martes, 17 de noviembre de 2009

SUCULENTOS RELATOS DE TERRO DE CHARLES NODIER


El espectro de Olivier (Le spectre d'Olivier) es un relato de fantasmas del escritor francés Charles Nodier, publicado en 1822.




Posiblemente este sea el cuento que más trascendió de aquella discreta antología de Nodier, Infernalia. Sus apariciones y espectros (hay una diferencia, tan clara como indefinible) tienen las texturas del romanticismo, de manera que estos fantasmas terminan encarnando más una ideología, una manera de sentir el arte y la vida, que el horror que uno ingenuamente le atribuye a los espíritus.









El espectro de Olivier.

Le spectre d'Olivier, Charles Nodier (1780-1844)





Olivier Prévillars y Baudouin Vertolon, nacidos los dos en la ciudad de Caen, estaban unidos desde la infancia por la más estrecha amistad. Eran más o menos de la misma edad, sus padres eran vecinos; todo contribuía a hacer duradera la amistad que se profesaban.



Un día, en una exaltación de sentimiento bastante común en la primera juventud, se prometieron no olvidarse jamás, e incluso llegaron a jurar que el que muriese primero iría al instante a ver al otro para no abandonarle. Escribieron y firmaron este juramento con su propia sangre.



Pero pronto los inseparables (pues era así como les llamaban) se vieron forzados a alejarse uno del otro; tenían entonces diecinueve años. Olivier, que era hijo único, se quedó en Caén para secundar a su padre en las tareas del comercio; Baudouin fue enviado a París para estudiar derecho, pues su padre le destinaba a la abogacía. Se puede imaginar fácilmente el dolor que esta separación causó a los dos amigos. Se despidieron de la forma más afectuosa, renovaron su promesa y volvieron a escribir un nuevo juramento de reunirse, incluso después de la muerte, si el cielo quería permitirlo. Al día siguiente, Baudouin partió hacia París.



Pasaron cinco años en perfecta tranquilidad; Baudouin había realizado los más rápidos progresos en el estudio de las leyes y ya se encontraba en el grupo más distinguido de jóvenes abogados. Los dos amigos mantenían una correspondencia continuada y seguían comunicándose todas sus acciones y sentimientos. Finalmente, Olivier escribió a su amigo que iba a casarse con la joven Apolline de Lalonde, que este matrimonio colmaba sus deseos, que necesitaba hacer un viaje a París para coger algunos papeles importantes y que tendría la dicha de volver a Caen con su querido amigo Baudouin para hacerle testigo de su himeneo. Anunciaba que llegaría en unos días a París, en coche público.



Baudouin, ilusionado con la esperanza de volver a ver a Olivier, se dirigió el día señalado a la parada de coches, pero no encontró a su amigo. Un día, dos días pasaron; finalmente, al cuarto día, Baudouin recorrió un buen trecho por el camino de Caen, al encuentro de la diligencia. La halló por fin, y cuando estaba a una distancia conveniente, vio con toda claridad a Olivier en la puerta del coche, extremadamente pálido, vestido con un traje de tela verde, adornado con un pequeño galón dorado y con un sombrero que le cubría los ojos. El coche pasó muy rápido, pero Baudouin oyó a Olivier que le decía, saludándole con la mano: —Me encontrarás en tu casa.— El joven abogado siguió al coche y llegó a la oficina poco tiempo después. Al no encontrar a Olivier, preguntó a los viajeros dónde estaba el joven que le había saludado en el campo y le había hablado; pero nadie pudo comprender nada de sus preguntas: en vano describió la figura y la ropa de la persona que buscaba; no habían visto en el coche ningún hombre con traje verde. El conductor de la diligencia quiso saber el nombre de la persona por quien preguntaban; al oír el nombre de Olivier Prévillars, respondió que no estaba en la lista, pero que lo conocía muy bien, que era el joven más amable de Caen, que cuando se despidió de él se encontraba con buena salud y que llegaría a París dentro de tres días como muy tarde.



