Las obras de Edgar Allan Poe.
Robert Louis Stevenson (1850-1894)
En posesión solamente de algunas obras del autor, sería aventurado emitir un juicio definitivo sobre su carácter, ya como hombre o como escritor; por eso, y aun cuando la nota biográfica de Mr. Ingram prologa debidamente el primer volumen, no creo que corresponda considerarlo aquí en detalle. Mr. Ingram ha hecho todo lo posible por limpiar el nombre de Poe de las calumnias de Rufus Griswold (caballero, por nombre siniestro, que compone una figura tan repulsiva en la historia de la literatura que muy bien pudiera haber sido acuñada por la virulenta imaginación de su víctima); pero en honor a la verdad, a ningún hombre le es dado hacer de Poe un personaje del todo atrayente. Mi corazón no alberga afecto alguno por el retrato que hace de él Mr. Ingram o por su carácter; aunque es probable que le veamos más o menos refractado a través del extraño medio de sus obras, se me antoja que tanto en los avatares de su vida como en su retrato, ahora expuestos a una luz más favorable; podemos detectar una cierta nota discordante, una tacha que no nos preocupamos de nombrar o examinar por mucho tiempo.
Las narraciones como tales se nos ofrecen publicadas en dos volúmenes; y aunque Mr. Ingram no indica si han sido impresas cronológicamente, sospecho que no nos equivocamos al considerar algunas de las narraciones que figuran al final del segundo volumen entre las últimas que el autor escribió. No hay rastro en ellas del trabajo brillante, y con frecuencia sólido, de sus momentos más afortunados. Las historias están mal concebidas y escritas con desaliño. Hay demasiadas risas; en el mejor de los casos, un tipo de risa siniestra; la risa de aquellos que, en sus propias palabras, ríen, pero no sonríen nunca más.
Parece haber perdido todo respeto por sí mismo, a su público y a su arte. Cuando en otro tiempo dibujaba imágenes horrendas, lo hacía con algún propósito creativo y con una cierta mesura y gravedad adecuadas a la situación; pero en sus últimas narraciones, cual un necrófago o un loco airado, las desparrama indiscriminadamente, rebasando toda idea que pudiéramos tener del infierno. Hay un deber hacia los vivos más importante que cualquier compasión para con los muertos; y sería criminal que el crítico que expresa su propio aborrecimiento y horror escatimase una sola palabra desagradable, a menos que, por su ausencia permita que otra víctima se embarre con la lectura del infamante Rey Peste. Quien fue capaz de escribir Rey Peste dejó de ser un ser humano. Por su bien, y movidos por una infinita piedad hacia un alma tan extraviada, nos agrada darle por muerto. Pero si Poe nos inspira compasión, no es compasión precisamente lo que sentimos al pensar en Baudelaire, capaz de sentarse a sangre fría y adecentar en un francés correcto este disparatado fárrago de horrores. Hay un grado de menosprecio que, de ser consentido, trasciende a sí mismo hasta convertirse en un estado de apasionada autocomplacencia; por eso, en bien de nuestro espíritu, será mejor no volver a pensar en Baudelaire o en Rey Peste.
Las primeras narraciones de Poe no suelen ser disparatadas, aunque puedan serlo estos lamentables ejemplos del final. El dislate es, por cierto, la última acusación de la que razonablemente podrían ser objeto. Poe tiene el auténtico instinto del narrador. Conoce los pequeños detalles que contribuyen a crear o a destruir una historia. Sabe cómo resaltar el significado de una situación y dar vida y color a aquellos pormenores aparentemente irrelevantes. Así, todo el espíritu del Tonel de amontillado pende del abigarrado disfraz de Carnaval, el sombrero y las campanillas de Fortunato. Poe dio con la clave de su historia cuando encontró el recurso de vestir grotescamente a su víctima; de tal guisa le hace recorrer con paso vacilante las catacumbas de Montressors, y el último sonido que nos llega desde el escondrijo tapiado es el tintineo de las campanillas de su sombrero. También es admirable la utilización del reloj dando las horas durante el banquete del príncipe Próspero, en La máscara de la muerte roja.
