Llega un tipo a un restaurante lujosísimo con una chica buenísima y un pingüino detrás de él.
El recepcionista le pregunta:
¿Mesa para dos?....
Para tres, el pingüino viene conmigo.....
El recepcionista se queda sorprendido, pero le da la mesa:
¿Algo de tomar, señor?...
A mí tráeme una copa de Martell VSOP, a la Señorita unas medias de seda y al pingüino cincuenta litros de cerveza....
El mesero se queda desconcertado, pero le lleva lo que pide y ya saben, el tipo su copita, la chica su copita y el pingüino como loco atascándose con los cincuenta litros de cerveza.
¿Un aperitivo, señor?....
Si por favor, a mí me traes una selección de quesos, a la Srta. Una ensalada César y al pingüino 50 platos de chistorra...
El mesero se queda pasmado de nuevo, pero les lleva todo y de nuevo, el tipo a gusto, la señora con la ensalada y el pingüino en madriza comiéndose la chistorra.
Terminan y se vuelve a acercar el mesero:
¿Señor, desea ordenar?....
Sí mira, a mí me traes por favor un filete a la pimienta, a la Señorita, un espagueti y al pingüino 100 filetes de pescado...
Ahora el mesero sí estaba sorprendido... va con el Capitán, le cuenta y este le dice que ni modo, que lo siga atendiendo...
Terminando, el mesero regresa y pregunta:
¿Señor, algún postre?......
Sí, mira... a mí me traes un pay de queso con fresas, a la Srta. un flan y al pingüino 50 órdenes de crepas con cajeta...
Y ahí va otra vez el mesero... a estas alturas todo el restaurante esta pendiente de lo que sucede en esa mesa, cuando terminan...
¿La cuenta, Señor?....
Por favor.......
Son $354,000.00 pesos... más propina.... Aceptamos Visa, MasterCard y American Express...
¿Sí? A ver, permítame, creo que aquí traigo algo de efectivo...
Total que le paga con efectivo y le dá su propina de $40,000 pesos. Ya iban de salida y el Capitan lo detiene:
- Disculpe, Señor, que lo moleste, pero todo el mundo estamos atónitos,
¿Qué onda con el pingüino????
Ah, OK... mira, hace una semana iba yo caminando por la playa y sin querer pateé una lámpara y resultó que era mágica, total que salíó unl genio y me dijo, '¡te voy a conceder 3 deseos!'. Y, después de pensarle un buen rato, le pedí primero todo el dinero del mundo, así que para pagar una cuenta como esta, pues no tengo ningún problema.
Mi segundo deseo, como puedes ver, fue tener a la mujer más buena, sumisa, ardiente, guapa, cachonda y hermosa de todo el mundo, y vela! aquí la tengo.
Y el Capitan le dice:
Sí, sí, eso lo veo, pero y ¿el tercer deseo?
Pues el tercero esa es la que responde a tu pregunta, le dije que quería tener un pájaro muy enorme e insaciable... y el muy cabrón me dió a este pinche pingüino tragón.
DULCE, FRESCA COMO AGUA PURA. VIVA Y ARDIENTE COMO VOLCAN RECIEN NACIDO DE LA MADRE TIERRA, UNICA POR SER QUIEN SOY. SENSUAL Y EXQUISITA HASTA EN MIS AROMAS. VEN!
viernes, 27 de noviembre de 2009
ALGO MUY GRAVE VA A SUCEDERLE A ESTE PUEBLO
"ALGO MUY GRAVE VA A SUCEDERLE A ESTE PUEBLO"
Por Gabriel García Márquez
Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 19 y una hija de 14.
Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde: 'No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo'.
El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:
'Te apuesto un peso a que no la haces'. Todos se ríen. El se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla, Y él contesta: 'es cierto, pero me he quedado preocupado de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo'.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mama, feliz con su peso y le dice : Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
¿Y por qué es un tonto?
Porque no pudo hacer una carambola sencillísima según el preocupado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Y su madre le dice: No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.
Una pariente que estaba oyendo esto y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero: 'Deme un kilo de carne', y en el momento que la está cortando, le dice: Mejor córteme dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado'.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar un kilo de carne, le dice: 'mejor lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas'.
Entonces la vieja responde: 'Tengo varios hijos, mejor déme cuatro kilos...'
Se lleva los cuatro kilos, y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata a otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor.
Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto a las dos de la tarde alguien dice: ¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
Pero a las dos de la tarde es cuando hace más calor.
Sí, pero no tanto calor como hoy.
En el pueblo todos están alerta y a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz: 'Hay un pajarito en la plaza'. Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito.
Pero señores,dice uno siempre ha habido pajaritos que bajan aquí.
Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde todo el pueblo lo ve hasta que todos dicen: 'Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos'. Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.
Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice: 'Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa', y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.
Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, le dice a su hijo que está a su lado: ¿Vistes m'hijo, que algo muy grave iba a suceder en este pueblo?
Esto se llama la profecía auto cumplida.
"No hagas caso del rumor" No seas tú mismo un instrumento para crear el caos. Lo negativo atrae a lo negativo.
¡SÉ POSITIVO!
¡¡¡TRATEMOS DE CONSTRUIR.... NO DE DESTRUIR!!!
FELIZ RECESION.
Por Gabriel García Márquez
Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 19 y una hija de 14.
Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde: 'No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo'.
El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:
'Te apuesto un peso a que no la haces'. Todos se ríen. El se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla, Y él contesta: 'es cierto, pero me he quedado preocupado de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo'.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mama, feliz con su peso y le dice : Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
¿Y por qué es un tonto?
Porque no pudo hacer una carambola sencillísima según el preocupado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Y su madre le dice: No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.
Una pariente que estaba oyendo esto y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero: 'Deme un kilo de carne', y en el momento que la está cortando, le dice: Mejor córteme dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado'.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar un kilo de carne, le dice: 'mejor lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas'.
Entonces la vieja responde: 'Tengo varios hijos, mejor déme cuatro kilos...'
Se lleva los cuatro kilos, y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata a otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor.
Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto a las dos de la tarde alguien dice: ¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
Pero a las dos de la tarde es cuando hace más calor.
Sí, pero no tanto calor como hoy.
En el pueblo todos están alerta y a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz: 'Hay un pajarito en la plaza'. Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito.
Pero señores,dice uno siempre ha habido pajaritos que bajan aquí.
Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde todo el pueblo lo ve hasta que todos dicen: 'Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos'. Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.
Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice: 'Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa', y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.
Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, le dice a su hijo que está a su lado: ¿Vistes m'hijo, que algo muy grave iba a suceder en este pueblo?
Esto se llama la profecía auto cumplida.
"No hagas caso del rumor" No seas tú mismo un instrumento para crear el caos. Lo negativo atrae a lo negativo.
¡SÉ POSITIVO!
¡¡¡TRATEMOS DE CONSTRUIR.... NO DE DESTRUIR!!!
FELIZ RECESION.
GUIA DE EXAMENES DE ADMISION
>Guía de Exámenes de Admisión de varias Carreras
> >
> >Preguntas de Exámenes de admisión reformado
> >
> >para este Proceso de Admisión 2009.
> >
> >
> >
> >FACULTAD DE DERECHO
> >
> >¿Ha visto La Ley y el Orden? __SI ___NO
> >
> >¿Sabe robar? __SI__NO
> >
> >Su mayor habilidad es el choro y la uña?___A HUEVO ___NO
> >
> >
> >
> >FACULTAD DE INGENIERIA
> >
> >¿Usted toma? __SI ___NO
> >
> >¿Mucho Mucho? __SI ___NO
> >
> >¿En verdad? __SI ___NO
> >
> >¿Asistirá a las pedas de la Facultad y presentarse pedo a un examen? __SI ___NO
> >
> >¿Conoce al menos 20 palabras altisonantes? (Nota: Altisonantes quiere decir
> >que saben hablar puras pinches pendejadas y putas groserías de mierda.)
> >___A HUEVO ___NO
> >
> >Le chifla y piropea a cualquier escoba con falda que pasa a su lado?___
> >sincho caliman ____ nel
> >
> >Se cree muy machin?___A HUEVO ___NO
> >
> >
> >
> >FILOSOFIA
> >
> >¿Cuál es el sentido de la vida?
> >
> >¿Qué piensa usted del capitalismo?
> >
> >¿Quién es usted?
> >
> >¿Cree en Dios? ¿Por qué?
> >
> >¿Cuál es el sonido de la palma de una mano?
> >
> >Si un árbol cae y no hay nadie cerca ¿Produce Sonido?
> >
> >¿Qué es el alma?
> >
> >¿Somos o nos hacemos?
> >
> >¿Existe usted?
> >
> >¿Y Nosotros?
> >
> >¿Y esta Escuela?
> >
> >En caso de ser todo un producto de la imaginación ¿De cual fumaste?
> >
> >¿La compartirías con tus compañeros?
> >
> >¿Sabes que el pasto no se fuma?
> >
> >¿Ha leído a Platón, Nietszche, Aristóteles, Sócrates, Maquiavelo, Rosseau,
> >Sade, Marx, Mc. Luhan, Pitágoras, San Agustín, Santo Tomás de Aquino,
> >Samuel Huntintong, Octavio Paz, José Vasconcelos, Rius,
> >
> >Hegel, Kant, Tales de Mileto, Sartre, Descartes y Voltaire? __SI___NO
> >
> >¿Tiene para pagar la colegiatura? __SI ___NO (Esta pregunta tiene un valor
> >del 99% del examen)
> >
> >
> >
> >DISEÑO Y ARQUITECTURA
> >
> >¿Es usted joto? __SI (Pase a pagar a la caja) ___NO (Pase a la siguiente
> >pregunta)
> >
> > Déjese de mamadas y conteste, ¿es joto? __SI (pase a pagar a la caja)
> >___NO (Pase a la siguiente pregunta)
> >
> >¡Ya, salga del closet, desinhíbase y responda, ¿es joto? __SI (pase a pagar
> >a la caja) ___NO (Pase a la siguiente pregunta)
> >
> >Ha tenido una decepción amorosa y ahora huye de las mujeres por muy buenas
> >que estas sean o estén? __ SI (Pase a pagar a la caja) __NO (Pase a la
> >siguiente pregunta)
> >
> >ahora odia usted a las mujeres y prefiere entablar una relación con
> >hombres?_ SI (Pase a pagar a la caja) __NO (Pase a la siguiente pregunta)
> >
> >Entonces ¿si es joto ?__SI (pase a pagar a la caja) ___NO (Pase a la
> >siguiente pregunta)
> >
> >Prefiere entretenerse en hacer casitas, trazos pendejos y dibujitos para no
> >pensar en esa puta vieja? __ SI (Pase a pagar a la caja) __NO (Pase a la
> >siguiente pregunta)
> >
> >¿Quiere estar en esta facultad? __SI (entonces es joto, pase a pagar a la
> >caja) ___NO (Pase a la siguiente pregunta)
> >
> >Entonces lo que quiere es conocer hombres, huir de las pinches viejas,
> >masturbarse terciado y dibujar mamadas ¿ verdad pinche jotito? __SI (Pase a
> >pagar a la caja) __NO (Pase a la siguiente pregunta)
> >
> >Está bien, acepto que usted no es joto, inscríbase, al fin y al cabo se va
> >a hacer puñal.
> >
> >
> >
> >MEDICINA VETERINARIA Y ZOOTECNIA
> >
> >¿Estaría dispuesto a ponerse pedo todos los días, vestir ropa ranchera y
> >meterle la mano en el culo a las vacas? __SI ___NO
> >
> >Es todo.
> >
> >
> >
> >ENFERMERÍA Y NUTRIOLOGÍA
> >
> >¿Conoce usted el chat? __SI ___NO
> >
> >¿Sabe chatear? __SI ___NO
> >
> >¿Estaría dispuesta a chatear todas las horas libres y más de ser necesario?
> >__SI ___NO
> >
> >
> >
> >COMUNICACIONES UNIVERSIDAD DE DURANGO
> >
> >
> >
> >Es usted chismoso? __SI __NO
> >
> >Esta dispuesto a trabajar en Canal B-15 Rodeado de seudo conductores
> >homosexuales y conductoras que parecen travestis?
> >__SI ___SI
> >
> >Esta dispuesto a trabajar de achichincle en un programa de radio que solo
> >se transmite en la sierra? __SI __NO
> >
> >Le encanta platicar con gente nueva (aún y cuando ésta sea el perro que lo
> >sigue por las mañanas) ? __SI (pase a pagar a la caja) ___NO (Pase a la
> >siguiente pregunta)
> >
> >Le encanta saber las historias mas truculentas de sus amigos sin disponerse
> >a aprender nada de las moralejas? __SI (pase a pagar a la caja) ___NO (Pase
> >a la siguiente pregunta)
> >
> >Por mas jodido que esté siempre le encanta estar a la moda (aunque su mamá
> >le diseñe los trapitos) ?__SI (pase a pagar a la caja) ___NO (Pase a la
> >siguiente pregunta)
> >
> >Tiene carro nuevo para presumir con los cuates ?__SI (valor de 80%) ___NO
> >(vamos a la chingada)
> >
> >Tiene palancas en las grandes televisoras o empresas chingonas que
> >necesiten despilfarrar su dinero en un pendejo comunicólogo? _SI (pase a
> >inscribirse) __ NO (Vayase a Conta)
> >
> >
> >
> >MEDICINA
> >
> >¿Tiene usted vida social? __SI (Vayase olvidando de ella) ___NO (ya cumplió
> >el primer requisito)
> >
> >¿Le gusta destazar cuerpos? __SI ___NO
> >
> >¿Le gusta hurgar en las entrañas?__SI ___NO
> >
> >¿Le gusta comer entre cuerpos putrefactos? __SI ___NO
> >
> >¿Le agrada ver de cerca las más espantosas enfermedades y heridas?__SI
> >___NO
> >
> >¿Es necrofílico? __SI ___¿NO?
> >
> >
> >
> >UNIVERSIDAD TECNOLÓGICA o en su caso ahora UVM
> >
> >¿De que universidad lo corrieron?
> >
> >¿Está dispuesto a trabajar en maquila? __SI
> >
> >¿Aunque sea de operador? __SI
> >
> >Es todo
> >
> >
> >
> >TEC DE MONTERREY (ITESM)
> >
> >¿Cuánto gana su padre?
> >
> >¿Cuánto gana su madre?
> >
> >¿Cuánto gana usted?
> >
> >¿Cuánto gana el negocio familiar?
> >
> >¿Está dispuesto a entregarnos su dinero a cambio de no aprender y hacerle
> >creer que usted es un chingon y que nadie lo merece?
> >
> >__SI (no hay opcion del NO)
MEMORIAS DE UN FEO
MEMORIAS DE UN FEO
Cuando nací, el doctor fue a la sala de espera y le dijo a mi padre
Hicimos lo que pudimos... pero nació vivo'.
Mi mamá no sabía si quedarse conmigo o con la placenta.
Como era prematuro me metieron en una incubadora.. . con vidrios
polarizados.
Mi madre nunca me dio el pecho porque decía que sólo me quería como
amigo.
Así que en vez de darme el pecho, me daba la espalda.
Es por eso que debo haber quedado petiso, tan petiso que en lugar
de ser enano, soy profundo.
Yo siempre fui muy peludo. A mi madre siempre le preguntaban:
'Señora, a su hijo ¿lo parió o lo tejió?'
Mi padre llevaba en su billetera la foto del niño que venía cuando
la compró.
Pronto me di cuenta que mis padres me
odiaban, pues mis juguetes para la bañera eran un radio y un
tostador eléctrico.
Una vez me perdí. Le pregunte al policía si creía que íbamos a
encontrar a mis padres.
Me contesto: 'No lo sé; hay un montón de lugares donde se pudieron
haber escondido'.
Y para colmo era muy flaco, tan flaco que un día metí los dedos en
el enchufe y la electricidad erró la patada.
Era realmente flaco: para hacer sombra tenía que pasar dos veces
por el mismo lugar.
Pero mi problema no era ser tan flaco sino ser FEO.
Mis padres tenían que atarme un trozo de carne al cuello para que
el perro jugara conmigo.
Sí, amigos, yo soy FEO, tan FEO que una vez me atropelló un auto y
quedé mejor.
Cuando me secuestraron, los secuestradores mandaron un dedo mío a
mis padres para pedir recompensa.
Mi madre les contestó que quería
mas pruebas.
Tuve que trabajar desde chico.
Trabajé en una veterinaria y la gente no paraba de preguntarme
cuánto costaba yo.
Un día llamó una chica a mi casa diciéndome: 'Ven a mi casa que no
hay nadie'. Cuando llegué no había nadie.
A mi mujer le gusta mucho hablar conmigo después del sexo. El otro
día me llamó a casa desde un hotel.
El psiquiatra me dijo un día que yo estaba loco. Yo le dije que
quería escuchar una segunda opinión. 'De acuerdo, además de loco es
usted muy feo', me dijo.
Una vez cuando me iba a suicidar tirándome desde la terraza de un
edificio de 50 pisos, mandaron a un cura a darme unas palabras de
aliento. Sólo dijo: 'En sus marcas, listos...'
El último deseo de mi padre antes de morir era que me sentara en
sus piernas. Lo habían condenado a la silla eléctrica...
Cuando nací, el doctor fue a la sala de espera y le dijo a mi padre
Hicimos lo que pudimos... pero nació vivo'.
Mi mamá no sabía si quedarse conmigo o con la placenta.
Como era prematuro me metieron en una incubadora.. . con vidrios
polarizados.
Mi madre nunca me dio el pecho porque decía que sólo me quería como
amigo.
Así que en vez de darme el pecho, me daba la espalda.
Es por eso que debo haber quedado petiso, tan petiso que en lugar
de ser enano, soy profundo.
Yo siempre fui muy peludo. A mi madre siempre le preguntaban:
'Señora, a su hijo ¿lo parió o lo tejió?'
Mi padre llevaba en su billetera la foto del niño que venía cuando
la compró.
Pronto me di cuenta que mis padres me
odiaban, pues mis juguetes para la bañera eran un radio y un
tostador eléctrico.
Una vez me perdí. Le pregunte al policía si creía que íbamos a
encontrar a mis padres.
Me contesto: 'No lo sé; hay un montón de lugares donde se pudieron
haber escondido'.
Y para colmo era muy flaco, tan flaco que un día metí los dedos en
el enchufe y la electricidad erró la patada.
Era realmente flaco: para hacer sombra tenía que pasar dos veces
por el mismo lugar.
Pero mi problema no era ser tan flaco sino ser FEO.
Mis padres tenían que atarme un trozo de carne al cuello para que
el perro jugara conmigo.
Sí, amigos, yo soy FEO, tan FEO que una vez me atropelló un auto y
quedé mejor.
Cuando me secuestraron, los secuestradores mandaron un dedo mío a
mis padres para pedir recompensa.
Mi madre les contestó que quería
mas pruebas.
Tuve que trabajar desde chico.
Trabajé en una veterinaria y la gente no paraba de preguntarme
cuánto costaba yo.
Un día llamó una chica a mi casa diciéndome: 'Ven a mi casa que no
hay nadie'. Cuando llegué no había nadie.
A mi mujer le gusta mucho hablar conmigo después del sexo. El otro
día me llamó a casa desde un hotel.
El psiquiatra me dijo un día que yo estaba loco. Yo le dije que
quería escuchar una segunda opinión. 'De acuerdo, además de loco es
usted muy feo', me dijo.
Una vez cuando me iba a suicidar tirándome desde la terraza de un
edificio de 50 pisos, mandaron a un cura a darme unas palabras de
aliento. Sólo dijo: 'En sus marcas, listos...'
El último deseo de mi padre antes de morir era que me sentara en
sus piernas. Lo habían condenado a la silla eléctrica...
sábado, 21 de noviembre de 2009
3 DE Algernon Blackwood (1869-1951)
La senda (The trod) es un relato de terror del escritor inglés Algernon Blackwood.
Este cuento fue publicado en 1949 dentro de dos antologías fantásticas: The Doll and One Other y Tales of the Uncanny and Supernatural.
La Senda.
The Trod, Algernon Blackwood (1869-1951)
El joven Norman viajaba a gran velocidad en uno de los más modernos y aerodinámicos expresos, en dirección norte. Se recostó en su asiento de primera clase, en el vagón de fumadores, y encendió un cigarrillo. En la red de equipajes que tenía enfrente iba su estuche con el par de escopetas que jamás consentía perder de vista, si podía; al lado, la caja de munición con más de mil cartuchos; el resto de su equipaje, sabía, iba seguro en el furgón. Esperaba pasar una espléndida semana de caza en Greystones, uno de los mejores cotos de Inglaterra. Se daba cuenta de que había tenido una suerte increíble al haber sido invitado. Sin embargo, tenía una interrogante. ¿Por qué, se preguntaba, le habían invitado precisamente a él? Para empezar, conocía muy superficialmente a sir Hiram Digby, su anfitrión. Había hablado con él una o dos veces en otras tantas cacerías en Norfolk; y aunque había sabido causar buena impresión cuando estuvo cerca de él, no creía francamente que fuera razón para que le invitase. Habían participado demasiadas buenas escopetas para venir a escogerle precisamente a él. Estaba seguro de que había otro motivo. Sus pensamientos, mientras daba chupadas, ensimismado, al cigarrillo, se orientaron fácilmente hacia otra dirección: hacia Diana Travers, la sobrina de sir Hiram Digby.
El deseo, recordó, es a menudo padre del pensamiento; pero se aferró a él con obstinación y con morosa complacencia. Era Diana Travers quien había sugerido su nombre; podía muy bien ser así, y probablemente lo era; y cuanto más lo pensaba, más convencido se sentía. Eso explicaba la invitación, en todo caso. Un singular estremecimiento de emoción y placer le recorrió al retroceder en la memoria y evocar el recuerdo de ella. La veía como una criatura extraña, totalmente distinta de las chicas normales y corrientes; pero extraña en el mismo sentido en que era extraño él también; porque ya tenía años suficientes para darse cuenta de que era extraño, de que se mantenía algo apartado de los jóvenes de su edad y posición. De buena cuna, rico, deportista y demás, no pertenecía sin embargo a su tiempo en algunos aspectos. Podía beber, divertirse, enfurecerse, disfrutar con sus compañeros; pero sólo hasta un punto, a partir del cual se retiraba insatisfecho. Había «otras cosas» que le reclamaban con terrible fuerza interior; y no podía mezclar las unas con las otras. No lograba explicarse a sí mismo cuáles eran estas otras cosas, y menos aún explicarlo a sus alegres camaradas. ¿Eran cosas del espíritu? No estaba seguro. Eran cosas extrañas, paganas, que pertenecían a tiempos antiguos. No sabía. Eran de un encanto y un poder inefables, y le alejaban de la corriente de la vida moderna... Eso si lo sabia. No podía precisarlas para sí mismo; mucho menos hablar de ellas a otros.
Luego conoció a Diana Travers y supo —aunque no se atrevía a expresar con palabras su descubrimiento— que ella sentía algo parecido. La vio por primera vez en un baile en la ciudad, recordaba; y recordaba también cómo se había estado aburriendo, hasta que la conoció casualmente; y lo feliz, encantado y satisfecho que se había sentido después. No es que se hubiese enamorado de repente, por supuesto; ni que ella fuese irresistiblemente hermosa: era alta, rubia, con un rostro radiante aunque no bello, una voz suave y movimientos graciosos; Norman sabía que había miles que la aventajaban en todas estas cualidades. No; no fue el clásico flechazo, la fiebre del apareamiento, el instinto gregario que le decía que ella podía ser su chica, sino la vieja convicción, más bien, de que ocultaba los mismos anhelos misteriosos y oscuros que él, la fuerza deliciosa y terrible que le apartaba de la especie humana hacia «otras cosas» desconocidas.
Estando juntos en la terraza, donde se habían refugiado huyendo del calor y el clamor del salón de baile, reconoció ante sí mismo, aunque sin formularla, la abrumadora, la extraña convicción de que sus destinos estaban ligados de algún modo. No pudo explicárselo entonces; no se lo podía explicar ahora, mientras lo meditaba en este vagón de ferrocarril; y su razón lo tachaba de imaginario. Sin embargo, seguía allí. La conversación que habían sostenido, desde luego, había sido completamente corriente, y no recordaba haber tenido el menor deseo de flirtear o hacerle el amor; lo que ocurrió fue que «conectaron», como suele decirse, y que se habían encontrado deliciosamente a gusto en mutua compañía, felices y contentos. Fue casi, pensó, como si compartiesen un secreto maravilloso y profundo sin necesidad de palabras, un secreto que, evidentemente, estaba más allá de cuanto podían abarcar las palabras.
Se habían visto en varias ocasiones desde entonces, y en cada una de ellas había tenido él conciencia de ese mismo sentimiento; y una vez en que se encontraron casualmente en el parque, estuvieron paseando juntos alrededor de una hora, durante la cual había charlado ella con más libertad. De repente se había puesto a hablar de sí misma con toda franqueza y naturalidad, como si supiese que él iba a comprenderla. Al aire libre, descubrió Norman, era más espontánea que en un ambiente artificial de muebles y paredes. No era que dijera nada importante; sino más bien la voz, el ademán y los gestos que empleaba. Le había confesado lo mucho que le desagradaba Londres con todas sus obras, y que detestaba de manera especial la temporada con su brillante rutina de supuestas diversiones, añadiendo que ella siempre ansiaba volver a Marston, morada de sir Hiram en Essex. «Allí están las marismas —dijo con sosegado entusiasmo—, y el mar; allí voy con mi tío a la caza del palo, al atardecer, o de madrugada, cuando el sol sale del mar como un globo y disipa las brumas de las marismas... y, bueno, pueden ocurrir... cosas.»
Norman había estado observando con admiración sus movimientos mientras hablaba, pensando que habían elegido bien al ponerle nombre de cazadora; y había una nota de extraña pasión en su voz que en aquel momento percibió por primera vez. Toda su persona, además, transmitía la impresión de que daba por sentado que él comprendía cierto anhelo emocional que sus palabras no explicaban. Norman se detuvo, y se quedó mirándola.
—Es estar viva —añadió con una risa que hizo centellear sus ojos—. El viento y la lluvia te azotan en la cara, y los patos pasan en bandadas. Te sientes parte de la naturaleza. Se abren sus puertas, por así decir.
Así es como estaba previsto que viviéramos, desde luego. Tales palabras, de haberlas dicho otra muchacha, le habrían hecho sentirse tímido y cohibido; en ella, eran meramente naturales y sinceras. Norman no le siguió la corriente, sin embargo, aparte de reconocer que estaba de acuerdo con ella, y la conversación había derivado hacia otros temas. Aunque el motivo por el que no se había entusiasmado él, ni había seguido la pequeña clave que ella le brindaba, era que en lo más dentro de sí sabía qué quería decir. Su confesión, nada sorprendente en sí misma, ocultaba —y revelaba— toda una región de «otras cosas» significativas e importantes que era mejor no confiar a las palabras. «Tú y yo pensamos igual», fue lo que ella había dicho en realidad. «Tú y yo compartimos este anhelo extraño y preternatural, ¡pero por Dios, no hablemos de él...» «Rara chica, en verdad», sonrió ahora para sí, mientras el tren corría hacia el norte, y a continuación se preguntó qué sabía exactamente de ella. Muy poco, prácticamente nada, aparte que no tenía padres, que vivía con su tío viejo y soltero y que estaba pasando la temporada en Londres.
«Una chica con clase, en todo caso», se dijo; «y encantadora como una ninfa, además...»; y sus pensamientos siguieron divagando caprichosamente. Luego, de repente, mientras encendía otro cigarrillo, emergió.-en su cerebro un pensamiento mucho más concreto. Le produjo cierto sobresalto, porque irrumpió súbitamente en su ensoñación a la manera como suele hacerse de pronto evidente un juicio en ese estado entre la vigilia y el sueño. Diana sabe. Conoce esas otras cosas bellas y misteriosas que siempre me han subyugado. Las ha... sí, las ha experimentado. Puede explicármelas. Quiere compartirlas conmigo.,.»