Después de estas aclaraciones, Baudouin se retiró, no sabiendo qué pensar de aquel suceso. Al volver a casa, preguntó a su doméstico si había venido alguien. El doméstico respondió que no. Entonces Baudouin entró solo en el dormitorio, con una candela en la mano, pues empezaba a oscurecer. Después de haber cerrado la puerta, divisó junto a la chimenea al hombre vestido de verde; estaba sentado y no se le podía ver la cara. Baudouin se acerca y dirige la candela hacia el desconocido, quien, tras levantar súbitamente un ojo inmóvil y descubriendo el pecho agujereado por veinte puñaladas, le dice con voz sombría: —Soy yo, Baudouin, soy tu amigo Olivier, que fiel a su juramento... —Al oír estas palabras, Baudouin lanza un grito y cae desvanecido.



El doméstico acude al oír el ruido de la caída y le hace volver en sí a fuerza de procurarle cuidados. Al abrir los ojos, Baudouin divisa otra vez a Olivier y se lo señala a su criado; éste dice que no ve a nadie. Baudouin le ordena sentarse en la silla donde está Olivier; el doméstico obedece como si no hubiera nadie en el asiento, y la sombra parece que sigue allí todavía... Entonces Baudouin, totalmente recuperado, ordena a su criado que se vaya y, acercándose a Olivier, le dice: —Perdona, ¡oh, amigo mío!, que no me haya dominado cuando tu aparición súbita e imprevista me sobrecogió.



Olivier se puso de pie y le respondió: —¿Has olvidado entonces tu juramento de amistad, o lo has considerado de un modo frívolo? No, Baudouin, este sagrado juramento fue escrito y ratificado en el cielo, el cual me permite cumplirlo. Ya no soy. ¡Oh, mi querido Baudouin, un crimen abominable ha separado mi alma de los lazos que la unían al cuerpo! Que mi presencia deje de ser un motivo de espanto para ti. De día, de noche, en todo tiempo, en todo lugar, el alma de Olivier será la fiel compañera del virtuoso Baudouin. Ella será su guía, su apoyo y su intermediario entre el creador y él. Pero ese Dios que protege la virtud no quiere que el crimen quede impune. Y este crimen, del cual soy yo la víctima, grita venganza. Mi sangre, que todavía está caliente, ha subido con mi alma hasta el trono del eterno. Él ha ratificado nuestro juramento, él te ha escogido para que me vengues. Partamos.



Baudouin permaneció algunos minutos sin responder; la palidez del fantasma, su ojo fijo y muerto, su inmovilidad petrificante, su pecho acribillado a puñaladas, su tono sepulcral; todo su aspecto, en fin, inspiraba terror; y el joven abogado no podía evitar el espanto. Pero después de haberse asegurado, rezando una corta oración, de que lo que estaba viendo no era el demonio, se decidió a seguir al fantasma y a hacer todo lo que le dijese.



En consecuencia, obedeciendo las órdenes de Olivier, Baudouin cogió algo de dinero, corrió a alquilar una silla de posta y, seguido por su doméstico, partió en ese momento hacia Caen. El criado iba a caballo detrás de la silla, y el fantasma había ocupado un sitio en el interior, siempre invisible para otro que no fuera Baudouin. Durante el viaje, Olivier se entretenía con su amigo, a quien adivinaba los más secretos pensamientos; respondía a las objeciones que se hacía interiormente sobre este sorprendente prodigio; le tranquilizaba y le invitaba a que le considerase un seguro y fiel guardián. Finalmente logró desterrar el espanto que su presencia le había inspirado al principio.



Al llegar a Caen, la familia de Baudouin, que ya se sentía orgullosa de su trabajo, le recibió con entusiasmo; como era un poco tarde, dejaron para el día siguiente las aclaraciones y preguntas; Baudouin se retiró a su habitación y Olivier le invitó a descansar mientras le decía que iba a aprovechar su sueño para explicarle la conspiración de la que había sido víctima. Baudouin se durmió, y esto es lo que el alma de Olivier le dijo:



—Conociste antes de tu partida a la bella Apolline de Lalonde, que sólo tenía entonces catorce años. La misma saeta nos hirió a los dos; pero viendo hasta qué punto estaba yo enamorado, combatiste tu amor y, manteniendo en silencio tus sentimientos, te fuiste, prefiriendo nuestra amistad sobre todo lo demás. Los años pasaron, fui amado, y ya me iba a convertir en el feliz esposo de Apolline, cuando ayer, en el momento en que iba a partir para traerte a Caen, fui asesinado por Lalonde, el indigno hermano de Apolline, y por el infame Piétreville, quien pretendía su mano. Los monstruos me invitaron, cuando iba a partir, a una pequeña fiesta que debía celebrarse en Colombelle; me propusieron después acompañarme un trecho. Salimos, y ya no me encuentro entre los vivos. A la misma hora en que tú me divisaste en el camino, los desgraciados acababan de asesinarme de la forma más atroz.



