En abril de 1849, The Flag of Our Union publicó un artículo llamado Von Kempelen and his Discovery, donde se describe el extraño descubrimiento de un químico alemán: El barón Von Kempelen; quien de algún modo recuerda a los alquimistas medievales.
Edgar Allan Poe publicó su relato de este modo, sin indicaciones sobre el espíritu ficcional del texto, en una época donde la fiebre del oro comenzaba a apoderarse de muchos.
Von Kempelen y su descubrimiento.
Von Kempelen and his Discovery, Edgar Allan Poe (1809-1849)
Después del muy meticuloso y elaborado ensayo de Arago, por no hablar del artículo en Silliman’s Journal, con la detallada declaración recién publicada por Lientenant Mury, no se supondrá, desde luego, que al ofrecer unos pocos rápidos comentarios en referencia al descubrimiento de Von Kempelen, tenga yo alguna intención de abordar el tema desde un punto de vista científico. Mi objetivo es simplemente, en primer lugar, decir unas pocas palabras sobre el mismo Von Kempelen (a quien, algunos años atrás, tuve el breve honor de conocer personalmente), ya que todo lo concerniente a él necesariamente debe, en este momento, ser de interés; y, en segundo lugar, revisar de un modo general, y especulativamente, los resultados del descubrimiento.
Puede estar bien, de alguna forma, comenzar las rápidas observaciones que tengo para ofrecer, denegando, muy decididamente, lo que parece ser una impresión general (tomada, como es usual en un caso como éste, de los periódicos), a saber: que éste descubrimiento, sorprendente como incuestionablemente es, sea inesperado.
Por referencia al Diario de Sir Humphrey Davy (Cottle y Munroe, Londres, pag. 150), se verá en las pags. 53 y 82, que este ilustre químico no sólo ha concebido la idea ahora en cuestión, sino que realmente ha hecho progresos nada despreciables, experimentalmente, en el mismo exacto análisis hecho ahora realidad tan triunfalmente por Von Kempelen, quien aunque no hace la menor alusión a esto, es, sin duda (lo digo con certeza, y puedo probarlo, si es necesario), deudor del Diario al menos en el primer indicio de su propia empresa.
El párrafo del Courier and Enquirer, que está recorriendo ahora los círculos de la prensa, y que se propone reclamar la invención para un tal Sr. Kissam, de Brunswick, Maine, me parece, lo confieso, un poco apócrifo, por varias razones; aunque no hay nada imposible ni muy improbable en la afirmación que se ha hecho. No necesito entrar en detalles. Mi opinión sobre el párrafo se funda principalmente en su forma. No parece verdad. Las personas que cuentan verdades, raramente son tan específicos como el Sr. Kissam parece ser, sobre día y hora y lugar preciso. Además, si el Sr. Kissam realmente hizo el descubrimiento que dice que hizo, en la época designada –cerca de ocho años atrás– ¿Cómo es que no tomó las medidas, al instante, para sacar provecho de los inmensos beneficios que hasta el más tonto hubiera sabido que podrían haberle tocado a él, sino al mundo entero, por el descubrimiento? Me parece bastante increíble que cualquier hombre de inteligencia común pueda haber descubierto lo que el Sr. Kissam afirma haber descubierto, y más aún que posteriormente haya actuado como un bebé –como una lechuza– como el Sr. Kissam admite haber hecho. A propósito, ¿quién es el Sr. Kissam? ¿Y no es acaso el párrafo entero del ‘Courier and Enquirer’ una farsa hecha para ‘dar charla’? Debe confesarse que tiene un increíble aire a bromita pesada. Muy poca credibilidad debe dársele, en mi humilde opinión; y si yo no estuviera bien informado, por experiencia, de cuán fácilmente los hombres de ciencia son mistificados, en cuestiones fuera de sus rangos usuales de investigación, estaría profundamente sorprendido de encontrar a un químico tan eminente como al Profesor Draper, discutiendo las demandas del Sr. Kissam (¿o es el Sr. Quizzem?) por el descubrimiento, en un tono tan serio.
Pero retornando al Diario del Señor Humphrey Davy. Este folleto no fue diseñado para el ojo público, aún sobre la muerte del escritor, como cualquier persona bien entendida en la autoría puede verificar inmediatamente con la más leve inspección del estilo. En la página 13, por ejemplo, cerca de la mitad, leemos, en referencia a sus investigaciones sobre el protóxido de ázoe: En menos de medio minuto siendo la respiración continua, disminuyeron gradualmente y fueron seguidos por análoga a suave presión en todos los músculos. Cientos de instancias similares van a mostrar que el manuscrito tan inconsiderablemente publicado, era sólo un rústico libro de notas, intencionado sólo para el propio ojo del escritor, pero una inspección del folleto convencerá a casi cualquier persona pensante de la verdad de mi sugerencia. El asunto es, Sir Humphrey Davy era casi el último hombre en el mundo en enconmendarse a asuntos científicos. No sólo tenía un desagrado más que común hacia la charlatanería, sino que era mórbidamente temeroso de parecer empírico; así que, no importa cuán convencido pudiera haber estado de estar en el camino correcto sobre la materia ahora en cuestión, nunca hubiera hablado, hasta haber tenido cada cosa lista para la más práctica de las demostraciones. Realmente creo que sus últimos momentos se hubieran vuelto miserables, si pudiera haber sospechado que sus deseos de quemar éste Diario (lleno de crudas especulaciones) hubieran sido desatendidos; como, parece, fueron. Digo sus deseos, ya que él quería incluir este cuaderno de notas entre los varios papeles destinados a ser quemados, creo que de esto no caben dudas. Si escapó a las llamas para buena o para mala suerte, aún queda por verse. Que el pasaje citado arriba, con los otros similares antes referidos, le dio a Von Kempelen el asunto, no lo cuestiono en el menor grado; pero repito, aún queda por verse si este descubrimiento trascendental (trascendental bajo cualesquiera circunstancias) será a la larga para utilidad o perjuicio de la humanidad. Que Von Kempelen y sus amigos inmediatos obtendrán una rica cosecha, sería tonto dudarlo un momento. Difícilmente serán tan débiles como para no realizarse, a tiempo, mediante grandes compras de casas y tierras, con otras propiedades de intrínseco valor.
En la breve historia de Von Kempelen que apareció en el Home Journal, y ha sido desde entonces extensivamente copiada, varias malinterpretaciones del Alemán original parecen haber sido cometidas por el traductor, quien dice haber tomado el pasaje de un tardío número del Presburg ‘Schnellpost.’ ‘Viele’ ha sido evidentemente malentendido (como lo es a menudo), y lo que el traductor da por ‘aflicciones,’ es probablemente ‘lieden,’ que, en su verdadera versión, ‘sufrimientos,’ le daría una contextura completamente diferente a toda la historia; pero, por supuesto, gran parte de esto es mera conjetura, de mi parte.
Von Kempelen, sin embargo, no es en modo alguno ‘un misántropo,’ en apariencia, al menos, más allá de lo que pueda ser en realidad. Mi encuentro con él fue por entero casual; y apenas si puedo presumir de haberlo conocido; pero el haber visto y conversado con un hombre de notoriedad tan prodigiosa como la que él a obtenido, u obtendrá en unos pocos días, no es un asunto menor, por éstos tiempos.