Cada vez que el reloj sonaba (el lector lo recordará), sonaba tan fuerte que la música y la danza debían por fuerza cesar hasta que parase; al acercarse la medianoche, las pausas eran naturalmente más largas; las máscaras tenían más tiempo para observarse y pensar, y no por ello sus pensamientos eran más agradables. Así, al sonar de cada hora una vibración recorría la sala; hasta que llegamos a un repentino final. Pues bien, todo esto es perfectamente legítimo; nadie debe avergonzarse de que tales recursos le asusten o le emocionen; se han respetado las reglas del juego; con verdadero instinto de narrador, ha relatado su historia como mejor le convenía y ha sacado el máximo provecho de su imaginación. Sin embargo, no siempre es ése el caso; pues, a veces, adopta una aguda voz de falsete; otras, por obra de algo semejante a un truco de magia, deriva de su historia más de lo que ha sabido invertir en ella; y mientras sobre la explanada la guarnición en pleno desfila ante nuestros ojos en carne y hueso, desde las almenas cuntinúa él aterrándonos con cañones de pacotilla y múltiples morriones de fiero aspecto que penden de palos de escoba.
En El pozo y el péndulo, por ejemplo, después de haber agotado su diabólica inventiva en la confección del péndulo y de las paredes desmoronándose al rojo vivo, descubre que no se le ocurre nada más terrible para el pozo; y el pozo había de ser el horror supremo. De este modo lleva a efecto su objetivo:
En medio de pensamientos sobre la terrible destrucción inminente, la idea del frescor del pozo invadió mi alma como un bálsamo. Corrí hacia el mortal precipicio. Agucé la vista para mirar en su fondo. El resplandor del tejado incandescente iluminó los más recónditos intersticios. Pero durante un instante de frenesí, mi espíritu rehusó comprender el significado de cuanto veía. Por fin la visión forcejeó –se abrió camino hasta mi alma–, se consumió en mi razón estremecida. ¡Oh, de no haberme faltado la voz! ¡Oh, horror! ¡Oh, cualquier horror! ¡Oh, cualquier horror salvo aquél!
Y eso es todo. Del pozo sabe tanto como vosotros o como yo. Todo ello es un aparejar audaz e insolente; sin embargo, incluso con imposturas de tal naturaleza logra amedrentarnos. Encontraréis el mismo artificio en Hans Pfaal, al referirse a los misterios de la Luna; y de nuevo, aunque con una diferencia, en la abrupta conclusión de Arthur Gordon Pym. Su imaginación es un caballo complaciente; pero, como habéis visto, por tres veces lo ha cabalgado hasta reventar y ha regresado a pie y cojeando hasta su puesto. ¡Con cuánta gracia troca estas deficiencias en intereses, y en superávit su quiebra imaginativa! Aun en una crítica retrospectiva resulta difícil criticarle como se merece; pues su entusiasmo nos engaña.
Aparte de este conocimiento de la escena, este ingenio para urdir una historia, acaso la característica más sorprendente de Poe sea su poco menos que inverosímil agudeza en el resbaladizo terreno entre la cordura y la demencia. El demonio de la perversidad, por ejemplo, es una contribución importante a la psicología mórbida; quizá, también, El hombre de la multitud; y de la misma forma Berenice ya que, pese a ser terrible, pulsa en nuestro pecho una cuerda, cuerda que acaso fuera mejor no tocar; y la misma idea reaparece en El corazón delator.