»Esto es lo que debes hacer para vengarme. Mañana, ve a casa de mis padres y después a la de los de Apolline; invítales, así como a Piétreville, a una fiesta que vas a dar para celebrar tu regreso. El lugar será Colombelle, obtendrás su consentimiento para pasado mañana y fingirás una alegría muy grande. Ya te daré instrucciones más tarde sobre el resto.



La sombra se calló. Baudouin durmió plácidamente; al día siguiente ejecutó el plan trazado por Olivier, Todo el mundo aceptó la invitación y fueron a Colombelle. Los convidados eran treinta. La comida fue espléndida y alegre; Piétreville y Lalonde se divertían mucho. Sólo Baudouin estaba sumido en la ansiedad al no recibir ninguna orden de la sombra, presente siempre a sus ojos. A los postres, Lalonde se levantó y reclamó silencio para leer una carta sellada que Olivier le había entregado, en presencia de Piétreville, según decía, el día de su partida con la orden terminante de abrirla tres días después y en presencia de testigos. Esto es lo que contenía:



En el momento de partir, tal vez para no volver nunca más a mi patria, es necesario, mi querido Lalonde, que te descubra la verdadera causa de mi marcha. Habría sido muy grato haberte llamado hermano mío, pero hace pocos días he conquistado a una joven, por la que siento una atracción irresistible; con ella voy a reunirme en París para seguirla donde el amor nos conduzca. Presenta mis excusas a tu hermana, de quien me siento indigno. Su venganza está en sus manos: he podido entrever que Piétreville la ama; él la merece más que yo.»

Olivier.



Todos quedaron mudos y estupefactos tras la lectura de la carta. Baudouin vio a Olivier agitarse violentamente. La carta pasó de mano en mano; todos reconocieron la letra y la firma de Olivier. Baudouin quiso asegurarse a su vez, pero se la arrancaron de las manos. La carta se mantuvo algunos momentos en el aire y salió en dirección al jardín... La sombra indicó a Baudouin que la siguiese, y éste corrió tras ella, guiado por Olivier. Todos les siguieron y encontraron la carta al pie de un gran árbol, bastante alejado del lugar de la fiesta, a la entrada de un extenso bosque, sobre un montón de piedras.



Baudouin cogió la carta exclamando: —¿Qué significa este misterio? Tratemos de penetrar en él, quitemos estas piedras y veamos lo que ocultan. —Lalonde y Piétreville se rieron a carcajadas y dijeron a los demás que no se molestaran por una hoja de papel movida por el viento. Baudouin insistió y, cogiendo a los dos culpables que intentaban alejarse, les llevó al pie del árbol. Allí, tras suplicar a algunos jóvenes que le secundasen y le ayudasen a retenerlos, retiró el montón de piedras, bajo el cual se veía que la tierra había sido removida recientemente.



Todo el mundo quedó sorprendido y compartió la impaciencia de Baudouin. Algunos corrieron a buscar útiles; otros retuvieron por la fuerza a Lalonde y Piétreville, que blasfemaban y llenaban de imprecaciones a Baudouin. Abrieron la tierra y encontraron el cadáver de Olivier, vestido con un traje verde y atravesado a puñaladas. Todos los asistentes se quedaron helados de horror. El padre de Olivier se desmayó, y Baudouin exclamó con voz potente:



—He aquí el crimen y ahí los asesinos. Socorred a ese padre desdichado. Que lleven el cadáver ante los jueces; y que a Lalonde, a Piétreville y á mí nos lleven inmediatamente a los tribunales.