The Literary World habla de él, con seguridad, como de un nativo de Presburg (confundido, quizás, por la historia en ‘The Home Journal’) pero me complace ser capaz de sentenciar positivamente, por haberlo obtenido de sus propios labios, que él ha nacido en Utica, en el Estado de Nueva York, aunque sus padres, creo, son descendientes de Presburg. La familia está conectada, en cierta forma, con Maelzel, recordado por el Jugador de Ajedrez autómata.
En persona, él es bajo y corpulento, con grandes, gordos, ojos azules, pelo y bigote arenoso, una boca amplia pero agradable, buenos dientes, y creo que una nariz Romana. Hay algún defecto en uno de sus pies. Su discurso es franco, y su comportamiento notable por su cordialidad. Sin embargo, él mira, habla, y actúa tan poco ‘misantrópicamente’ como cualquier hombre que haya visto. Fuimos compañeros de residencia por una semana hará unos seis años atrás, en Earl’s Hotel, en Providence, Rhode Island; y supongo que conversé con él, en varios momentos, por unas tres o cuatro horas en total. Sus temas principales eran aquellos del día, y nada de lo que me llegó de él me llevó a sospechar sus logros científicos. Dejó el hotel antes que yo, con intenciones de ir a Nueva York, y de ahí a Bremen; fue en la última ciudad que su gran descubrimiento fue hecho público por primera vez; o, mejor, fue allí que por primera vez sospechó haberlo logrado. Así principalmente es que sé personalmente sobre el ahora inmortal Von Kempelen; pero pensé que aún estos pocos detalles tendrían interés para el público.
Von Kempelen nunca había llegado a ser siquiera tolerablemente adinerado durante su residencia en Bremen; y a menudo, era bien sabido, se había tenido que recurrir a salidas extremas para acumular sumas triviales. Cuando ocurrió la gran conmoción por la falsificación en la casa de Gutsmuth & Co., la sospecha fue dirigida hacia Von Kempelen, debido a la compra de una propiedad considerable en Gasperitch Lane, y a su rechazo, al ser cuestionado, a explicar como consiguió el dinero para la compra. A la larga fue arrestado, pero nada decisivo apareció contra él, al final fue puesto en libertad.
La policía, sin embargo, mantuvo una estricta vigilancia sobre sus movimientos, y así descubrió que dejaba su casa frecuentemente, haciendo siempre el mismo camino, y dándole invariablemente a sus vigilantes una vuelta por el vecindario de ese laberinto de pasajes angostos y retorcidos conocido por el apodo de ‘Dondergat.' Finalmente, gracias a una gran perseverancia, lo rastrearon hasta un altillo de una vieja casa de siete historias, en un callejón llamado Flatzplatz, y, cayéndole sorpresivamente, lo encontraron, como imaginaron, en medio de sus maniobras de falsificación. Su agitación es representada como tan excesiva que los oficiales no tuvieron la menor duda de su culpabilidad. Después de esposarlo, revisaron su habitación, o mejor habitaciones, porque parece que ocupaba toda la mansarda.
Abriéndose en el desván donde lo atraparon, había un armario, diez pulgadas por ocho, acondicionado con algunos aparatos químicos, de los cuales aún no se ha determinado el objeto. En un esquina del armario había un incinerador muy pequeño, con un fuego encendido, y en el fuego una especie de crisol duplicado, dos crisoles conectados por un tubo. Uno de estos crisoles estaba casi lleno de plomo en estado de fusión, aunque sin alcanzar la apertura del tubo, que estaba cerca del borde. El otro crisol contenía algún líquido, que, cuando los oficiales entraron, parecía estar furiosamente disipándose en vapor. Ellos contaron que, al encontrarse atrapado, Kempelen tomó los crisoles con ambas manos (que estaban enfundadas en guantes que posteriormente resultaron ser de amianto), y tiró los contenidos en el piso embaldosado.
Fue entonces que lo esposaron; y antes de proceder a registrar los límites buscaron en su persona, pero nada inusual fue encontrado en él, exceptuando una porción de papel, en el bolsillo de su saco, conteniendo lo que posteriormente fue determinado que era una mezcla de antimonio y alguna sustancia desconocida, en casi, pero no exactamente, igual proporción. Todos los intentos por analizar la sustancia desconocida han, hasta el momento, fallado, pero de que será analizada hasta el final, no caben dudas.
Saliendo del armario con su prisionero, los oficiales pasaron a través de una especie de antecámara, en la cual ningún material fue encontrado, hasta el dormitorio del químico. Aquí registraron algunas cajas y cajones, pero sólo descubrieron unos pocos papeles, de ninguna importancia, y alguna buena moneda, plata y oro. A la larga, buscando bajo la cama, vieron un gran baúl, común, sin bisagras, pasador, o cerradura, y con la parte superior yaciendo descuidadamente sobre el fondo. En el momento de sacar el baúl de debajo de la cama, encontraron que, con sus fuerzas unidas (había tres de ellos, todos hombres fuertes), no podían ‘moverlo una pulgada.’ Muy sorprendido por ello, uno de ellos se metió debajo de la cama, y mirando dentro del baúl, dijo:
¡‘No es sorprendente que no podamos moverlo, es que está lleno de bordes de viejos pedazos de bronce!
Poniendo sus pies, ahora, contra la pared para así tener un buen apoyo, y empujando con toda su fuerza, mientras sus compañeros tiraban con las suyas, el baúl, con mucha dificultad, fue sacado de debajo de la cama, y su contenido examinado. El supuesto bronce con el cual estaba lleno estaba en pequeños, finos pedazos, variando del tamaño de una arveja al de un dólar; pero los pedazos eran de forma irregular, aunque de apariencia más o menos plana, en general, ‘muy como luce el plomo cuando es arrojado derretido sobre la tierra, y allí sufre para enfriarse.’ Entonces, ni uno de esos oficiales sospechó por un momento que este metal fuera otra cosa que bronce. La idea de que eso fuera oro nunca pasó por sus cabezas, por supuesto; ¿Cómo podría haber pasado, semejante fantasía descabellada? Y su sorpresa puede ser bien concebida, cuando al día siguiente se vino a saber, en todo Bremen, que el ‘montón de bronce’ que ellos habían acarreado tan despectivamente a la oficina de policía, sin tomarse la molestia de guardarse la menor cantidad, no sólo era oro – oro real – sino oro mucho más fino que cualquiera empleado en acuñación, de hecho, absolutamente puro, virgen, sin la más mínima mixtura apreciable.
No necesito repasar los detalles de la confesión y liberación de Von Kempelen (tan lejos como fue), ya que éstos son conocidos por el público. Que él finalmente ha realizado, en espíritu y en efecto, aunque no al pie de la letra, la vieja quimera de la piedra filosofal, ninguna persona sana tiene la libertad de dudarlo. Las opiniones de Arago merecen, por supuesto, la mayor consideración; pero de ninguna manera él es infalible; y lo que dice del bismuto, en su reporte a la Academia, debe ser tomado cum grano salis. La simple verdad es, que hasta este momento todo análisis ha fallado; y hasta Von Kempelen elige dejarnos tener la llave de su propio enigma publicado, es más que probable que el asunto quede, por años, en statu quo. Todo lo que hasta ahora se puede decir que se conozca medianamente es, que ‘el oro puro puede ser hecho a voluntad, y muy fácilmente mediante plomo en contacto con otras ciertas sustancias, de tipos y en proporciones, desconocidas.’