Norman se enderezó en su asiento con un respingo, como si le hubiese asustado algo. Había estado soñando, estas ideas eran fantasmagorías de un sueño. Sin embargo, notó que el corazón le latía deprisa, como si le hubiese acometido una honda excitación en su estado de somnolencia. Alzó los ojos hacia el estuche de las escopetas y los cartuchos, en la red de equipaje, luego se asomó a la ventanilla haciéndose sombra en los ojos. El tren iba lo menos a sesenta millas. La fisonomía del campo iba cambiando. Habían desaparecido los setos típicos de la región central y empezaban a ser sustituidos por tapias de piedra. El paisaje se volvía más agreste, más solitario, menos habitado. Exhaló, inconscientemente) un largo suspiro de satisfacción. Sin duda había dormido mucho rato, comprendió, porque su reloj indicaba que dentro de unos minutos iba a llegar a la estación de empalme donde debía hacer trasbordo. Recordaba que Bracendale, estación vecinal de Greystones, estaba en un pequeño ramal que serpeaba entre los montes. Y unos quince minutos más tarde se encontraba, con equipaje y todo, en el tren traqueteante que iba a dejarle en Bracendale hacia las cinco. Oscurecía ya cuando, con gran esfuerzo al parecer, la trabajosa locomotora le depositó con sus preciadas escopetas y cartuchos en el andén desierto, en medio de remolinos de vapor y aire húmedo, dispuesto a afrontar su recibimiento. Con gran alivio, vio que había un automóvil esperando para llevarle las diez millas restantes hasta la Residencia de caza, y un momento después se hallaba confortablemente instalado entre lujosas mantas de viaje, presto para el trayecto a través de los montes.
Se arrellanó, dispuesto a disfrutar del aire penetrante de la montaña. Tras dejar la estación, el coche tomó un camino que durante un tramo corría por un estrecho valle; un arroyuelo caía de los montes a su izquierda, donde de vez en cuando surgían oscuras plantaciones de abetos que descendían en tropel hasta el borde del camino; pero lo que le sorprendía sobre todo era el aire de desolación y aislamiento que reinaba en todo el contorno. El paisaje le parecía más agreste y menos habitado, incluso, que las tierras altas de Escocia, No se veía ni una casa, ni una huerta. Una sensación de abandono, debida en parte, sin duda, a la oscuridad, flotaba sobre todas las cosas, como si no fuese bien recibida aquí la influencia humana, o no fuese posible, quizá. La impresión que producía era, desde luego, de lugar desolado e inhóspito; aunque para él, esta soledad contenía un temblor de belleza salvaje que le atraía. De cuando en cuando pasaban en fila unas pocas ovejas de cara negra por el camino, y una de las veces vio un pastor con barba que bajaba presuroso con su perro- Desaparecieron en la niebla como espectros. A Norman le parecía increíble que el campo tuviese este aspecto tan desolado y desierto, cuando sabía que a sólo una veintena de millas estaban las grandes urbes industriales de Lancashire. El coche, entretanto, seguía subiendo por el valle; y poco después llegó a un terreno más abierto, con unas pocas granjas dispersas y algún campo de avena junto a ellas.
Norman preguntó al chófer si vivía mucha gente por allí, y el hombre se mostró encantado de tener ocasión de hablar.
—No, señor —dijo—; es un lugar desolado en la mejor época del año; yo me alegro —añadió— cuando llega el momento de regresar al sur —había sido una época estupenda para el urogallo, y prometía ser un año récord.
Norman observó un detalle sorprendente en las casas que pasaban: muchas de ellas, si no todas, tenían una gran cruz tallada en el dintel de la puerta; incluso algunas de las verjas que daban paso del camino a los campos tenían crucifijos más pequeños tallados en el último barrote. Los faros del coche los hacían resaltar. Le recordaban las capillas y crucifijos diseminados por el campo en los países católicos; pero parecían algo incongruentes en Inglaterra. Preguntó al chófer si la mayoría de la gente de por aquí era católica; y la respuesta del hombre, en la que puso todo el énfasis, picó su curiosidad.
—Oh, no; no creo —dijo—. En realidad, señor, ya que me lo pregunta, la gente de aquí es tan pagana como la que pueda encontrar en cualquier país cristiano.
Norman le señaló las cruces que había por todas partes, preguntándole cómo se explicaba esto, siendo paganos los habitantes; y el hombre vaciló antes de responder; como si, aunque contento de hablar, no acabara de gustarle el tema de la conversación.
—Bueno, señor —dijo por fin, fijando la mirada en el camino que tenía delante—, esta gente no me cuenta gran cosa de lo que piensa, porque para ellos soy forastero, puesto que vengo del sur. Pero hay algo raro, en mi opinión. Lo que me han dicho —añadió tras una nueva pausa—, es que tallan esas cruces para protegerse.
—¿Para protegerse? —exclamó Norman un poco sobresaltado—. ¿Para protegerse de qué?
—De... bueno, señor —dijo el hombre, vacilando otra vez—; eso es más de lo que sé decir. He oído hablar de casas encantadas, pero nunca de campos encantados. Sin embargo, eso es lo que creen, según tengo entendido. Está encantado, señor,, todo él. Es endiabladamente difícil hacer salir a ninguno de ellos después de anochecer, eso lo sé muy bien; incluso durante el día, no se quieren alejar de sus hogares sin un crucifijo colgado del cuello. Ni siquiera los hombres.
El coche había cogido velocidad mientras hablaban, y Norman tuvo que pedirle que redujese un poco la marcha; estaba seguro de que algún supersticioso temor había asaltado al hombre, mientras corrían por el camino cada vez más oscuro, si bien se alegraba de hablar, con tal que él no se riese. Tras su última parrafada, había aspirado profundamente, como aliviado de habérsela sacado de dentro.
—Lo que me cuenta es de lo más interesante —comentó Norman, halagador—; me he tropezado con ese tipo de cosas en el extranjero, pero nunca aquí, en Inglaterra. Debe de haber algo detrás, ¿no le parece? añadió persuasivo—, aunque no sabemos qué. Me gustaría averiguar el motivo; porque estoy convencido de que es una equivocación reírse de todo esto—encendió un cigarrillo y tendió otro a su compañero, obligándole a aminorar la velocidad mientras lo encendía—. Veo que es usted persona observadora —prosiguió—, y apuesto a que ha visto más de una cosa rara. Ojalá tuviese yo su oportunidad. Me interesa muchísimo,
—Tiene razón, señor —concedió el chófer, mientras volvían a coger velocidad—; no es cosa de reírse, ni mucho menos. Hay algo en estos parajes que no es normal, podríamos decir. Me chocó un poco la primera vez que vine aquí, hace unos años; pero ahora estoy acostumbrado.
—Yo creo que no me acostumbraría nunca del todo —dijo Norman—, hasta que no llegara al fondo del asunto. Cuénteme algo que haya observado. Me encantará oírlo... ¡y lo guardaré para mí!
Convencido de que el hombre tenía cosas interesantes que contar, y habiéndose ganado su confianza, le rogó que condujese más despacio; temía llegar a la casa antes de que le diese tiempo a contar más; tal vez, incluso, alguna experiencia personal.
—Hay una especie de camino, o vereda más bien; puede que la vea usted durante la cacería —prosiguió el chófer bastante animado, aunque algo nervioso—. Cruza el páramo, y ningún hombre ni mujer lo recorrerían a pie aunque les fuese la vida; ni siquiera de día; no digamos de noche.
Norman dijo ansiosamente que le gustaría verla, y le pidió que le indicase por dónde caía; pero como es natural, las explicaciones no hicieron más que confundirle.
—Puede que la vea uno de estos días, señor, cuando salga de caza; y sí se fija en los de aquí, comprobará que tengo razón.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Norman—, ¿Está encantada?
—Así es, señor —reconoció el hombre tras una pausa bastante larga—. Aunque con una rara clase de encantamiento. Dicen que es demasiado hermoso de ver... que se le mete a uno en los sentidos.
Ahora le tocó al otro vacilar; porque algo se le estremeció dentro. El joven Norman tuvo clara conciencia de dos cosas: primera, que no era éste el tipo de información que sonsacar a un empleado de su anfitrión; y segunda, que lo que el hombre decía tenía un interés extraordinario, casi alarmante para él. Todo el folclore le interesaba enormemente, leyendas y supersticiones locales incluidas. ¿Acaso era éste un territorio «infestado de duendes»? Sin embargo, no estaba en Irlanda, donde habría sido natural, sino en la flemática y materialista Inglaterra- El chófer era claramente un vulgar habitante del sur; sin embargo, lo que había observado le había impresionado, incluso le había asustado un poco. Eso era evidente; y le aliviaba hablar con alguien que no se burlaba de él; aunque le asustaba un poco a la vez. Una tercera impresión se hizo clara a su mente también: esta conversación sobre el campo embrujado, fantasmas, hadas y demás, aunque fantástica, despertaba en su interior—en su corazón, sin duda— la rara y deliciosa sensación de que se relacionaba de alguna manera con Diana, la sobrina de su anfitrión. Es difícil descubrir el origen de una profunda intuición. No hizo intento alguno de averiguarlo. Éste era el lugar natal de Diana; debía de saber estas cosas de las que hablaba el chófer, e incluso más. Sin duda había algo en la atmósfera que la atraía.
Debió de pedir a su tío que le invitase. Era ella la que quería que fuese, que probase y compartiese cosas —«otras cosas»— que eran vitales para ella. Todos estos pensamientos se le ocurrieron con una elaboración y un detalle imposibles de describir. Era indudable que el deseo había vuelto a actuar de generador de pensamientos; sin embargo, persistía el convencimiento, y el destello intuitivo proporcionaba, al parecer, la inspiración; así que acosó al chófer con nuevas preguntas que obtuvieron valiosos resultados. Habló incluso de duendes, de hadas, sin mostrar desprecio ni sarcasmo... con el resultado de que, finalmente, el hombre dio muestras de cierta peligrosa confianza. Advirtiendo solemnemente a su pasajero que «sir Hiram no debía saber nada de esto», o él perdería el empleo, describió un incidente extraordinario que había ocurrido ante sus propios ojos, por así decir. La hermana de sir Hiram se había extraviado en los páramos unos años atrás, y no la habían encontrado... Y la creencia y rumores locales eran que «se la habían llevado». Aunque no en contra de su voluntad: ella había querido ir.
—¿Era ésa la señora Travers? —preguntó Norman.
—Esa era, señor, exactamente; porque ya veo que conoce a la familia. Y fue la más extraña desaparición con que me he tropezado jamás —se estremeció ligeramente y, aunque no con entera sorpresa de su oyente, se santiguó de pronto.
¡La madre de Diana!
Una pausa siguió a esta extraordinaria historia; y, a continuación, siquiera por una vez. Norman dirigió unas palabras (destinadas a Horacio) a un hombre que jamás las había oído, el cual las recibió como correspondía.
—Sí, señor —prosiguió—; y ahora la ha traído, por primera vez desde que ocurrió eso, aquí, al mismo terreno donde se llevaron a su madre... me han dicho que la idea de sir Hiram es que espera que se ponga bien...
—¿Que se ponga bien?
—Quiero decir, que se cure, señor. Se dice que tiene el mismo... el mismo... —buscó con torpeza la palabra— desequilibrio que su madre.
Una extraña oleada de esperanza y terror cruzó por la mente y el corazón de Norman, pero hizo un gran esfuerzo y rechazó ambas cosas, de manera que su compañero ignoró por completo esta furiosa tormenta. Cambiando de tema lo mejor que pudo, dominando a duras penas la voz para que sonase normal, preguntó como sin dar importancia:
—¿Desaparece... o sea ha desaparecido más gente, aquí?
—Eso dicen, señor —fue la respuesta—. He oído contar muchas historias, aunque no podría decir que se haya demostrado nada. Según dicen, ha desaparecido gente de aquí, sin que hayan encontrado nunca el menor rastro de ella. Niños sobre todo. Pero no quieren hablar de esto; y es difícil esclarecer nada, ya que jamás acuden a la policía, y lo ocultan entre ellos...
—¿No pueden haberse caído en una sima o algo parecido? —le interrumpió Norman; a lo que el hombre replicó que sólo había una en toda la región, y dicho lugar estaba cuidadosamente cercado a todo su alrededor.
—Es la región, señor-—añadió finalmente con convicción, como si pudiese hablar de una experiencia personal de primera mano, si se atreviese—; la región entera, que es muy extraña.
Norman arriesgó una pregunta directa.
—¿Y lo que usted ha visto con sus propios ojos —preguntó—, le... le asustó? Me refiero a que, como es usted tan observador, cualquier cosa que usted denunciara sería de gran valor.
—Bueno, señor —contestó tras una breve vacilación—; no es que me asustara exactamente; aunque, ya que me lo pregunta, no me hizo ninguna gracia. Me produjo una sensación muy rara, y no soy hombre religioso...
—Por favor, cuéntemelo —le apremió Norman, dándose cuenta de que ya no estaban lejos de la casa y quedaba poco tiempo—. Guardaré el secreto... y le creeré. Yo también he tenido experiencias extrañas.
Pero el hombre no necesitaba que le insistiesen: parecía alegrarse de poder contar su historia.
—En realidad no es mucho —dijo, bajando la voz—. Verá, señor; fue lo siguiente: el garaje y mi alojamiento están abajo en una vieja granja, como a un cuarto de milla de la residencia; y desde la ventana de mi dormitorio puedo ver una perspectiva bastante amplia del páramo. Incluida esa vereda de la que le he hablado; y a lo largo de ella precisamente he visto a veces luces que avanzaban en una especie de procesión balanceante. Un poco débiles eran, y como danzantes; y desaparecían y volvían a aparecer; al principio las tomé por fuegos fatuos: yo he visto los fuegos fatuos en los pantanos de nuestra tierra: gas de los pantanos, lo llaman. Eso es lo que me parecieron al principio; pero ahora sé qué eran.
—¿Nunca ha salido a verlas de cerca?
—No señor, no he salido —replicó con énfasis.
—¿Ni preguntó a la gente qué les parecían?
El chófer dejó escapar una curiosa risita; una risita medio tímida, medio de embarazo. Sí, una vez topó con uno de aquí con ganas de hablar; pero a Norman le costó trabajo convencerle para que se lo repitiese.
—Pues verá, señor, lo que me dijo —otra vez soltó esa risita—, lo que me dijo fue que «era la Gente Alegre que cambiaba de terreno de caza». Eso es lo que dijo; y se santiguó al decirlo. Siempre cambian de terreno de caza cuando llega lo que llaman el equinoccio.
—La Gente Alegre... el equinoccio...
No eran nuevos para Norman estos nombres; pero ahora los oyó como por primera vez: tenían sentido. El equinoccio, el solsticio; naturalmente, sabía qué significaban estas palabras, pero la «Gente Alegre» pertenecía a cierta fantasmagoría personal suya que hasta ahora había supuesto imaginaria. Es decir, pertenecía a cieno «credo imaginario» particular en el que creía él cuando leía a Yeats, a James Stephens, a A.E., o cuando intentaba hacer pinitos en poesía. Ahora, junto a este chófer fornido del escéptico Sur, tropezaba justamente con ella. Y reconoció ante sí mismo que le había producido un casi increíble estremecimiento de asombro, placer y pasión.
—La Gente Alegre —repitió, medio para sí, medio para el conductor—. ¿La llamó así el campesino?
—Sí —Así es como la llamó —repitió el prosaico chófer—-. Y pasaba —añadió, casi desafiante, como esperando que le llamasen embustero, y merecerlo—, pasaba como un río de luces danzantes a lo largo de la Senda.
—La Senda —murmuró Norman.
—La Senda —repitió el hombre en un susurro—; la vereda de la que le he hablado... —y el coche dio un viraje, como si la rueda hubiese resbalado un segundo; aunque recobró instantáneamente firmeza, al meterse por el camino de entrada.
Pasaron la casa del guarda —que tenía su cruz, observó Norman, como todos los demás edificios—, y unos minutos después surgió a la vista la residencia de caza, edificio pequeño y sencillo de piedra gris. La propia Diana estaba en la escalinata para recibirle, para gran satisfacción suya. «¡Qué estampa!», pensó al verla en traje de tweed, su perro cobrador junto a ella, la lámpara del recibimiento alumbrando sus cabellos dorados, y protegiéndose los ojos con una mano. Radiante, embriagadora, deliciosa, preternatural... Norman no encontraba palabras; y en ese súbito instante se dio cuenta de que la amaba mucho más de lo que el lenguaje podía expresar. El fondo oscuro del edificio de piedra gris, con los sombríos, misteriosos páramos detrás, era justo el preciso. Allí estaba —enmarcada en el prodigio de dos mundos— ...¡su chica!
Pero la acogida que le dispensó le enfrió hasta los huesos. Llegaba excitado, burbujeante, con las palabras de agradecimiento prestas a salir atropellándose unas a otras y el corazón henchido de historias encantadas y prodigios; sin embargo, ella se limitó a anunciarle que el té estaba dispuesto, y que esperaba que hubiera tenido un buen viaje. No hubo respuesta ninguna a sus propias emociones: la encontró cortés, amable, cordial incluso, pero apañe de eso, nada. Intercambiaron frases triviales y ella comentó que había abundancia de urogallos, que su tío había reunido algunas de las mejores «escopetas» de Inglaterra —lo que halagó la vanidad de Norman un momento—, y que esperaba que disfrutase.
La desalentadora reacción de ella le dejó sin habla. Se sintió culpable de una fantasía idiota y pueril.
—He sido yo quien le ha pedido especialmente que le invitase —reconoció ella con franqueza, mientras cruzaban el recibimiento—. Imaginé que le gustaría estar aquí.
Norman le dio las gracias, pero no manifestó nada de su primer entusiasmo, ahora frío y enmudecido.
—Es la clase de terreno que le va —añadió, volviéndose hacia él con un susurro de su falda—. Al menos, eso creo.
—Si le gusta a usted —replicó él suavemente—, por supuesto que me gustará a mí también.
La joven se detuvo un momento y le miró con atención. «Pues claro que me gusta —dijo con convicción—. Y es muchísimo más hermoso que esas marismas de Essex.»
Recordando su primera descripción de las marismas de Essex, a Norman se le ocurrieron un centenar de respuestas; pero antes de dar con la adecuada se descubrió a sí mismo en el salón, hablando con su anfitriona, lady Digby. El resto de los invitados estaba todavía en el páramo.
—Diana le enseñará el jardín, antes de que se haga de noche —sugirió lady Digby poco después—. Tiene una vista preciosa.
La «vista preciosa» emocionó a Norman con su belleza salvaje; porque más allá se extendía el páramo hasta el mar, en Saltbeck, y en la otra dirección se alineaban tos pliegues, uno tras otro, hasta la lejanía borrosa y azul. La residencia y el jardín parecían un oasis en medio de la soledad de primordial belleza, tosca y silvestre como cuando Dios la creó. Se dio cuenta de que su intensa y seductora belleza llamaba a cuanto había de extraño y misterioso en él, pero al mismo tiempo sentía la poderosa, incitante atracción humana de la Joven que le guiaba. Y ambas fuerzas entraron en violento conflicto en su alma. Conflicto que le tenía perplejo, turbado, atontado, ya que unas veces dominaba una y otras otra. Lo que le salvó, probablemente, de una súbita y tumultuosa confesión de su imaginada pasión fue la serena, casi fría indiferencia de la joven. Evidentemente sin respuesta, no sentía nada del tumulto que le dominaba a él. Admiraron Juntos la «vista preciosa» intercambiando lugares comunes; luego, al cabo de un rato, regresaron a la casa, «Oigo sus voces —comentó Diana—, Entremos a escuchar lo que han hecho y las aves que han cazado.» Y fue al cruzar la puertaventana cuando le asombró ella y, a decir verdad, casi le asustó.
—Dick —dijo, utilizando su nombre por primera vez, para su completo asombro y placer, y cogiéndole fuertemente una mano entre las suyas—: puede que necesite tu ayuda —habló con encendida vehemencia.
Sus ojos centellearon de repente—. Yo estaba aquí. cuando mi madre... se fue. Y creo, estoy segura, que van detrás de mí, también. No sé qué es mejor: si irme o quedarme. Todo esto —hizo un movimiento con al brazo abarcando la casa, la habitación donde estaban los demás charlando, el jardín— es inmundicia barata y despreciable. Lo otro es gratificante: eterna belleza; aunque... —su voz se convirtió en un susurro— sin alma, sin esperanza, sin futuro- Tú puedes ayudarme —sus ojos se volvieron hacia él con un fuego súbito, asombroso—. Por eso he querido que vinieras.
Le besó los ojos: fue un beso impersonal, desapasionado; y un instante después estaban en el atestado salón, con «las escopetas» que acababan de llegar de una larga jornada de caza. Nunca comprendió Norman cómo se mezcló con la ruidosa muchedumbre y desempeñó su papel como un invitado más. El caso es que lo hizo, mientras sonaba en su corazón la música salvaje de ese susurro del hada irlandesa: «Con mi beso, el mundo empieza a desvanecerse». Le invadió la extraña sensación de que iba a perderse para la vida tal como la conocía; de que Diana, con su beso dulce y desapasionado, había sellado su destino; de que el mundo conocido debía desvanecerse y morir, porque ella conocía el acceso a una región más hermosa donde nada podía ocurrir, ni nadie podía morir, puesto que era literalmente eterna: el estadio de evolución correspondiente al país de las ha das, al país de la inmortal Gente Alegre...
Sir Hiram le dio cordialmente la bienvenida, y a continuación le presentó a los demás; tras lo cual siguió la habitual descripción de la Jornada por parte de los cazadores. Estuvieron tomándose sus whiskies con soda; llegado el momento, subieron a vestirse para cenar; pero después de la cena no hubo juerga, ya que su anfitrión mandó a todo el mundo a la cama temprano. Al día siguiente iban a dar la mejor batida al páramo y era muy importante tener la vista clara y las manos firmes. Iban a hacer los dos recorridos por los que era célebre Greystones: el de Telegraph Hill y el de Silvermine; conocidos los dos allí donde había una reunión de cazadores; de modo que era comprensible la expectación y el entusiasmo. Acostarse temprano era un precio pequeño; y Norman, ávido y deseoso como el que más, se alegró de llegar a su habitación cuando el resto subía en tropel. Naturalmente, verse incluido como buen tirador entre todos estos cazadores famosos era todo un acontecimiento para él. Estaba deseando justificarse. Sin embargo, sentía el corazón oprimido y descontento: le roía una extraña inquietud, pese a todos sus esfuerzos por pensar sólo en las emociones del día siguiente. Porque Diana no había bajado a cenar, ni la había visto en toda la noche. Al preguntar cortésmente por ella, su anfitrión le contestó, riendo alegremente: «Se encuentra bien. Norman, gracias; se retrae un poco cuando estamos de caza. La caza no es lo suyo exactamente; pero puede que salga con nosotros mañana —no habló de los gustos de ella—. Intente convencerla, SÍ puede. El aire le sentará bien».
Una vez en su habitación, trató en vano de ordenar de manera satisfactoria sus pensamientos y emociones; tenía una extraña confusión mental, una sensación de inquietud que era medio placentera, medio de temerosa espera, aunque espera de no sabía exactamente qué. El haberle llamado ella de repente por su nombre por primera vez, el extraordinario beso que establecía una repentina, profunda aunque desapasionada intimidad, le habían dejado durante la noche en un estado de expectación, con los nervios a flor de piel. ¡Ojalá hubiera acudido a cenar, ojalá hubiera podido tener otra conversación con ella! Se preguntó cómo Iba a conciliar el sueño con este tumulto en el cerebro; y si dormía mal, cazaría mal. Esta reflexión de que podía cazar mal le convenció de repente de que su súbito «amor» no era de los normales y corrientes; de haberse «enamorado» humanamente, ninguna consideración de este tipo le habría venido al pensamiento ni un momento. Aumentó su extraña inquietud medio mezclada de gozo. El vínculo era sin duda de otro género. Apagó la luz eléctrica y se asomó a la ventana a mirar más allá del páramo, preguntándose si podría ver las extrañas luces de las que le había hablado el chófer. Sólo vio el tapiz confuso de ondulado páramo que se perdía en la oscuridad, donde la luna se ocultaba detrás de unas nubes algodonosas que iban a la deriva. Un soplo de brisa fragante, suave, pasó junto a él; se oía un murmullo de cascada. Era embriagador; aspiró profundamente el aire delicioso. Durante un segundo, imaginó una Diana de cabellos dorados, con la cabellera agitada y los ojos llameantes, persiguiendo a su madre en medio de nubes plateadas y el páramo sombrío... Luego volvió a meterse en la habitación, y la inundó de luz... instante en el que descubrió algo concreto encima de la almohada: un trozo de papel; no, un sobre. Lo abrió.
«Lleve siempre esto cuando salga. Yo llevo uno también. No pueden alcanzarte a menos que usted quiera, si lo lleva. Mi madre...» La palabra «madre», llena de sugerencias, estaba tachada; en la firma ponía «Diana». Con débil tintineo musical, del interior de la nota se escurrió un pequeño crucifijo de plata que cayó al suelo. Estaba Norman junto a la cama, con el papel en la mano, e iba a inclinarse a coger el crucifijo, cuando le llegó con asombrosa certidumbre la extraña convicción de que todo esto había sucedido ya. Por regla general, esta rara impresión es demasiado fugaz para poderla someter a análisis; sin embargo, consiguió conservarla varios segundos sin esfuerzo. Sobresaltado, comprendió claramente que no estaba ocurriendo según el tiempo ordinario que conocía, sino en algún lugar fuera de él. Había sucedido «antes» porque estaba sucediendo «siempre». Lo había sorprendido in fraganti. Durante un instante fugaz, comprendió: el crucifijo simbolizaba la seguridad en circunstancias conocidas, y si lo conservaba estaría protegido, mental y espiritualmente, contra una terrible atracción hacia condiciones desconocidas. No representaba más que eso: un apoyo para la mente. Esa «atracción» antagónica de terrible poder comprendía los anhelos secretos de su naturaleza fundamental. Diana, conocedora de este conflicto interior, participaba de ese gozo y ese terror. Su madre —cuyo caso le había brindado la oportunidad— había cedido... y había desaparecido de la vida según la conocen los seres humanos. La misma Diana estaba sufriendo ahora la misma tentación, y tenía miedo. Le pedía ayuda a él. Los dos se habían conocido en alguna situación ajena al tiempo ordinario, se habían enfrentado ya muchas veces a este conflicto. Norman había experimentado todo esto antes; el incidente del crucifijo, su petición de ayuda, el gozo, la alegría, el temor que encerraba. Y aunque se daba cuenta de todo esto, se diluyó esta sensación extraña y misteriosa, y desapareció como si jamás hubiese existido. Se volvió inasible, irrecuperable. Le dejó con una impresión de pérdida, de frío, de aislamiento, con un sentimiento de desamparo, aunque de intensa atracción hacia un mundo no realizado.
Se inclinó, recogió el pequeño crucifijo de plata, releyó la nota escrita a lápiz, palabra por palabra, besó el papel que habían tocado las manos de ella, y luego se sentó en la cama y sonrió con una súbita oleada de alivio y de dicha. La singular sensación había desaparecido de manera definitiva. Lo único importante era que Diana había pensado en él. Era dulce y conmovedora esta pequeña superstición, de llevar puesto el crucifijo; y por supuesto, lo llevaría sobre el corazón. ¡Y haría lo posible por que ella saliese por la mañana con él, también' Su alivio era sincero. Ahora podía dormir. No lo haría demasiado mal con la escopeta, mañana. Pero antes de acostarse, consultó en su agenda cuándo era el equinoccio, y vio, para su asombro, que el 23 de septiembre; ¡y que hoy era 2l! Este descubrimiento le produjo cierto sobresalto; pero no tardó en dormirse con la carta junto a su mejilla, y el pequeño crucifijo de plata alrededor del cuello. Se despenó a la mañana siguiente, cuando le llamaron, para descubrir que el sol entraba a raudales en su habitación, prometiendo un tiempo espléndido para la caza. Con el día, como suele suceder, llegaron las reacciones normales; ahora parecían algo ridículos los incidentes del día anterior: su conversación con Diana, el crucifijo, y sobre todo el cuento fantasmal del chófer. Había topado con un nido de delirios histéricos, originados por una misteriosa desaparición hacía muchos anos. Era natural, pensó mientras se afeitaba, que a su anfitrión le desagradase (oda referencia al asunto y sus secuelas. A pesar de todo, mientras bajaba a desayunar, se sintió secretamente reconfortado llevando alrededor del cuello el pequeño crucifijo de plata.
Hizo plena justicia al bien provisto aparador; y estaba terminándose el café cuando entró Diana en el comedor desierto; y el cerebro de Norman, concentrado ahora en las prosaicas perspectivas de la inminente cacería, acusó un sobresalto. En él chocaron la realidad y la imaginación. La Joven estaba pálida y demacrada. Antes de que él tuviese tiempo de levantarse para saludarla, se dirigió ella directamente a la silla que tenía al lado,
—Dick —empezó inmediatamente—, ¿Lo has cogido?