Se llevó a cabo todo lo que Baudouin había pedido; la justicia se hizo cargo de este pleito y el proceso se inició al día siguiente. Las formalidades preliminares pronto fueron cumplidas, y al fin llegó el día de la vista. Los magistrados se reunieron; el acusador y los acusados se encontraron frente a frente, pero el único testigo que había era el cadáver del desgraciado Olivier, tendido sobre una mesa en medio de la sala de la audiencia y tal como lo habían sacado de la tierra. El interrogatorio comenzó. Baudouin repitió con firmeza su acusación: los dos criminales, seguros de que no se podían conseguir ni pruebas ni testigos contra ellos, niegan el crimen con audacia. Acusan a su vez a Baudouin de calumniador y reclaman para él todo el rigor de la ley. La gran muchedumbre que llena la sala espera con impaciencia el desenlace de estos singulares debates. Finalmente Baudouin, a quien el presidente presiona para que presente los testigos y las pruebas del crimen, toma de nuevo la palabra; invoca el nombre de Olivier, muestra el cadáver sangriento y trata de hacer temblar a los asesinos con esta prueba; pero desprovisto de testimonio, siente que sólo un milagro puede iluminar a los jueces. Se dirige entonces con confianza al Ser Supremo y le pide que la muerte abandone por un momento sus leyes: —Gran Dios, resucita un instante a Olivier —exclama— y dígnate poner Tu palabra en su boca.



Después de esta extraña evocación, se produjo el más profundo silencio, los ojos se clavaron en el cadáver, y cada uno, aceptando o rechazando la idea de un milagro, esperaba el efecto de este recurso sobrenatural. Parecía que los acusados, pálidos y atónitos, perdían su firmeza. Pero de pronto, ¡oh, prodigio!, el rostro pálido y verdoso de Olivier adquiere algo de color, los labios se reaniman, los ojos se abren, la sangre se calienta y cae a chorros sobre los dos asesinos, que lanzan gritos horrorosos. Cubiertos con esta sangre acusadora, son presa de convulsiones horribles a las que sigue un frío letargo. Mientras tanto, el cuerpo de Olivier, totalmente reanimado, se incorpora y recorre con la mirada el conjunto de la asamblea, como alguien que sale de un profundo sueño y trata de recordar sus ideas. Sus ojos se encontraron con los de Baudouin y su boca sonrió con aire melancólico; después, volviendo la mirada hacia los dos criminales, se agita furiosamente y un prolongado gemido se escapa de su pecho desgarrado. Finalmente habla y, con una voz sonora, anuncia que Dios le permite desenmascarar a los culpables. Desvela su conspiración, cuenta cómo le asesinaron después de hacerle firmar la falsa carta y da a conocer todos los detalles del crimen: de qué manera Baudouin los ha conocido y cómo, guiado por él mismo, ha logrado sacar a la luz la fechoría.



—Hay todavía otros testigos —dice extendiendo el brazo hacia los jueces—; mirad esta mano desgarrada y los cabellos que contiene: son los del bárbaro Lalonde. Cuando esos dos tigres me arrastraban agonizante al pie del árbol donde se proponían esconder mi cadáver, la naturaleza, haciendo en mí un último esfuerzo, se reanimó un momento, agarró con una mano los cabellos de Lalonde y con la otra el brazo de Piétreville, donde mis dedos se hundieron de tal forma que el infame aún lleva la terrible marca; Lalonde, viendo que ningún poder podría hacerme soltar los cabellos, rogó a su amigo que se los cortase con unas tijeras que llevaba encima. No contentos con este asesinato abominable, los cobardes se apoderaron del dinero que llevaba y de cuatro medallas; cada uno tiene dos en este momento. Esto es, jueces y conciudadanos, lo que tenía que decir. La muerte reclama de nuevo su presa; la naturaleza no puede sufrir por más tiempo que su orden sea turbado. Mi cuerpo vuelve a la nada y mi alma a su destino.



A medida que Olivier pronunciaba estas últimas palabras con una voz débil y lánguida, se veía que su cuerpo se descomponía, su rostro perdía color, sus ojos se apagaban; finalmente volvió a caer en el estado de muerte, de donde una poderosa mano acababa de sacarlo. Un silencio profundo, un frío estupor se había apoderado de la asamblea a la vista del prodigio; pero pronto se elevaron gritos de indignación tras el lúgubre silencio. Examinaron todos los indicios que había dado Olivier y comprobaron que eran verdaderos. Los infames fueron condenados a la última pena y conducidos al cadalso, donde expiraron cubiertos de maldiciones.