La especulación, por supuesto, está ocupada en lo referente a los resultados inmediatos y últimos de este descubrimiento –un descubrimiento que pocas personas pensantes vacilarán en vincular al crecido interés por el asunto del oro en general, debido a los tardíos desarrollos en California; y esta reflexión nos lleva inevitablemente a otra– la excesiva falta de oportunismo del análisis de Von Kempelen. Si muchos se previnieron de aventurarse a California, por la mera noción de que el oro disminuiría tan materialmente su valor, a cuenta de su abundancia en las minas de allí, como para aportar la especulación de que un dubitativo vaya tan lejos en su búsqueda – ¿que impresión será forjada ahora, en las mentes de quienes están a punto de emigrar, y especialmente en las mentes de quienes de hecho están en la región mineral, por el anuncio de este asombroso descubrimiento de Von Kempelen? Un descubrimiento que declara, en tantas palabras, que más allá de su utilidad intrínseca para propósitos de manufactura (lo que sea que se entienda por utilidad), el oro ahora no tiene, o al menos pronto no tendrá (porque no puede suponerse que Von Kempelen pueda retener mucho tiempo su secreto), mucho más valor que el plomo, y un valor mucho menor que la plata. Es, por cierto, excesivamente difícil especular sobre las consecuencias futuras del descubrimiento, pero una cosa puede ser sostenida positivamente – que el anuncio del descubrimiento seis meses atrás hubiera tenido una influencia material sobre la colonización de California.
En Europa, hasta ahora, los resultados más llamativos han sido una alza del doscientos por ciento en el valor del plomo, y aproximadamente veinticinco por ciento en el de la plata.
El cuento se basa, al menos en parte, en las experiencias de Poe en la universidad de Virginia; pero también en sus ulteriores inquietudes sobre el mesmerismo y el ocultismo. Un cuento de las montañas escabrosas elabora una serie de teorías, que prefiguran el interés científico por las drogas psicoactivas, e incluso la dinámica entre paciente y doctor.
Los críticos menos gentiles aducen una falta de claridad en el relato, los decididamente agresivos hablan de su falta de sofisticación. Nosotros, que poseemos ambos reflejos, nos vemos incapacitados en aplicarlo a cualquier relato de Edgar Allan Poe.
Un cuento de las Montañas Escabrosas.
A tale of the Ragged Mountains, Edgar Allan Poe (1809-1849)
Durante el otoño del año 1827, cuando yo residía cerca de Charlottesville, Virginia, casualmente conocí al señor Augusto Bedloe. Este joven caballero era notable en todos los aspectos y despertó en mí profundo interés y curiosidad. Hallé imposible comprender sus relaciones, tanto morales como físicas. Nunca averigüe de dónde venía. Hasta en su edad, aunque le llamo joven gentlerman, había algo que me asombraba en no pequeña medida. Ciertamente parecía joven, y no dejaba de hablar de su juventud, pero había momentos en los cuales yo no habría tenido el menor reparo en imaginarlo de cien años de edad, pues nada había tan peculiar como su aspecto exterior. Era singularmente alto y delgado bastante encorvado, y sus miembros resultaban excesivamente largos y enflaquecidos. Su frente, ancha y baja; su tez, del todo exangüe.
La boca, grande y flexible, y sus dientes ferozmente desiguales, aunque sanos como yo jamás había visto en cabeza humana. Sin embargo, la expresión de su sonrisa no era de ningún modo desagradable, como podría suponerse, aunque carecía de toda variación. Era una sonrisa de profunda melancolía, de permanente y molesta tristeza. Tenía unos ojos anormalmente grandes y redondos como los de un gato. También las pupilas, al menor aumento o disminución de la luz, experimentaban la misma contracción o dilatación que se observa en la familia de los felinos. En momentos de excitación, las órbitas le brillaban de un modo casi inconcebible; parecía que emitieran rayos luminosos, pero no como un reflejo, sino como sucede con una vela o con el sol. Con todo, en su estado ordinario eran tan totalmente opacas, sutiles y tontas como para transmitir la idea de un cadáver por largo tiempo enterrado.
Esos rasgos de su persona parecían causarle un gran fastidio y continuamente se refería a ellos por medio de semijustificativas excusas, que al escucharlas por vez primera me causaron muy dolorosa impresión. Sin embargo, pronto me acostumbre y mi inquietud desapareció. Más bien parecía tener el propósito de insinuar que de afirmar directamente el hecho de que físicamente no siempre había sido lo que era, y que una larga serie de ataques neurálgicos le habían reducido, de un estado de belleza poco frecuente, al que yo ahora veía. Durante muchos años había sido atendido por un médico llamado Templeton, un señor viejo de unos setenta años de edad, a quien había conocido en Saratoga y de cuyo cuidado mientras tanto recibía, o imaginaba que recibía, gran beneficio.
Permítase, en esta ocasión, la licencia de traducir un nombre propio para acercar al lector en lengua castellana a la atmósfera que quiso recrear el autor y que, entendemos, con su traducción queda más patente. El doctor Templeton había viajado mucho en su juventud, y en París se convirtió con entusiasmo en un seguidor de la doctrina de Mesmer. Sólo por medio de remedios magnéticos, había logrado aliviar los agudos dolores de su paciente, y este éxito inspiró en este último cierto grado de confianza en las opiniones que daban origen a aquellos remedios. Sin embargo, el doctor había luchado, como todos los entusiastas, para lograr una concienzuda conversión de su pupilo, y finalmente consiguió su propósito de que se sometiera a numerosos experimentos. Por una repetición frecuente de aquéllos había surgido un resultado, que desde aquellos días ha llegado a ser tan frecuente como para atraer muy poca o ninguna atención, pero que en la época sobre la cual escribo apenas se conocía en Norteamérica. Quiero decir que entre el doctor Templeton y Bedloe, poco a poco, había crecido una evidente y fuertemente acentuada conformidad o relación magnética. Sin embargo, no estoy preparado para sostener que esta afinidad se extendiese más allá de los límites del simple poder productor del sueño; pero este poder había obtenido una gran intensidad. Al principio el mesmerista, en su primer intento de producir la somnolencia magnética, fracasó por completo. En el quinto o sexto experimento, y después de largos y prolongados esfuerzos, obtuvo un éxito parcial. Sólo en el duodécimo tuvo el triunfo completo. Después de éste, la voluntad del paciente sucumbió rápidamente a la del médico, de modo que, cuando por vez primera conocí a ambos, el sueño se producía casi inmediatamente por la simple voluntad del operador, aun cuando el enfermo no se diera cuenta de su presencia. Sólo ahora, en el año 1845, cuando similares milagros son presenciados diariamente por miles de personas, me atrevo a resaltar esa aparente imposibilidad como un acto seno. El temperamento de Bedloe era en él más alto grado sensitivo, excitable y entusiasta. Su imaginación resultaba singularmente vigorosa y creadora, y sin duda esta fuerza adicional derivaba del habitual uso de la morfina, que él tomaba en gran cantidad, y sin la cual le habría resultado imposible vivir. Acostumbraba tomar una dosis muy grande inmediatamente después del desayuno, o más bien inmediatamente después de una taza de café cargado, pues él no comía nada hasta mediodía, y entonces se marchaba, solo o acompañado únicamente de su perro, a dar un largo paseo por la cadena de salvajes y tristes colinas que se extendían al oeste y sur de Charlottesville, y que son conocidas con el nombre de Ragged Mountain.
En un día oscuro, cálido y nubloso, hacia fines de noviembre, en ese interregno de las estaciones que en los Estados Unidos se llama "el Verano Indio", el señor Bedloe partió como de costumbre hacia las colinas. Pasó el día, y el señor Bedloe no regreso. Cerca de las ocho de la noche, estando bastante alarmados por su prolongada ausencia, íbamos a salir en su busca, cuando inesperadamente hizo su aparición en el mismo estado de salud que de costumbre y un humor mejor que de ordinario. El relato que nos hizo de su paseo y de los acontecimientos que le habían detenido fue, en verdad, sorprendente.
