: jamás en toda mi vida he oído una tontería igual a un hombre con sentido práctico como sé que es usted. ¿No está de acuerdo, Henslow?" Según pude oír, el señor Henslow dijo algo así como: "Bueno, bueno, señor deán; ¿no se nos ha dicho que no debemos juzgar a los demás?" Y el deán dio una especie de resoplido, fue derecho al sepulcro y se situó detrás de él, de espaldas al cancel, y los demás se acercaron precavidamente. Henslow se quedó en el lado sur y se rascó la barbilla. Entonces alzó la voz el deán: "Palmer —dice—, ¿qué será más fácil, quitar la losa de encima, o una de las laterales?"
El viejo Palmer y sus hombres inspeccionaron sin mucho convencimiento el borde de la losa de encima, y tantearon las paredes sur, este y oeste, todas menos la norte. Henslow dijo que era mejor intentar quitar las losas de la cara sur, porque había más luz y más espacio para moverse. Entonces mi padre, que había estado observándoles, fue al lado norte, se arrodilló, dio unos golpecitos junto a la grieta, se levantó, se sacudió la rodilla, y dijo al deán: "Perdone, señor deán, pero creo que si el señor Palmer prueba con esa losa verá cómo se desprende con facilidad. Creo que un hombre solo podría quitarla haciendo palanca en esa grieta".
—¡Ah, gracias, Worby! —dice el deán—. Es una buena idea. Palmer; dígale a uno de sus hombres que lo intente, ¿quiere?
Se acercó un peón, metió la barra e hizo fuerza; y justo en el instante en que todos estaban inclinados, y nosotros dos con la cabeza asomada por el borde del triforio, sonó un estrépito espantoso en el extremo oeste del coro, como si se precipitara escaleras abajo un montón de vigas. Bueno, no le puedo contar en un minuto todo lo que ocurrió. Desde luego la conmoción fue terrible. Oí caer la losa para atrás, el ruido de la barra al dar en el suelo, y al deán que exclamaba: "¡Válgame Dios!"
Cuando volví a asomarme vi al deán caído en el suelo, a los peones que salían del coro despavoridos, a Henslow que se inclinaba a ayudar a levantarse al deán, a Palmer que intentaba detener a sus hombres (según dijo después), y a mi padre sentado en el peldaño del altar con la cara entre las manos. El deán estaba muy enfadado. "Me gustaría que me dijera adónde va, Henslow —dice—. No entiendo por qué salen todos corriendo al oír caerse unos palos"; y no le convenció todo lo que dijo Henslow, sobre que él sólo iba a ponerse al otro lado del sepulcro.
Entonces regresó Palmer e informó de que no había visto nada que explicara el estrépito ni había nada que se hubiera caído; y cuando el deán acabó de tocarse aquí y allá, se congregaron alrededor (salvo mi padre, que siguió sentado donde estaba), y alguien encendió un cabo de vela y miraron el interior del sepulcro. "No hay nada — dice el deán—; ¿qué les había dicho? ¡Un momento! Aquí hay algo. ¿Qué es esto? Un trozo de partitura y un trozo de tela... Parece parte de un vestido. Las dos cosas son modernas; no tienen el menor interés. A ver si la próxima vez siguen el consejo de una persona instruida... o algo por el estilo, y se marchó, cojeando un poco, por la puerta norte. Aunque en el momento de salir le gritó irritado a Palmer por qué había dejado abierta la puerta. Y dijo Palmer alzando la voz: "Lo siento mucho, señor"; pero se encogió de hombros. Y dice Henslow: "Creo que el deán se equivoca. He cerrado con llave al entrar; pero está un poco alterado". Entonces dice Palmer: "Bueno, ¿dónde está Worby?" Y al verle sentado en el peldaño se acercaron a él. Mi padre se estaba recobrando, al parecer, y se secaba la frente; y Palmer le ayudó a levantarse, cosa que me alegró ver.
Estaban a demasiada distancia para que pudiese oír lo que decían, pero mi padre señaló hacia la puerta norte de la nave lateral, y Palmer y Henslow miraron muy sorprendidos y asustados. Poco después, mi padre y Henslow abandonaron la iglesia, y los demás se apresuraron a colocar la losa otra vez y sellarla con yeso. Cuando el reloj dio las doce, volvieron a abrir la catedral, y mi compañero y yo nos dimos prisa en volver a casa. Yo me moría de curiosidad por saber qué había causado a mi padre aquel desmayo, así que cuando llegué y le encontré sentado en su silla tomando un vasito de licor, y a mi madre de pie mirándole con inquietud, no pude contenerme y le confesé dónde había estado. Pero no pareció sentarle mal; o al menos no se enfadó. "Así que estabas allí, ¿eh? Bueno; ¿lo has visto?" "Lo he visto todo, padre —dije—; menos lo del ruido". "¿Has visto lo que ha derribado al deán —dice—, lo que ha salido del monumento? ¿Lo has visto? ¿No?, menos mal". "¿Qué era, padre?", dije. "Vamos, has tenido que verlo —dice él—. ¿De verdad que no? ¿Una monstruosidad del tamaño de un hombre, toda cubierta de pelo, con unos ojos muy grandes?"
Eso fue todo lo que le pude sacar en aquel momento; más tarde parecía como avergonzado de haberse asustado, y solía darme excusas cuando le preguntaba sobre el particular. Pero años después, siendo yo ya mayor, hablamos más de una vez de eso, y siempre dijo lo mismo. "Era negro —decía—; como una masa de pelos, con dos piernas; y la luz se reflejaba en sus ojos". En fin, señor Lake; ésta es la historia de ese sepulcro. No se la contamos a los visitantes, y le agradecería que no hiciese uso de ella, al menos hasta que yo cierre los ojos. No sé si el señor Evans piensa igual, si le pregunta.
Así era, efectivamente. Pero han pasado más de veinte años, y hace tiempo que crece la hierba sobre Worby y Evans; de modo que el señor Lake no tuvo ningún reparo en darme a conocer sus notas —tomadas en 1890—. Iban acompañadas de un boceto del sepulcro, y una copia de la breve inscripción que tenía la cruz metálica colocada por encargo del doctor Lyall en el centro de la cara norte; estaba tomada del la Vulgata, Isaías XXXIV, y sólo tiene tres palabras:
IBI CUBAVIT LAMIA.