Vengado Olivier, éste se apareció a Baudouin bajo la forma aérea que damos a los ángeles de la luz. Invitó a su amigo a casarse con la encantadora Apolline; y el vengador de Olivier se convirtió así en su sucesor. El padre de Apolline murió de pena al ver a su hijo subir al cadalso. Su muerte dejó en libertad a la hija para contraer un matrimonio que toda la familia veía con muy buenos ojos. Los dos esposos se establecieron en París; fue una unión feliz, y Olivier, siempre presente a los ojos de Baudouin, le sirvió de guía hasta la muerte.






La ahijada del Señor o la nueva Wertheria (La filleule du Seigneur ou la nouvelle Werthérie) es un relato fantástico del escritor francés Charles Nodier.




El cuento nos ubica en la ciudad de Loudun, célebre por el ajusticiamiento del sacerdote y amante: Urbano Grandier.











La ahijada del Señor o la nueva Wertheria.

La filleule du Seigneur ou la nouvelle Werthérie, Charles Nodier (1780-1844)





Hace un año, mis investigaciones botánicas me condujeron a los alrededores de un pueblito no lejos de Loudun. Una mujer de unos cuarenta años me encontró en la montaña e imaginó que yo estaba cogiendo simples. Me percaté de que tenía ganas de hablar conmigo y, sin adivinar qué podía originar aquel deseo, inicié yo mismo la conversación. Me dijo entonces que era muy desgraciada, que tenía una hija que era su único consuelo, a la que amaba más que a ella misma y a la que estaba a punto de perder, pues estaba muy enferma y desahuciada por los médicos. A continuación, me rogó llorando que fuera a visitarla y no le negara mi auxilio. Habría resultado inútil negarme; y además ¿por qué iba a privarla del encanto de un momento de esperanza, compensación estéril pero dulce, de muchos meses de incertidumbre y de lágrimas? Caminé detrás de ella entre las giniestas en flor y las marañas de brezos, hasta que llegamos a la aldea. Finalmente, me indicó la puerta de su casucha, y entré en un recinto en el que la chica yacía sobre un viejo catre, entre dos cortinas verdes. Estaba apoyada sobre uno de los brazos; sus ojos eran huraños, sus mejillas rojas y ardientes, su boca jadeante y pálida. Parecía tener dieciséis o diecisiete años como mucho, pero sus facciones eran poco agraciadas; sólo destacaba una expresión conmovedora y apasionada que tiene el poder de embellecerlo todo.



—Suzanne —le dijo su madre— aquí tienes a un señor que tiene grandes conocimientos y que, sin duda, curará tu enfermedad—. Ella se volvió hacia la pared sonriendo dulcemente.

—Suzanne —le dije tomando su mano—, no se abandone a una injusta depresión; hay remedios para todo.—Ella levantó la cabeza y me miró fijamente.

—Si examino unos minutos los síntomas de su enfermedad, encontraré sin duda la forma de aliviarla.



Sonrió de nuevo y retiró su mano de la mía con un ligero esfuerzo. Su madre salió. No sé qué inquietud se había adueñado de mí. Caminaba a grandes pasos por la casilla, y mi imaginación sólo me presentaba pensamientos vagos e inquietos. Sin embargo, aquella chica me interesaba.

Regresé a su lado, y me senté. Oí un suspiro. Busqué la mano que antes me había retirado. La mía estaba ardiendo; ella la apretó.



—Suzanne —exclamé apoyando la mano sobre su corazón— es aquí donde está tu padecimiento.—Sus párpados se bajaron con calma melancólica; estaban inflamados y tirantes. Las pestañas, reunidas en manojillos, brillaban aún por la humedad del llanto.

—Estás enamorada —dije a media voz. Su pecho palpitaba. Deslizó sus dedos por un bucle de cabellos negros y lo colocó sobre el rostro. Yo la rodeé con uno de mis brazos. La aproximé a mi pecho con un casto gesto. Mi respiración rozaba sus labios. Ella habló; apenas la oía.

—No es él —decía.

—No, no es él —le respondí—; pero ¿no va a venir?

Y Suzanne movió la mano alrededor de la cabeza.

—Tal vez lo veas mañana —le dije. No contestó. Yo temía agriar su pena y guardé silencio. Me seguía mirando y yo lloraba. Había una lágrima en su mejilla; la secó con el dorso de la mano. Otra había caído sobre su mano y la recogió con los labios.