Ustedes recordarán dijo —que eran cerca de las nueve cuando dejé Charlottesville. Inmediatamente dirigí mis pasos hacia las montañas, y cerca de las diez entré en un desfiladero que era del todo nuevo para mí. Seguí las sinuosidades de aquel paso con mucho interés. El escenario que sé presentaba por todas partes, aunque no pudiera llamarse grandioso, tenía para mí un indescriptible y delicioso aspecto de triste desolación. La soledad parecía absolutamente virgen, y no pude menos de creer que los verdes céspedes y las rocas grises que pisaba nunca habían sido holladas con anterioridad por los pies de ningún ser humano. La entrada del barranco estaba tan apartada y de hecho tan inaccesible, salvo a través de una serie de desviaciones, que no es inconcebible que haya sido yo el primer aventurero, el primero y el único que haya penetrado nunca en su interior.
La densa y peculiar niebla o humo que distingue al Verano Indio, y que ahora colgaba pesadamente sobre todos los objetos, servía sin duda para ahondar las vagas impresiones que aquellos objetos creaban. Tan densa era aquella agradable niebla que yo en ninguna ocasión veía más de doce yardas por delante del camino que recorría. Esta senda era excesivamente sinuosa, y como el sol no podía verse, pronto perdí toda idea de la dirección en que viajaba. Mientras tanto, la morfina había hecho su acostumbrado efecto de revestir el mundo exterior de un muy intenso interés. En el temblar de una hoja, en el matiz de una brizna de hierba, en la forma de un trébol, en el zumbido de una abeja, en el brillo de una gota de rocío, en el soplo del viento, en los suaves olores que venían del bosque formábase un universo de sugestión, un tren de pensamientos alegres, abigarrados, rapsódicos y desordenados. Entretenido de este modo, caminé varias horas, durante las cuales la niebla se espesaba sobre mi con tal extensión que al final me vi obligado a marchar absolutamente a tientas, y entonces un indescriptible malestar se apoderó de mí. Era una especie de excitación y temblor nerviosos. Temía caminar por la posibilidad de yerme precipitado en el abismo. Recordé también extrañas historias que se contaban de aquellas Ragged Hills, y acerca de las incontables y fieras razas de hombres que habitaban sus bosques y cavernas. Un millar de vagas fantasías me oprimían y desconcertaban, tanto más desconcertantes cuanto más imprecisas eran. De pronto mi atención quedó en suspenso por el alto golpear de un tambor.
Mi sorpresa fue, naturalmente, extraordinaria. Un tambor en aquellas colinas era algo desconocido y no me hubiera dejado más sorprendido el sonido de la trompeta del Arcángel. Pero surgió una nueva y aún más pasmosa fuente de interés y perplejidad. Se oía un salvaje tintineo o sonido metálico, como si se tratara de un manojo de grandes llaves, y en aquel instante pasó a mi lado un hombre de tez oscura, medio desnudo y profiriendo alaridos. Tanto se acercó a mi persona que sentí su cálido aliento sobre mi cara. Llevaba en una mano un instrumento compuesto de una serie de anillos de acero que agitaba vigorosamente mientras corría. Apenas hubo desaparecido en la niebla, cuando jadeando detrás de él, con la boca abierta y los ojos centelleantes, se precipitó una bestia enorme. Yo no podía estar equivocado sobre su especie: era una hiena. La vista del monstruo más bien alivió que aumentó mi terror, pues entonces me convencí de que estaba soñando e hice un esfuerzo por despertar. Caminé osadamente y con rapidez hacia adelante; me froté los ojos, hablé en voz alta, me pellizqué las piernas. Una pequeña cascada de agua apareció ante mi vista y, parándome allí, me lavé las manos, la cabeza y el cuello. Esto pareció disipar las sensaciones equívocas que hasta entonces me habían asaltado. Al levantarme, creo que me sentí otro hombre y entonces proseguí firmemente y con complacencia mi desconocido camino.
Al final, muy cansado por el esfuerzo y por una cierta opresiva pesadez de la atmósfera, me senté debajo de un árbol. En aquel instante apareció un débil rayo de luz, y las sombras de las hojas de los árboles cayeron sobre la hierba débilmente, pero definidas. Miré aquella sombra durante segundos con fijeza y admiración. Su forma me llenó de atónita sorpresa. Alcé los ojos: era una palmera. Entonces me levanté apresuradamente, y en un estado de terrible agitación —pues el imaginar que soñaba no podría durarme mucho tiempo—, vi, sentí que tenía un perfecto dominio de mis sentidos, y esos sentidos traían ahora a mi alma un mundo de nuevas y singulares sensaciones. El calor, de pronto se hizo intolerable; la brisa iba cargada de un extraño olor, y un suave murmullo como el que sube de un río crecido, pero que corre suavemente, llegaba a mis oídos, mezclado con el peculiar susurro de una multitud de voces humanas.
Mientras escuchaba con la más extrema sorpresa, que prefiero no intentar describir, una fuerte y breve ráfaga de viento se llevó la niebla como por arte de magia. Me hallaba al pie de una alta montaña que dominaba una vasta llanura, por la cual corría un majestuoso río. En las márgenes de éste se elevaba una ciudad de aspecto oriental, tal como las que se describen en los cuentos de Arabia, pero de un carácter aún más singular que cualquiera de ellas. Desde mi posición, que estaba algo alejada y sobre el nivel de la ciudad, podía divisar todos los rincones y ángulos como si estuvieran dibujados sobre un mapa. Las calles parecían innumerables y se cruzaban de forma irregular en todas direcciones, siendo más bien callejones largos y sinuosos que aparecían absolutamente repletos de habitaciones. Las casas eran pintorescas. A cada lado había una profusión de balcones, de barandas, de minaretes, de hornacinas y miradores, fantásticamente esculpidos. Abundaban los bazares y en ellos había ricos objetos en infinita variedad y profusión: sedas, muselinas, resplandeciente cuchillería, magníficas joyas y piedras preciosas. Además de esto, por todas partes se veían estandartes y palanquines, literas que llevaban damas veladas, elefantes majestuosamente engualdrapados, ídolos grotescamente vestidos, tambores, banderas, batintines, lanzas, mazas plateadas y doradas, y en medio del gentío, del clamor y del tumulto y confusión generales —en medio de un millón de hombres negros y amarillos, de turbante y túnica, con las barbas flotantes —circulaba una innumerable multitud de bueyes sagrados, mientras nutridas legiones de monos inmundos pero sagrados trepaban, parloteaban y chillaban por las cornisas de las mezquitas o colgaban de los alminares y de los miradores. Desde las hormigueantes calles a la orilla del río, descendían innumerables escalinatas que llevaban a los baños, mientras el río mismo parecía hacerse paso con dificultad entre las nutridas flotas de barcos profundamente cargados que cubrían su superficie a lo largo y a lo ancho. Más allá de los límites de la ciudad se levantaban en frecuentes grupos majestuosos la palmera y el cocotero, con otros gigantescos y exóticos árboles de edad vetusta. Aquí y allá divisábase algún arrozal, alguna choza de paja de un campesino, una cisterna, un templo solitario, un campamento de gitanos o alguna graciosa doncella solitaria que marchaba con un cántaro sobre la cabeza hacia la orilla del río.