El sacó el crucifijo tras manotear un instante.
—Por supuesto que sí —dijo—. Me has pedido que lo lleve.
Recordando su vacilación en el dormitorio, se sintió un poco estúpido. En todo caso, se sentía así ahora, por llevar un supersticioso crucifijo el día que iba a salir de caza.
A continuación, las palabras de ella disiparon toda sensación de incongruencia.
—He salido esta madrugada —dijo con voz tensa, baja—, y he oído la voz de mi madre llamándome en el páramo. Era inconfundible. Cerca de mi oído; y luego muy lejana. Llevaba al perro conmigo, y el perro la ha oído también, y ha corrido a esconderse. Estaba erizado.
—¿Qué has oído? —preguntó Norman con suavidad, cogiéndole la mano.
—Mi diminutivo: «Diss» —dijo—; así es como mi madre me llamaba.
—¿Qué palabras has oído? —preguntó Norman, temblando a pesar de sí mismo.
—He oído que decía claramente, con esa voz distante y apagada: «¡Ven, Diss, ven conmigo; corre!».
Durante un momento. Norman no dijo nada. Sentía temblar la mano de ella entre las suyas. Luego se volvió y la miró directamente a los ojos.
—¿Y querías ir? —preguntó.
Hubo una pausa antes de contestar. «Dick—dijo—; al oír su voz, ninguna otra cosa en el mundo me pareció que tenía importancia...!»; en ese momento irrumpió en el comedor la figura de su tío, gritando que los coches esperaban, y la conversación terminó de esta forma repentina. Esta súbita interrupción en el momento de mayor interés dejó a Norman, como es fácil imaginar, excusable y terriblemente desasosegado. Cualquier palabra de su anfitrión sobre esta cacería en particular era, como es natural, una orden. No se atrevió a hacer esperar a estas grandes «escopetas». Diana, también, salió como disparada. Pero sus últimas palabras: «Ninguna otra cosa en el mundo me pareció que tenía importancia», quedaron resonando en los oídos y el corazón de él. Comprendía en lo más hondo de su ser qué quería decir. Era una «llamada» para alejarla de las cosas humanas, y atraerla a algún inimaginable estado de beatitud que ninguna palabra podía describir; y Diana la había oído; la había oído con la voz de su madre, el vínculo más fuene que conoce la humanidad. Su madre, que había abandonado este mundo, le había transmitido un mensaje. Norman, temblando inexplicablemente, se apresuró a recoger sus escopetas y acudir al coche; y Diana, obediente a las órdenes de su tío, subió al Ford con su perro cobrador. Tuvo el tiempo justo para susurrarle: «Mantente apartado de la Senda; no pongas los pies en ella»; y arrancaron los dos coches a gran velocidad, y les separaron.
Por lo que se refiere a Norman, no obstante, la cacería se desarrolló con normalidad; porque su pasión de cazador era demasiado fuerte para que quedase sofocada. Aunque tenía un alma mística, su cuerpo era primitivo. Era cazador nato a los ojos del Señor. Su concepción mística, imaginativa de la vida, como en los campesinos y los leñadores, se hallaba muy en el fondo; las primeras aves pusieron fin a todas sus reflexiones. No tardó en estar demasiado ocupado para pensar en nada que no fuera disparar lo más deprisa posible y cambiar de escopeta con presteza y soltura. Abriéndose paso en esta excitación práctica, no obstante, le venían pensamientos e imágenes: el rostro y los ojos y la voz de Diana, la llamada preternatural de su madre, sus propios anhelos secretos y, sobre todo, la advertencia de ella sobre la Senda. Los dos lados de su naturaleza mixta trabajaban furiosamente. Al parecer, disparaba bien; pero sólo Dios sabía cómo lo conseguía.
Llegaron al final del trayecto y completaron el reparto de puestos. Sir Hiram se acercó a preguntarle si le importaba ocupar el del extremo exterior en la primera batida.
—Verá —explicó cortésmente—, siempre pido a los más jóvenes de la partida que se encarguen de la parte exterior, porque supone una caminata fatigosa para los viejos camaradas. Probablemente —añadió— tendrá más caza que nadie; porque las aves se desvían con cierta ingenuidad hacía ese extremo. ¡Ya verá cómo merece la pena el esfuerzo de más!
Norman y su cargador emprendieron el largo recorrido, en tanto el resto de los cazadores se dirigía a los coches que les llevarían hasta donde permitiese el camino. Tras un rodeo de casi una milla. Norman vio con sorpresa que su cargador echaba por entre los brezos, en vez de seguir el camino evidente. Naturalmente, él siguió por el sendero, ya que era lo más cómodo. No había avanzado diez yardas cuando le sobresaltó la voz del cargador, que le gritó:
—¡Por el amor de Dios, señor, salga de ahí! ¡Está caminando por la Senda!
—Es buen camino —exclamó Norman—. ¿Qué tiene de malo?
El hombre se le quedó mirando un momento. «¿Qué tiene de malo? —dijo gravemente, como si con eso fuera suficiente—. Los de aquí no andamos por ella..., sobre todo en esta época del año —se santiguó—- Salga de ahí, señor, y venga por los brezos.»
Los dos hombres se miraron un minuto.
—Si no me cree, señor, observe a las ovejas —dijo el hombre, con una voz llena de excitación y emoción—. Ya verá cómo no ponen la pezuña en ella. Ni ningún otro animal.
Norman vio un grupo de ovejas de cara negra que caminaba vacilante, cuesta abajo, por el páramo. Estaba impaciente por seguir, medio irritado. Por un momento, había olvidado la advertencia de Diana. Se puso a observar, contrariado y molesto. Para su asombro, el pequeño rebaño, al llegar al sendero, lo saltó claramente. Todas saltaron por encima de la Senda. Ni una la tocó. Fue una escena asombrosa. Los animales la fueron saltando, uno tras otro, como si la Senda pudiese quemarles o herirles. Siguieron por el brezal y se perdieron de vista.
Recordando la advertencia con desazón, se detuvo y encendió un cigarrillo.
—Qué raro —dijo—. Es el camino más cómodo.
—Puede ser —replicó el cargador—. Pero puede que el más cómodo no sea el mejor... ni el más seguro-
—¿El más seguro?
—Yo tengo hijos —dijo el cargador. Fue una declaración significativa. Hizo reflexionar a Norman un momento-
—El más seguro —repitió, recordando todo lo que había oído, aunque deseoso de saber más—. ¿Quiere decir que es especialmente peligroso para los niños? ¿Para sus hijos? ¿Es eso? —un momento después, añadió—: sepa que lo creo de veras; es un campo raro... en mi opinión.
Su comprensiva simpatía ganó la confianza del hombre, como era su intención.
—Y es el equinoccio, ¿verdad? —aventuró Norman. El hombre contestó con rapidez, al haber dado con un cazador que no se burlaba de él. Como le había sucedido al chófer, mostró evidente alivio de poder expresar sus temores supersticiosos, de los que en el fondo se avergonzaba, y en los que al mismo tiempo creía.
—No me importa por mí, señor —prorrumpió, contento de hablar—, porque yo voy a dejar estos lugares tan pronto como termine la temporada del urogallo; pero tengo dos chicos aquí, y quiero seguir teniéndolos. Se han perdido demasiados muchachos en el páramo, para mí gusto. Mañana mismo los voy a mandar a casa de una tía mía, en Crossways...
—Bien hecho —dijo Norman—. Precisamente empieza ahora el equinoccio, ¿no? Y ésa es una época peligrosa, dicen.
El cargador le miró un momento con cautela, calculando quizá su valor como destinatario de secretos temores, creencias, figuraciones y demás, aunque finalmente decidió que Norman merecía su confianza.
—Es lo que ha dicho siempre mi padre —reconoció.
—¿Su padre? Siempre es prudente escuchar lo que dice un padre —sugirió el otro—- Sin duda debió de ver algo... digno de ver.
Cayó un silencio entre ellos. Norman pensó que quizá se había mostrado demasiado ansioso de sonsacarle; sin embargo, el cargador estaba pensando solamente. Había algo que estaba deseando contar.
—¿Digno de ver? —repitió el hombre—; bueno... tal vez. Pero no de este mundo; y desde luego, fue pavoroso. Se le helaron los huesos, eso se lo puedo jurar. Y no era él de los que se dejan embaucar fácilmente, permita que se lo diga. Fue en su lecho de muerte; me lo contó... y un hombre no miente cuando tiene la muerte delante de los ojos.
El hecho de que Norman estuviese parado, sin hacer nada, en una cacería tan importante como ésta, era prueba suficiente de su enorme interés; y el hombre se dio cuenta evidentemente.
—¿Fue de día? —preguntó Norman tranquilamente, dando por sentado que era verdad lo que esperaba oír.
—Fue justo al anochecer —dijo el otro—; regresaba de visitar a un amigo enfermo que vivía en una granja que hay pasado el garaje. El médico le había asustado, creo; de manera que era un poco tarde cuando emprendió el regreso por el páramo; y, sin acordarse de que era la noche del equinoccio, se encontró en la Senda antes de darse cuenta. Y para terror suyo, estaba (oda llena de luces, y vio una columna de figuras que avanzaba hacia él. Eran todas brillantes y hermosas, según las describió él, alegres y terribles, e iban riendo y cantando y gritando, y con joyas en el pelo; y lo peor de todo, jura que vio algunos de los niños que se habían perdido en el páramo años atrás; y a una muchacha a la que él había querido hacía veinte años, con la misma cara que cuando él la vio por última vez, y riendo contenta y feliz como si los años transcurridos no significasen nada...
—¿Y le llamaron? —preguntó Norman, extrañamente emocionado—. ¿Le pidieron que fuera con ellos?
—La chica sí —replicó el hombre—- La chica, dijo, sin un año más a sus espaldas, le llamaba de manera terrible. «Ven con nosotros», jura que le decía seductora; «ven con nosotros y sé feliz y joven eternamente», y si mi padre no llega a agarrar a tiempo su crucifijo, ¡Dios mío!, se habría ido...
Calló, pensando, nervioso, si no habría dicho demasiado.
—Si llega a irse, habría perdido su alma —dijo Norman, movido por una horrible intuición.
—Eso es lo que dicen, señor —convino el hombre con evidente alivio.
Echaron a andar los dos a la vez, presurosos, al irrumpir de pronto el mundo práctico de sir Hiram en este extraño intermedio. Estaba en curso una gran cacería. No debían llegar tarde al punto asignado.
—¿Y dónde empieza la Senda? —preguntó Norman poco después; y el hombre describió la pequeña caverna de Aguas Negras, de la que manaba el riachuelo, negro a causa de la turba, que discurría hacia el mar por los páramos desolados. El paisaje prestaba un admirable escenario al «cuento de hadas» que acababa de oír; sin embargo, sus pensamientos, mientras avanzaban entre las matas de brezo, volvieron a la historia mágica y fascinante, al sueño supersticioso de la «Gente Alegre» que cambiaba de terreno de caza a lo largo de esta Senda impía cuando el equinoccio se inflamaba con resplandor ultraterreno, cuando la juventud humana, insatisfecha con los placeres mundanos, podía ser invitada a unirse a otra evolución intemporal que, s¡ no conocía la esperanza, participaba al menos de un presente eterno, feliz y sin mancha. La tentación de Diana, la increíble desaparición de su madre, los anhelos abrasadores de su propio corazón, incluso, adoptaron una extraña forma de posibilidades prácticas.
El efecto acumulado de todo lo que había oído al chófer, al cargador y a la misma joven, empezaba, quizá, a influir en él. Porque la esencia de la mente humana, especialmente la imaginativa, está siempre expuesta a los ataques en los frentes de menos resistencia. Marchaba tropezando, con la escopeta fuertemente sujeta, como si una moderna arma de destrucción pudiese transmitir firmeza a sus pies, por no decir a su mente, ahora llena de agitadas fantasías. Llegaron al puesto asignado. Y no había hecho más que instalarse en él cuando empezaron a llegar las primeras aves, de manera que fue imposible toda conversación. Era la famosa «batida de Silvermine»; en su vida había visto Norman tantos urogallos. Sus escopetas se calentaron tanto que no podía sostenerlas; sin embargo, seguían llegando bandadas... Concluyó la batida a su debido tiempo, y tras un almuerzo apresurado llegó la igualmente famosa de Telegraph Hill, en la que cobraron más piezas incluso que en la primera; y al terminar, Norman se dio cuenta de que le dolía el hombro a causa del retroceso, y la cabeza a causa de los estampidos; de manera que se alegró de subir al coche y regresar a la residencia a tomar el té. La excitación, naturalmente, había sido grande; su nerviosismo, esperando haber cazado lo bastante bien como para justificar su inclusión en la partida, había influido también en su vitalidad. Notó que estaba agotado, y después del té se alegró de refugiarse en su habitación durante una hora o dos.
Tumbado cómodamente en el sofá con un cigarrillo, pensando en el fuego y la furia de las horas recientes, su meditación fue derivando gradualmente hacia otras cuestiones. El cazador, al parecer, se retiró, y reapareció el soñador, que jamás quedaba sepultado del todo. Su imaginación revivió los relatos que le habían contado el chófer y el cargador, en tanto la historia de la madre de Diana y las extrañas palabras de la propia joven se adueñaron de sus pensamientos. Demasiado cansado para adoptar una postura crítica, dejó simplemente que desfílase todo en su memoria. Su inclinación natural reforzaba su posible veracidad, a la vez, que el agotamiento hacía muy difícil el análisis para empeñarse en él; de manera que la imaginación ejerció su seductor hechizo sin obstáculo... Ardía en deseos de conocer la verdad. Por último, decidió salir la noche siguiente a observar la Senda. Sería la noche del equinoccio. Tenía que poner en claro las cosas de una manera o de otra: confirmándolo o desmintiéndolo. Sólo que debía examinarlo primero a la luz del día. Le llenó de desasosiego descubrir, a la hora de la cena, que no estaba Diana; que de hecho —según sir Hiram—, se había ido a pasar uno o dos días con una antigua compañera de colegio que vivía en un pueblo vecino. De todos modos, añadió, estaría de regreso al finalizar la cacería; explicación que Norman interpretó como que su tío la había alejado deliberadamente para que no corriese ningún peligro- Estaba convencido de que era eso. Quizá sir Hiram se burlaba de estas «patrañas», pero no quería correr riesgos. Fue en el equinoccio cuando había desaparecido misteriosamente su hermana. Era mejor que la muchacha no estuviese- Las gratas felicitaciones que expresó a Norman por su buena actuación en las dos batidas no pudieron ocultar la sincera inquietud de su anfitrión. Era mejor que Diana «estuviese en otra parte».
Norman se acostó, firmemente decidido a explorar la Senda al día siguiente con buena luz, poner señales, salir por la noche cuando la casa estuviese tranquila, y ver qué ocurría. Al día siguiente no hubo cacería. Su empresa fue fácil. Los guardas y los perros habían salido a recoger las aves abatidas el día anterior. Después de desayunar, se fue secretamente a recorrer el páramo de brezales, y no tardó en descubrirla: era un surco bastante hundido que a veces corría por depresiones donde no había agua, ni se veía rastro alguno de hombre o animal en su negra superficie de turba. Evidentemente, era un sendero en el páramo que nadie —ni hombres ni animales— utilizaba. Volvió a comprobar cuidadosamente los puntos de referencia, y tuvo la seguridad de poderlos reconocer a oscuras... y el día transcurrió con toda normalidad; después de cenar, las «escopetas» deliberaron sobre la batida del día siguiente, y se retiraron temprano, disfrutando de antemano de la Jornada que les esperaba. Norman subió a acostarse con el corazón palpitante, dado que su plan de salir en secreto más tarde —cuando todos durmiesen— a explorar el páramo y su «Senda encantada» no era precisamente lo que sir Hiram esperaba de un invitado. La ausencia de Diana, además, planeada con toda intención, aumentaba su profunda inquietud. Su súbita marcha para ir a visitar a «una antigua compañera de colegio» era poco convincente. Ni siquiera le había dejado una línea de explicación. Se le ocurrió que, además del chófer y del cargador, había otros que se tomaban en serio estas fantasías. Los pensamientos le bordoneaban como abejas alrededor de una colmena...
Se asomó a la noche desde su ventana. La luna, en su segunda fase, brillaba de vez en cuando con esplendor, luego se ocultaba tras alguna nube algodonosa. Arriba, evidentemente, soplaba un viento furioso; abajo en el páramo, en cambio, reinaba una quietud mortal. Esta quietud afectaba a sus nervios; y los perros, aullando en sus perreras, aumentaban cierta sensación de supersticioso desasosiego que le corría por la sangre. La profunda quietud parecía ocultar una afanosa actividad detrás del silencio. Algo se movía en la oscuridad, allá en el páramo. Se volvió de espaldas a la ventana y miró la habitación encendida, su acogedora comodidad, su bien iluminado lujo, su cama deliciosa aguardando dar descanso a sus miembros agotados. Vaciló. Chocaron las dos partes de su naturaleza... Pero la extraña ausencia de Diana, sus palabras, su beso repentino y sensacional, su singular silencio, el sentimiento quijotesco de que podía ayudarla... todas estas cosas le decidieron al final. Se puso rápidamente las ropas deportivas, comprobó que todas las ventanas de los dormitorios estaban con la luz apagada, bajó a la puerta principal en calcetines, con un par de zapatillas de tenis en la mano. La puerta no estaba cerrada con llave; abrió sin ruido, y cruzó calladamente el camino de grava hacia la yerba; de ahí, tras ponerse las zapatillas, se dirigió al páramo. La casa se perdió detrás de él; entre las nubes veloces surgían manchas plateadas de luz lunar; era embriagadora la fragancia del aire de la noche- ¿Cómo podía haber dudado? El prodigio y misterio del campo agreste le fascinaron o, mejor, le agarraron por el cuello. Al saltar la valla que separaba la huerta del páramo, oyó detrás un susurro débil, extraño; así que se detuvo y prestó atención un momento. ¿Había sido el viento, o rumor de pasos? Ninguna de las dos cosas; sólo el golpe de su abrigo abierto al rozar sobre la valla. ¡Bah!, tenía los nervios a flor de piel. Se rió —casi soltó una carcajada, tal era el alborozo que sentía— y echó a andar deprisa entre claridades semiespectrales. Y por alguna razón, se le levantó el ánimo y la sangre comenzó a galoparle: ante sí tenía una aventura que entusiasmaba a la otra mitad de su naturaleza, aunque esa «otra mitad» predominaba de manera inquietante.
Cuan primitivas eran, en realidad, «estas partidas» de caza! ¡Que hombres con inteligencia y carácter, los mejores que era capaz de dar Inglaterra, dedicaran todo este tiempo y dinero a cazar como lo hicieron los hombres de las cavernas! El hombre primitivo necesitaba del zorro, del ciervo, de las aves... para alimentarse; sin embargo, miles de años después, los hombres más inteligentes del siglo XX —deportistas todos ellos— gastaban millones en armas superiores, que no dejaban ninguna posibilidad de escapar a la pieza, para abatirla. ¡No ser «deportista» equivalía a ser un inglés inferior...! El «deportista» era la flor y nata de la raza. Le pareció —y no era la primera vez— un ideal mezquino y siniestro. ¿No había otra cumbre de proeza caballeresca más deseable? Estos pensamientos se le habían ocurrido ya un centenar de veces, aunque reconocía que también él era «deportista» nato. Frente a esto, sentía una extraña atracción hacia las cosas eternas e inmortales que no tenían que ver con matar, hacia cosas que le embargaban el alma. Los cuentos de hadas sólo eran cuentos de hadas, por supuesto; aunque dentro de su dorada «insensatez» encerraban verdades imperecederas de la vida y la naturaleza humanas, tratando de perfilar los contornos del prodigio luminoso, susurrando secretos intemporales del alma, sugiriendo atisbos de glorias inefables que estaban más allá de la escala espacio-temporal aceptada por la razón lógica. Y esta actitud se alzó ahora sobre él como un viento incontenible, fragante, delicioso, embriagador. Las hadas, los duendes, la «Gente Alegre»... habitantes felices de alguna región no-humana...
La madre de Diana, desaparecida, susurraba secretas, furtivas llamadas a su hija para que corriera a reunirse con ella. La misma joven reconocía esas llamadas y tenía miedo, mientras que su práctico y duro tío se preocupaba especialmente de alejarla. Incluso para él, «deportista» típico, era peligroso el equinoccio. Estas reflexiones, tras irrumpir en la mente y el corazón de Norman, inundaron todo su ser, al tiempo que su anhelo y deseo de la muchacha le abrasaba como una llama. El páramo, entretanto, por el que de día se caminaba con facilidad, parecía inesperadamente dificultoso de noche, el terreno más desigual, las matas de brezo más altas. Andaba pisando constantemente desniveles que no veía; y se alegró cuando al fin logró vislumbrar el garaje, que era uno de los puntos de referencia. Sabía que no quedaba mucho que andar para llegar a la Senda.
El tumulto de su cerebro era tal que prestaba poca atención a los leves ruidos que de vez en cuando oía, como si llevase a alguien a sus talones; pero ahora, al llegar a la Senda, tuvo el convencimiento de que alguien marchaba no lejos de él. Tan convencido estaba de la presencia de otro que se agachó en silencio entre los brezos, y esperó. Prestó atención, respirando muy suavemente. En ese mismo instante supo que estaba en lo cieno. No eran imaginados los ruidos. Sonaban pasos detrás. El siseo de un cuerpo al avanzar entre los matorrales era inequívoco. A continuación oyó claramente pasos. Pasos que se detuvieron cerca de donde él se había agazapado. Justo en ese momento se apartaron las nubes de la luna, y ésta proyectó un área de luz plateada, lo que le permitió ver perfectamente recortado al «seguidor». Era Diana.
—Lo sabía; estaba seguro desde hacía rato —dijo casi en voz alta, mientras .su corazón, enfrentado a una anhelada esperanza y a un temor, ambos medio colmados, no tuvo un solo laudo de alivio ni placer. Un estremecimiento le recorrió la espina dorsal. Bien agazapado entre los brezos, en el borde de la Senda, experimentó más terror que alegría. Todo era demasiado claro para tergiversarlo. La joven había sido atraída de manera irresistible, la noche del equinoccio, hacia la zona de peligro donde su madre había «desaparecido» misteriosamente.
—Estoy aquí —añadió con gran esfuerzo en el mismo tono bajo—. Me habías pedido ayuda. He venido a buscarte... cariño...
Las palabras, aunque llegó a pronunciarlas, murieron en sus labios. Vio que la joven se quedaba inmóvil un instante, mirando perpleja, como desconcertada ante un obstáculo que le impidiera el paso. Igual que los sonámbulos, miró a su alrededor, hermosa como un sueño, aunque consciente sólo a medias de su entorno, Sus ojos brillaban a la luz de la luna; y tenía las manos extendidas, aunque no hacia él.
—Diana —se oyó gritar a sí mismo—, ¿Puedes verme? ¿Ves quién soy? ¿No me reconoces? He venido a ayudarte... ¡A salvarte!
Era evidente que ni le oía ni le veía, aunque estaba de pie delante de ella. La joven tenía conciencia de una presencia obstructora, nada más. Sus ojos relucientes, víitreos, miraban más allá de él... a lo largo de la Senda. Y Norman comprendió con terror que, a menos que él hiciese lo adecuado, Diana se perdería para siempre.
Se incorporó de un salto y corrió hacia ella; pero inmediatamente tuvo la extraordinaria sensación de que tropezaba con un muro que dificultaba el normal movimiento. Era casi como abrirse paso en el agua de una corriente o en una ráfaga de viento, y sólo con gran esfuerzo llegó junto a ella.
—¡Diana! —exclamó—. ¡Diss... Diss! —utilizando el nombre con que la llamaba su madre—. ¿Puedes ver quién soy? ¿No me reconoces? He venido a salvarte... —y alargó las manos hacia ella.
No obtuvo respuesta; la joven no hizo muestra ninguna.
—He venido a llevarte de regreso... a conducirte a casa. ¡Por el amor de Dios, contéstame, mírame!
Diana volvió los ojos hacia él, como para mirarle a la cara, pero su mirada pasó por encima de él, perdiéndose en el páramo iluminado por la luna. Sólo observó Norman, mientras ella miraba fijamente con ojos ciegos, que su mano izquierda toqueteaba débilmente un minúsculo crucifijo que colgaba de una cadenita de plata alrededor de su cuello. Norman alargó la mano y le cogió el brazo; pero en el instante en que la tocó, se sintió imposibilitado para moverse. Una extraña parálisis se apoderó de él. Y a la vez, la Senda entera se encendió asombrosamente con una especie de resplandor preternatural, y una extraña luz verdosa cubrió su recorrido a través del páramo, más allá de donde estaban ellos. Un profundo temor por sí mismo y por ella le invadió simultáneamente. Comprendió, con frío sobresalto, que tanto su alma como la de ella corrían súbito peligro. Sus ojos se volvieron irremisiblemente hacia la Senda, tan extrañamente iluminada en la noche. Aunque su mano aún tocaba a la muchacha, su mente estaba sumida en posibilidades fantasmales. Porque dos pasiones le dominaban y luchaban dentro de él: el deseo furioso de poseerla en el mundo de los hombres y las mujeres, y el de irse con ella, temerariamente, y compartir algún inefable éxtasis de felicidad más allá del mundo conocido y del tiempo y el espacio que lo gobernaban. La propia naturaleza de ella tenía ya la clave y sabía el peligro... El ser entero de Norman se estremeció.
Las dos pasiones incompatibles le alanceaban el corazón. De repente, comprendió cuál era la alternativa: la oscura desolación del progreso humano con su futuro opresivo, o el gozo y la gloria de una felicidad sin alma que la razón negaba y el corazón acogía no obstante como suprema verdad. ¡Una de dos! Sin embargo, ¿Qué valor y significado podía tener Diana para él, como esposa y madre, si era arrastrada ahora... al lugar donde vivía ahora su madre una vida imperecedera, dorada, intemporal? ¿Cómo podría afrontar este exilio diario del alma de ella, este aislamiento hora tras hora, este rapto de su ser normal que su propia naturaleza terrena tenía por tan preciado y valioso? Por otro lado —en caso de salvarla, de retenerla en el hogar humano— ¿cómo la conservaría para él, si él mismo se manchaba con el dorado veneno...? Norman vio las dos opciones con implacable claridad en ese instante fugaz, mientras la Senda adquiría una radiante luminiscencia. Sabía que su mente lógica se había retirado; predominaba su corazón, que latía furiosamente. Con supremo esfuerzo, seguía manteniendo el contacto del brazo de Diana. Sus dedos atenazaban el fuerte tejido de su manga. Todo su ser parecía embargado por un éxtasis increíble. Estaba de pie, mirándola, asombrado, sumido en un inefable sueño de belleza- Sólo a un lazo con lo normal se agarraba con la fuerza de un torno: su contacto con la manga de recia tela de tweed y, en su memoria evanescente, la imagen de un crucifijo que los dedos desmayados de ella toqueteaban débilmente.
Ahora había figuras que caminaban furiosas, deprisa, a lo largo de la Senda; Norman podía verlas acercarse de lejos. Era una visión inspiradora, embriagadora y, no obstante, totalmente creíble, sin fantasmagorías estúpidas e infantiles de ningún tipo. Todo lo veía con la misma claridad que si presenciara una parada militar en Whitehall o el desfile de una Batalla floral en algún país del sur. No obstante, era hermoso, alegre, espléndido, e irresistiblemente seductor. A medida que se acercaban las figuras, aumentaba el esplendor, de manera que se hizo evidente que irradiaban luz propia en la oscuridad del páramo. No eran especialmente sorprendentes las figuras en sí, y menos aún excepcionales. Parecían cosa «natural», aunque sólo en el sentido de que eran ciertas y probadas. A la cabeza, cuando se acercaron más, vio Norman un hombre alto y oscuro sobre un caballo blanco; detrás iba una mujer rubia y radiante, con un vestido verde, y largos cabellos dorados que le llegaban a la cintura; sobre su cabeza vio una diadema de oro en la que había engarzada una piedra roja que brillaba con ardiente llama. Junto a ella marchaba otra mujer, morena y hermosa, con el cabello salpicado de piedras blancas que centelleaban como diamantes o cristales. Era un espectáculo alegre y luminoso. Sus rostros brillaban con el éxtasis de la Juventud. De alguna indescriptible manera, todos difundían felicidad a su alrededor, y sus ojos irradiaban una paz y una benevolencia que jamás había visto Norman en unos ojos humanos.