—Eres muy dichoso —me dijo—; creo que has llorado. Y luego, observándome con mayor atención, comentó: «Podría enamorarme de ti, porque tienes alma de ángel. Dime, no obstante, si eres noble». Yo dudaba en confesarlo. Cuesta decirlo ante el camastro de la miseria.

—¡Oh! —prosiguió— noble y hombre; doble error. Pero tú eres aún joven... me gusta ver como te ruborizas.



Quise decirle: «Explícame esas palabras». Pero no pronuncié la frase, ¿necesitaba una aclaración dolorosa para ofrecerle mi piedad? Nos entendíamos bien así. Un poco más tarde vi a la madre que esperaba las palabras que yo iba a pronunciar como un oráculo salvador.



—¿Ha estado enamorada?

—¡No! ¡Jamás! Ha tenido ricos pretendientes y, pese a nuestra indigencia, han solicitado con ardor el amor de mi Suzanne. Pero ha sido indiferente con todos. Le habría gustado que hubiera por aquí claustros en los que enterrar su juventud, porque el mundo le parecía desagradable, y consideraba que la vida era larga y difícil. Creo que ningún hombre ha conseguido ni un solo beso de Suzanne, si no es su padrino. Tiene doce años más que ella, y es el hijo del antiguo señor del pueblo. Cuando él se encontraba ausente sirviendo al rey, ella decía: «Estoy segura de que mi padrino regresará, porque Dios me lo ha prometido; y cuando él, mi Frédéric, regrese le regalaré un cordero muy blanco con cintas azules y rosas y guirnaldas de flores según la estación». Fue, en efecto, a su encuentro y cuando él la vio, bajó de su caballo para besarla en la frente. «¡Mirad qué hermosa es Suzanne! —decía—. No quiero que conduzca los rebaños a lo largo de los setos ni que queme su tez bajo los rayos del sol, pues la quiero como a mi hermana».



Al día siguiente regresé muy temprano. La encontré peor.



—Oye, —me dijo besándome— debes ser tan bueno como bello, y voy a pedirte algo más importante que la vida. Convence a mi madre para que me dé mi vestido blanco, mi toca de muselina y mi crucecita de cristal. Cógeme aciano en el jardín y un iris a la orilla del arroyo. Hoy es el aniversario de mi nacimiento.



Hice lo que me había pedido, y su madre la vistió. Pero al bajar de la cama, se sintió muy débil. La campana sonaba muy cerca, pues la iglesia estaba enfrente. La madre dijo: «Sabes bien que es la boda de Frédéric; si no estuvieras enferma, bailarías como las señoritas en los grandes salones del castillo. ¿Por qué no te animas?». ¡Ya no escuchaba, la pobre Suzanne! No obstante nos dijo que se encontraba mejor. La madre y yo nos acercamos a la puerta para ver pasar a los novios. La novia elegía, con atención temerosa, el lugar en el que debía posar sus pies para no estropear los bordados de sus zapatos. Todos sus movimientos eran lentos y afectados; todos sus gestos soberbios y desdeñosos.



En sus pasos, en sus miradas, en el arreglo de su cabello, en los pliegues de sus ropas, sólo había simetría. ¡Oh! ¡Qué desagrado le inspiraban los cuidados de una fiesta sencilla y de una ceremonia común! Frédéric caminaba detrás. Sus grandes ojos estaban entornados, su aspecto descuidado, su andar lento y preocupado. Al pasar por delante de la casa, miró con expresión sombría y descontenta; retrocedió medio paso mordiéndose los labios, deshojó un ramo de flores que llevaba en las manos, y prosiguió su camino. La iglesia se abrió. Me había quedado solo y estaba reflexionando sobre todo aquello, cuando oí un grito prolongado. Corrí. La madre estaba de rodillas. La hija en la cama.



—¿Está segura?

—¡Mire! —me dijo la madre...



Suzanne estaba inmóvil, pálida, inanimada, muerta. La toqué, estaba ya casi fría. Apliqué el oído para asegurarme de que había dejado de respirar.



Y esto es lo que me sucedió en un pueblito de los alrededores de Loudun.



Espectro que reclama venganza (Spectre qui demande vengeance) es un relato de fantasmas del escritor francés Charles Nodier, publicado en 1822.




En este cuento, Nodier nos relata una leyenda de la edad media, con aromas demasiado afines al romanticismo como para imaginarla un fruto típico del folklore medieval.











Espectro que reclama venganza.