Desde luego, ustedes dirán que yo soñaba, pero no fue así. Lo que veía, lo que oía, lo que sentía, lo que pensaba no tenía nada de la inequívoca naturale.za del sueño. Todo era vigorosamente consecuente. Al principio, dudando de que estuviese realmente despierto, hice una serie de pruebas que me convencieren de lo que lo estaba realmente. Ahora bien, cuando uno sueña y dentro del sueño sospecha que está soñando, la sospecha nunca deja de confirmarse y quien sueña se levanta casi al instante. Por eso Novalis no yerra al decir que "estamos a punto de despertar cuando soñamos que soñamos". Si la visión se me hubiese presentado tal como la describo, sin la sospecha de que fuera un sueño, entonces debiera haberlo sido completamente; pero ocurriendo como sucedió, y sospechada y probada tal como lo fue, me veo forzado a clasificarla entre otros fenómenos.
—En eso no estoy seguro de que usted se equivocara —observó el doctor Templeton—; pero continué. Usted se levantó y descendió hasta la ciudad.
—Me levanté —continuó Bedloe, mirando fijamente al doctor con un aire de profunda sorpresa—, me levanté, como usted dice, y descendí a la ciudad. Por el camino me encontré entre un inmenso populacho que obstruía todas las avenidas siguiendo todos sus componentes en la misma dirección y mostrando la excitación más salvaje.
Repentinamente, y movido por algún impulso inconcebible, llegué a sentirme imbuido intensamente de un interés por lo que iba a pasar. Parecía sentir que tenía un papel importante en el juego, sin comprender exactamente de qué se trataba. Sin embargo, frente a la multitud que me rodeaba experimenté un profundo sentimiento de animosidad. Me aparté de ella y rápidamente, dando un rodeo, llegué y entré en la ciudad. Allí todo era tumulto y contienda. Un pequeño grupo de hombres, con indumentaria medio india, medio europea y mandado por caballeros de uniforme parcialmente británico, estaba combatiendo' en absoluta desigualdad con el hormigueante populacho de las avenidas. Me uní al grupo más débil, tomando las armas de un oficial caído y luché sin saber contra quién, con la nerviosa ferocidad de la desesperación.
Pronto fuimos vencidos por la masa y tuvimos que buscar refugio en una especie de quiosco. Allí nos 'atrincheramos y por el momento estuvimos seguros. Desde una tronera situada en la parte superior del quiosco vi un enorme gentío en furiosa agitación, que rodeaba y asaltaba un llamativo palacio que colgaba sobre el río. Entonces de una ventana alta del palacio se descolgó una persona de aspecto afeminado, valiéndose de una cuerda hecha con los turbantes de sus criados. En la orilla había un barco, en el cual escapó hasta la orilla opuesta del río. Entonces una nueva decisión se apoderó de mi alma. Dije algunas apresuradas palabras a mis compañeros, y habiendo logrado convencer de mi propósito a unos cuantos de ellos, hice una salida frenética del quiosco. Nos arrojamos entre la multitud que nos rodeaba. Al principio retrocedieron, se reagruparon, luchando malamente, y de nuevo volvieron a retroceder. Mientras tanto, habíamos sido arrastrados lejos del quiosco y llegamos a estar aturdidos y enredados entre las estrechas calles de altas y sobresalientes casas, en cuyos recodos el sol no había sido capaz de brillar. El gentío presionaba impetuosamente sobre nosotros, hostigándonos con sus lanzas y abrumándonos con el vuelo de sus flechas. Estas últimas eran muy notables y se parecían en algunos aspectos al cris retorcido de los malayos. Imitaban el cuerpo de una serpiente arrastrándose, y eran largas y negras, con una punta envenenada. Una de ellas me alcanzó en la sien derecha. Me tambaleé y caí al suelo. Un mareo instantáneo y terrible se apoderó de mí. Luché, emití un estertor y quedé muerto.
—Difícilmente podrá pretender ahora —dije sonriendo —que toda su aventura no fue un sueño.¿Supongo que no sostendrá que está muerto, verdad?
—Desde luego, cuando dije estas palabras esperé alguna salida graciosa por parte de Bedloe, pero para asombro mío, le vi vacilar, temblar y ponerse terriblemente pálido, guardando silencio. Miré a Templeton. Estaba sentado, tieso y rígido, en una silla, sus dientes castañeteaban y sus ojos parecían salírsele de las órbitas.
—¡Continué!— Le dijo al fin con voz ronca.
—Durante muchos minutos —siguió aquél —mi único sentimiento, mi única sensación, fue de oscuridad y vacío con la conciencia de la muerte. Finalmente, me pareció que una violenta y repentina descarga pasaba por mi alma, cual si se tratara de una descarga eléctrica. Con ella llegó el sentido de la elasticidad y de la luz. Esta última la sentí, no la vi. En un instante me pareció que me elevaba de la tierra, pero no tenía presencia corpórea, ni visible, ni audible o palpable. El gentío se había marchado, el Tumulto había cesado; la ciudad estaba en relativo reposo. Debajo de mí yacía mi cadáver, con la flecha clavada sobre la sien y la cabeza enormemente hinchada y desfigurada. Pero todas aquellas cosas las sentía en vez de verlas.
—Nada me interesaba. Hasta el cadáver parecía algo que no me concernía. No tenía voluntad, pero sentía un impulso que me obligaba a moverme y volé ligeramente fuera de la ciudad, por el mismo camino sinuoso que había recorrido al entrar. Cuando hube alcanzado el punto del barranco donde había encontrado a la hiena, nuevamente experimenté una sacudida como de una pila galvánica, recobrando la sensación de peso, voluntad y materia. Recobré mi propio ser original y dirigí con apresuramiento mis pasos hacia casa; pero el pasado no había perdido la vivacidad de lo real, y ni siquiera ahora, por un instante, logro obligar a mi mente a considerar todo aquello como un sueño.
—No lo fue —dijo Templeton, con un aire de profunda solemnidad—, aunque sería difícil resolver la manera de calificarlo. Sólo presumamos que la mente del hombre de hoy está al borde de ciertos estupendos descubrimientos psíquicos. Con formémonos con esta suposición. En cuanto al resto, he de dar algunas explicaciones. Aquí tienen una acuarela que yo les hubiera mostrado antes si un inexplicable sentimiento de temor no me hubiera impedido hacerlo.
Observamos el cuadro que nos presentaba. No vimos en él nada de extraordinario, pero su efecto sobre Bedloe fue prodigioso. Casi se desmayó al verlo, y eso que no era sino un retrato en miniatura —de milagroso parecido, eso sí —que reproducía con absoluta fidelidad sus rasgos característicos. Al menos eso pense.
—Ustedes pueden observar —dijo Templeton —que la fecha de este retrato está aquí, apenas visible, en esta esquina: 1780. El retrato fue hecho ese año; pertenece a un amigo muerto, un tal señor Oldeb, con quien llegué a tener gran intimidad en Calcuta durante el gobierno de Warren Hasting. Entonces yo sólo tenía veinte años. Cuando lo vi a usted por vez primera, señor Bedloe, en Saratoga, la milagrosa semejanza entre usted y el cuadro me indujeron a abordarle, a buscar su amistad, y a conseguir lo necesario para llegar a ser su constante compañero. Con el fin de llevar a cabo este propósito, me impulsó parcialmente, de manera esencial, el recuerdo lleno de pena del difunto, pero bien, en parte, una inquieta curiosidad hacia usted mismo, no exenta de sentimientos pavorosos.