Pasaron éstos, y luego otros, y otros, unos a caballo, otros a pie, jóvenes y viejos y niños, hombres con jabalinas y arcos sin tensar, después figuras juveniles con arpas y liras, todos haciendo gestos amistosos de invitación a que se incorporasen a la comitiva, al cruzar ante ellos en silencio. En silencio, sí, en silencio; sin un ruido de pasos o un susurro de los brezos; en silencio, a lo largo de la Senda iluminada. Y aunque era un desfile silencioso. Norman percibía cantos, risas, incluso música de baile. Estas figuras, se dio cuenta, no podían moverse sin un ritmo; un ritmo de sonido y de gesto, porque era tan esencial para ellas como la respiración. Eran felices, radiantes, alegres, ajenas a la agotadora lucha y enconadas batallas evolutivas del mundo: eran libres, aunque sin alma. La «Gente Alegre», como las llamaban los de la región. Y la visión removió las más profundas raíces de su propio ser heterogéneo. ¿Irse con ellos y participar eternamente de su dicha desalmada... o quedarse y afrontar la batalla agotadora de la terrible —noble, sí, pero casi desesperanzada— evolución humana? Decir que se sentía, desgarrado en dos sería poco. El dolor abrasaba y consumía sus centros vitales. Diana, la joven, tiraba con una fuerza que parecía provenir de las estrellas; y su mano aún sentía la tela de la manga de ella bajo los dedos. Su cabeza y su corazón, sus nervios, sus músculos tensos, parecían fundirse en una furia de contradicciones y aceptaciones. La gloriosa procesión discurría interminable, como si las estrellas hubiesen rozado la tierra común del páramo, desprendiendo gotas de su oro generoso en mudo esplendor... cuando, de repente. Diana se soltó de un tirón y echó a correr hacia ellos.
La mujer de los cabellos dorados, vio Norman, se había salido de la Senda y se había detenido frente a él. Radiante y maravillosa, permaneció un segundo en suspenso.
—Diss... Diss... —oyó Norman, con un acento como de música—. Ven... ven conmigo. ¡Únete a nosotros! El camino está siempre abierto. ¡No hay excusa...!
La joven se hallaba ya a medio de camino en dirección a su madre antes de que él hubiese logrado romper el espantoso hechizo que le tenía inmovilizado. Pero el recio tejido de la manga se quedó entre sus dedos, y con él la cadena rota que sostenía el pequeño crucifijo de ella. Osciló la cruz de plata y se balanceó unos momentos; luego cayó entre los brezos. Y al inclinarse frenéticamente a recogerla, el Destino jugó esa carta extraña e insólita que siempre tiene de reserva para los momentos en que el mundo parece perdido; porque al inclinarse, centelleó su propio crucifijo, en el que no había pensado ni una sola vez, y le rozó los labios. Creyendo que era una punta de brezo que le había pinchado, lo apartó de una manotada, sólo para descubrir que era el ridículo símbolo de metal que Diana le había hecho prometer que llevaría para su propia seguridad. Fue su viva punzada de dolor, no la supersticiosa reacción mental, lo que le impulsó a actuar inmediatamente. En un segundo estuvo de píe otra vez; y al segundo siguiente había alcanzado a la joven, rodeando su figura posesivamente con ambos brazos. Un instante más tarde, sus labios se posaron sobre los de ella, y la cabeza y los hombros de Diana descansaron sobre su pecho.
—¡Diss! —exclamó Norman frenéticamente—. ¡Debemos quedarnos aquí juntos! ¡Tú me perteneces! ¡Te retendré con todas mis fuerzas, aquí... siempre!
No recuerda qué más gritó. Sintió que ella se derrumbaba en él con todo su peso. Al parecer, la cogió en brazos: sentía sus sollozos convulsivos contra el corazón. El brazo de ella le rodeaba con fuerza. Vio perderse a lo lejos el desfile de figuras, a medida que se internaba en el páramo envolvente y se hundía en la curvada oscuridad. Las nubes cruzaban veloces sobre la luna. No se oía un solo ruido, el aire seguía inmóvil, no sonaba ningún rumor de cascada; las avefrías dormían. Cubriendo a Diana con su propio abrigo, la llevó a casa... Y pasado un tiempo se casó con ella; se casó con Diana, con Diss, una muchacha rara y adorable, aunque sin alma, y casi sin mente; una muchacha corriente como la esplendorosa nulidad retratada, con los dientes centelleantes, en las cubiertas de las revistas populares: una criatura estereotipada cuya esencia se había ido «a otra parte».
El cuento fue publicado en 1917 dentro de la antología fantástica Day and Night Stories.
Transición.
Transition, Algernon Blackwood (1869-1951)
John Mudbury regresaba de sus compras con los brazos llenos de regalos navideños. Eran las siete pasadas y las calles estaban atestadas de gente. Era un hombre corriente, vivía en un piso corriente de las afueras, con una mujer corriente y unos hijos corrientes. Él no los consideraba corrientes, aunque sí los demás. Traía un regalo corriente a cada uno: una agenda barata para su mujer, una pistola de aire comprimido para el chico y así sucesivamente. Tenía más de cincuenta años, era calvo, oficinista, honesto de hábitos y manera de pensar, de opiniones inseguras, ideas políticas inseguras e ideas religiosas inseguras. Sin embargo, se tenía a sí mismo por un caballero firme y decidido, sin percatarse de que la prensa matinal determinaba sus opiniones del día. Y vivía... al día. Físicamente estaba bastante sano, salvo el corazón, que lo tenía débil (cosa que nunca le preocupó); y pasaba las vacaciones de verano jugando mal al golf, mientras sus hijos se bañaban y su mujer leía a Garvice tumbada en la arena. Como la mayoría de los hombres, soñaba, ociosamente con el pasado, se le escapaba embarulladamente el presente, e intuía vagamente -tras alguna que otra lectura imaginativa- el futuro.
-Me gustaría sobreexistir -decía- si la otra vida fuera mejor que ésta -mirando a su mujer y sus hijos, y pensando en el trabajo diario-. ¡Si no...! -y se encogía de hombros como hace todo hombre valeroso.
Acudía a la iglesia con regularidad. Pero nada en la iglesia lo convencía de que iba a subsistir en la otra vida, ni le inclinaba a esperar tal cosa. Por otra parte, nada en la vida lo convencía de que no fuera o no pudiera ser así. «Soy evolucionista», le encantaba decir a sus pensativos amigotes (delante de una copa), ignorando que se hubiera puesto en duda jamás el darwinismo. Así, pues, volvía a casa contento y feliz, con su montón de regalos navideños «para la mujer y los chicos», y recreándose con la idea de la alegría y animación de su familia. La noche anterior había llevado a «su señora» a ver Magia en un selecto teatro de Londres frecuentado por intelectuales... y se había entusiasmado lo indecible. Había ido indeciso, aunque esperando algo fuera de lo corriente. «No es un espectáculo musical -advirtió a su mujer-; ni tampoco una comedia o una farsa, en realidad», y en respuesta a la pregunta de ella sobre qué decían las críticas, se encogió, suspiró y enderezó cuatro veces su chillona corbata en rápida sucesión. Porque no podía esperarse que un «hombre de la calle» con una pizca de dignidad entendiese lo que decían los críticos, aunque entendiese la Obra. Y John había contestado con toda sinceridad: «Bueno, dicen cosas. Pero el teatro está siempre lleno... y eso es lo que cuenta».
Y ahora, al cruzar Piccadilly Circus entre el gentío para coger el autobús, quiso el azar que (al ver un anuncio) le absorbiese el cerebro dicha Obra particular, o más bien el efecto que le causara en su momento. Porque le había cautivado lo indecible: con las maravillosas posibilidades que insinuaba, su tremenda osadía, su belleza alerta y espiritual... El pensamiento de John se lanzó en pos de algo: en pos de esa sugerencia curiosa de un universo más grande, en pos de la sugerencia cuasi divertida de que el hombre no es el único... Y aquí chocó con una frase que la memoria le puso delante de las narices: «La ciencia no agota el Universo», ¡al tiempo chocaba con otra clase de fuerza destructora...! No supo exactamente cómo ocurrió. Vio un Monstruo feroz que lo miraba con ojos de fuego. ¡Era horrible! Se abalanzó sobre él. Lo esquivó... y otro Monstruo salió de una esquina a su encuentro. Corrieron los dos a un tiempo hacia él. Se hizo a un lado otra vez, con un salto que podía haber salvado fácilmente una valla, pero fue demasiado tarde. Le cogieron entre los dos sin piedad, y el corazón se le subió literalmente a la boca. Le crujieron los huesos... Tuvo una sensación dulce, un frío intenso y un calor como de fuego. Oyó un rugir de bocinas y voces. Vio arietes; y un testudo de hierro... Luego surgió una luz cegadora... «¡Siempre de cara al tráfico!», recordó con un grito frenético; y merced a una suerte extraordinaria, ganó milagrosamente la acera opuesta.
No había duda al respecto. Se había librado por los pelos de una muerte desagradable. Primero, comprobó a tientas los regalos: los tenía todos. Luego, en vez de alegrarse y tomar aliento, emprendió apresuradamente el regreso -¡a pie, lo que probaba que se le había descontrolado un poco la cabeza!-, pensando sólo en lo desilusionados que se habrían quedado su mujer y sus hijos si... bueno, si hubiese ocurrido algo. Otra cosa de la que se dio cuenta, extrañamente, fue de que ya no amaba a su mujer en realidad, y que sólo sentía por ella un gran afecto. Sabe Dios por qué se le ocurrió tal cosa; el caso es que lo pensó. Era un hombre honesto, sin fingimientos. La idea le vino como un descubrimiento. Se volvió un instante, vio la multitud arremolinada alrededor del barullo de taxis, cascos de policías centelleando con las luces de los escaparates... y avivó el paso otra vez, con la cabeza llena de pensamientos alegres sobre los regalos que iba a repartir... los niños acudiendo a la carrera... y su mujer -¡un alma bendita!- contemplando embobada los paquetes misteriosos...
Y, aunque no lograba explicarse cómo, al poco rato estaba ante la puerta del edificio carcelario donde tenía su piso, lo que significaba que había hecho a pie las tres millas. Iba tan ocupado y absorto en sus pensamientos que no se había dado cuenta de la larga caminata. «Además -reflexionó, pensando cómo se había salvado por los pelos-, ha sido un susto tremendo. Una mald... experiencia, a decir verdad.» Todavía se notaba algo aturdido y tembloroso. A la vez, no obstante, se sentía contento y eufórico. Contó los regalos... saboreó con antelación la alegría que iban a producir... y abrió rápidamente con la llave. «Llego tarde -comprendió-; pero cuando ella vea los paquetes de papel marrón, se le olvidará decir nada. Dios bendiga a esa alma fiel.» Hizo girar suavemente la llave una segunda vez y entró de puntillas en el piso... Tenía el espíritu henchido del sentimiento dominante de esta tarde: la felicidad que los regalos navideños iban a proporcionar a su mujer y sus hijos.
Oyó ruido. Colgó el sombrero y el abrigo en el diminuto vestíbulo (nunca lo llamaban «recibimiento»), y se dirigió sigilosamente a la puerta del salón con los paquetes escondidos detrás. Sólo pensaba en ellos, no en sí mismo... O sea, en su familia, no en los paquetes. Abrió la puerta a medias y se asomó discretamente. Para estupefacción suya, la habitación estaba llena de gente. Retrocedió con rapidez, preguntándose qué podía significar. ¿Una fiesta? ¿Sin saberlo él? ¡Qué raro...! Experimentó un profundo desencanto. Pero al retroceder, se dio cuenta de que en el vestíbulo había gente también. Estaba enormemente sorprendido; aunque, por otra parte, no lo estaba en absoluto. Lo estaban felicitando. Había una verdadera muchedumbre. Además, los conocía a todos; al menos, sus caras le sonaban más o menos. Y todos lo conocían a él.
-¿No es gracioso? -rió alguien, dándole una palmadita en la espalda-. ¡Ellos no tienen ni la menor idea...!
El que hablaba -el viejo John Palmer, el contable de la oficina, recalcó la palabra «ellos».
-Ni la menor idea -contestó él con una sonrisa, diciendo algo que no entendía, aunque sabía que era cierto.
Su rostro, al parecer, reflejaba la absoluta perplejidad que sentía. El impacto del golpe recibido había sido mayor de lo que él había creído, evidentemente... Su cabeza desvariaba... ¡al parecer! Pero lo raro era que jamás en la vida se había sentido tan despejado. Había mil cosas que de repente se le habían vuelto de lo más sencillas. Pero cómo se apretujaba esta gente, y con cuánta... ¡familiaridad!
-Mis paquetes -dijo, abriéndose paso a empujones, alegremente, entre la multitud-. Son regalos de Navidad que les he comprado -señaló con la cabeza hacia la habitación-. He estado ahorrando durante semanas, sin fumar un cigarro ni acercarme a un billar, y privándome de otras cosas, para comprarlos.
-¡Buen muchacho! -dijo Palmer con una risotada-. El corazón es lo que cuenta.
Mudbury lo miró. Palmer había dicho una verdad como un templo; aunque, probablemente, la gente no lo entendería ni le creería.
-¿Eh? -preguntó, sintiéndose torpe y estúpido, confundido entre dos significados, uno de los cuales era bonito y el otro indeciblemente idiota.
-Por favor, señor Mudbury, pase. Lo están esperando -dijo amable y pomposamente una voz. Y al volverse, se encontró con los ojos benévolos y estúpidos de sir James Epiphany, el director del banco donde trabajaba.
El efecto de la voz fue instantáneo debido al prolongado hábito.
-Desde luego -sonrió de corazón, y avanzó como movido por una costumbre inveterada. ¡Ah, qué feliz y contento se sentía! Su afecto por su mujer era real. El amor, desde luego, se había desvanecido; pero la necesitaba... y ella le necesitaba a él. Y a sus hijos -Milly, Bill y Jean- los quería profundamente. ¡Valía la pena vivir!
En la habitación había bastante gente... pero reinaba un asombroso silencio. John Mudbury miró en torno suyo. Dio unos pasos hacia su mujer, que estaba sentada en la butaca del rincón con Milly sobre sus rodillas. Algunos hablaban y andaban de un lado para otro. El número de personas aumentaba por momentos. Se colocó frente a ellas: frente a Milly y su mujer. Y les dirigió la palabra, tendiéndoles los paquetes. «Es Nochebuena -susurró tímidamente-; y les he... les he traído algo... a cada una. ¡Miren!» Les puso los paquetes delante.
-Por supuesto, por supuesto -dijo una voz detrás él-; pero aunque se pasase usted un siglo entero presentándoselos, daría igual: ¡no los verán jamás!
-Creo... -susurró Milly, mirando a su alrededor.
-¿Qué es lo que crees? -preguntó vivamente su madre-. Siempre estás pensando cosas extrañas.
-Creo -prosiguió la niña, ensoñadora- que Papá ya está aquí -calló; luego añadió con la insoportable convicción de los niños-: estoy segura. Siento su presencia.
Sonó una carcajada extraordinaria. Era sir James Epiphany el que reía. Los demás -toda la multitud- volvieron la cabeza y sonrieron también. Pero la madre, apartando de sí a la criatura, se levantó súbitamente con un gesto violento. Se le había vuelto blanca la cara. Extendió los brazos... al aire que tenía ante ella. Aspiró con dificultad, se estremeció. Había angustia en sus ojos.
-¡Miren! -repitió John-. Les he traído los regalos.
Pero su voz, por lo visto, no produjo el menor sonido. Y con una punzada de frío dolor, recordó que Palmer y sir James habían muerto hacía años.
-Es magia -exclamó-. Pero... yo te quiero, Jinny; te quiero... y... y siempre te he sido fiel; fiel como el acero. Nos necesitarnos el uno al otro... ¿acaso no te das cuenta? Seguiremos juntos, tú y yo, por los siglos de los siglos...
-Piense -lo interrumpió una voz exquisitamente tierna-; ¡no grite! Ellos no pueden oírlo... ahora -y al volverse, John Mudbury se encontró con los ojos de Everard Minturn, su presidente del año anterior. Minturn se había ahogado en el hundimiento del Titanic.
Entonces se le cayeron los paquetes. El corazón le dio un enorme brinco de alegría. Vio que su cara -la de su mujer- miraba a través de él. Pero la niña lo miraba directamente a los ojos. Lo veía.
Lo que su conciencia registró a continuación fue el tintinear de algo... lejos, muy lejos. Sonaba a millas debajo de él... dentro de él... era él mismo quien sonaba -absolutamente desconcertado- como una campanilla. Era una campanilla.
Milly se inclinó y recogió los paquetes. Su cara irradiaba felicidad y alegría...
Pero a continuación entró un hombre, un hombre de cara solemne y ridícula, con un lápiz y un cuaderno. Llevaba un casco azul marino. Detrás de él venía una fila de hombres. Traían algo... algo..., Mudbury no podía ver con claridad qué era. Pero cuando se abrió paso entre la alegre muchedumbre para mirar, distinguió vagamente dos ojos, una nariz, una barbilla, una mancha de color rojo oscuro y un par de manos cruzadas sobre un abrigo. Una figura de mujer cayó entonces sobre ellas, y oyó a sus hijos sollozar extrañamente... luego otros sonidos... como de voces familiares riendo... riendo de alegría.
-Dentro de poco se reunirán con nosotros. El tiempo es como un relámpago.
Y, al volverse rebosante de dicha, vio que era sir James quien había hablado, al tiempo que cogía a Palmer del brazo, como en un gesto natural, aunque inesperado, de afectuosa y amable amistad.
-Vamos -dijo Palmer sonriendo, como el que acepta un don en la comunidad universal-, ayudémoslos. No lo comprenderán... Pero siempre podemos intentarlo.
La multitud entera, riente y gozosa, se elevó. Fue, por fin, un instante de vida auténtica y cordial. La paz y la alegría y el júbilo reinaban en todas partes. Entonces comprendió John Mudbury la verdad: que estaba muerto.
Algernon Blackwood (1869-1951)
Complicidad previa al hecho: Algernon Blackwood
Posted: 06 Nov 2009 09:57 AM PST
Complicidad previa al hecho (Accessory before the fact) es un relato de terror del escritor inglés Algernon Blackwood.
Más cercano al horror místico que a la ciencia ficción, este cuento de Blackwood fue publicado en 1914, como parte de la antología fantástica: Ten Minute Stories.
Complicidad previa al hecho.
Accessory Before the Fact, Algernon Blackwood (1869-1951)
Al llegar a aquella encrucijada del páramo Martin se detuvo, y permaneció un rato observando perplejo los cuatro letreros del poste indicador. Aquellos no eran los nombres que esperaba encontrar y, además, no figuraban las distancias; su mapa -tuvo que admitir con fastidio- debía estar completamente anticuado. Lo extendió contra el poste y se inclinó para estudiarlo más de cerca. El viento levantaba las esquinas y las batía contra su cara. Apenas conseguía descifrar la letra pequeña a la tenue luz del atardecer. Sin embargo –por lo que alcanzó a distinguir- parecía ser que dos millas más atrás había tomado un desvío equivocado.
Recordaba aquel desvío. El sendero tenía un aspecto muy tentador, y tras vacilar un momento, se había decidido a seguirlo, atraído -como tantos otros caminantes- por el señuelo de que «quizá resultara ser un atajo». La trampa del atajo es tan vieja como la naturaleza humana. Durante algunos minutos estudió alternativamente el poste y el mapa. Caía la noche y la mochila comenzaba a pesarle. Aquellas dos guías no concordaban en nada y la incertidumbre iba haciendo presa en su ánimo. Se sentía desconcertado, frustrado. Cada vez le costaba más trabajo pensar con claridad. Tomar una decisión le parecía la cosa más difícil del mundo.
«Estoy hecho un lío -pensó-, debo estar cansado», y finalmente optó por seguir la indicación que le pareció más prometedora. «Tarde o temprano me conducirá a una posada, aunque no sea a la que yo pretendía llegar.»
Se confió a la suerte del caminante y reanudó la marcha con energía. En el letrero podía leerse «por la colina Litacy», escrito en unos caracteres muy finos y pequeños que parecían oscilar y cambiar de lugar cada vez que los miraba; aquel nombre no figuraba en el mapa, pero al igual que el atajo, resultaba tentador. Un impulso similar al que había sentido antes volvía a determinar su elección. Sólo que esta vez parecía ser más apremiante, casi urgente.
Fue en aquel momento cuando se dio cuenta de la inmensa soledad del paisaje que le rodeaba. El camino continuaba en línea recta unas cien yardas para después curvarse, como un río plateado, y perderse en el infinito; el intenso tono verdeazulado de las matas de brezo que cubrían los márgenes se fundía con los colores del crepúsculo; y espaciados a uno y otro lado del camino, se alzaban solitarios unos pinos pequeños muy enigmáticos. Desde que se le había ocurrido ese curioso adjetivo no conseguía quitárselo de la cabeza. Eran tantas las cosas que aquella tarde le parecían igualmente enigmáticas... el atajo, el mapa velado, los nombres del poste, sus propios impulsos erráticos o aquel misterioso estado de confusión que le iba embargando. El paisaje entero requería una explicación, aunque quizá «interpretación» fuera la palabra más exacta. Aquellos árboles solitarios se lo habían hecho ver claro ¿Por qué se había extraviado con tanta facilidad? ¿Por qué consentía que aquellas vagas impresiones le indicaran el camino a seguir? ¿Por qué se encontraba aquí, precisamente aquí? ¿Y por qué marchaba ahora «por la colina Litacy»?
Entonces, junto a un prado verde que resplandecía como un rayo de luz en medio de la oscuridad del páramo, distinguió una figura tumbada en la hierba. Era como una mancha en el paisaje, un simple amasijo de harapos sucios a los que su propia fealdad confería cierto aire pintoresco; y su mente -aunque sus conocimientos de alemán eran muy básicos- eligió de inmediato los términos alemanes en vez de los ingleses. Las palabras lump y lumpen acudieron misteriosamente a su memoria. En aquel instante le parecieron las más correctas, las más expresivas, casi como onomatopeyas visuales, si tal cosa fuera posible. Ni «harapos» ni «rufián» habrían hecho justicia a lo que acaba de ver. Sólo en alemán se podía describir aquello con alguna precisión.
Aquel era un mensaje que le enviaba su lado irracional. Pero, aparentemente, le pasó desapercibido. Un momento después, el vagabundo se incorporó y le preguntó la hora. Lo hizo en alemán. Y Martin, sin dudarlo un instante, le respondió también en alemán:
-Halb sieben -las seis y media.
No le falló su intuición. Un vistazo al reloj, cuando lo miró un poco más tarde, se lo confirmó. Oyó que el hombre le decía, con esa solapada insolencia tan característica de los vagabundos:
-Grrasias, muy agrradesido -Martin no había enseñado el reloj; otra intuición de su subconsciente que había obedecido.
Con el ánimo agitado por una extraña mezcla de ideas y sentimientos, avivó el paso y prosiguió su marcha por la soledad del camino. De alguna manera, sabía que le harían esa pregunta y que se la harían en alemán. Aquello hacía que se sintiera nervioso y abatido. Pero había otra cosa que también había contribuido a ese estado de nerviosismo y abatimiento; por alguna extraña razón también se la esperaba... y no se había equivocado. Cuando aquel bulto marrón cubierto de harapos se incorporó para hacerle la pregunta, una parte de él había permanecido tendida en la hierba: había otro bulto marrón y sucio. Eran dos los vagabundos. Pudo verles perfectamente la cara. Tras sus barbas desaliñadas, y medio ocultos por unos viejos sombreros, descubrió unos rostros desagradables y sagaces que le observaban con atención mientras pasaba delante de ellos. Le seguían con la mirada.
Durante un segundo los había mirado fijamente para poder identificarlos mejor. Y había comprendido con horror que sus rostros eran demasiado delicados, demasiado finos y astutos para ser los de unos simples vagabundos. Aquellos hombres no eran ni mucho menos unos vagabundos. Estaban disfrazados.
«¡Qué manera más furtiva de mirarme!», pensó, mientras se alejaba de prisa por aquel camino ensombrecido, plenamente consciente ahora de la abrumadora soledad y desolación del páramo que le rodeaba. Lleno de inquietud y de angustia, aceleró aún más la marcha. De pronto, mientras pensaba en el inoportuno ruido que hacían sus botas de clavos al golpear en la dura superficie del camino, irrumpieron en su mente todo el conjunto de cosas que le habían obsesionado por parecerle «enigmáticas». Le comunicaban un único y categórico mensaje: que todo aquello no tenía nada que ver con él -de ahí su confusión y su perplejidad- que se había entrometido en un escenario que no le correspondía y estaba invadiendo el territorio vital de otra persona. Al tomar algún desvío interno erróneo, se había situado en medio de un conjunto de fuerzas desconocidas que operaban en el pequeño mundo de otro individuo.
Sin darse cuenta, en algún lugar, había traspasado el umbral, y ahora ya se había adentrado demasiado: era un intruso, un entrometido, un mirón. Estaba escuchando, espiando; sus oídos captaban cosas que no tenía ningún derecho a conocer porque no era a él a quien estaban dirigidas. Como un barco en alta mar, interceptaba mensajes de radio que no alcanzaba a descifrar porque su receptor no estaba correctamente sintonizado. Pero había algo más: ¡aquellos mensajes advertían de algún peligro!
El miedo, como la noche, se abatió sobre él. Estaba atrapado en una red de fuerzas sutiles y profundas que era incapaz de controlar, pues desconocía tanto su origen como su propósito. Le habían conducido hacia una inmensa trampa psíquica, elaborada con todo detalle, pero concebida para otra persona. Algo le había atraído hacia ella; algo en el paisaje, en la hora del día, en su estado de ánimo. Alguna oculta debilidad interna había hecho de él una presa fácil. Su miedo pasó a convertirse en terror.
Lo que sucedió entonces ocurrió con tal rapidez y en tan corto espacio de tiempo que le pareció que todo ello se comprimía en un solo instante. Ocurrió de golpe, como en un torbellino. No hubo forma de evitarlo. Haciendo eses de un lado a otro del camino, avanzaba hacia él un hombre que sin duda fingía estar borracho: era un vagabundo. Cuando Martin se apartó para dejarle paso, los bandazos se transformaron en una acometida y el tipo se le vino encima. El impacto fue súbito y brutal; no obstante, mientras se tambaleaba, Martin pudo darse cuenta de que a sus espaldas se abalanzaba sobre él un segundo hombre que le levantó por las piernas y le hizo caer de bruces sobre la tierra con un estrépito sordo.
Entonces comenzaron a lloverle los golpes; distinguió el resplandor de un objeto brillante; y una náusea letal le hundió en un estado de debilidad absoluta que hizo inútil toda defensa. Sintió que un objeto ardiente le penetraba en el cuello y, al instante, comenzó a brotar de sus labios un liquido dulce y viscoso que le asfixiaba. Después, se hizo la oscuridad. ... Sin embargo, en medio de todo el horror yla confusión, se había dado perfecta cuenta de dos cosas: que el primer vagabundo se había escabullido a toda prisa entre los brezales para adelantarle e ir a su encuentro; y que le arrancaban de debajo de la ropa un objeto pesado que unos cierres mantenían firmemente ajustado a su cuerpo...
De repente, las tinieblas se rasgaron, se disiparon del todo. Se encontró de nuevo mirando de cerca el mapa que sostenía apoyado contra el poste. El viento batía las esquinas contra sus mejillas, y él estudiaba atentamente unos nombres, que ahora, podía distinguir con toda nitidez. Alzó la vista: las direcciones que figuraban en el poste eran las que había esperado encontrar, exactamente las mismas que venían en su mapa. Las cosas volvían a estar en su sitio, tal y como debía ser. Leyó el nombre del pueblo al que tenía pensado dirigirse; era perfectamente visible a la luz del crepúsculo, dos millas era la distancia que se indicaba. Perplejo, turbado, incapaz de pensar, apretujó el mapa en el bolsillo sin doblarlo y se apresuró camino adelante como quien acabara de despertar de un sueño espantoso que, en apenas un segundo, hubiera condensado todo el tormento de una prolongada y angustiosa pesadilla.