Spectre qui demande vengeance, Charles Nodier (1780-1844)





En el siglo XIII, el conde de Belmonte (en el Montferrat) concibió un amor violento por la hija de uno de sus siervos. Se llamaba Abelina. El conde debía disfrutar del derecho de señor que sobre ella tenía; pero nadie parecía tener prisa por casarla y su impaciente llama se ofendía por aquella lentitud.



Un día, mientras estaba de caza, encontró a la joven Abelina guardando los rebaños de su padre; el conde le preguntó que por qué no le daban esposo.



—Vos sois la causa de ello, mi señor —respondió—. Los jóvenes no quieren sufrir más la deshonra y la vergüenza del derecho que tenéis a pasar con sus mujeres la primera noche de bodas; y nuestros padres ya no quieren casarnos hasta que el derecho de pernada sea abolido.



El señor de Belmonte ocultó su despecho y mandó que dijesen al padre de la joven que quería verle.



El viejo Ceceo (éste era el nombre del padre de Abelina) se dirigió inmediatamente al castillo. La noche llega y, en contra de su prudencia, Ceceo no vuelve a casa. Dan las doce, Ceceo no ha vuelto; ¿estará muerto...? En el momento en que su mujer y su hija empezaban a perder toda esperanza, una sombra de un tamaño desmesurado apareció sin hacer ruido en medio de la habitación. Las dos mujeres, horrorizadas, apenas se atreven a levantar los ojos.



El fantasma se acerca y les dice:—Soy el alma de vuestro Ceceo.



—¡Oh, padre mío! —exclama Abelina—. ¿Qué bárbaro os ha quitado la vida?

—El tirano de Belmonte acaba de asesinarme —respondió el fantasma—, y tú eres la causa inocente de mi muerte. Me dirigía, pues tú me trajiste la orden, al castillo del monstruo. ¡Ojalá nunca hubiera encontrado la entrada! Pero no podía escapar de sus manos crueles. En cuanto me introduje en una habitación un poco oscura, puse el pie en una trampilla que se hundió; caí en un pozo profundo lleno de hierros afilados, en donde pronto abandoné la vida. He franqueado las puertas de la terrible eternidad. Estoy esperando mi sentencia, voy a ser juzgado por mis obras, pero cuento con la clemencia inefable de mi Dios, y mi conciencia está limpia. Si quieres a tu padre, si lloras su muerte, ¡oh, hija mía!, piensa en vengarme y en liberar a tu patria. Y tú, esposa bien amada, seca tus lágrimas y queda en paz. Los días apacibles se aproximan, la tiranía va

a caer...



Entonces la sombra resplandeció llena de luz y desapareció en medio de una nube. La única huella que quedó de su aparición fue la marca de la mano que había apoyado en el respaldo de una silla.



La profecía del espectro se cumplió: poco tiempo después, los campesinos de Belmonte, se alzaron en armas y mataron a su señor, destruyeron la ciudadela y fundaron libremente la pequeña ciudad de Nice de la Paille.






La liebre (La lièvre) es un relato fantástico del escritor francés Charles Nodier, publicado en 1822.
















La Liebre.

La Lièvre, Charles Nodier (1780-1844)





Un amigo mío, honesto agricultor, eran un empedernido cazador; lo veían, desde el amanecer saltar zanjas, subir colinas y perseguir a su presa hasta en sus últimos atrincheramientos.



Una tarde en que roto de cansancio, y de muy mal humor, tomaba tristemente el camino de regreso a casa con el morral vacío, una liebre sale a sus pies, mi amigo dispara y yerra el tiro: su mal humor aumenta; éste desaparece no obstante cuando ve que la liebre se agazapa a cien pasos de él. Recarga su escopeta, se acerca, dispara y yerra de nuevo los dos tiros; no comprendía cómo había podido ser tan torpe, él que no disparaba nunca en falso. Retoma el camino refunfuñando, cuando vuelve a ver a la liebre, sentada sobre su trasero atusándose apaciblemente los bigotes. «Esta vez —dijo el cazador— no me desafiarás más»; entonces, apuntándole con una precisión que no lo engañó jamás, lanza el disparo y cree haber abatido a su víctima: vana ilusión, pues sale huyendo unos pasos y parece burlarse de su enemigo. El intrépido cazador, arrebatado de ira, jura perseguirla hasta el fin del mundo; cumplió su palabra y tan bien que al cabo de dos horas había consumido toda su munición, aunque veía aún al maligno animal plantarle cara insolentemente, a unos pasos de él.