A veces le seguimos con la conciencia tranquila durante todo el recorrido; otras –en lugar de decir: sí, así sería yo si estuviera un poco más loco de lo que he estado nunca– podemos decir con franqueza esto es lo que soy. Hay un pasaje de análisis en este registro más frecuente en la historia de Ligeia, que hace referericia a la expresión de sus ojos. Nos cuenta cómo, a punto siempre de comprender la extraña cualidad de los mismos, en el último momento quedaba confundido, de la misma manera que «en nuestros esfuerzos por traer a la memoria algo largo tiempo olvidado, a menudo nos encontramos al borde mismo del recuerdo, sin ser capaces al cabo de recordar»; y cómo de vez en vez encontraba en arroyos de agua fresca, en el océano, en la caída de un meteorito, en las miradas de personas inusualmente envejecidas, en algunos sonidos de instrumentos de cuerda, en ciertos pasajes de libros, en las vistas y sensaciones más comunes del universo, una vaga e inexplicable analogía con la expresión y la fuerza de los ojos amados. Esto al menos, o algo muy similar, nos es conocido. Pero, en general, su sutileza era, más que cualquier otra cosa una trampa. Nil sapientiae odiosius, cita a Séneca: nil sapientiae odiosius acumine nimio. Y aunque es sobradamente ameno en la trilogía de C. Auguste Dupin –fue Baudelaire quien la llamó trilogía–, este despliegue de ingenio acaba por aburrirnos; empezamos a echar en falta las motivaciones y sentimientos usuales presentes en el quehacer cotidiano; aunque el conferenciante es inteligente y sus ejemplos instructivos y probablemente únicos, empieza a fatigarnos visitar este manicomio y anhelamos la compañía de alguna criatura sencilla e inofensiva, con levita y hábitos adquiridos, y los nervios no más deshechos que los de la mayoría de sus sencillos e inofensivos contemporáneos.
Y esta exagerada agudeza no sólo le hizo tedioso; peor aún: a veces le condujo al extravío. En El pozo y el péndulo, una vez que el héroe ha sido condenado, el sonido de voces inquisitoriales, dice, «pareció fundirse en un somnoliento e indeterminado zumbido. A mi alma afloró la idea de revolución, merced acaso a una caprichosa asociación con el chirrido de una rueda de molino». Pues bien, basta reflexionar un momento para demostrar que Poe ha sido aquí demasiado inteligente, que por causa de este nimium acumen se ha alejado de la verdadera razón. Porque –con el vértigo de aquel hombre– la «idea de revolución» tuvo que preceder a la fusión de voces inquisitoriales en un zumbido indeterminado, y ciertamente no aparecer a seguido como una curiosa deducción. Como antes con el tema del efecto que persigue, no podemos evitar sospechar que alguna de sus sutilezas sea rebuscada. Por poner un ejemplo de ambas clases de imaginación –la rebuscada y la verdadera– en un mismo relato, pensemos en Arthur Gordon Pym: los cuatro supervivientes a bordo del bergantín Grampus se han amarrado al cabrestante por miedo a ser barridos de la cubierta; cuando uno de ellos, que ha apretado los cabos en exceso, está a punto de exhalar su último suspiro en mucho tiempo, es casi partido en dos por la cuerda que rodea sus ingles.
«Sin embargo, tan pronto como le liberamos», continúa Poe, «nos habló, y pareció experimentar un alivio inmediato moviéndose con mayor facilidad que Parker o yo mismo» (los cuales no se habían amarrado tan prietamente). «Sin duda era debido a la pérdida de sangre». Sea o no médicamente correcto, todo ello es obviamente imaginario.
Que sea verosímil artísticamente, lo sea o no en la realidad, es algo que a Poe evidentemente le parecía verdadero; y evidentemente, debió de parecerle que ésta, y no cualquier otra explicación, daría resultado. Ahora bien, si volvéis a la página anterior, encontraréis en la descripción de las visiones acaecidas antes de que Pym se amarrase al cabrestante algo que debe ponderarse con más sentido crítico. «Recuerdo ahora», escribe, «que en todo lo que prsencié con el ojo de mi fantasía, el movimiento era la idea principal. Por ello no vi ningún objeto inmóvil, una casa, una montaña o algo semejante; molinos de viento, barcos, pájaros enormes, globos, jinetes a caballo, carruajes que avanzan frenéticamente y objetos móviles similares se sucedieron en interminable procesión». Puede que sea verdad; puede que sea resultado de una vasta erudición sobre los pensamientos que asaltan a las personas en tales situaciones; pero la imaginación no se aviene con estos detalles no hace plausible nuestra aceptación, en modo alguno se demuestra por qué razón no habrían de aparecer objetos inmóviles ante la imaginación de un hombre amarrado al cabrestante de un bergantín desmantelado; y siendo así, en cuanto arte, todo el pasaje es un pasaje fallido. Si se trata de una imaginación negligente (como parece ser), el rebuscamiento es de la clase más imperdonable; si es erudición, séalo, pues, erudición, pero nunca arte. Y en arte son adecuadas las cosas que son a un tiempo inteligentes y verdaderas. Para expresarlo con mayor claridad: en alguno de sus deliciosos libros, Mr. Ruskin cita y aprueba a un poeta (Homero, según creo) que decía de un hombre valiente que era tan valiente como una mosca; y prosigue, en su tono alegre habitual, justificando el epíteto. La mosca, nos dice, es sin duda la criatura más temeraria de toda la creación. Y por ello la comparación es buena, excelente.