Se echó a correr con un trote continuo que pronto se convirtió en galope; chorreaba sudor, las piernas le flojeaban y le costaba controlar la respiración. Tan sólo era consciente del deseo irrefrenable de alejarse cuanto antes de aquel poste de la encrucijada donde le había asaltado la terrible visión. Martin, un contable de vacaciones, nunca había sospechado que existieran otros mundos llenos de posibilidades psíquicas. Para él, todo lo ocurrido había sido un auténtico suplicio. Mucho peor que aquella confabulación de jefes y empleados que, en cierta ocasión, le habían acusado injustamente de haber «amañado» un saldo en los libros de cuentas. Corría como si el campo entero, aullando, le pisara los talones. Y en ningún momento le abandonaba la increíble certeza de que nada de aquello le estaba destinado. Había escuchado los secretos de otra persona. Se había apropiado de advertencias que no estaban dirigidas a él, y al hacerlo, había modificado su curso. Había impedido que llegaran a su verdadero destinatario. La conmoción que todo aquello le producía no se podía expresar con palabras. Desajustaba los mecanismos de aquella alma equilibrada y precisa. La advertencia estaba destinada a otra persona, que ya nunca llegaría a recibirla.
El esfuerzo físico acabó por ejercer sobre él un efecto beneficioso y le permitió recobrar hasta cierto punto la calma. A la vista de las luces del pueblo, aminoró la marcha y entró a un ritmo más pausado. Una vez hubo llegado a la posada, inspeccionó y alquiló una habitación, y encargó la cena, a la que acompañó con una sustanciosa y reconfortante jarra de cerveza que le ayudara a mitigar aquella endiablada sed y a completar la total recuperación de su equilibrio mental. Las singulares sensaciones que hasta entonces le habían embargado acabaron por pasársele en gran medida; y de igual manera, le abandonó aquella extraña impresión de que cualquier cosa en su sencillo y saludable mundo requería una explicación. Poseído aún de una vaga inquietud, pero superada ya la sensación de miedo, entró al bar para fumar su pipa de después de cenar y charlar un rato con los parroquianos, como tenía costumbre de hacer cuando estaba de vacaciones. Entonces se fijó en dos hombres que, apoyados en la barra al fondo de la sala, le daban la espalda. Al instante vio sus rostros reflejados en el espejo, y la pipa estuvo a punto de caérsele de la boca. Eran unos rostros bien afeitados, finos y astutos; charlaban mientras tomaban una copa, y Martin alcanzó a coger una o dos palabras de lo que decían: eran palabras alemanas. Los dos vestían bien, no había nada en su atuendo que llamara la atención; con sus trajes de tweed y sus botas de campo podrían haber sido, como él, dos turistas de vacaciones. De pronto, pagaron las copas y se marcharon. En ningún momento llegó a verlos cara a cara, pero volvió a sentirse empapado de sudor y una ráfaga febril de frío y de calor le recorrió todo el cuerpo; había reconocido sin ningún genero de duda a los dos vagabundos, en esta ocasión sin disfrazar... todavía sin disfrazar.
No se movió de su esquina, el regreso de aquel vil terror apenas si le permitía sostener la pipa, que continuaba chupando con frenesí a pesar de estar ya apagada. Con la absoluta claridad de una certeza, acudió de nuevo a su mente la idea de que aquellos hombres no tenían nada que ver con él, y aún más, que por nada del mundo tenía derecho a inmiscuirse en sus asuntos. No tenía locus standi; sería inmoral... incluso si se presentaba la oportunidad. Y tenía la impresión de que la oportunidad se presentaría. Había estado escuchando a escondidas y había accedido a una información privada de carácter secreto que no tenía derecho a utilizar, ni tan siquiera para hacer el bien... ni tan siquiera para salvar una vida. Sentado en aquella esquina -aterrorizado, en silencio- permaneció a la espera de lo que fuera a ocurrir después.
Pero la noche no trajo explicación alguna. No ocurrió nada. Durmió profundamente. En la posada sólo había otro huésped; un hombre, ya entrado en años que, como él, debía de ser un turista. Llevaba gafas con montura de oro, y a la mañana siguiente, Martin oyó cómo preguntaba al posadero el camino para ir a la colina Litacy. Los dientes le empezaron a castañetear y las rodillas le flojearon.
-Doble a la izquierda en el cruce de caminos -se apresuró a decir Martin antes de que el posadero alcanzara a responderle-. Encontrará el poste indicador como a dos millas de aquí; a partir de entonces es cosa de otras cuatro millas.
Con espanto se preguntó cómo diablos podía saberlo.
-Yo voy en la misma dirección -dijo a continuación-. ¡Le acompaño un rato, si no le importa!
Aquellas palabras le habían surgido de manera espontánea, de golpe; sin pensar. Su dirección era justo la contraria pero... no quería que aquel hombre fuera solo. El desconocido, sin embargo, eludió amablemente su ofrecimiento de compañía. Le dio las gracias y le comentó que no tenía pensado partir hasta que el día estuviera más avanzado.
Los tres se encontraban junto al abrevadero que había frente a la posada y, en ese preciso instante, un vagabundo que avanzaba encorvado por el camino alzó la vista y les preguntó la hora. Fue el hombre de las gafas con montura de oro quien respondió.
-Muchas grrassias; muy agrradessido -dijo el vagabundo mientras se alejaba con aquel caminar encorvado y cansino. El posadero, un hombre muy locuaz, aprovechó para hacer un comentario sobre el gran número de alemanes que vivían en Inglaterra y que parecían dispuestos a engrosar las filas de una invasión teutona que, al menos él, consideraba inminente.
Pero Martin no lo escuchó. Aún no había recorrido una milla de camino cuando se adentró en el bosque para enfrentarse con su conciencia a solas. Su debilidad, su cobardía, constituían sin duda un delito. Le atormentaba una genuina angustia. Una docena de veces decidió volver sobre sus pasos, y otras tantas veces, la singular autoridad de aquella voz que le susurraba que no tenía derecho a entrometerse, le detuvo. ¿Cómo iba a actuar basándose en un conocimiento que había obtenido escuchando algo a escondidas? ¿Cómo iba a interferir en los asuntos privados de la vida oculta de otra persona por el simple hecho de haber escuchado, como si de un cruce de líneas se tratara, los peligros secretos que la amenazaban? Una especie de confusión interna le impedía pensar con la más mínima claridad. Aquel desconocido le tomaría por loco. No tenía ningún «hecho» en el que basarse... Reprimió un centenar de impulsos, y finalmente... siguió su camino con el corazón encogido.
Sus dos últimos días de vacaciones fueron un infierno, sembrado de dudas, interrogantes y sobresaltos. Todos ellos justificados más tarde, cuando leyó que un turista había sido asesinado en la colina Litacy. El hombre usaba gafas con montura de oro y llevaba, guardada en un cinturón atado alrededor del cuerpo, una gran cantidad de dinero. Le habían degollado. Y la policía andaba tras la pista de un misterioso par de vagabundos, a los que se creía... alemanes.
Algernon Blackwood (1869-1951)
Más relatos de Algernon Blackwood. I Relatos góticos. I Relatos de terror.
Más literatura:
Relatos fantásticos.
Relatos de fantasmas.
Relatos románticos.
Relatos de vampiros.
El resumen del cuento de Algernon Blackwood: Complicidad previa al hecho (Accessory before the fact) fue escrito por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
El ocupante de la habitacion: Algernon Blackwood
Posted: 06 Nov 2009 09:57 AM PST
El ocupante de la habitación (Occupant of the room) es un relato de terror del escritor inglés Algernon Blackwood.
El cuento fue publicado en la colección de relatos fantásticos de 1917 Day and Night Stories.
El Ocupante de la Habitación.
Occupant of the room, Algernon Blackwood (1869-1951)
Llegó en la diligence amarilla bien entrada la noche, entumecido y lleno de calambres tras tres horas de fatigoso e interminable ascenso. El pueblo, una masa compacta de sombras, dormía ya. Tan sólo delante del hotel persistía aún el bullicio, la luz y la animación... aunque sería ya por poco tiempo. Las caballerías, con la cabeza gacha y paso cansino, cruzaron solas la carretera arrastrando sus arneses por el polvo y desaparecieron en las cuadras; mientras la pesada diligencia, que parecía un gran escarabajo amarillo con las patas quebradas, se quedaba a hacer noche en el lugar hasta donde la habían conducido a rastras.
A pesar del cansancio físico, aquel maestro de escuela, que disfrutaba de las primeras horas de unas vacaciones que le habían costado diez guineas, estaba rebosante de felicidad. La paz que se respiraba en aquel alto valle alpino era maravillosa; las estrellas titilaban sobre los quebrados riscos del Dent du Midi, donde los relucientes neveros se destacaban espectrales sobre unas rocas que parecían de ébano, y el aire helado traía un aroma a pinares, a pastos empapados de rocío y a madera recién cortada. Embargado de una sensación en la que se mezclaban el placer y el asombro, pasó varíos minutos tratando de captar todos aquellos detalles, mientras los otros tres pasajeros daban indicaciones sobre su equipaje y se dirigían a sus respectivas habitaciones. Finalmente, se dio la vuelta, cruzó la basta estera de la entrada, y tras resistir a la tentación de detenerse a contemplar el mapa de las montañas que colgaba junto a la puerta, pasó al deslumbrante recibidor.
De pronto, un desagradable contratiempo hizo que bajara de las nubes y volviera a la cruda realidad. En la posada -la única posada que había- no quedaban habitaciones libres. Hasta los sillones de que disponía estaban ocupados...
¡Qué estúpido había sido de no escribir para hacer una reserva! Claro que, ahora que lo pensaba, le había resultado imposible, pues la decisión de venir la había tomado aquella misma mañana en Ginebra de forma repentina, cautivado por el espléndido día que había amanecido tras una semana de lluvias. El portero, que lucía una chaqueta con ribetes dorados, y una vieja de facciones muy duras -le había llamado la atención la dureza de aquel rostro- no paraban de hablar y de gesticular mientras señalaban al pueblo en todas direcciones, haciéndole unas sugerencias que sólo comprendía a medias, pues sus conocimientos de francés eran limitados y el dialecto en que hablaban era algo verdaderamente espantoso.
«¡Allí -a lo mejor encontraba habitación- o sino allá! Pero aquí, hélas, está todo completo... más de lo que nosotros quisiéramos. ¡Mañana, quizá, si tal y cual dejan su habitación!» Al final, tras mucho encogerse de hombros, la anciana se quedó mirando al portero de la chaqueta ribeteada, y éste, a su vez, se quedó mirando con expresión somnolienta al maestro. No obstante, obedeciendo a uno de esos misteriosos mecanismos que regulan la esperanza, que ni él mismo alcanzó a comprender, y siguiendo las indicaciones, completamente ininteligibles, que le había dado la anciana, salió finalmente a la calle y se encaminó hacia un oscuro grupo de casas que ella le había señalado. De lo único que estaba seguro era de que tenía la intención de aporrear una de aquellas puertas hasta que le dieran una habitación. Estaba demasiado cansado para detenerse a planear las cosas con más detalle. El portero había hecho ademán de acompañarle, pero en el último momento se dio la vuelta y se quedó hablando con la anciana. La borrosa silueta de las casas se vislumbraba en medio de la oscuridad. Corría un aire gélido y el valle entero retumbaba con las carreras y el estruendo de los cursos de agua. Pensaba vagamente que no tardaría en amanecer y que quizá tendría que pasar la noche dando vueltas por el bosque, cuando oyó un ruido sordo a sus espaldas y, al darse la vuelta, vio a una figura que se acercaba apresuradamente hacia él. Era el portero... que venía corriendo.
En el pequeño recibidor de la posada se reanudó una confusa conversación a tres bandas, salpicada de vez en cuando por coloquios en voz baja y apartes susurrados en dialecto entre la mujer y el portero, cuyo resultado final fue que «si a Monsieur no le parecía mal... después de todo, sí que había una habitación, en el primer piso... sólo que, en cierto modo, estaba "ocupada". Bueno, en realidad lo que pasaba era que...».
No obstante, el maestro se quedó con la habitación sin meterse en más averiguaciones sobre aquel embrollo, pues al fin y al cabo le había proporcionado de pronto justo lo que él quería. La ética profesional de los hosteleros no era cosa de su incumbencia. Si aquella mujer le ofrecía alojamiento no le correspondía a él ponerse a discutir sobre si estaba legitimada o no para hacerlo.
Mientras acompañaba al huésped a su habitación, el portero, que a todas luces estaba un tanto nervioso, le fue suministrando en una mezcla de francés y de inglés los detalles que la patrona había omitido, y Minturn, pues tal era el nombre de aquel maestro, no tardó en compartir aquel nerviosismo con él y en verse envuelto en la atmósfera de una posible tragedia. Todo aquel que conozca esa emoción tan característica que producen los altos valles de montaña, uno de cuyos principales atractivos consiste en la realización de escaladas con peligro, comprenderá esa ligera sensación de alarma que suele ir asociada a tales paisajes. Cuando se alza la vista para contemplar los picos desolados que se remontan solitarios en las alturas, no se puede evitar pensar en esos hombres cuya diversión consiste en pasarse varios días y noches seguidos escalando las peligrosas cumbres que se elevan sobre un mar de nubes, y en conquistar, centímetro a centímetro, los picos helados que blanden permanentemente el oscuro pabellón del terror en el cielo. La atmósfera de aventura, aderezada con el posible espanto de una de las tragedias más horribles que quepa imaginarse, es inseparable de cualquier contemplación imaginativa de semejante paisaje; y lo que Minturn dedujo de las palabras del alarmado portero, no perdió nada de su miga a pesar de su desconocimiento del idioma. Una inglesa, la legítima ocupante de la habitación, se había empeñado en ir a las montañas sin guía. Había partido hacía dos días justo antes de que amaneciera -el portero la había visto salir- y... ¡no había regresado! La ruta era difícil y peligrosa, pero no imposible para un escalador experto, aunque fuera solo. Y la inglesa era una montañera curtida. Pero también era una persona terca, que desdeñaba los consejos, le aburrían las advertencias y tenía una fe ciega en sí misma. Además era un tanto rara; no se mezclaba con los demás huéspedes y, a veces, se pasaba días enteros encerrada con llave en su habitación sin dejar entrar a nadie; vamos, una «excéntrica» de tomo y lomo.
Todo esto fue lo que Minturn sacó en claro de lo que el portero le fue contando mientras subía su equipaje y ponía un poco de orden en la habitación; pero hubo algo más. Se enteró también de que ya había salido una partida de rescate y que, por supuesto, podían regresar en cualquier momento. En cuyo caso... En fin, por eso, aunque la habitación estuviera desocupada, seguía siendo de ella. «Pero si a Monsieur no le importa correr el riesgo de tener que dejar la habitación en medio de la noche...» Dado que el locuaz portero parecía empeñado en aportar todo tipo de detalles que ponían en cuestión la validez de la transacción que acababa de realizar, Minturn lo despachó tan pronto como pudo y se dispuso a irse a la cama -que el propio portero había arreglado a toda prisa- para tratar de dormir el máximo de horas posible antes de que viniera alguien a decirle que se tenía que marchar.
La verdad es que al principio se sintió incómodo, francamente incómodo. Estaba en la habitación de otra persona. Realmente no tenía ningún derecho a estar allí. Era una intrusión imperdonable; y mientras deshacía el equipaje, giró en varias ocasiones la cabeza para mirar hacia atrás, como si temiera que alguien le estuviera observando desde alguna de las esquinas. Tenía la impresión de que, en cualquier momento, oiría pasos en el pasillo, llamarían a la puerta y, a continuación, ésta se abriría yvería a aquella fornida inglesa mirándole de arriba a abajo con furia. O aún peor: le oiría preguntarle qué hacía en su habitación, en su dormitorio. ¡Es cierto que podía darle una explicación convincente, pero de todos modos...!
Entonces, al darse cuenta de que ya estaba a medio desvestir, su mente captó durante un segundo la vertiente cómica de la situación, y soltó una carcajada... en voz baja. Pero, de inmediato, a la risa le sucedió aquella súbita sensación de tragedia que ya había experimentado antes. Puede que mientras él sonreía, el cuerpo de esa mujer yaciera roto y helado en esas cumbres espantosas, con los cabellos desordenados por la ventisca y los ojos vidriosos lanzando una mirada vacía a las estrellas... Sólo de pensar en ello se estremecía. La percepción que tenía de esa mujer, a la que no había visto nunca y de la que ni tan siquiera sabía el nombre, se volvió extraordinariamente real. Casi llegaba a imaginarse que se hallaba oculta en algún lugar de la habitación, observando todo lo que él hacía.
Abrió la puerta con cuidado para dejar fuera las botas, y cuando la cerró de nuevo, echó la llave. Después, acabó de deshacer el equipaje y distribuyó las pocas cosas que había traído consigo por la habitación. No tardó mucho en hacerlo; sólo tenía un pequeño baúl de viaje y una mochila y, además, el único lugar donde se podían extender las ropas era el sofá. No había cómoda, y el armario, un mueble excepcionalmente sólido y grande, estaba cerrado con llave. Era evidente que habían guardado a toda prisa las ropas de la inglesa en aquel mueble. El único signo que indicaba su presencia reciente en la habitación era un ramo de Alpenrosen marchitas, colocadas en un jarrón de cristal que había sobre el palanganero. Eso, y un vago olor a perfume, era todo lo que quedaba. No obstante, a pesar de la escasez de vestigios, por toda la habitación se respiraba la extraña y desagradable sensación de que ésta seguía estando ocupada. Durante un instante se palpaba en el ambiente una sutil presencia que parecía susurrar un «acabo de salir», que al convertirse de pronto en un tajante «aún sigo aquí», hacía que se diera rápidamente la vuelta para mirar a sus espaldas.
La aversión que sentía hacia esa habitación en su conjunto era muy singular; y es precisamente la fuerza de ese sentimiento, la única excusa que quizá se pueda esgrimir para justificar el hecho de que arrojara aquellas flores marchitas por la ventana y colgara después su gabardina de la puerta del armario, procurando taparlo lo máximo posible. Lo cierto es que la visión de aquel horrible y gigantesco armario, lleno de la ropa de una mujer que en aquel momento quizá ya no necesitara nada con que cubrir su cuerpo (pues así era como insistía en presentársela su imaginación), provocaba en él una sensación de incongruencia que no sólo le llenaba de perplejidad sino que, además, se iba abriendo paso en su mente hasta transformarse en un sentimiento de espanto verdaderamente grotesco. Sea como fuera, la visión de aquel armario le desagradaba y, casi por puro instinto, lo había tapado. Luego, tras apagar la luz, se metió en la cama.
Pero desde el preciso instante en que la habitación quedó a oscuras, se dio cuenta de que aquello era más de lo que él podía soportar; pues nada más hacerse la oscuridad, sintió una especie de corriente de aire helado que no alcanzaba a explicarse. Y lo curioso es que, al encender la vela que había junto a la cama, advirtió también que le temblaban las manos. La verdad es que aquello era ya demasiado. Su imaginación se estaba tomando muchas libertades y había que llamarla al orden. Pero la forma en que lo hizo fue muy significativa, y el propio carácter deliberado de su acción ponía al descubierto un estado mental que ya había dado cabida al miedo. Y una vez que el miedo se ha metido dentro es muy difícil expulsarlo. Se recostó sobre su codo y se puso a enumerar con sumo cuidado todos los objetos que había en la habitación, con la intención, por así decirlo, de hacer un inventario de todo aquello que percibían sus sentidos, para después trazar una línea, sumarlos y exclamar con decisión: « ¡Esto es todo lo que hay en esta habitación! He contado todas y cada una de las cosas. No hay nada más. ¡Ahora ya puedo dormir tranquilo!».
Fue precisamente durante el absurdo proceso de enumerar los muebles de la habitación, cuando se apoderó de él una terrible y angustiosa sensación de lasitud que casi le impidió acabar sus cuentas. Le acometió con una rapidez y una virulencia asombrosas que hicieron que, sin apenas darse cuenta, se viera abrumado por una molicie atroz difícilmente descriptible. Su primer efecto fue hacerle olvidar su miedo. Ya no tenía la energía suficiente para sentirse verdaderamente asustado o nervioso. El frío permanecía, pero la alarma había desaparecido. Por todos los rincones de aquella personalidad, por lo general vigorosa, se fue extendiendo lentamente el insidioso veneno de una fatiga muscular que, al cabo de unos segundos, pareció transformarse en inercia espiritual. Una súbita conciencia de la supina futilidad y del absurdo de la vida, del esfuerzo, de la lucha; de todo lo que hace que vivir merezca la pena, se fue infiltrando en cada fibra de su ser, dejándole en un estado de extrema debilidad. El espíritu de un negro pesimismo, al que le faltaban fuerzas incluso para manifestarse con cierta energía, invadió las cámaras secretas de su corazón... Todas las imágenes que le venían a la mente aparecían envueltas en grises sombras. ¡Esos caballos sudorosos y aburridos, ascendiendo trabajosamente... a ninguna parte! La patrona aquella de las facciones tan duras, tomándose tanto trabajo en conseguir que su afán de lucro se impusiera sobre su sentido moral... ¡por un puñado de francos! ¡El portero del traje ribeteado; tan quisquilloso, tan locuaz, tan agotador... ardiendo en deseos de contarle todos los chismes que sabía! ¿Para qué servía toda esa gente? Y, en cuanto a él, ¿qué sentido tenía el trabajo penoso y monótono en aquella escuela de la que era maestro? ¿A dónde conducía aquello? ¿De qué valía tanto incierto afán, cuando los secretos últimos de la vida permanecen ocultos y nadie sabe cuál es el sentido final de las cosas? ¡Qué absurdos eran el esfuerzo, la disciplina, el trabajo! ¡Qué vano el placer! ¡Qué triviales hasta las cosas más nobles de la vida!
Dando un salto que casi derribó la vela, Minturn trató de hacer frente a aquel estado de decaimiento. Ese tipo de ideas eran tan ajenas a su carácter habitual, que aquella invasión repentina y cobarde produjo una reacción inmediata. Pero sólo duró un momento. Al instante, la depresión volvió a abatirse sobre él como una ola. Su trabajo -que a fin de cuentas como mucho le permitiría aspirar al tedioso cargo de director de colegio- le parecía tan vano y tan absurdo como aquellas vacaciones en los Alpes. Qué idiota, qué rematadamente idiota había sido de venir aquí, con su mochila a cuestas, para no hacer otra cosa que matarse de cansancio por aquellas montañas en un ascenso agotador que no conducía a ninguna parte, que nada le podía reportar. El estado de ánimo que le poseía era tan lóbrego como una tumba.¡La vida no era más que un repugnante fraude! ¡La religión, un camelo pueril! Todas las cosas no eran más que una trampa; una trampa tendida por la muerte: ¡un juguete de vivos colores que la Naturaleza utiliza como señuelo! ¿Pero, un señuelo, para qué? ¡Para nada! Nada tenía sentido. Lo único real era... LA MUERTE. Y la gente más feliz eran aquellos que antes la encontraban.
Entonces, ¿por qué esperar a que llegue? Absolutamente aterrorizado, saltó de la cama como impulsado por un resorte. ¿Cómo era posible que la mera fatiga pudiera alumbrar un universo tan negro, una actitud tan depresiva, una cobardía que hacía que se tambalearan las raíces mismas de la vida, asestándoles semejante golpe de desesperanza? Por lo general él era una persona fuerte y alegre, rebosante de salud y de vida; pero aquella lasitud atroz arrasaba las bases mismas de su personalidad, conduciéndole a la nada y al deseo de morir. Era como si hubiera desarrollado una Segunda Personalidad. Cierto que había leído que algunas personas, tras sufrir una fuerte impresión, podían llegar a desarrollar como consecuencia de ello unos rasgos de carácter distintos, otros recuerdos, otros gustos y demás cosas por el estilo. Aquella posibilidad siempre le había asustado. Sabía que algunos científicos respaldaban la autenticidad de tales historias, pero a él no le parecía que fueran muy creíbles. Y, no obstante, algo similar a eso era lo que le estaba ocurriendo ahora a su propia conciencia. Estaba, de eso no le cabía ninguna duda, experimentando todas las fluctuaciones mentales... ¡de otra persona! Era algo inmoral. Algo espantoso. Era... bueno, la verdad es que también era algo enormemente interesante.
Y aquel interés que comenzaba a sentir fue el primer signo de que su yo normal estaba regresando. Pues quien siente interés por algo, está vivo, y ama la vida. De un salto, se plantó en medio de la habitación y encendió la luz. Lo primero que captó su atención fue... aquel enorme armario.
-¡Vaya! ¡Ahí está... esa monstruosidad de armario!-exclamó para sí sin querer, aunque en voz alta. Dentro estarían colgadas sus faldas, sus abrigos, sus blusas de verano; todas las ropas de la mujer muerta. Porque ahora sabía que -de uno u otro modo- aquella mujer tenía que estar muerta.
En ese momento, a través de las ventanas abiertas, irrumpió el sonido del agua que caía, y con él llegó también una vívida imagen mental de la desolación de las cumbres barridas por la ventisca. Entonces vio a la mujer -¡sí, verdaderamente la vio!- en el lugar donde había caído; las mejillas cubiertas de escarcha, la nieve en polvo arremolinándose en torno a sus cabellos y a sus ojos, sus extremidades rotas aprisionadas entre bloques de hielo. Por un momento, aquella sensación de lasitud, de vacío vital, se desvaneció ante aquella imagen de un esfuerzo inútil, de la pequeña fuerza de un ser humano peleando con coraje, aunque en vano, contra las potencias impersonales y despiadadas de la naturaleza inerte; y, de nuevo, recuperó su yo habitual. Sin embargo, un instante después, regresó otra vez el terrible frío, la nada, el vacío...
Se descubrió a sí mismo de pie frente al gran armario que guardaba las ropas de aquella mujer. De repente quería ver esas ropas; las cosas que ella había usado y llevado. Estaba muy cerca, casi podía tocarlo. Y un segundo después ya lo había tocado. Estaba golpeando con los nudillos en la madera. Es difícil saber por qué lo hizo. Probablemente se trató de un movimiento reflejo. Algo desde lo más profundo de su ser se lo había dictado... se lo había ordenado; y él, había golpeado la puerta. El sonido sordo de la madera en medio de la quietud de aquella habitación... le horrorizó. El porqué de aquel sentimiento era algo que le resultaba tan inexplicable como la razón por la que se había sentido impulsado a llamar a aquella puerta. El hecho es que, cuando oyó una leve reverberación en el interior del armario, tuvo una conciencia tan vívida de la presencia de la mujer que se quedó de pie temblando con una terrorífica sensación de que algo iba a ocurrir; casi esperaba oír que desde el interior le respondían con un golpe -quizá sólo el frufrú de las faldas colgadas- o, aún peor, que veía como aquella puerta cerrada con llave se abría lentamente hacia afuera.
A partir de ese momento asegura que, de un modo u otro, debió perder parcialmente el control sobre sí mismo, o al menos, una parte importante de su sentido común; pues se vio poseído por un deseo tan irresistible de abrir como fuera aquel armario y de ver las ropas que había dentro, que probó todas las llaves que había en la habitación en un vano intento de abrirlo, hasta que, finalmente, antes de que tuviera tiempo de darse cuenta de lo que hacía... ¡llamó al timbre!
Pero, tras haber llamado al timbre a las dos de la madrugada, sin que hubiera ninguna razón sensata u obvia para hacerlo, y mientras esperaba de pie en medio de la habitación a que viniera algún empleado, se dio cuenta por primera vez que algo ajeno a su ser normal le había impulsado a hacer aquello. Era como si una voz interna le dictara lo que tenía que hacer. Por eso, cuando finalmente se oyeron pasos que se acercaban por el pasillo, y tuvo frente a frente a una doncella adormilada, enojada y muy sorprendida de que la hubieran llamado a esas horas, no tuvo ninguna dificultad en encontrar palabras con las que expresar sus deseos. Aquel mismo poder que le había apremiado a que abriera la puerta del armario también le impelía a pronunciar unas palabras sobre las que, aparentemente, no tenía control alguno.
-¡No es a usted a quien he llamado! -dijo con decisión e impaciencia-. Necesito a un hombre. Despierte al portero y envíemelo inmediatamente. ¡Dése prisa! ¿Es que no me ha oído? ¡Dése prisa!