Sin contenerse más de rabia, mi amigo busca hasta el fondo del zurrón y encuentra una carga de pólvora, pero sin plomo; no sabía qué hacer, cuando se le ocurrió la idea de retorcer monedas de seis liards y de seis sous y hacer con ellas balas. Había llegado a recargar su escopeta a fuerza empeño y paciencia y se disponía a disparar, cuando la liebre cambió de repente de aspecto y fue reemplazada por un hombre que dirigió estas palabras al cazador: «Deja de perseguirme, desgraciado; el cielo ha permitido que vuelva a ser criatura humana para impedir que cometas un crimen. Yo soy tu abuelo: desde hace cincuenta años vivo en esta llanura bajo el aspecto de una liebre, y mi penitencia debe prolongarse aún por cincuenta más. Si no quieres sufrir la misma pena, evita tus pecados.» Cuando concluyó estas palabras, se convirtió de nuevo en liebre y dejó a su nieto estupefacto y temblando de espanto.numerosas montañas boscosas. Se quedó muy sorprendido cuando, creyéndose solo, oyó que alguien lo llamaba por su nombre. La voz no le resultaba desconocida. Pero como no parecía demasiado dispuesto a responder, lo llamaron por segunda vez. Creyó reconocer la voz de su padre, recién fallecido. Pese a su miedo, no dejó de dar unos pasos hacia adelante. Pero cuál no sería su sorpresa al ver una gran caverna o una especie de abismo, en la que había una escalera muy larga que iba de arriba abajo. El espectro de su padre se apareció en los primeros peldaños y le dijo que Dios había permitido que se le apareciera para darle instrucciones acerca de lo que debía hacer por su propia salvación y por la liberación de quien le hablaba, así como por la de su abuelo, que se encontraba unos cuantos peldaños más abajo. Añadió que la justicia divina los castigaba y los retenía donde estaban hasta que no restituyera a un determinado monasterio una herencia usurpada por sus antepasados...



Recomendó a su hijo que realizara dicha restitución lo antes posible para evitar el castigo divino, pues de no hacerlo su lugar estaba ya reservado en aquel lugar de tormento. Tras aquella amenaza, la escalera y el espectro empezaron a desaparecer insensiblemente, y la entrada de la caverna volvió a cerrarse. El señor, cuyo pavor había llegado al límite, regresó inmediatamente a su casa; la agitación de su espíritu no le permitió intentar profundizar en aquel misterio.



Devolvió a los monjes los bienes que le habían indicado, dejó a su hijo el resto de su herencia e ingresó en un monasterio donde pasó santamente el resto de su vida.






El tesoro del diablo (Le trésor du diable) es un relato fantástico del escritor francés Charles Nodier, publicado en 1822.












El tesoro del diablo.

Le trésor du diable, Charles Nodier (1780-1844)





Dos caballeros de Malta tenían un esclavo que se jactaba de poseer el secreto de invocar a los demonios y obligarles a revelarle las cosas más ocultas.



Sus amos le llevaron a un viejo castillo donde creían que había tesoros ocultos.



El esclavo, una vez solo, realizó las invocaciones y finalmente el diablo abrió una roca de donde extrajo un cofre. El esclavo quiso apoderarse de él, pero el cofre volvió a meterse rápidamente en la roca. La misma operación se repitió más de una vez; y el esclavo, después de vanos esfuerzos, fue a decir a los dos caballeros lo que le había sucedido. Se encontraba tan debilitado por los esfuerzos realizados que pidió un poco de licor para recuperarse. Se lo dieron y volvió al lugar del tesoro.



Horas más tarde, oyeron un ruido; bajaron a la caverna con una luz y encontraron al esclavo muerto, con todo el cuerpo lleno de heridas producidas por algo parecido a un cortaplumas, y que representaban la forma de una cruz.



Tenía tantas heridas que no había un lugar donde poner el dedo sin tocar alguna. Los caballeros llevaron el cadáver al borde del mar y desde allí lo tiraron al agua con una gran piedra atada al cuello a fin de que nadie pudiera sospechar nada de este suceso.





Charles Nodier (1780-1844)

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