—En los detalles de la visión que presentó usted en las colinas ha descrito con la más minuciosa exactitud la ciudad india de Benarés, sobre el Río Sagrado. Los motines, el combate, la matanza fueron acontecimientos reales de la insurrección de Cheyte Sing, que tuvo lugar en 1780, cuando Hasting estuvo a punto de perder la vida. El hombre que escapó por la cuerda confeccionada con los turbantes fue el mismo Cheyte Sing. El grupo del quiosco eran cipayos y oficiales británicos, capitaneados por Hastings. Yo fui uno de los integrantes de este grupo, e hice cuanto pude por impedir la embestida y fatal salida del oficial que cayó en las callejuelas atestadas por la flecha envenenada de un bengalés. Aquel oficial era mi amigo más querido. Se trataba de Oldeb. Ustedes adivinarán por estas notas (en este momento, el narrador nos enseñó una libreta en la cual varias páginas parecían haber sido escritas recientemente) que en el mismo momento en que a usted, Bedloe, le sucedían esas cosas en medio de las montañas, yo me dedicaba aquí, en casa, a deleitarlas en estas páginas.
—Una semana después de esta conversación apareció en un periódico de Charlottesville la siguiente nota: "Tenemos el penoso deber de anunciar la muerte del señor Augusto Bedloe, un caballero cuyas buenas maneras y numerosas virtudes durante largo tiempo, le han valido el afecto de las gentes de Charlottesville.
Desde hace algunos años, el señor Bedloe ha padecido de neuralgias, que frecuentemente le amenazaron con terminar fatalmente; pero esto sólo puede ser considerado como la causa parcial de su muerte. La causa auténtica ofreció una especial singularidad. En una excursión a las Montañas Ragged, hace unos días, contrajo un ligero enfriamiento que le produjo una congestión en la cabeza. Para aliviar esto, el señor Templeton recurrió al uso frecuente de la sangría. Se le aplicaron sanguijuelas en las sienes, pero en un terrible y breve período el paciente murió, descubriéndose que en el tarro que contenía las sanguijuelas había sido introducida por accidente una de las sanguijuelas vermiculares venenosas que de vez en cuando se encuentran en las charcas de los alrededores. Este anélido se adhirió sobre una pequeña vena en la sien derecha, y su absoluta semejanza con las sanguijuelas medicinales hizo que el error se descubriese cuando era demasiado tarde.
Estaba yo hablando con el director del periódico en cuestión sobre este notable accidente, cuando se me ocurrió preguntar por qué el nombre del difunto había aparecido como Bedlo.—supongo dije —que usted tiene la suficiente autoridad como para emplear esa ortografía, pero yo siempre había supuesto que el nombre debía escribirse con una "e" al final.
—¡Autoridad! ¡No! —contestó él—. Sólo una simple errata tipográfica. El nombre es Bedloe, con una e final. Todo el mundo lo sabe y nunca en mi vida lo vi escribir de otro modo.
—Entonces —dije yo entre dientes, mientras daba media vuelta —sucede de hecho que una verdad es más extraña que cualquier ficción. Bedloe sin la "e" final no es sino Oldeb al revés... ¡Y este nombre me dice que se trata de un error tipográfico!
Metzengerstein utiliza los tópicos clásicos de la novela gótica, comprimiendo y exagerando algunos matices. De hecho, esta amplificación ha generado serios debates entre los críticos más sesudos y constipados. Pero lo cierto es que nadie sabe si Metzengerstein es una sátira sobre el relato gótico, o un exceso de solemnidad de parte de Edgar Allan Poe.
Metzengerstein.
Metzangerstein, Edgar Allan Poe (1809-1849)
Pestis eram vivus
moriens tua mor ero.
Martín Lutero.
El horror y la fatalidad han estado al acecho en todas las edades. ¿Para qué, entonces, atribuir una fecha a la historia que he de contar? Baste decir que en la época de que hablo existía en el interior de Hungría una firme aunque oculta creencia en las doctrinas de la metempsícosis. Nada diré de las doctrinas mismas, de su falsedad o su probabilidad. Afirmo, sin embargo, que mucha de nuestra incredulidad (como lo dísela Bruyére de nuestra infelicidad) vient de ne pouvoir étre seuls.
Pero, en algunos puntos, la superstición húngara se aproximaba mucho a lo absurdo. Diferían en esto por completo de sus autoridades orientales. He aquí un ejemplo: El alma —afirmaban (según lo hace notar un agudo e inteligente parisiense)—nedemeure qu'une seule fois dans un corps sensible: au reste, un cheval, un chien, un homme méme, n'est que la ressemblance peu tangible de ces animaux.
Las familias de Berlifitzing y Metzengerstein hallábanse enemistadas desde hacía siglos. Jamás hubo dos casas tan ilustres separadas por una hostilidad tan letal. El origen de aquel odio parecía residir en las palabras de una antigua profecía: «Un augusto nombre sufrirá una terrible caída cuando, como el jinete en su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad de Berlifitzing».
Las palabras en sí significaban poco o nada. Pero causas aún más triviales han tenido —y no hace mucho— consecuencias memorables. Además, los dominios de las casas rivales eran contiguos y ejercían desde hacía mucho una influencia rival en los negocios del Gobierno. Los vecinos inmediatos son pocas veces amigos, y los habitantes del castillo de Berlifitzing podían contemplar, desde sus encumbrados contrafuertes, las ventanas del palacio de Metzengerstein. La más que feudal magnificencia de este último se prestaba muy poco a mitigar los irritables sentimientos de los Berlifitzing, menos antiguos y menos acaudalados. ¿Cómo maravillarse entonces de que las tontas palabras de una profecía lograran hacer estallar y mantener vivo el antagonismo entre dos familias ya predispuestas a querellarse por todas las razones de un orgullo hereditario?
La profecía parecía entrañar —si entrañaba alguna cosa— el triunfo final de la casa más poderosa, y los más débiles y menos influyentes la recordaban con amargo resentimiento. Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de augusta ascendencia, era, en el tiempo de nuestra narración, un anciano inválido y chocho que sólo se hacía notar por una excesiva cuanto inveterada antipatía personal hacia la familia de su rival, y por un amor apasionado hacia la equitación y la caza, a cuyos peligros ni sus achaques corporales ni su incapacidad mental le impedían dedicarse diariamente. Frederick, barón de Metzengerstein, no había llegado, en cambio a la mayoría de edad. Su padre, el ministro G..., había muerto joven, y su madre, lady Mary, lo siguió muy pronto. En aquellos días, Frederick tenía dieciocho años. No es ésta mucha edad en las ciudades; pero en una soledad, y en una soledad tan magnífica como la de aquel antiguo principado, el péndulo vibra con un sentido más profundo.
Debido a las peculiares circunstancias que rodeaban la administración de su padre, el joven barón heredó sus vastas posesiones inmediatamente después de muerto aquél. Pocas veces se había visto a un noble húngaro dueño de semejantes bienes. Sus castillos eran incontables. El más esplendoroso, el más amplio era el palacio Metzengerstein. La línea limítrofe de sus dominios no había sido trazada nunca claramente, pero su parque principal comprendía un circuito de cincuenta millas. En un hombre tan joven, cuyo carácter era ya de sobra conocido, semejante herencia permitía prever fácilmente su conducta venidera. En efecto, durante los tres primeros días, el comportamiento del heredero sobrepasó todo lo imaginable y excediólas esperanzas de sus más entusiastas admiradores. Vergonzosas orgías, flagrantes traiciones, atrocidades inauditas, hicieron comprender rápidamente a sus temblorosos vasallos que ninguna sumisión servil de su parte y ningún resto de conciencia por parte del amo proporcionarían en adelante garantía alguna contra las garras despiadadas de aquel pequeño Calígula. Durante la noche del cuarto día estalló un incendio en las caballerizas del castillo de Berlifitzing, y la opinión unánime agregó la acusación de incendiario a la ya horrorosa lista de los delitos y enormidades del barón.