Sin embargo, tengo por cierto que el instinto del lector le diría que la comparación es infame. Dejemos que prefiera su instinto a la historia natural de Mr. Ruskin. Pues, aun basada en hechos reales, esta comparación nu se basa en una verdad evidente; no hace plausible nuestra aceptación; no es arte. Me he extendido tanto en estos aspectos de detalle y de método que no queda espacio para hablar de un aspecto más importante –aspecto eludido también por Baudelaire en razón de la falta de espacio–; a saber, por qué estos asuntos interesaron a la imaginación de Poe; cuestión de difícil solución, sin duda, aunque no insoluble con el paso del tiempo. Y tampoco he dejado espacio para hablar de algo que tal vez sea más importante aún: la relación entre Poe y su, a no dudar, más grande y mejor compatriota, Hawthorne. Que existe un parentesco entre ellos, que ambos tenían una visión del mundo no del todo diferente, que algunas de las narraciones cortas de Hawthorne parecen inspiradas en Poe y algunas de Poe tienen un eco en Hawthorne está fuera de toda duda; pero lo más que yo puedo hacer por ahora es señalarlo.
Tampoco sorprenda al lector que una crítica de Poe sea esencialmente negativa y suscite nuevas dudas en lugar de resolver las ya existentes; pues es mérito de Poe seducir, y su pecado capital carecer por completo de la escrupulosa honestidad que guía y refrena al artista consumado. No era, y lo decimos con profunda tristeza, un escritor concienzudo. El hambre llamó siempre a su puerta, y tuvo deseos demasiado imperiosos por lo que hoy en día llamamos sensacionalismo en literatura. Y por ello el crítico (si ha de ser más concienzudo que aquel a quien critica) no se atreve a prodigar los elogios, no sea que alguien piense que condona todo lo que hay de poco escrupuloso y de oropel en estas historias maravillosas. Debe elogiarlas en un único sentido: recomendando las menos censurables. Si alguien desea emociones, lea en circunstancias propicias El escarabajo de oro, Un descenso al Maelstrom, El tonel de amonlillado, El retrato oval y las tres narraciones de Auguste Dupin, el detective filósofo.
Si decide continuar leyendo, hágalo, pero con cautela; en estos dos volúmenes hay trampas y añagazas, asechanzas y peligros; y el lector incauto puede tropezar inopinadamente con alguna pesadilla que le costará olvidar.
Unas palabras sobre los servicios de Mr. Ingram. No hay duda que esta edición es obra de un enamorado. Esperemos que en los próximos dos volúmenes que han de completar la serie su amor y dedicación se hagan extensibles a los fragmentos en francés que Poe gustaba de intercalar en sus páginas. En los dos volúmenes que venimos comentando hay algunos errores crasos, errores que me gustaría, alguna tarde agradable, aclarar a Mr. Ingram, frente a lo que él llama, o deja que sus impresores llamen, un flacon de Clos de Vougeot.
ANEXO UN FRAGMENTO DE UNA DE LAS BELLISIMAS OBRAS DE POE
El Demonio de lo Perverso (The Imp of the Perverse) es un relato de terror del escritor norteamericano Edgar Allan Poe, publicado en 1845 en la Graham's Magazine.