Cuando la chica se hubo marchado, Minturn, asustado de su propia severidad, se dio cuenta de que aquellas palabras le habían sorprendido a él tanto o más que a la propia doncella. Hasta que no salieron de sus labios no supo exactamente qué era lo que iba a decir. No obstante, comprendía que alguna fuerza ajena a su personalidad estaba utilizando su mente y los órganos de su cuerpo. Aquella negra depresión que le había poseído hacía poco también formaba parte de ello. De algún modo, el poderoso estado de ánimo de la mujer desaparecida se había apoderado de él momentáneamente; con toda seguridad debido a la atmósfera que creaba en la habitación la presencia de cosas que le habían pertenecido. Pero ni siquiera cuando el portero -sin chaqueta ni cuello duro- se hallaba ya junto a él en la habitación, consiguió comprender por qué insistía, hecho una verdadera furia y sin admitir un no por respuesta, en que buscara la llave del armario y abriera inmediatamente la puerta. La escena resultaba bastante curiosa. Tras realizar un intercambio de susurros de asombro con la doncella al fondo del pasillo, el portero se las arregló para encontrar y traer la llave en cuestión. Ni él ni la chica sabían a ciencia cierta qué era lo que pretendía aquel inglés tan nervioso, o por qué ponía tanto empeño en que se abriera un armario a las dos de la madrugada. Le observaban con el aire de quien no puede dejar de preguntarse qué será lo que va a ocurrir a continuación. Sin embargo, algo de la extraña seriedad y del miedo que ahora apreciaban en aquel hombre se les contagió, de modo que cuando la llave chirrió al introducirse en la cerradura, los dos pegaron un respingo.
Contuvieron el aliento mientras la puerta se abría lentamente con un crujido. Todos oyeron el ruido de otra llave al caer contra el suelo de madera del armario... por dentro. Había sido cerrado desde el interior. Pero fue la aterrorizada doncella, desde su posición en el pasillo, quien lo vio primero; y lanzando un grito desgarrador se desplomó contra el pasamanos de la escalera. El portero no hizo intento alguno de rescatarla. Tanto él como el maestro salieron corriendo hacia la puerta, que ahora se hallaba completamente abierta. También ellos lo habían visto.
Colgadas de las perchas no había ropas, ni faldas, ni blusas; lo que vieron fue el cuerpo de la mujer inglesa suspendido en el aire con la cabeza caída hacia delante. Sacudida por el movimiento que se había producido al abrir la puerta, el cuerpo había ido girando lentamente hasta darles la cara... Clavado en la parte de atrás de la puerta había un sobre del hotel con las siguientes palabras escritas con letra temblorosa:
«Cansada... infeliz... desesperada... deprimida... No puedo seguir haciendo frente a la vida... Todo es negro. Tengo que poner fin a esto... Quería hacerlo en las montañas pero tuve miedo. Volví a mi habitación cuando no vi a nadie. Así es más fácil, y mejor...»
Algernon Blackwood (1869-1951)
Más relatos de Algernon Blackwood. I Relatos goticos. I Relatos fantásticos.
Más literatura:
Relatos de terror.
Relatos de vampiros.
Relatos de fantasmas.
Relatos victorianos.
El resumen del cuento de Algernon Blackwood: El ocupante de la habitación (Occupant of the room) fue escrito por El Espejo Gotico. Para su utilización escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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Este cuento fue publicado en 1949 dentro de dos antologías fantásticas: The Doll and One Other y Tales of the Uncanny and Supernatural.
La Senda.
The Trod, Algernon Blackwood (1869-1951)
El joven Norman viajaba a gran velocidad en uno de los más modernos y aerodinámicos expresos, en dirección norte. Se recostó en su asiento de primera clase, en el vagón de fumadores, y encendió un cigarrillo. En la red de equipajes que tenía enfrente iba su estuche con el par de escopetas que jamás consentía perder de vista, si podía; al lado, la caja de munición con más de mil cartuchos; el resto de su equipaje, sabía, iba seguro en el furgón. Esperaba pasar una espléndida semana de caza en Greystones, uno de los mejores cotos de Inglaterra. Se daba cuenta de que había tenido una suerte increíble al haber sido invitado. Sin embargo, tenía una interrogante. ¿Por qué, se preguntaba, le habían invitado precisamente a él? Para empezar, conocía muy superficialmente a sir Hiram Digby, su anfitrión. Había hablado con él una o dos veces en otras tantas cacerías en Norfolk; y aunque había sabido causar buena impresión cuando estuvo cerca de él, no creía francamente que fuera razón para que le invitase. Habían participado demasiadas buenas escopetas para venir a escogerle precisamente a él. Estaba seguro de que había otro motivo. Sus pensamientos, mientras daba chupadas, ensimismado, al cigarrillo, se orientaron fácilmente hacia otra dirección: hacia Diana Travers, la sobrina de sir Hiram Digby.
El deseo, recordó, es a menudo padre del pensamiento; pero se aferró a él con obstinación y con morosa complacencia. Era Diana Travers quien había sugerido su nombre; podía muy bien ser así, y probablemente lo era; y cuanto más lo pensaba, más convencido se sentía. Eso explicaba la invitación, en todo caso. Un singular estremecimiento de emoción y placer le recorrió al retroceder en la memoria y evocar el recuerdo de ella. La veía como una criatura extraña, totalmente distinta de las chicas normales y corrientes; pero extraña en el mismo sentido en que era extraño él también; porque ya tenía años suficientes para darse cuenta de que era extraño, de que se mantenía algo apartado de los jóvenes de su edad y posición. De buena cuna, rico, deportista y demás, no pertenecía sin embargo a su tiempo en algunos aspectos. Podía beber, divertirse, enfurecerse, disfrutar con sus compañeros; pero sólo hasta un punto, a partir del cual se retiraba insatisfecho. Había «otras cosas» que le reclamaban con terrible fuerza interior; y no podía mezclar las unas con las otras. No lograba explicarse a sí mismo cuáles eran estas otras cosas, y menos aún explicarlo a sus alegres camaradas. ¿Eran cosas del espíritu? No estaba seguro. Eran cosas extrañas, paganas, que pertenecían a tiempos antiguos. No sabía. Eran de un encanto y un poder inefables, y le alejaban de la corriente de la vida moderna... Eso si lo sabia. No podía precisarlas para sí mismo; mucho menos hablar de ellas a otros.
Luego conoció a Diana Travers y supo —aunque no se atrevía a expresar con palabras su descubrimiento— que ella sentía algo parecido. La vio por primera vez en un baile en la ciudad, recordaba; y recordaba también cómo se había estado aburriendo, hasta que la conoció casualmente; y lo feliz, encantado y satisfecho que se había sentido después. No es que se hubiese enamorado de repente, por supuesto; ni que ella fuese irresistiblemente hermosa: era alta, rubia, con un rostro radiante aunque no bello, una voz suave y movimientos graciosos; Norman sabía que había miles que la aventajaban en todas estas cualidades. No; no fue el clásico flechazo, la fiebre del apareamiento, el instinto gregario que le decía que ella podía ser su chica, sino la vieja convicción, más bien, de que ocultaba los mismos anhelos misteriosos y oscuros que él, la fuerza deliciosa y terrible que le apartaba de la especie humana hacia «otras cosas» desconocidas.
Estando juntos en la terraza, donde se habían refugiado huyendo del calor y el clamor del salón de baile, reconoció ante sí mismo, aunque sin formularla, la abrumadora, la extraña convicción de que sus destinos estaban ligados de algún modo. No pudo explicárselo entonces; no se lo podía explicar ahora, mientras lo meditaba en este vagón de ferrocarril; y su razón lo tachaba de imaginario. Sin embargo, seguía allí. La conversación que habían sostenido, desde luego, había sido completamente corriente, y no recordaba haber tenido el menor deseo de flirtear o hacerle el amor; lo que ocurrió fue que «conectaron», como suele decirse, y que se habían encontrado deliciosamente a gusto en mutua compañía, felices y contentos. Fue casi, pensó, como si compartiesen un secreto maravilloso y profundo sin necesidad de palabras, un secreto que, evidentemente, estaba más allá de cuanto podían abarcar las palabras.
Se habían visto en varias ocasiones desde entonces, y en cada una de ellas había tenido él conciencia de ese mismo sentimiento; y una vez en que se encontraron casualmente en el parque, estuvieron paseando juntos alrededor de una hora, durante la cual había charlado ella con más libertad. De repente se había puesto a hablar de sí misma con toda franqueza y naturalidad, como si supiese que él iba a comprenderla. Al aire libre, descubrió Norman, era más espontánea que en un ambiente artificial de muebles y paredes. No era que dijera nada importante; sino más bien la voz, el ademán y los gestos que empleaba. Le había confesado lo mucho que le desagradaba Londres con todas sus obras, y que detestaba de manera especial la temporada con su brillante rutina de supuestas diversiones, añadiendo que ella siempre ansiaba volver a Marston, morada de sir Hiram en Essex. «Allí están las marismas —dijo con sosegado entusiasmo—, y el mar; allí voy con mi tío a la caza del palo, al atardecer, o de madrugada, cuando el sol sale del mar como un globo y disipa las brumas de las marismas... y, bueno, pueden ocurrir... cosas.»
Norman había estado observando con admiración sus movimientos mientras hablaba, pensando que habían elegido bien al ponerle nombre de cazadora; y había una nota de extraña pasión en su voz que en aquel momento percibió por primera vez. Toda su persona, además, transmitía la impresión de que daba por sentado que él comprendía cierto anhelo emocional que sus palabras no explicaban. Norman se detuvo, y se quedó mirándola.
—Es estar viva —añadió con una risa que hizo centellear sus ojos—. El viento y la lluvia te azotan en la cara, y los patos pasan en bandadas. Te sientes parte de la naturaleza. Se abren sus puertas, por así decir.
Así es como estaba previsto que viviéramos, desde luego. Tales palabras, de haberlas dicho otra muchacha, le habrían hecho sentirse tímido y cohibido; en ella, eran meramente naturales y sinceras. Norman no le siguió la corriente, sin embargo, aparte de reconocer que estaba de acuerdo con ella, y la conversación había derivado hacia otros temas. Aunque el motivo por el que no se había entusiasmado él, ni había seguido la pequeña clave que ella le brindaba, era que en lo más dentro de sí sabía qué quería decir. Su confesión, nada sorprendente en sí misma, ocultaba —y revelaba— toda una región de «otras cosas» significativas e importantes que era mejor no confiar a las palabras. «Tú y yo pensamos igual», fue lo que ella había dicho en realidad. «Tú y yo compartimos este anhelo extraño y preternatural, ¡pero por Dios, no hablemos de él...» «Rara chica, en verdad», sonrió ahora para sí, mientras el tren corría hacia el norte, y a continuación se preguntó qué sabía exactamente de ella. Muy poco, prácticamente nada, aparte que no tenía padres, que vivía con su tío viejo y soltero y que estaba pasando la temporada en Londres.
«Una chica con clase, en todo caso», se dijo; «y encantadora como una ninfa, además...»; y sus pensamientos siguieron divagando caprichosamente. Luego, de repente, mientras encendía otro cigarrillo, emergió.-en su cerebro un pensamiento mucho más concreto. Le produjo cierto sobresalto, porque irrumpió súbitamente en su ensoñación a la manera como suele hacerse de pronto evidente un juicio en ese estado entre la vigilia y el sueño. Diana sabe. Conoce esas otras cosas bellas y misteriosas que siempre me han subyugado. Las ha... sí, las ha experimentado. Puede explicármelas. Quiere compartirlas conmigo.,.»
Norman se enderezó en su asiento con un respingo, como si le hubiese asustado algo. Había estado soñando, estas ideas eran fantasmagorías de un sueño. Sin embargo, notó que el corazón le latía deprisa, como si le hubiese acometido una honda excitación en su estado de somnolencia. Alzó los ojos hacia el estuche de las escopetas y los cartuchos, en la red de equipaje, luego se asomó a la ventanilla haciéndose sombra en los ojos. El tren iba lo menos a sesenta millas. La fisonomía del campo iba cambiando. Habían desaparecido los setos típicos de la región central y empezaban a ser sustituidos por tapias de piedra. El paisaje se volvía más agreste, más solitario, menos habitado. Exhaló, inconscientemente) un largo suspiro de satisfacción. Sin duda había dormido mucho rato, comprendió, porque su reloj indicaba que dentro de unos minutos iba a llegar a la estación de empalme donde debía hacer trasbordo. Recordaba que Bracendale, estación vecinal de Greystones, estaba en un pequeño ramal que serpeaba entre los montes. Y unos quince minutos más tarde se encontraba, con equipaje y todo, en el tren traqueteante que iba a dejarle en Bracendale hacia las cinco. Oscurecía ya cuando, con gran esfuerzo al parecer, la trabajosa locomotora le depositó con sus preciadas escopetas y cartuchos en el andén desierto, en medio de remolinos de vapor y aire húmedo, dispuesto a afrontar su recibimiento. Con gran alivio, vio que había un automóvil esperando para llevarle las diez millas restantes hasta la Residencia de caza, y un momento después se hallaba confortablemente instalado entre lujosas mantas de viaje, presto para el trayecto a través de los montes.
Se arrellanó, dispuesto a disfrutar del aire penetrante de la montaña. Tras dejar la estación, el coche tomó un camino que durante un tramo corría por un estrecho valle; un arroyuelo caía de los montes a su izquierda, donde de vez en cuando surgían oscuras plantaciones de abetos que descendían en tropel hasta el borde del camino; pero lo que le sorprendía sobre todo era el aire de desolación y aislamiento que reinaba en todo el contorno. El paisaje le parecía más agreste y menos habitado, incluso, que las tierras altas de Escocia, No se veía ni una casa, ni una huerta. Una sensación de abandono, debida en parte, sin duda, a la oscuridad, flotaba sobre todas las cosas, como si no fuese bien recibida aquí la influencia humana, o no fuese posible, quizá. La impresión que producía era, desde luego, de lugar desolado e inhóspito; aunque para él, esta soledad contenía un temblor de belleza salvaje que le atraía. De cuando en cuando pasaban en fila unas pocas ovejas de cara negra por el camino, y una de las veces vio un pastor con barba que bajaba presuroso con su perro- Desaparecieron en la niebla como espectros. A Norman le parecía increíble que el campo tuviese este aspecto tan desolado y desierto, cuando sabía que a sólo una veintena de millas estaban las grandes urbes industriales de Lancashire. El coche, entretanto, seguía subiendo por el valle; y poco después llegó a un terreno más abierto, con unas pocas granjas dispersas y algún campo de avena junto a ellas.
Norman preguntó al chófer si vivía mucha gente por allí, y el hombre se mostró encantado de tener ocasión de hablar.
—No, señor —dijo—; es un lugar desolado en la mejor época del año; yo me alegro —añadió— cuando llega el momento de regresar al sur —había sido una época estupenda para el urogallo, y prometía ser un año récord.
Norman observó un detalle sorprendente en las casas que pasaban: muchas de ellas, si no todas, tenían una gran cruz tallada en el dintel de la puerta; incluso algunas de las verjas que daban paso del camino a los campos tenían crucifijos más pequeños tallados en el último barrote. Los faros del coche los hacían resaltar. Le recordaban las capillas y crucifijos diseminados por el campo en los países católicos; pero parecían algo incongruentes en Inglaterra. Preguntó al chófer si la mayoría de la gente de por aquí era católica; y la respuesta del hombre, en la que puso todo el énfasis, picó su curiosidad.
—Oh, no; no creo —dijo—. En realidad, señor, ya que me lo pregunta, la gente de aquí es tan pagana como la que pueda encontrar en cualquier país cristiano.
Norman le señaló las cruces que había por todas partes, preguntándole cómo se explicaba esto, siendo paganos los habitantes; y el hombre vaciló antes de responder; como si, aunque contento de hablar, no acabara de gustarle el tema de la conversación.
—Bueno, señor —dijo por fin, fijando la mirada en el camino que tenía delante—, esta gente no me cuenta gran cosa de lo que piensa, porque para ellos soy forastero, puesto que vengo del sur. Pero hay algo raro, en mi opinión. Lo que me han dicho —añadió tras una nueva pausa—, es que tallan esas cruces para protegerse.
—¿Para protegerse? —exclamó Norman un poco sobresaltado—. ¿Para protegerse de qué?
—De... bueno, señor —dijo el hombre, vacilando otra vez—; eso es más de lo que sé decir. He oído hablar de casas encantadas, pero nunca de campos encantados. Sin embargo, eso es lo que creen, según tengo entendido. Está encantado, señor,, todo él. Es endiabladamente difícil hacer salir a ninguno de ellos después de anochecer, eso lo sé muy bien; incluso durante el día, no se quieren alejar de sus hogares sin un crucifijo colgado del cuello. Ni siquiera los hombres.
El coche había cogido velocidad mientras hablaban, y Norman tuvo que pedirle que redujese un poco la marcha; estaba seguro de que algún supersticioso temor había asaltado al hombre, mientras corrían por el camino cada vez más oscuro, si bien se alegraba de hablar, con tal que él no se riese. Tras su última parrafada, había aspirado profundamente, como aliviado de habérsela sacado de dentro.
—Lo que me cuenta es de lo más interesante —comentó Norman, halagador—; me he tropezado con ese tipo de cosas en el extranjero, pero nunca aquí, en Inglaterra. Debe de haber algo detrás, ¿no le parece? añadió persuasivo—, aunque no sabemos qué. Me gustaría averiguar el motivo; porque estoy convencido de que es una equivocación reírse de todo esto—encendió un cigarrillo y tendió otro a su compañero, obligándole a aminorar la velocidad mientras lo encendía—. Veo que es usted persona observadora —prosiguió—, y apuesto a que ha visto más de una cosa rara. Ojalá tuviese yo su oportunidad. Me interesa muchísimo,
—Tiene razón, señor —concedió el chófer, mientras volvían a coger velocidad—; no es cosa de reírse, ni mucho menos. Hay algo en estos parajes que no es normal, podríamos decir. Me chocó un poco la primera vez que vine aquí, hace unos años; pero ahora estoy acostumbrado.
—Yo creo que no me acostumbraría nunca del todo —dijo Norman—, hasta que no llegara al fondo del asunto. Cuénteme algo que haya observado. Me encantará oírlo... ¡y lo guardaré para mí!
Convencido de que el hombre tenía cosas interesantes que contar, y habiéndose ganado su confianza, le rogó que condujese más despacio; temía llegar a la casa antes de que le diese tiempo a contar más; tal vez, incluso, alguna experiencia personal.
—Hay una especie de camino, o vereda más bien; puede que la vea usted durante la cacería —prosiguió el chófer bastante animado, aunque algo nervioso—. Cruza el páramo, y ningún hombre ni mujer lo recorrerían a pie aunque les fuese la vida; ni siquiera de día; no digamos de noche.
Norman dijo ansiosamente que le gustaría verla, y le pidió que le indicase por dónde caía; pero como es natural, las explicaciones no hicieron más que confundirle.
—Puede que la vea uno de estos días, señor, cuando salga de caza; y sí se fija en los de aquí, comprobará que tengo razón.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Norman—, ¿Está encantada?
—Así es, señor —reconoció el hombre tras una pausa bastante larga—. Aunque con una rara clase de encantamiento. Dicen que es demasiado hermoso de ver... que se le mete a uno en los sentidos.
Ahora le tocó al otro vacilar; porque algo se le estremeció dentro. El joven Norman tuvo clara conciencia de dos cosas: primera, que no era éste el tipo de información que sonsacar a un empleado de su anfitrión; y segunda, que lo que el hombre decía tenía un interés extraordinario, casi alarmante para él. Todo el folclore le interesaba enormemente, leyendas y supersticiones locales incluidas. ¿Acaso era éste un territorio «infestado de duendes»? Sin embargo, no estaba en Irlanda, donde habría sido natural, sino en la flemática y materialista Inglaterra- El chófer era claramente un vulgar habitante del sur; sin embargo, lo que había observado le había impresionado, incluso le había asustado un poco. Eso era evidente; y le aliviaba hablar con alguien que no se burlaba de él; aunque le asustaba un poco a la vez. Una tercera impresión se hizo clara a su mente también: esta conversación sobre el campo embrujado, fantasmas, hadas y demás, aunque fantástica, despertaba en su interior—en su corazón, sin duda— la rara y deliciosa sensación de que se relacionaba de alguna manera con Diana, la sobrina de su anfitrión. Es difícil descubrir el origen de una profunda intuición. No hizo intento alguno de averiguarlo. Éste era el lugar natal de Diana; debía de saber estas cosas de las que hablaba el chófer, e incluso más. Sin duda había algo en la atmósfera que la atraía.
Debió de pedir a su tío que le invitase. Era ella la que quería que fuese, que probase y compartiese cosas —«otras cosas»— que eran vitales para ella. Todos estos pensamientos se le ocurrieron con una elaboración y un detalle imposibles de describir. Era indudable que el deseo había vuelto a actuar de generador de pensamientos; sin embargo, persistía el convencimiento, y el destello intuitivo proporcionaba, al parecer, la inspiración; así que acosó al chófer con nuevas preguntas que obtuvieron valiosos resultados. Habló incluso de duendes, de hadas, sin mostrar desprecio ni sarcasmo... con el resultado de que, finalmente, el hombre dio muestras de cierta peligrosa confianza. Advirtiendo solemnemente a su pasajero que «sir Hiram no debía saber nada de esto», o él perdería el empleo, describió un incidente extraordinario que había ocurrido ante sus propios ojos, por así decir. La hermana de sir Hiram se había extraviado en los páramos unos años atrás, y no la habían encontrado... Y la creencia y rumores locales eran que «se la habían llevado». Aunque no en contra de su voluntad: ella había querido ir.
—¿Era ésa la señora Travers? —preguntó Norman.
—Esa era, señor, exactamente; porque ya veo que conoce a la familia. Y fue la más extraña desaparición con que me he tropezado jamás —se estremeció ligeramente y, aunque no con entera sorpresa de su oyente, se santiguó de pronto.
¡La madre de Diana!
Una pausa siguió a esta extraordinaria historia; y, a continuación, siquiera por una vez. Norman dirigió unas palabras (destinadas a Horacio) a un hombre que jamás las había oído, el cual las recibió como correspondía.
—Sí, señor —prosiguió—; y ahora la ha traído, por primera vez desde que ocurrió eso, aquí, al mismo terreno donde se llevaron a su madre... me han dicho que la idea de sir Hiram es que espera que se ponga bien...
—¿Que se ponga bien?
—Quiero decir, que se cure, señor. Se dice que tiene el mismo... el mismo... —buscó con torpeza la palabra— desequilibrio que su madre.
Una extraña oleada de esperanza y terror cruzó por la mente y el corazón de Norman, pero hizo un gran esfuerzo y rechazó ambas cosas, de manera que su compañero ignoró por completo esta furiosa tormenta. Cambiando de tema lo mejor que pudo, dominando a duras penas la voz para que sonase normal, preguntó como sin dar importancia:
—¿Desaparece... o sea ha desaparecido más gente, aquí?
—Eso dicen, señor —fue la respuesta—. He oído contar muchas historias, aunque no podría decir que se haya demostrado nada. Según dicen, ha desaparecido gente de aquí, sin que hayan encontrado nunca el menor rastro de ella. Niños sobre todo. Pero no quieren hablar de esto; y es difícil esclarecer nada, ya que jamás acuden a la policía, y lo ocultan entre ellos...
—¿No pueden haberse caído en una sima o algo parecido? —le interrumpió Norman; a lo que el hombre replicó que sólo había una en toda la región, y dicho lugar estaba cuidadosamente cercado a todo su alrededor.
—Es la región, señor-—añadió finalmente con convicción, como si pudiese hablar de una experiencia personal de primera mano, si se atreviese—; la región entera, que es muy extraña.
Norman arriesgó una pregunta directa.
—¿Y lo que usted ha visto con sus propios ojos —preguntó—, le... le asustó? Me refiero a que, como es usted tan observador, cualquier cosa que usted denunciara sería de gran valor.
—Bueno, señor —contestó tras una breve vacilación—; no es que me asustara exactamente; aunque, ya que me lo pregunta, no me hizo ninguna gracia. Me produjo una sensación muy rara, y no soy hombre religioso...
—Por favor, cuéntemelo —le apremió Norman, dándose cuenta de que ya no estaban lejos de la casa y quedaba poco tiempo—. Guardaré el secreto... y le creeré. Yo también he tenido experiencias extrañas.
Pero el hombre no necesitaba que le insistiesen: parecía alegrarse de poder contar su historia.
—En realidad no es mucho —dijo, bajando la voz—. Verá, señor; fue lo siguiente: el garaje y mi alojamiento están abajo en una vieja granja, como a un cuarto de milla de la residencia; y desde la ventana de mi dormitorio puedo ver una perspectiva bastante amplia del páramo. Incluida esa vereda de la que le he hablado; y a lo largo de ella precisamente he visto a veces luces que avanzaban en una especie de procesión balanceante. Un poco débiles eran, y como danzantes; y desaparecían y volvían a aparecer; al principio las tomé por fuegos fatuos: yo he visto los fuegos fatuos en los pantanos de nuestra tierra: gas de los pantanos, lo llaman. Eso es lo que me parecieron al principio; pero ahora sé qué eran.
—¿Nunca ha salido a verlas de cerca?
—No señor, no he salido —replicó con énfasis.
—¿Ni preguntó a la gente qué les parecían?
El chófer dejó escapar una curiosa risita; una risita medio tímida, medio de embarazo. Sí, una vez topó con uno de aquí con ganas de hablar; pero a Norman le costó trabajo convencerle para que se lo repitiese.
—Pues verá, señor, lo que me dijo —otra vez soltó esa risita—, lo que me dijo fue que «era la Gente Alegre que cambiaba de terreno de caza». Eso es lo que dijo; y se santiguó al decirlo. Siempre cambian de terreno de caza cuando llega lo que llaman el equinoccio.
—La Gente Alegre... el equinoccio...
No eran nuevos para Norman estos nombres; pero ahora los oyó como por primera vez: tenían sentido. El equinoccio, el solsticio; naturalmente, sabía qué significaban estas palabras, pero la «Gente Alegre» pertenecía a cierta fantasmagoría personal suya que hasta ahora había supuesto imaginaria. Es decir, pertenecía a cieno «credo imaginario» particular en el que creía él cuando leía a Yeats, a James Stephens, a A.E., o cuando intentaba hacer pinitos en poesía. Ahora, junto a este chófer fornido del escéptico Sur, tropezaba justamente con ella. Y reconoció ante sí mismo que le había producido un casi increíble estremecimiento de asombro, placer y pasión.
—La Gente Alegre —repitió, medio para sí, medio para el conductor—. ¿La llamó así el campesino?
—Sí —Así es como la llamó —repitió el prosaico chófer—-. Y pasaba —añadió, casi desafiante, como esperando que le llamasen embustero, y merecerlo—, pasaba como un río de luces danzantes a lo largo de la Senda.
—La Senda —murmuró Norman.
—La Senda —repitió el hombre en un susurro—; la vereda de la que le he hablado... —y el coche dio un viraje, como si la rueda hubiese resbalado un segundo; aunque recobró instantáneamente firmeza, al meterse por el camino de entrada.
Pasaron la casa del guarda —que tenía su cruz, observó Norman, como todos los demás edificios—, y unos minutos después surgió a la vista la residencia de caza, edificio pequeño y sencillo de piedra gris. La propia Diana estaba en la escalinata para recibirle, para gran satisfacción suya. «¡Qué estampa!», pensó al verla en traje de tweed, su perro cobrador junto a ella, la lámpara del recibimiento alumbrando sus cabellos dorados, y protegiéndose los ojos con una mano. Radiante, embriagadora, deliciosa, preternatural... Norman no encontraba palabras; y en ese súbito instante se dio cuenta de que la amaba mucho más de lo que el lenguaje podía expresar. El fondo oscuro del edificio de piedra gris, con los sombríos, misteriosos páramos detrás, era justo el preciso. Allí estaba —enmarcada en el prodigio de dos mundos— ...¡su chica!
Pero la acogida que le dispensó le enfrió hasta los huesos. Llegaba excitado, burbujeante, con las palabras de agradecimiento prestas a salir atropellándose unas a otras y el corazón henchido de historias encantadas y prodigios; sin embargo, ella se limitó a anunciarle que el té estaba dispuesto, y que esperaba que hubiera tenido un buen viaje. No hubo respuesta ninguna a sus propias emociones: la encontró cortés, amable, cordial incluso, pero apañe de eso, nada. Intercambiaron frases triviales y ella comentó que había abundancia de urogallos, que su tío había reunido algunas de las mejores «escopetas» de Inglaterra —lo que halagó la vanidad de Norman un momento—, y que esperaba que disfrutase.
La desalentadora reacción de ella le dejó sin habla. Se sintió culpable de una fantasía idiota y pueril.
—He sido yo quien le ha pedido especialmente que le invitase —reconoció ella con franqueza, mientras cruzaban el recibimiento—. Imaginé que le gustaría estar aquí.
Norman le dio las gracias, pero no manifestó nada de su primer entusiasmo, ahora frío y enmudecido.