Empero, durante el tumulto ocasionado por lo sucedido, el joven aristócrata hallábase aparentemente sumergido en la meditación en un vasto y desolado aposento del palacio solariego de Metzengerstein. Las ricas aunque desvaídas colgaderas que cubrían lúgubremente las paredes representaban imágenes sombrías y majestuosas de mil ilustres antepasados. Aquí, sacerdotes de manto de armiño y dignatarios pontificios, familiarmente sentados junto al autócrata y al soberano, oponían su veto a los deseos de un rey temporal, o contenían con el fiat de la supremacía papal el cetro rebelde del archienemigo. Allí, las atezadas y gigantescas figuras de los príncipes de Metzengerstein, montados en robustos corceles de guerra, que pisoteaban al enemigo caído, hacían sobresaltar al más sereno contemplador con su expresión vigorosa; otra vez aquí, las figuras voluptuosas, como de cisnes, de las damas de antaño, flotaban en el laberinto de una danza irreal, al compás de una imaginaria melodía.
Pero mientras el barón escuchaba o fingía escuchar el creciente tumulto en las caballerizas de Berlifitzing —y quizá meditaba algún nuevo acto, aún más audaz—, sus ojos se volvían distraídamente hacia la imagen de un enorme caballo, pintado con un color que no era natural, y que aparecía en las tapicerías como perteneciente a un sarraceno, antecesor de la familia de su rival. En el fondo de la escena, el caballo permanecía inmóvil y estatuario, mientras aún más lejos su derribado jinete perecía bajo el puñal de un Metzengerstein.
En los labios de Frederick se dibujó una diabólica sonrisa, al darse cuenta de lo que sus ojos habían estado contemplando inconscientemente. No pudo, sin embargo, apartarlos de allí. Antes bien, una ansiedad inexplicable pareció caer cerro un velo fúnebre sobre sus sentidos. Le resultaba difícil conciliar sus soñolientas e incoherentes sensaciones con la certidumbre de estar despierto. Cuanto más miraba, más absorbente se hacía aquel encantamiento y más imposible parecía que alguna vez pudiera alejar sus ojos de la fascinación de aquella tapicería. Pero como afuera el tumulto era cada vez más violento, logró, por fin, concentrar penosamente su atención en los rojizos resplandores que las incendiadas caballerizas proyectaban, sobre las ventanas del aposento.
Con todo, su nueva actitud no duró mucho y sus ojos volvieron a posarse mecánicamente en el muro. Para su indescriptible horror y asombro, la cabeza del gigantesco corcel parecía haber cambiado, entretanto, de posición. El cuello del animal, antes arqueado como si la compasión lo hiciera inclinarse sobre el postrado cuerpo de su amo, tendíase ahora en dirección al barón. Los ojos, antes invisibles, mostraban una expresión enérgica y humana, brillando con un extraño resplandor rojizo como de fuego; y los abiertos belfos de aquel caballo, aparentemente enfurecido, dejaban a la vista sus sepulcrales y repugnantes dientes.
Estupefacto de terror, el joven aristócrata se encaminó, tambaleante, hacia la puerta. En el momento de abrirla, un destello de luz roja, inundando el aposento, proyectó claramente su sombra contra la temblorosa tapicería, y Frederick se estremeció al percibir que aquella sombra (mientras él permanecía titubeando en el umbral) asumía la exacta posición y llenaba completamente el contorno del triunfante matador del sarraceno Berlifitzing. Para calmar la depresión de su espíritu, el barón corrió al aire libre. En la puerta principal del palacio encontró a tres escuderos. Con gran dificultad, y a riesgo de sus vidas, los hombres trataban de calmar los convulsivos saltos de un gigantesco caballo de color de fuego.
—¿De quién es este caballo? ¿Dónde lo encontrasteis? —demandó el joven, con voz tan sombría como colérica, al darse cuenta de que el misterioso corcel de la tapicería era la réplica exacta del furioso animal que estaba contemplando.
—Es vuestro, sire —repuso uno de los escuderos—, o, por lo menos, no sabemos que nadie lo reclame. Lo atrapamos cuando huía, echando humo y espumante de rabia, de las caballerizas incendiadas del conde de Berlifitzing. Suponiendo que era uno de los caballos extranjeros del conde, fuimos a devolverlo a sus hombres. Pero éstos negaron haber visto nunca al animal, lo cual es raro, pues bien se ve que escapó por muy poco de perecer en las llamas.
—Las letras W. V. B. están claramente marcadas en su frente —interrumpió otro escudero—. Como es natural, pensamos que eran las iniciales de Wilhelm Von Berlifitzing, pero en el castillo insisten en negar que el caballo les pertenezca.
—¡Extraño, muy extraño! —dijo el joven barón con aire pensativo, y sin cuidarse, al parecer, del sentido de sus palabras—. En efecto, es un caballo notable, un caballo prodigioso... aunque, como observáis justamente, tan peligroso como intratable... Pues bien, dejádmelo —agregó, luego de una pausa—. Quizá un jinete como Frederick de Metzengerstein sepa domar hasta el diablo de las caballerizas de Berlifitzing.
—Os engañáis, señor; este caballo, como creo haberos dicho, no proviene de las caballadas del conde. Si tal hubiera sido el caso, conocemos demasiado bien nuestro deber para traerlo a presencia de alguien de vuestra familia.
—¡Cierto! —observó secamente el barón.
En ese mismo instante, uno de los pajes de su antecámara vino corriendo desde el palacio, con el rostro empurpurado. Habló al oído de su amo para informarle de la repentina desaparición de una pequeña parte de las tapicerías en cierto aposento, y agregó numerosos detalles tan precisos como completos. Como hablaba en voz muy baja, la excitada curiosidad de los escuderos quedó insatisfecha. Mientras duró el relato del paje, el joven Frederick pareció agitado por encontradas emociones. Pronto, sin embargo, recobró la compostura, y mientras se difundía en su rostro una expresión de resuelta malignidad, dio perentorias órdenes para que el aposento en cuestión fuera inmediatamente cerrado y se le entregara al punto la llave.
—¿Habéis oído la noticia de la lamentable muerte del viejo cazador Berlifitzing?— dijo uno de sus vasallos al barón, quien después de la partida del paje seguía mirándolos botes y las arremetidas del enorme caballo que acababa de adoptar como suyo, i.e. redoblaba su furia mientras lo llevaban por la larga avenida que unía el palacio con las caballerizas de los Metzengerstein.
—¡No! —exclamó el barón, volviéndose bruscamente hacia el que había hablado—.¿Muerto, dices?
—Por cierto que sí, sire, y pienso que para el noble que ostenta vuestro nombre no será una noticia desagradable.
Una rápida sonrisa pasó por el rostro del barón.
—¿Cómo murió?
—Entre las llamas, esforzándose por salvar una parte de sus caballos de caza favoritos.
—¡Re ...al...mente! —exclamó el barón, pronunciando cada sílaba como si una apasionante idea se apoderara en ese momento de él.