El relato comienza con un sistema que Poe ya había utilizado en El entierro prematuro (The premature burial), es decir, disimular la ficción en un aparente ensayo. El narrador, y sus impulsos destructivos, aparecen bajo la forma de un demonio perverso, que tienta constantemente la voluntad de su víctima. Esta tensión entre los impulsos básicos y la razón son una constante en Edgar Allan Poe. El gato negro, El corazón delator, etc, desarrollan su trama con personajes que no pueden resistirse al llamado de la perversidad.
Poe no utiliza la palabra demonio para referirse a este rasgo macabro del inconsciente, sino Imp (la misma que utiliza Robert Stevenson en su Diablo de la botella, The bottle imp). El Imp es un ser mitológico nórdico (Ympe) que en la tradición no pasa de ser un espíritu menor. Luego, en la edad media, los Imp pasaron a ser asistentes de las brujas, bajo la forma de gatos o serpientes, y también una parte clave en la estética ambigua de las catedrales.
El demonio de lo Perverso.
The Imp of the Perverse; Edgar Allan Poe (1809-1849)
En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma humana los frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe como un sentimiento radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron también habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos pasado por alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan sólo por falta de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala. Nunca se nos ha ocurrido pensar en ella, simplemente por su gratuidad. No creímos que esa tendencia tuviera necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No podíamos entender, es decir, aunque la noción de este primum mobile se hubiese introducido por sí misma, no podíamos entender de qué modo era capaz de actuar para mover las cosas humanas, ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran medida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que el hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a dictarle propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de Jehová, construyen sobre estas intenciones sus innumerables sistemas mentales. En materia de frenología, por ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era bastante natural hacerlo), que, entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera. Asignamos, pues, a éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este órgano es el acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundo lugar, habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague la especie, descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos con la combatividad, la ídealidad, la casualidad, la constructividad, en una palabra, con todos los órganos que representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultad del puro intelecto. Y en este ordenamiento de los principios de la acción humana, los spurzheimistas, con razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han hecho sino seguir en principio los pasos de sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir del destino preconcebido del hombre y tomando como fundamento los propósitos de su Creador.
Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación (puesto que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en lo que siempre hace ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que Dios pretende obligarle a hacer: Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras? Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en sus tendencias esenciales y en las fases de la creación?
La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, como principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad a falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos, podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones llega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la frenología, tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño. Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la combatividad, pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no se manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.
Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es consentida.
Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces, energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la tarea, y en la anticipación de su magnifico resultado nuestra alma se enardece. Debe tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; ¿y por qué? No hay respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir con nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega también un indecible anhelo de postergación realmente espantosa por lo insondable.
Este anhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestra mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido, de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela, desaparece, somos libres. La antigua energía retorna.
Trabajaremos ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!
Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos quedamos.
En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una nube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra forma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoníaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un instante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición inevitable, pues la reflexión no hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo, no podemos hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.
Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible; y podríamos en verdad considerar su perversidad como una instigación directa del demonio sí no supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.
He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo explicaros por qué estoy aquí, puedo mostraros algo que tendrá, por lo menos, una débil apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no hubiera sido tan prolijo, o no me hubiérais comprendido, o, como la chusma, me hubiérais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables víctimas del demonio de la perversidad.
Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta deliberación. Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil planes porque su realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo algunas memorias francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau por obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó de inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la cama. Sabía también que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito fatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante los cuales sustituí, en el candelero de su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»
Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por mi cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la bujía fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer más real que las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen.
Pero le sucedió, por fin, una época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva. Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o más bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases triviales de una ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena o el cría de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo en voz baja la frase: Estoy a salvo.
Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de murmurar, casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les dí esta nueva forma:
-Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar abiertamente.
No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi corazón. Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito sus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para confesar el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.
Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un deseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento me abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien que pensar, en mi situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación de mi destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua lo habría hecho, pero una voz ruda resonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro.
Me volví, abrí la boca para respirar. Por un momento experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible -pensé- me golpeó con su ancha palma en la espalda. El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.
Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y apasionada prisa, como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero densas frases que me entregaban al verdugo y al infierno.
Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra desmayado. Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre! Pero, ¿dónde?
Edgar Allan Poe (1809-1849)
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