—Es la clase de terreno que le va —añadió, volviéndose hacia él con un susurro de su falda—. Al menos, eso creo.
—Si le gusta a usted —replicó él suavemente—, por supuesto que me gustará a mí también.
La joven se detuvo un momento y le miró con atención. «Pues claro que me gusta —dijo con convicción—. Y es muchísimo más hermoso que esas marismas de Essex.»
Recordando su primera descripción de las marismas de Essex, a Norman se le ocurrieron un centenar de respuestas; pero antes de dar con la adecuada se descubrió a sí mismo en el salón, hablando con su anfitriona, lady Digby. El resto de los invitados estaba todavía en el páramo.
—Diana le enseñará el jardín, antes de que se haga de noche —sugirió lady Digby poco después—. Tiene una vista preciosa.
La «vista preciosa» emocionó a Norman con su belleza salvaje; porque más allá se extendía el páramo hasta el mar, en Saltbeck, y en la otra dirección se alineaban tos pliegues, uno tras otro, hasta la lejanía borrosa y azul. La residencia y el jardín parecían un oasis en medio de la soledad de primordial belleza, tosca y silvestre como cuando Dios la creó. Se dio cuenta de que su intensa y seductora belleza llamaba a cuanto había de extraño y misterioso en él, pero al mismo tiempo sentía la poderosa, incitante atracción humana de la Joven que le guiaba. Y ambas fuerzas entraron en violento conflicto en su alma. Conflicto que le tenía perplejo, turbado, atontado, ya que unas veces dominaba una y otras otra. Lo que le salvó, probablemente, de una súbita y tumultuosa confesión de su imaginada pasión fue la serena, casi fría indiferencia de la joven. Evidentemente sin respuesta, no sentía nada del tumulto que le dominaba a él. Admiraron Juntos la «vista preciosa» intercambiando lugares comunes; luego, al cabo de un rato, regresaron a la casa, «Oigo sus voces —comentó Diana—, Entremos a escuchar lo que han hecho y las aves que han cazado.» Y fue al cruzar la puertaventana cuando le asombró ella y, a decir verdad, casi le asustó.
—Dick —dijo, utilizando su nombre por primera vez, para su completo asombro y placer, y cogiéndole fuertemente una mano entre las suyas—: puede que necesite tu ayuda —habló con encendida vehemencia.
Sus ojos centellearon de repente—. Yo estaba aquí. cuando mi madre... se fue. Y creo, estoy segura, que van detrás de mí, también. No sé qué es mejor: si irme o quedarme. Todo esto —hizo un movimiento con al brazo abarcando la casa, la habitación donde estaban los demás charlando, el jardín— es inmundicia barata y despreciable. Lo otro es gratificante: eterna belleza; aunque... —su voz se convirtió en un susurro— sin alma, sin esperanza, sin futuro- Tú puedes ayudarme —sus ojos se volvieron hacia él con un fuego súbito, asombroso—. Por eso he querido que vinieras.
Le besó los ojos: fue un beso impersonal, desapasionado; y un instante después estaban en el atestado salón, con «las escopetas» que acababan de llegar de una larga jornada de caza. Nunca comprendió Norman cómo se mezcló con la ruidosa muchedumbre y desempeñó su papel como un invitado más. El caso es que lo hizo, mientras sonaba en su corazón la música salvaje de ese susurro del hada irlandesa: «Con mi beso, el mundo empieza a desvanecerse». Le invadió la extraña sensación de que iba a perderse para la vida tal como la conocía; de que Diana, con su beso dulce y desapasionado, había sellado su destino; de que el mundo conocido debía desvanecerse y morir, porque ella conocía el acceso a una región más hermosa donde nada podía ocurrir, ni nadie podía morir, puesto que era literalmente eterna: el estadio de evolución correspondiente al país de las ha das, al país de la inmortal Gente Alegre...
Sir Hiram le dio cordialmente la bienvenida, y a continuación le presentó a los demás; tras lo cual siguió la habitual descripción de la Jornada por parte de los cazadores. Estuvieron tomándose sus whiskies con soda; llegado el momento, subieron a vestirse para cenar; pero después de la cena no hubo juerga, ya que su anfitrión mandó a todo el mundo a la cama temprano. Al día siguiente iban a dar la mejor batida al páramo y era muy importante tener la vista clara y las manos firmes. Iban a hacer los dos recorridos por los que era célebre Greystones: el de Telegraph Hill y el de Silvermine; conocidos los dos allí donde había una reunión de cazadores; de modo que era comprensible la expectación y el entusiasmo. Acostarse temprano era un precio pequeño; y Norman, ávido y deseoso como el que más, se alegró de llegar a su habitación cuando el resto subía en tropel. Naturalmente, verse incluido como buen tirador entre todos estos cazadores famosos era todo un acontecimiento para él. Estaba deseando justificarse. Sin embargo, sentía el corazón oprimido y descontento: le roía una extraña inquietud, pese a todos sus esfuerzos por pensar sólo en las emociones del día siguiente. Porque Diana no había bajado a cenar, ni la había visto en toda la noche. Al preguntar cortésmente por ella, su anfitrión le contestó, riendo alegremente: «Se encuentra bien. Norman, gracias; se retrae un poco cuando estamos de caza. La caza no es lo suyo exactamente; pero puede que salga con nosotros mañana —no habló de los gustos de ella—. Intente convencerla, SÍ puede. El aire le sentará bien».
Una vez en su habitación, trató en vano de ordenar de manera satisfactoria sus pensamientos y emociones; tenía una extraña confusión mental, una sensación de inquietud que era medio placentera, medio de temerosa espera, aunque espera de no sabía exactamente qué. El haberle llamado ella de repente por su nombre por primera vez, el extraordinario beso que establecía una repentina, profunda aunque desapasionada intimidad, le habían dejado durante la noche en un estado de expectación, con los nervios a flor de piel. ¡Ojalá hubiera acudido a cenar, ojalá hubiera podido tener otra conversación con ella! Se preguntó cómo Iba a conciliar el sueño con este tumulto en el cerebro; y si dormía mal, cazaría mal. Esta reflexión de que podía cazar mal le convenció de repente de que su súbito «amor» no era de los normales y corrientes; de haberse «enamorado» humanamente, ninguna consideración de este tipo le habría venido al pensamiento ni un momento. Aumentó su extraña inquietud medio mezclada de gozo. El vínculo era sin duda de otro género. Apagó la luz eléctrica y se asomó a la ventana a mirar más allá del páramo, preguntándose si podría ver las extrañas luces de las que le había hablado el chófer. Sólo vio el tapiz confuso de ondulado páramo que se perdía en la oscuridad, donde la luna se ocultaba detrás de unas nubes algodonosas que iban a la deriva. Un soplo de brisa fragante, suave, pasó junto a él; se oía un murmullo de cascada. Era embriagador; aspiró profundamente el aire delicioso. Durante un segundo, imaginó una Diana de cabellos dorados, con la cabellera agitada y los ojos llameantes, persiguiendo a su madre en medio de nubes plateadas y el páramo sombrío... Luego volvió a meterse en la habitación, y la inundó de luz... instante en el que descubrió algo concreto encima de la almohada: un trozo de papel; no, un sobre. Lo abrió.
«Lleve siempre esto cuando salga. Yo llevo uno también. No pueden alcanzarte a menos que usted quiera, si lo lleva. Mi madre...» La palabra «madre», llena de sugerencias, estaba tachada; en la firma ponía «Diana». Con débil tintineo musical, del interior de la nota se escurrió un pequeño crucifijo de plata que cayó al suelo. Estaba Norman junto a la cama, con el papel en la mano, e iba a inclinarse a coger el crucifijo, cuando le llegó con asombrosa certidumbre la extraña convicción de que todo esto había sucedido ya. Por regla general, esta rara impresión es demasiado fugaz para poderla someter a análisis; sin embargo, consiguió conservarla varios segundos sin esfuerzo. Sobresaltado, comprendió claramente que no estaba ocurriendo según el tiempo ordinario que conocía, sino en algún lugar fuera de él. Había sucedido «antes» porque estaba sucediendo «siempre». Lo había sorprendido in fraganti. Durante un instante fugaz, comprendió: el crucifijo simbolizaba la seguridad en circunstancias conocidas, y si lo conservaba estaría protegido, mental y espiritualmente, contra una terrible atracción hacia condiciones desconocidas. No representaba más que eso: un apoyo para la mente. Esa «atracción» antagónica de terrible poder comprendía los anhelos secretos de su naturaleza fundamental. Diana, conocedora de este conflicto interior, participaba de ese gozo y ese terror. Su madre —cuyo caso le había brindado la oportunidad— había cedido... y había desaparecido de la vida según la conocen los seres humanos. La misma Diana estaba sufriendo ahora la misma tentación, y tenía miedo. Le pedía ayuda a él. Los dos se habían conocido en alguna situación ajena al tiempo ordinario, se habían enfrentado ya muchas veces a este conflicto. Norman había experimentado todo esto antes; el incidente del crucifijo, su petición de ayuda, el gozo, la alegría, el temor que encerraba. Y aunque se daba cuenta de todo esto, se diluyó esta sensación extraña y misteriosa, y desapareció como si jamás hubiese existido. Se volvió inasible, irrecuperable. Le dejó con una impresión de pérdida, de frío, de aislamiento, con un sentimiento de desamparo, aunque de intensa atracción hacia un mundo no realizado.
Se inclinó, recogió el pequeño crucifijo de plata, releyó la nota escrita a lápiz, palabra por palabra, besó el papel que habían tocado las manos de ella, y luego se sentó en la cama y sonrió con una súbita oleada de alivio y de dicha. La singular sensación había desaparecido de manera definitiva. Lo único importante era que Diana había pensado en él. Era dulce y conmovedora esta pequeña superstición, de llevar puesto el crucifijo; y por supuesto, lo llevaría sobre el corazón. ¡Y haría lo posible por que ella saliese por la mañana con él, también' Su alivio era sincero. Ahora podía dormir. No lo haría demasiado mal con la escopeta, mañana. Pero antes de acostarse, consultó en su agenda cuándo era el equinoccio, y vio, para su asombro, que el 23 de septiembre; ¡y que hoy era 2l! Este descubrimiento le produjo cierto sobresalto; pero no tardó en dormirse con la carta junto a su mejilla, y el pequeño crucifijo de plata alrededor del cuello. Se despenó a la mañana siguiente, cuando le llamaron, para descubrir que el sol entraba a raudales en su habitación, prometiendo un tiempo espléndido para la caza. Con el día, como suele suceder, llegaron las reacciones normales; ahora parecían algo ridículos los incidentes del día anterior: su conversación con Diana, el crucifijo, y sobre todo el cuento fantasmal del chófer. Había topado con un nido de delirios histéricos, originados por una misteriosa desaparición hacía muchos anos. Era natural, pensó mientras se afeitaba, que a su anfitrión le desagradase (oda referencia al asunto y sus secuelas. A pesar de todo, mientras bajaba a desayunar, se sintió secretamente reconfortado llevando alrededor del cuello el pequeño crucifijo de plata.
Hizo plena justicia al bien provisto aparador; y estaba terminándose el café cuando entró Diana en el comedor desierto; y el cerebro de Norman, concentrado ahora en las prosaicas perspectivas de la inminente cacería, acusó un sobresalto. En él chocaron la realidad y la imaginación. La Joven estaba pálida y demacrada. Antes de que él tuviese tiempo de levantarse para saludarla, se dirigió ella directamente a la silla que tenía al lado,
—Dick —empezó inmediatamente—, ¿Lo has cogido?
El sacó el crucifijo tras manotear un instante.
—Por supuesto que sí —dijo—. Me has pedido que lo lleve.
Recordando su vacilación en el dormitorio, se sintió un poco estúpido. En todo caso, se sentía así ahora, por llevar un supersticioso crucifijo el día que iba a salir de caza.
A continuación, las palabras de ella disiparon toda sensación de incongruencia.
—He salido esta madrugada —dijo con voz tensa, baja—, y he oído la voz de mi madre llamándome en el páramo. Era inconfundible. Cerca de mi oído; y luego muy lejana. Llevaba al perro conmigo, y el perro la ha oído también, y ha corrido a esconderse. Estaba erizado.
—¿Qué has oído? —preguntó Norman con suavidad, cogiéndole la mano.
—Mi diminutivo: «Diss» —dijo—; así es como mi madre me llamaba.
—¿Qué palabras has oído? —preguntó Norman, temblando a pesar de sí mismo.
—He oído que decía claramente, con esa voz distante y apagada: «¡Ven, Diss, ven conmigo; corre!».
Durante un momento. Norman no dijo nada. Sentía temblar la mano de ella entre las suyas. Luego se volvió y la miró directamente a los ojos.
—¿Y querías ir? —preguntó.
Hubo una pausa antes de contestar. «Dick—dijo—; al oír su voz, ninguna otra cosa en el mundo me pareció que tenía importancia...!»; en ese momento irrumpió en el comedor la figura de su tío, gritando que los coches esperaban, y la conversación terminó de esta forma repentina. Esta súbita interrupción en el momento de mayor interés dejó a Norman, como es fácil imaginar, excusable y terriblemente desasosegado. Cualquier palabra de su anfitrión sobre esta cacería en particular era, como es natural, una orden. No se atrevió a hacer esperar a estas grandes «escopetas». Diana, también, salió como disparada. Pero sus últimas palabras: «Ninguna otra cosa en el mundo me pareció que tenía importancia», quedaron resonando en los oídos y el corazón de él. Comprendía en lo más hondo de su ser qué quería decir. Era una «llamada» para alejarla de las cosas humanas, y atraerla a algún inimaginable estado de beatitud que ninguna palabra podía describir; y Diana la había oído; la había oído con la voz de su madre, el vínculo más fuene que conoce la humanidad. Su madre, que había abandonado este mundo, le había transmitido un mensaje. Norman, temblando inexplicablemente, se apresuró a recoger sus escopetas y acudir al coche; y Diana, obediente a las órdenes de su tío, subió al Ford con su perro cobrador. Tuvo el tiempo justo para susurrarle: «Mantente apartado de la Senda; no pongas los pies en ella»; y arrancaron los dos coches a gran velocidad, y les separaron.
Por lo que se refiere a Norman, no obstante, la cacería se desarrolló con normalidad; porque su pasión de cazador era demasiado fuerte para que quedase sofocada. Aunque tenía un alma mística, su cuerpo era primitivo. Era cazador nato a los ojos del Señor. Su concepción mística, imaginativa de la vida, como en los campesinos y los leñadores, se hallaba muy en el fondo; las primeras aves pusieron fin a todas sus reflexiones. No tardó en estar demasiado ocupado para pensar en nada que no fuera disparar lo más deprisa posible y cambiar de escopeta con presteza y soltura. Abriéndose paso en esta excitación práctica, no obstante, le venían pensamientos e imágenes: el rostro y los ojos y la voz de Diana, la llamada preternatural de su madre, sus propios anhelos secretos y, sobre todo, la advertencia de ella sobre la Senda. Los dos lados de su naturaleza mixta trabajaban furiosamente. Al parecer, disparaba bien; pero sólo Dios sabía cómo lo conseguía.
Llegaron al final del trayecto y completaron el reparto de puestos. Sir Hiram se acercó a preguntarle si le importaba ocupar el del extremo exterior en la primera batida.
—Verá —explicó cortésmente—, siempre pido a los más jóvenes de la partida que se encarguen de la parte exterior, porque supone una caminata fatigosa para los viejos camaradas. Probablemente —añadió— tendrá más caza que nadie; porque las aves se desvían con cierta ingenuidad hacía ese extremo. ¡Ya verá cómo merece la pena el esfuerzo de más!
Norman y su cargador emprendieron el largo recorrido, en tanto el resto de los cazadores se dirigía a los coches que les llevarían hasta donde permitiese el camino. Tras un rodeo de casi una milla. Norman vio con sorpresa que su cargador echaba por entre los brezos, en vez de seguir el camino evidente. Naturalmente, él siguió por el sendero, ya que era lo más cómodo. No había avanzado diez yardas cuando le sobresaltó la voz del cargador, que le gritó:
—¡Por el amor de Dios, señor, salga de ahí! ¡Está caminando por la Senda!
—Es buen camino —exclamó Norman—. ¿Qué tiene de malo?
El hombre se le quedó mirando un momento. «¿Qué tiene de malo? —dijo gravemente, como si con eso fuera suficiente—. Los de aquí no andamos por ella..., sobre todo en esta época del año —se santiguó—- Salga de ahí, señor, y venga por los brezos.»
Los dos hombres se miraron un minuto.
—Si no me cree, señor, observe a las ovejas —dijo el hombre, con una voz llena de excitación y emoción—. Ya verá cómo no ponen la pezuña en ella. Ni ningún otro animal.
Norman vio un grupo de ovejas de cara negra que caminaba vacilante, cuesta abajo, por el páramo. Estaba impaciente por seguir, medio irritado. Por un momento, había olvidado la advertencia de Diana. Se puso a observar, contrariado y molesto. Para su asombro, el pequeño rebaño, al llegar al sendero, lo saltó claramente. Todas saltaron por encima de la Senda. Ni una la tocó. Fue una escena asombrosa. Los animales la fueron saltando, uno tras otro, como si la Senda pudiese quemarles o herirles. Siguieron por el brezal y se perdieron de vista.
Recordando la advertencia con desazón, se detuvo y encendió un cigarrillo.
—Qué raro —dijo—. Es el camino más cómodo.
—Puede ser —replicó el cargador—. Pero puede que el más cómodo no sea el mejor... ni el más seguro-
—¿El más seguro?
—Yo tengo hijos —dijo el cargador. Fue una declaración significativa. Hizo reflexionar a Norman un momento-
—El más seguro —repitió, recordando todo lo que había oído, aunque deseoso de saber más—. ¿Quiere decir que es especialmente peligroso para los niños? ¿Para sus hijos? ¿Es eso? —un momento después, añadió—: sepa que lo creo de veras; es un campo raro... en mi opinión.
Su comprensiva simpatía ganó la confianza del hombre, como era su intención.
—Y es el equinoccio, ¿verdad? —aventuró Norman. El hombre contestó con rapidez, al haber dado con un cazador que no se burlaba de él. Como le había sucedido al chófer, mostró evidente alivio de poder expresar sus temores supersticiosos, de los que en el fondo se avergonzaba, y en los que al mismo tiempo creía.
—No me importa por mí, señor —prorrumpió, contento de hablar—, porque yo voy a dejar estos lugares tan pronto como termine la temporada del urogallo; pero tengo dos chicos aquí, y quiero seguir teniéndolos. Se han perdido demasiados muchachos en el páramo, para mí gusto. Mañana mismo los voy a mandar a casa de una tía mía, en Crossways...
—Bien hecho —dijo Norman—. Precisamente empieza ahora el equinoccio, ¿no? Y ésa es una época peligrosa, dicen.
El cargador le miró un momento con cautela, calculando quizá su valor como destinatario de secretos temores, creencias, figuraciones y demás, aunque finalmente decidió que Norman merecía su confianza.
—Es lo que ha dicho siempre mi padre —reconoció.
—¿Su padre? Siempre es prudente escuchar lo que dice un padre —sugirió el otro—- Sin duda debió de ver algo... digno de ver.
Cayó un silencio entre ellos. Norman pensó que quizá se había mostrado demasiado ansioso de sonsacarle; sin embargo, el cargador estaba pensando solamente. Había algo que estaba deseando contar.
—¿Digno de ver? —repitió el hombre—; bueno... tal vez. Pero no de este mundo; y desde luego, fue pavoroso. Se le helaron los huesos, eso se lo puedo jurar. Y no era él de los que se dejan embaucar fácilmente, permita que se lo diga. Fue en su lecho de muerte; me lo contó... y un hombre no miente cuando tiene la muerte delante de los ojos.
El hecho de que Norman estuviese parado, sin hacer nada, en una cacería tan importante como ésta, era prueba suficiente de su enorme interés; y el hombre se dio cuenta evidentemente.
—¿Fue de día? —preguntó Norman tranquilamente, dando por sentado que era verdad lo que esperaba oír.
—Fue justo al anochecer —dijo el otro—; regresaba de visitar a un amigo enfermo que vivía en una granja que hay pasado el garaje. El médico le había asustado, creo; de manera que era un poco tarde cuando emprendió el regreso por el páramo; y, sin acordarse de que era la noche del equinoccio, se encontró en la Senda antes de darse cuenta. Y para terror suyo, estaba (oda llena de luces, y vio una columna de figuras que avanzaba hacia él. Eran todas brillantes y hermosas, según las describió él, alegres y terribles, e iban riendo y cantando y gritando, y con joyas en el pelo; y lo peor de todo, jura que vio algunos de los niños que se habían perdido en el páramo años atrás; y a una muchacha a la que él había querido hacía veinte años, con la misma cara que cuando él la vio por última vez, y riendo contenta y feliz como si los años transcurridos no significasen nada...
—¿Y le llamaron? —preguntó Norman, extrañamente emocionado—. ¿Le pidieron que fuera con ellos?
—La chica sí —replicó el hombre—- La chica, dijo, sin un año más a sus espaldas, le llamaba de manera terrible. «Ven con nosotros», jura que le decía seductora; «ven con nosotros y sé feliz y joven eternamente», y si mi padre no llega a agarrar a tiempo su crucifijo, ¡Dios mío!, se habría ido...
Calló, pensando, nervioso, si no habría dicho demasiado.
—Si llega a irse, habría perdido su alma —dijo Norman, movido por una horrible intuición.
—Eso es lo que dicen, señor —convino el hombre con evidente alivio.
Echaron a andar los dos a la vez, presurosos, al irrumpir de pronto el mundo práctico de sir Hiram en este extraño intermedio. Estaba en curso una gran cacería. No debían llegar tarde al punto asignado.
—¿Y dónde empieza la Senda? —preguntó Norman poco después; y el hombre describió la pequeña caverna de Aguas Negras, de la que manaba el riachuelo, negro a causa de la turba, que discurría hacia el mar por los páramos desolados. El paisaje prestaba un admirable escenario al «cuento de hadas» que acababa de oír; sin embargo, sus pensamientos, mientras avanzaban entre las matas de brezo, volvieron a la historia mágica y fascinante, al sueño supersticioso de la «Gente Alegre» que cambiaba de terreno de caza a lo largo de esta Senda impía cuando el equinoccio se inflamaba con resplandor ultraterreno, cuando la juventud humana, insatisfecha con los placeres mundanos, podía ser invitada a unirse a otra evolución intemporal que, s¡ no conocía la esperanza, participaba al menos de un presente eterno, feliz y sin mancha. La tentación de Diana, la increíble desaparición de su madre, los anhelos abrasadores de su propio corazón, incluso, adoptaron una extraña forma de posibilidades prácticas.
El efecto acumulado de todo lo que había oído al chófer, al cargador y a la misma joven, empezaba, quizá, a influir en él. Porque la esencia de la mente humana, especialmente la imaginativa, está siempre expuesta a los ataques en los frentes de menos resistencia. Marchaba tropezando, con la escopeta fuertemente sujeta, como si una moderna arma de destrucción pudiese transmitir firmeza a sus pies, por no decir a su mente, ahora llena de agitadas fantasías. Llegaron al puesto asignado. Y no había hecho más que instalarse en él cuando empezaron a llegar las primeras aves, de manera que fue imposible toda conversación. Era la famosa «batida de Silvermine»; en su vida había visto Norman tantos urogallos. Sus escopetas se calentaron tanto que no podía sostenerlas; sin embargo, seguían llegando bandadas... Concluyó la batida a su debido tiempo, y tras un almuerzo apresurado llegó la igualmente famosa de Telegraph Hill, en la que cobraron más piezas incluso que en la primera; y al terminar, Norman se dio cuenta de que le dolía el hombro a causa del retroceso, y la cabeza a causa de los estampidos; de manera que se alegró de subir al coche y regresar a la residencia a tomar el té. La excitación, naturalmente, había sido grande; su nerviosismo, esperando haber cazado lo bastante bien como para justificar su inclusión en la partida, había influido también en su vitalidad. Notó que estaba agotado, y después del té se alegró de refugiarse en su habitación durante una hora o dos.
Tumbado cómodamente en el sofá con un cigarrillo, pensando en el fuego y la furia de las horas recientes, su meditación fue derivando gradualmente hacia otras cuestiones. El cazador, al parecer, se retiró, y reapareció el soñador, que jamás quedaba sepultado del todo. Su imaginación revivió los relatos que le habían contado el chófer y el cargador, en tanto la historia de la madre de Diana y las extrañas palabras de la propia joven se adueñaron de sus pensamientos. Demasiado cansado para adoptar una postura crítica, dejó simplemente que desfílase todo en su memoria. Su inclinación natural reforzaba su posible veracidad, a la vez, que el agotamiento hacía muy difícil el análisis para empeñarse en él; de manera que la imaginación ejerció su seductor hechizo sin obstáculo... Ardía en deseos de conocer la verdad. Por último, decidió salir la noche siguiente a observar la Senda. Sería la noche del equinoccio. Tenía que poner en claro las cosas de una manera o de otra: confirmándolo o desmintiéndolo. Sólo que debía examinarlo primero a la luz del día. Le llenó de desasosiego descubrir, a la hora de la cena, que no estaba Diana; que de hecho —según sir Hiram—, se había ido a pasar uno o dos días con una antigua compañera de colegio que vivía en un pueblo vecino. De todos modos, añadió, estaría de regreso al finalizar la cacería; explicación que Norman interpretó como que su tío la había alejado deliberadamente para que no corriese ningún peligro- Estaba convencido de que era eso. Quizá sir Hiram se burlaba de estas «patrañas», pero no quería correr riesgos. Fue en el equinoccio cuando había desaparecido misteriosamente su hermana. Era mejor que la muchacha no estuviese- Las gratas felicitaciones que expresó a Norman por su buena actuación en las dos batidas no pudieron ocultar la sincera inquietud de su anfitrión. Era mejor que Diana «estuviese en otra parte».
Norman se acostó, firmemente decidido a explorar la Senda al día siguiente con buena luz, poner señales, salir por la noche cuando la casa estuviese tranquila, y ver qué ocurría. Al día siguiente no hubo cacería. Su empresa fue fácil. Los guardas y los perros habían salido a recoger las aves abatidas el día anterior. Después de desayunar, se fue secretamente a recorrer el páramo de brezales, y no tardó en descubrirla: era un surco bastante hundido que a veces corría por depresiones donde no había agua, ni se veía rastro alguno de hombre o animal en su negra superficie de turba. Evidentemente, era un sendero en el páramo que nadie —ni hombres ni animales— utilizaba. Volvió a comprobar cuidadosamente los puntos de referencia, y tuvo la seguridad de poderlos reconocer a oscuras... y el día transcurrió con toda normalidad; después de cenar, las «escopetas» deliberaron sobre la batida del día siguiente, y se retiraron temprano, disfrutando de antemano de la Jornada que les esperaba. Norman subió a acostarse con el corazón palpitante, dado que su plan de salir en secreto más tarde —cuando todos durmiesen— a explorar el páramo y su «Senda encantada» no era precisamente lo que sir Hiram esperaba de un invitado. La ausencia de Diana, además, planeada con toda intención, aumentaba su profunda inquietud. Su súbita marcha para ir a visitar a «una antigua compañera de colegio» era poco convincente. Ni siquiera le había dejado una línea de explicación. Se le ocurrió que, además del chófer y del cargador, había otros que se tomaban en serio estas fantasías. Los pensamientos le bordoneaban como abejas alrededor de una colmena...