—¡Realmente! —repitió el vasallo.
—¡Terrible! —dijo serenamente el joven, y se volvió en silencio al palacio.
Desde aquel día, una notable alteración se manifestó en la conducta exterior del disoluto barón Frederick de Metzengerstein. Su comportamiento decepcionó todas las expectativas, y se mostró en completo desacuerdo con las esperanzas de muchas damas, madres de hijas casaderas; al mismo tiempo, sus hábitos y manera de ser siguieron diferenciándose más que nunca de los de la aristocracia circundante. Jamás se le veía fuera de los límites de sus dominios, y en aquellas vastas extensiones parecía andar sin un solo amigo —a menos que aquel extraño, impetuoso corcel de ígneo color, que montaba continuamente, tuviera algún misterioso derecho a ser considerado como su amigo.
Durante largo tiempo, empero, llegaron a palacio las invitaciones de los nobles vinculados con su casa. «¿Honrará el barón nuestras fiestas con su presencia?» «¿Vendrá el barón a cazar con nosotros el jabalí?» Las altaneras y lacónicas respuestas eran siempre: «Metzengerstein no irá a la caza», o «Metzengerstein no concurrirá». Aquellos repetidos insultos no podían ser tolerados por una aristocracia igualmente altiva. Las invitaciones se hicieron menos cordiales y frecuentes, hasta que cesaron por completo. Incluso se oyó a la viuda del infortunado conde Berlifitzing expresar la esperanza de que «el barón tuviera que quedarse en su casa cuando no deseara estar en ella, ya que desdeñaba la sociedad de sus pares, y que cabalgara cuando no quisiera cabalgar, puesto que prefería la compañía de un caballo». Aquellas palabras eran sólo el estallido de un rencor hereditario, y servían apenas para probar el poco sentido que tienen nuestras frases cuando queremos que sean especialmente enérgicas.
Los más caritativos, sin embargo, atribuían aquel cambio en la conducta del joven noble a la natural tristeza de un hijo por la prematura pérdida de sus padres; ni que decir que echaban al olvido su odiosa y desatada conducta en el breve período inmediato a aquellas muertes. No faltaban quienes presumían en el barón un concepto excesivamente altanero de la dignidad. Otros —entre los cuales cabe mencionar al médico de la familia— no vacilaban en hablar de una melancolía morbosa y mala salud hereditaria; mientras la multitud hacía correr oscuros rumores de naturaleza aún más equívoca.
Por cierto que el obstinado afecto del joven hacia aquel caballo de reciente adquisición —afecto que parecía acendrarse a cada nueva prueba que daba el animal de sus Broces y demoníacas tendencias terminó por parecer tan odioso como anormal aojos de todos los hombres de buen sentido. Bajo el resplandor del mediodía, en la oscuridad nocturna, enfermo o sano, con buen tiempo o en plena tempestad, el joven Metzengerstein parecía clavado en la montura del colosal caballo, cuya intratable fiereza se acordaba tan bien con su propia manera de ser. Agregábanse además ciertas circunstancias que, unidas a los últimos sucesos, conferían un carácter extraterreno y portentoso a la manía del jinete y a las posibilidades del caballo. Habíase medido cuidadosamente la longitud de alguno de sus saltos, que excedían de manera asombrosa las más descabelladas conjeturas. El barón no había dado ningún nombre a su caballo, a pesar de que todos los otros de su propiedad los tenían. Su caballeriza, además, fue instalada lejos de las otras, y sólo su amo osaba penetrar allí y acercarse al animal para darle de comer y ocuparse de su cuidado. Era asimismo de observar que, aunque los tres escuderos que se habían apoderado del caballo cuando escapaba del incendio en la casa de los Berlifitzing, lo habían contenido por medio de una cadena y un lazo, ninguno podía afirmar con certeza que en el curso de la peligrosa lucha, o en algún momento más tarde, hubiera apoyado la mano en el cuerpo de la bestia. Si bien los casos de inteligencia extraordinaria en la conducta de un caballo lleno de bríos no tienen por qué provocar una atención fuera de lo común, ciertas circunstancias se imponían por la fuerza aun a los más escépticos y flemáticos; se afirmó incluso que en ciertas ocasiones la boquiabierta multitud que contemplaba a aquel animal había retrocedido horrorizada ante el profundo e impresionante significado de la terrible apariencia del corcel; ciertas ocasiones en que aun el joven Metzengerstein palidecía y se echaba atrás, evitando la viva, la interrogante mirada de aquellos ojos que parecían humanos.
Empero, en el séquito del barón nadie ponía en duda el ardoroso extraordinario efecto que las fogosas características de su caballo provocaban en el joven aristócrata; nadie, a menos que mencionemos a un insignificante pajecillo contrahecho, que interponía su fealdad en todas partes y cuyas opiniones carecían por completo de importancia. Este paje (si vale la pena mencionarlo) tenía el descaro de afirmar que su amo jamás se instalaba en la montura sin un estremecimiento tan imperceptible como inexplicable, y que al volver de sus largas y habituales cabalgatas, cada rasgo de su rostro aparecía deformado por una expresión de triunfante malignidad.
Una noche tempestuosa, al despertar de un pesado sueño, Metzengerstein bajó como un maníaco de su aposento y, montando a caballo con extraordinaria prisa, sé lanzó a las profundidades de la floresta. Una conducta tan habitual en él no llamó especialmente la atención, pero sus domésticos esperaron con intensa ansiedad su retorno cuando, después de algunas horas de ausencia, las murallas del magnífico y suntuoso palacio de los Metzengerstein comenzaron a agrietarse y a temblar hasta sus cimientos, envueltas en la furia ingobernable de un incendio.
Aquellas lívidas y densas llamaradas fueron descubiertas demasiado tarde; tan terrible era su avance que, comprendiendo la imposibilidad de salvar la menor parte del edificio, la muchedumbre se concentró cerca del mismo, envuelta en silencioso y patético asombro. Pero pronto un nuevo y espantoso suceso reclamó el interés de la multitud, probando cuánto más intensa es la excitación que provoca la contemplación del sufrimiento humano, que los más espantosos espectáculos que pueda proporcionarla materia inanimada.
Por la larga avenida de antiguos robles que llegaba desde la floresta a la entrada principal del palacio se vio venir un caballo dando enormes saltos, semejante al verdadero Demonio de la Tempestad, y sobre el cual había un jinete sin sombrero y con las ropas revueltas. Veíase claramente que aquella carrera no dependía de la voluntad del caballero. La agonía que se reflejaba en su rostro, la convulsiva lucha de todo su cuerpo, daban pruebas de sus esfuerzos sobrehumanos; pero ningún sonido, salvo un solo alarido, escapó de sus lacerados labios, que se había mordido una y otra vez en la intensidad de su terror. Transcurrió un instante, y el resonar de los cascos se oyó clara y agudamente sobre el rugir de las llamas y el aullar de los vientos; pasó otro instante y, con un sólo salto que le hizo franquear el portón y el foso, el corcel penetró en la escalinata del palacio llevando siempre a su jinete y desapareciendo en el torbellino de aquel caótico fuego.
La furia de la tempestad cesó de inmediato, siendo sucedida por una profunda y sorda calma. Blancas llamas envolvían aún el palacio como una mortaja, mientras en la serena atmósfera brillaba un resplandor sobrenatural que llegaba hasta muy lejos; entonces una nube de humo se posó pesadamente sobre las murallas, mostrando distintamente la colosal figura de... un caballo.
Edgar Allan Poe (1809-1849)
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