Se asomó a la noche desde su ventana. La luna, en su segunda fase, brillaba de vez en cuando con esplendor, luego se ocultaba tras alguna nube algodonosa. Arriba, evidentemente, soplaba un viento furioso; abajo en el páramo, en cambio, reinaba una quietud mortal. Esta quietud afectaba a sus nervios; y los perros, aullando en sus perreras, aumentaban cierta sensación de supersticioso desasosiego que le corría por la sangre. La profunda quietud parecía ocultar una afanosa actividad detrás del silencio. Algo se movía en la oscuridad, allá en el páramo. Se volvió de espaldas a la ventana y miró la habitación encendida, su acogedora comodidad, su bien iluminado lujo, su cama deliciosa aguardando dar descanso a sus miembros agotados. Vaciló. Chocaron las dos partes de su naturaleza... Pero la extraña ausencia de Diana, sus palabras, su beso repentino y sensacional, su singular silencio, el sentimiento quijotesco de que podía ayudarla... todas estas cosas le decidieron al final. Se puso rápidamente las ropas deportivas, comprobó que todas las ventanas de los dormitorios estaban con la luz apagada, bajó a la puerta principal en calcetines, con un par de zapatillas de tenis en la mano. La puerta no estaba cerrada con llave; abrió sin ruido, y cruzó calladamente el camino de grava hacia la yerba; de ahí, tras ponerse las zapatillas, se dirigió al páramo. La casa se perdió detrás de él; entre las nubes veloces surgían manchas plateadas de luz lunar; era embriagadora la fragancia del aire de la noche- ¿Cómo podía haber dudado? El prodigio y misterio del campo agreste le fascinaron o, mejor, le agarraron por el cuello. Al saltar la valla que separaba la huerta del páramo, oyó detrás un susurro débil, extraño; así que se detuvo y prestó atención un momento. ¿Había sido el viento, o rumor de pasos? Ninguna de las dos cosas; sólo el golpe de su abrigo abierto al rozar sobre la valla. ¡Bah!, tenía los nervios a flor de piel. Se rió —casi soltó una carcajada, tal era el alborozo que sentía— y echó a andar deprisa entre claridades semiespectrales. Y por alguna razón, se le levantó el ánimo y la sangre comenzó a galoparle: ante sí tenía una aventura que entusiasmaba a la otra mitad de su naturaleza, aunque esa «otra mitad» predominaba de manera inquietante.
Cuan primitivas eran, en realidad, «estas partidas» de caza! ¡Que hombres con inteligencia y carácter, los mejores que era capaz de dar Inglaterra, dedicaran todo este tiempo y dinero a cazar como lo hicieron los hombres de las cavernas! El hombre primitivo necesitaba del zorro, del ciervo, de las aves... para alimentarse; sin embargo, miles de años después, los hombres más inteligentes del siglo XX —deportistas todos ellos— gastaban millones en armas superiores, que no dejaban ninguna posibilidad de escapar a la pieza, para abatirla. ¡No ser «deportista» equivalía a ser un inglés inferior...! El «deportista» era la flor y nata de la raza. Le pareció —y no era la primera vez— un ideal mezquino y siniestro. ¿No había otra cumbre de proeza caballeresca más deseable? Estos pensamientos se le habían ocurrido ya un centenar de veces, aunque reconocía que también él era «deportista» nato. Frente a esto, sentía una extraña atracción hacia las cosas eternas e inmortales que no tenían que ver con matar, hacia cosas que le embargaban el alma. Los cuentos de hadas sólo eran cuentos de hadas, por supuesto; aunque dentro de su dorada «insensatez» encerraban verdades imperecederas de la vida y la naturaleza humanas, tratando de perfilar los contornos del prodigio luminoso, susurrando secretos intemporales del alma, sugiriendo atisbos de glorias inefables que estaban más allá de la escala espacio-temporal aceptada por la razón lógica. Y esta actitud se alzó ahora sobre él como un viento incontenible, fragante, delicioso, embriagador. Las hadas, los duendes, la «Gente Alegre»... habitantes felices de alguna región no-humana...
La madre de Diana, desaparecida, susurraba secretas, furtivas llamadas a su hija para que corriera a reunirse con ella. La misma joven reconocía esas llamadas y tenía miedo, mientras que su práctico y duro tío se preocupaba especialmente de alejarla. Incluso para él, «deportista» típico, era peligroso el equinoccio. Estas reflexiones, tras irrumpir en la mente y el corazón de Norman, inundaron todo su ser, al tiempo que su anhelo y deseo de la muchacha le abrasaba como una llama. El páramo, entretanto, por el que de día se caminaba con facilidad, parecía inesperadamente dificultoso de noche, el terreno más desigual, las matas de brezo más altas. Andaba pisando constantemente desniveles que no veía; y se alegró cuando al fin logró vislumbrar el garaje, que era uno de los puntos de referencia. Sabía que no quedaba mucho que andar para llegar a la Senda.
El tumulto de su cerebro era tal que prestaba poca atención a los leves ruidos que de vez en cuando oía, como si llevase a alguien a sus talones; pero ahora, al llegar a la Senda, tuvo el convencimiento de que alguien marchaba no lejos de él. Tan convencido estaba de la presencia de otro que se agachó en silencio entre los brezos, y esperó. Prestó atención, respirando muy suavemente. En ese mismo instante supo que estaba en lo cieno. No eran imaginados los ruidos. Sonaban pasos detrás. El siseo de un cuerpo al avanzar entre los matorrales era inequívoco. A continuación oyó claramente pasos. Pasos que se detuvieron cerca de donde él se había agazapado. Justo en ese momento se apartaron las nubes de la luna, y ésta proyectó un área de luz plateada, lo que le permitió ver perfectamente recortado al «seguidor». Era Diana.
—Lo sabía; estaba seguro desde hacía rato —dijo casi en voz alta, mientras .su corazón, enfrentado a una anhelada esperanza y a un temor, ambos medio colmados, no tuvo un solo laudo de alivio ni placer. Un estremecimiento le recorrió la espina dorsal. Bien agazapado entre los brezos, en el borde de la Senda, experimentó más terror que alegría. Todo era demasiado claro para tergiversarlo. La joven había sido atraída de manera irresistible, la noche del equinoccio, hacia la zona de peligro donde su madre había «desaparecido» misteriosamente.
—Estoy aquí —añadió con gran esfuerzo en el mismo tono bajo—. Me habías pedido ayuda. He venido a buscarte... cariño...
Las palabras, aunque llegó a pronunciarlas, murieron en sus labios. Vio que la joven se quedaba inmóvil un instante, mirando perpleja, como desconcertada ante un obstáculo que le impidiera el paso. Igual que los sonámbulos, miró a su alrededor, hermosa como un sueño, aunque consciente sólo a medias de su entorno, Sus ojos brillaban a la luz de la luna; y tenía las manos extendidas, aunque no hacia él.
—Diana —se oyó gritar a sí mismo—, ¿Puedes verme? ¿Ves quién soy? ¿No me reconoces? He venido a ayudarte... ¡A salvarte!
Era evidente que ni le oía ni le veía, aunque estaba de pie delante de ella. La joven tenía conciencia de una presencia obstructora, nada más. Sus ojos relucientes, víitreos, miraban más allá de él... a lo largo de la Senda. Y Norman comprendió con terror que, a menos que él hiciese lo adecuado, Diana se perdería para siempre.
Se incorporó de un salto y corrió hacia ella; pero inmediatamente tuvo la extraordinaria sensación de que tropezaba con un muro que dificultaba el normal movimiento. Era casi como abrirse paso en el agua de una corriente o en una ráfaga de viento, y sólo con gran esfuerzo llegó junto a ella.
—¡Diana! —exclamó—. ¡Diss... Diss! —utilizando el nombre con que la llamaba su madre—. ¿Puedes ver quién soy? ¿No me reconoces? He venido a salvarte... —y alargó las manos hacia ella.
No obtuvo respuesta; la joven no hizo muestra ninguna.
—He venido a llevarte de regreso... a conducirte a casa. ¡Por el amor de Dios, contéstame, mírame!
Diana volvió los ojos hacia él, como para mirarle a la cara, pero su mirada pasó por encima de él, perdiéndose en el páramo iluminado por la luna. Sólo observó Norman, mientras ella miraba fijamente con ojos ciegos, que su mano izquierda toqueteaba débilmente un minúsculo crucifijo que colgaba de una cadenita de plata alrededor de su cuello. Norman alargó la mano y le cogió el brazo; pero en el instante en que la tocó, se sintió imposibilitado para moverse. Una extraña parálisis se apoderó de él. Y a la vez, la Senda entera se encendió asombrosamente con una especie de resplandor preternatural, y una extraña luz verdosa cubrió su recorrido a través del páramo, más allá de donde estaban ellos. Un profundo temor por sí mismo y por ella le invadió simultáneamente. Comprendió, con frío sobresalto, que tanto su alma como la de ella corrían súbito peligro. Sus ojos se volvieron irremisiblemente hacia la Senda, tan extrañamente iluminada en la noche. Aunque su mano aún tocaba a la muchacha, su mente estaba sumida en posibilidades fantasmales. Porque dos pasiones le dominaban y luchaban dentro de él: el deseo furioso de poseerla en el mundo de los hombres y las mujeres, y el de irse con ella, temerariamente, y compartir algún inefable éxtasis de felicidad más allá del mundo conocido y del tiempo y el espacio que lo gobernaban. La propia naturaleza de ella tenía ya la clave y sabía el peligro... El ser entero de Norman se estremeció.
Las dos pasiones incompatibles le alanceaban el corazón. De repente, comprendió cuál era la alternativa: la oscura desolación del progreso humano con su futuro opresivo, o el gozo y la gloria de una felicidad sin alma que la razón negaba y el corazón acogía no obstante como suprema verdad. ¡Una de dos! Sin embargo, ¿Qué valor y significado podía tener Diana para él, como esposa y madre, si era arrastrada ahora... al lugar donde vivía ahora su madre una vida imperecedera, dorada, intemporal? ¿Cómo podría afrontar este exilio diario del alma de ella, este aislamiento hora tras hora, este rapto de su ser normal que su propia naturaleza terrena tenía por tan preciado y valioso? Por otro lado —en caso de salvarla, de retenerla en el hogar humano— ¿cómo la conservaría para él, si él mismo se manchaba con el dorado veneno...? Norman vio las dos opciones con implacable claridad en ese instante fugaz, mientras la Senda adquiría una radiante luminiscencia. Sabía que su mente lógica se había retirado; predominaba su corazón, que latía furiosamente. Con supremo esfuerzo, seguía manteniendo el contacto del brazo de Diana. Sus dedos atenazaban el fuerte tejido de su manga. Todo su ser parecía embargado por un éxtasis increíble. Estaba de pie, mirándola, asombrado, sumido en un inefable sueño de belleza- Sólo a un lazo con lo normal se agarraba con la fuerza de un torno: su contacto con la manga de recia tela de tweed y, en su memoria evanescente, la imagen de un crucifijo que los dedos desmayados de ella toqueteaban débilmente.
Ahora había figuras que caminaban furiosas, deprisa, a lo largo de la Senda; Norman podía verlas acercarse de lejos. Era una visión inspiradora, embriagadora y, no obstante, totalmente creíble, sin fantasmagorías estúpidas e infantiles de ningún tipo. Todo lo veía con la misma claridad que si presenciara una parada militar en Whitehall o el desfile de una Batalla floral en algún país del sur. No obstante, era hermoso, alegre, espléndido, e irresistiblemente seductor. A medida que se acercaban las figuras, aumentaba el esplendor, de manera que se hizo evidente que irradiaban luz propia en la oscuridad del páramo. No eran especialmente sorprendentes las figuras en sí, y menos aún excepcionales. Parecían cosa «natural», aunque sólo en el sentido de que eran ciertas y probadas. A la cabeza, cuando se acercaron más, vio Norman un hombre alto y oscuro sobre un caballo blanco; detrás iba una mujer rubia y radiante, con un vestido verde, y largos cabellos dorados que le llegaban a la cintura; sobre su cabeza vio una diadema de oro en la que había engarzada una piedra roja que brillaba con ardiente llama. Junto a ella marchaba otra mujer, morena y hermosa, con el cabello salpicado de piedras blancas que centelleaban como diamantes o cristales. Era un espectáculo alegre y luminoso. Sus rostros brillaban con el éxtasis de la Juventud. De alguna indescriptible manera, todos difundían felicidad a su alrededor, y sus ojos irradiaban una paz y una benevolencia que jamás había visto Norman en unos ojos humanos.
Pasaron éstos, y luego otros, y otros, unos a caballo, otros a pie, jóvenes y viejos y niños, hombres con jabalinas y arcos sin tensar, después figuras juveniles con arpas y liras, todos haciendo gestos amistosos de invitación a que se incorporasen a la comitiva, al cruzar ante ellos en silencio. En silencio, sí, en silencio; sin un ruido de pasos o un susurro de los brezos; en silencio, a lo largo de la Senda iluminada. Y aunque era un desfile silencioso. Norman percibía cantos, risas, incluso música de baile. Estas figuras, se dio cuenta, no podían moverse sin un ritmo; un ritmo de sonido y de gesto, porque era tan esencial para ellas como la respiración. Eran felices, radiantes, alegres, ajenas a la agotadora lucha y enconadas batallas evolutivas del mundo: eran libres, aunque sin alma. La «Gente Alegre», como las llamaban los de la región. Y la visión removió las más profundas raíces de su propio ser heterogéneo. ¿Irse con ellos y participar eternamente de su dicha desalmada... o quedarse y afrontar la batalla agotadora de la terrible —noble, sí, pero casi desesperanzada— evolución humana? Decir que se sentía, desgarrado en dos sería poco. El dolor abrasaba y consumía sus centros vitales. Diana, la joven, tiraba con una fuerza que parecía provenir de las estrellas; y su mano aún sentía la tela de la manga de ella bajo los dedos. Su cabeza y su corazón, sus nervios, sus músculos tensos, parecían fundirse en una furia de contradicciones y aceptaciones. La gloriosa procesión discurría interminable, como si las estrellas hubiesen rozado la tierra común del páramo, desprendiendo gotas de su oro generoso en mudo esplendor... cuando, de repente. Diana se soltó de un tirón y echó a correr hacia ellos.
La mujer de los cabellos dorados, vio Norman, se había salido de la Senda y se había detenido frente a él. Radiante y maravillosa, permaneció un segundo en suspenso.
—Diss... Diss... —oyó Norman, con un acento como de música—. Ven... ven conmigo. ¡Únete a nosotros! El camino está siempre abierto. ¡No hay excusa...!
La joven se hallaba ya a medio de camino en dirección a su madre antes de que él hubiese logrado romper el espantoso hechizo que le tenía inmovilizado. Pero el recio tejido de la manga se quedó entre sus dedos, y con él la cadena rota que sostenía el pequeño crucifijo de ella. Osciló la cruz de plata y se balanceó unos momentos; luego cayó entre los brezos. Y al inclinarse frenéticamente a recogerla, el Destino jugó esa carta extraña e insólita que siempre tiene de reserva para los momentos en que el mundo parece perdido; porque al inclinarse, centelleó su propio crucifijo, en el que no había pensado ni una sola vez, y le rozó los labios. Creyendo que era una punta de brezo que le había pinchado, lo apartó de una manotada, sólo para descubrir que era el ridículo símbolo de metal que Diana le había hecho prometer que llevaría para su propia seguridad. Fue su viva punzada de dolor, no la supersticiosa reacción mental, lo que le impulsó a actuar inmediatamente. En un segundo estuvo de píe otra vez; y al segundo siguiente había alcanzado a la joven, rodeando su figura posesivamente con ambos brazos. Un instante más tarde, sus labios se posaron sobre los de ella, y la cabeza y los hombros de Diana descansaron sobre su pecho.
—¡Diss! —exclamó Norman frenéticamente—. ¡Debemos quedarnos aquí juntos! ¡Tú me perteneces! ¡Te retendré con todas mis fuerzas, aquí... siempre!
No recuerda qué más gritó. Sintió que ella se derrumbaba en él con todo su peso. Al parecer, la cogió en brazos: sentía sus sollozos convulsivos contra el corazón. El brazo de ella le rodeaba con fuerza. Vio perderse a lo lejos el desfile de figuras, a medida que se internaba en el páramo envolvente y se hundía en la curvada oscuridad. Las nubes cruzaban veloces sobre la luna. No se oía un solo ruido, el aire seguía inmóvil, no sonaba ningún rumor de cascada; las avefrías dormían. Cubriendo a Diana con su propio abrigo, la llevó a casa... Y pasado un tiempo se casó con ella; se casó con Diana, con Diss, una muchacha rara y adorable, aunque sin alma, y casi sin mente; una muchacha corriente como la esplendorosa nulidad retratada, con los dientes centelleantes, en las cubiertas de las revistas populares: una criatura estereotipada cuya esencia se había ido «a otra parte».
Transición (Transition) es un relato de terror del escritor inglés Algernon Blackwood.
El cuento fue publicado en 1917 dentro de la antología fantástica Day and Night Stories.
Transición.
Transition, Algernon Blackwood (1869-1951)
John Mudbury regresaba de sus compras con los brazos llenos de regalos navideños. Eran las siete pasadas y las calles estaban atestadas de gente. Era un hombre corriente, vivía en un piso corriente de las afueras, con una mujer corriente y unos hijos corrientes. Él no los consideraba corrientes, aunque sí los demás. Traía un regalo corriente a cada uno: una agenda barata para su mujer, una pistola de aire comprimido para el chico y así sucesivamente. Tenía más de cincuenta años, era calvo, oficinista, honesto de hábitos y manera de pensar, de opiniones inseguras, ideas políticas inseguras e ideas religiosas inseguras. Sin embargo, se tenía a sí mismo por un caballero firme y decidido, sin percatarse de que la prensa matinal determinaba sus opiniones del día. Y vivía... al día. Físicamente estaba bastante sano, salvo el corazón, que lo tenía débil (cosa que nunca le preocupó); y pasaba las vacaciones de verano jugando mal al golf, mientras sus hijos se bañaban y su mujer leía a Garvice tumbada en la arena. Como la mayoría de los hombres, soñaba, ociosamente con el pasado, se le escapaba embarulladamente el presente, e intuía vagamente -tras alguna que otra lectura imaginativa- el futuro.
-Me gustaría sobreexistir -decía- si la otra vida fuera mejor que ésta -mirando a su mujer y sus hijos, y pensando en el trabajo diario-. ¡Si no...! -y se encogía de hombros como hace todo hombre valeroso.
Acudía a la iglesia con regularidad. Pero nada en la iglesia lo convencía de que iba a subsistir en la otra vida, ni le inclinaba a esperar tal cosa. Por otra parte, nada en la vida lo convencía de que no fuera o no pudiera ser así. «Soy evolucionista», le encantaba decir a sus pensativos amigotes (delante de una copa), ignorando que se hubiera puesto en duda jamás el darwinismo. Así, pues, volvía a casa contento y feliz, con su montón de regalos navideños «para la mujer y los chicos», y recreándose con la idea de la alegría y animación de su familia. La noche anterior había llevado a «su señora» a ver Magia en un selecto teatro de Londres frecuentado por intelectuales... y se había entusiasmado lo indecible. Había ido indeciso, aunque esperando algo fuera de lo corriente. «No es un espectáculo musical -advirtió a su mujer-; ni tampoco una comedia o una farsa, en realidad», y en respuesta a la pregunta de ella sobre qué decían las críticas, se encogió, suspiró y enderezó cuatro veces su chillona corbata en rápida sucesión. Porque no podía esperarse que un «hombre de la calle» con una pizca de dignidad entendiese lo que decían los críticos, aunque entendiese la Obra. Y John había contestado con toda sinceridad: «Bueno, dicen cosas. Pero el teatro está siempre lleno... y eso es lo que cuenta».
Y ahora, al cruzar Piccadilly Circus entre el gentío para coger el autobús, quiso el azar que (al ver un anuncio) le absorbiese el cerebro dicha Obra particular, o más bien el efecto que le causara en su momento. Porque le había cautivado lo indecible: con las maravillosas posibilidades que insinuaba, su tremenda osadía, su belleza alerta y espiritual... El pensamiento de John se lanzó en pos de algo: en pos de esa sugerencia curiosa de un universo más grande, en pos de la sugerencia cuasi divertida de que el hombre no es el único... Y aquí chocó con una frase que la memoria le puso delante de las narices: «La ciencia no agota el Universo», ¡al tiempo chocaba con otra clase de fuerza destructora...! No supo exactamente cómo ocurrió. Vio un Monstruo feroz que lo miraba con ojos de fuego. ¡Era horrible! Se abalanzó sobre él. Lo esquivó... y otro Monstruo salió de una esquina a su encuentro. Corrieron los dos a un tiempo hacia él. Se hizo a un lado otra vez, con un salto que podía haber salvado fácilmente una valla, pero fue demasiado tarde. Le cogieron entre los dos sin piedad, y el corazón se le subió literalmente a la boca. Le crujieron los huesos... Tuvo una sensación dulce, un frío intenso y un calor como de fuego. Oyó un rugir de bocinas y voces. Vio arietes; y un testudo de hierro... Luego surgió una luz cegadora... «¡Siempre de cara al tráfico!», recordó con un grito frenético; y merced a una suerte extraordinaria, ganó milagrosamente la acera opuesta.
No había duda al respecto. Se había librado por los pelos de una muerte desagradable. Primero, comprobó a tientas los regalos: los tenía todos. Luego, en vez de alegrarse y tomar aliento, emprendió apresuradamente el regreso -¡a pie, lo que probaba que se le había descontrolado un poco la cabeza!-, pensando sólo en lo desilusionados que se habrían quedado su mujer y sus hijos si... bueno, si hubiese ocurrido algo. Otra cosa de la que se dio cuenta, extrañamente, fue de que ya no amaba a su mujer en realidad, y que sólo sentía por ella un gran afecto. Sabe Dios por qué se le ocurrió tal cosa; el caso es que lo pensó. Era un hombre honesto, sin fingimientos. La idea le vino como un descubrimiento. Se volvió un instante, vio la multitud arremolinada alrededor del barullo de taxis, cascos de policías centelleando con las luces de los escaparates... y avivó el paso otra vez, con la cabeza llena de pensamientos alegres sobre los regalos que iba a repartir... los niños acudiendo a la carrera... y su mujer -¡un alma bendita!- contemplando embobada los paquetes misteriosos...
Y, aunque no lograba explicarse cómo, al poco rato estaba ante la puerta del edificio carcelario donde tenía su piso, lo que significaba que había hecho a pie las tres millas. Iba tan ocupado y absorto en sus pensamientos que no se había dado cuenta de la larga caminata. «Además -reflexionó, pensando cómo se había salvado por los pelos-, ha sido un susto tremendo. Una mald... experiencia, a decir verdad.» Todavía se notaba algo aturdido y tembloroso. A la vez, no obstante, se sentía contento y eufórico. Contó los regalos... saboreó con antelación la alegría que iban a producir... y abrió rápidamente con la llave. «Llego tarde -comprendió-; pero cuando ella vea los paquetes de papel marrón, se le olvidará decir nada. Dios bendiga a esa alma fiel.» Hizo girar suavemente la llave una segunda vez y entró de puntillas en el piso... Tenía el espíritu henchido del sentimiento dominante de esta tarde: la felicidad que los regalos navideños iban a proporcionar a su mujer y sus hijos.
Oyó ruido. Colgó el sombrero y el abrigo en el diminuto vestíbulo (nunca lo llamaban «recibimiento»), y se dirigió sigilosamente a la puerta del salón con los paquetes escondidos detrás. Sólo pensaba en ellos, no en sí mismo... O sea, en su familia, no en los paquetes. Abrió la puerta a medias y se asomó discretamente. Para estupefacción suya, la habitación estaba llena de gente. Retrocedió con rapidez, preguntándose qué podía significar. ¿Una fiesta? ¿Sin saberlo él? ¡Qué raro...! Experimentó un profundo desencanto. Pero al retroceder, se dio cuenta de que en el vestíbulo había gente también. Estaba enormemente sorprendido; aunque, por otra parte, no lo estaba en absoluto. Lo estaban felicitando. Había una verdadera muchedumbre. Además, los conocía a todos; al menos, sus caras le sonaban más o menos. Y todos lo conocían a él.
-¿No es gracioso? -rió alguien, dándole una palmadita en la espalda-. ¡Ellos no tienen ni la menor idea...!
El que hablaba -el viejo John Palmer, el contable de la oficina, recalcó la palabra «ellos».
-Ni la menor idea -contestó él con una sonrisa, diciendo algo que no entendía, aunque sabía que era cierto.
Su rostro, al parecer, reflejaba la absoluta perplejidad que sentía. El impacto del golpe recibido había sido mayor de lo que él había creído, evidentemente... Su cabeza desvariaba... ¡al parecer! Pero lo raro era que jamás en la vida se había sentido tan despejado. Había mil cosas que de repente se le habían vuelto de lo más sencillas. Pero cómo se apretujaba esta gente, y con cuánta... ¡familiaridad!
-Mis paquetes -dijo, abriéndose paso a empujones, alegremente, entre la multitud-. Son regalos de Navidad que les he comprado -señaló con la cabeza hacia la habitación-. He estado ahorrando durante semanas, sin fumar un cigarro ni acercarme a un billar, y privándome de otras cosas, para comprarlos.
-¡Buen muchacho! -dijo Palmer con una risotada-. El corazón es lo que cuenta.
Mudbury lo miró. Palmer había dicho una verdad como un templo; aunque, probablemente, la gente no lo entendería ni le creería.
-¿Eh? -preguntó, sintiéndose torpe y estúpido, confundido entre dos significados, uno de los cuales era bonito y el otro indeciblemente idiota.
-Por favor, señor Mudbury, pase. Lo están esperando -dijo amable y pomposamente una voz. Y al volverse, se encontró con los ojos benévolos y estúpidos de sir James Epiphany, el director del banco donde trabajaba.
El efecto de la voz fue instantáneo debido al prolongado hábito.
-Desde luego -sonrió de corazón, y avanzó como movido por una costumbre inveterada. ¡Ah, qué feliz y contento se sentía! Su afecto por su mujer era real. El amor, desde luego, se había desvanecido; pero la necesitaba... y ella le necesitaba a él. Y a sus hijos -Milly, Bill y Jean- los quería profundamente. ¡Valía la pena vivir!
En la habitación había bastante gente... pero reinaba un asombroso silencio. John Mudbury miró en torno suyo. Dio unos pasos hacia su mujer, que estaba sentada en la butaca del rincón con Milly sobre sus rodillas. Algunos hablaban y andaban de un lado para otro. El número de personas aumentaba por momentos. Se colocó frente a ellas: frente a Milly y su mujer. Y les dirigió la palabra, tendiéndoles los paquetes. «Es Nochebuena -susurró tímidamente-; y les he... les he traído algo... a cada una. ¡Miren!» Les puso los paquetes delante.
-Por supuesto, por supuesto -dijo una voz detrás él-; pero aunque se pasase usted un siglo entero presentándoselos, daría igual: ¡no los verán jamás!
-Creo... -susurró Milly, mirando a su alrededor.
-¿Qué es lo que crees? -preguntó vivamente su madre-. Siempre estás pensando cosas extrañas.
-Creo -prosiguió la niña, ensoñadora- que Papá ya está aquí -calló; luego añadió con la insoportable convicción de los niños-: estoy segura. Siento su presencia.
Sonó una carcajada extraordinaria. Era sir James Epiphany el que reía. Los demás -toda la multitud- volvieron la cabeza y sonrieron también. Pero la madre, apartando de sí a la criatura, se levantó súbitamente con un gesto violento. Se le había vuelto blanca la cara. Extendió los brazos... al aire que tenía ante ella. Aspiró con dificultad, se estremeció. Había angustia en sus ojos.
-¡Miren! -repitió John-. Les he traído los regalos.
Pero su voz, por lo visto, no produjo el menor sonido. Y con una punzada de frío dolor, recordó que Palmer y sir James habían muerto hacía años.
-Es magia -exclamó-. Pero... yo te quiero, Jinny; te quiero... y... y siempre te he sido fiel; fiel como el acero. Nos necesitarnos el uno al otro... ¿acaso no te das cuenta? Seguiremos juntos, tú y yo, por los siglos de los siglos...
-Piense -lo interrumpió una voz exquisitamente tierna-; ¡no grite! Ellos no pueden oírlo... ahora -y al volverse, John Mudbury se encontró con los ojos de Everard Minturn, su presidente del año anterior. Minturn se había ahogado en el hundimiento del Titanic.
Entonces se le cayeron los paquetes. El corazón le dio un enorme brinco de alegría. Vio que su cara -la de su mujer- miraba a través de él. Pero la niña lo miraba directamente a los ojos. Lo veía.
Lo que su conciencia registró a continuación fue el tintinear de algo... lejos, muy lejos. Sonaba a millas debajo de él... dentro de él... era él mismo quien sonaba -absolutamente desconcertado- como una campanilla. Era una campanilla.
Milly se inclinó y recogió los paquetes. Su cara irradiaba felicidad y alegría...
Pero a continuación entró un hombre, un hombre de cara solemne y ridícula, con un lápiz y un cuaderno. Llevaba un casco azul marino. Detrás de él venía una fila de hombres. Traían algo... algo..., Mudbury no podía ver con claridad qué era. Pero cuando se abrió paso entre la alegre muchedumbre para mirar, distinguió vagamente dos ojos, una nariz, una barbilla, una mancha de color rojo oscuro y un par de manos cruzadas sobre un abrigo. Una figura de mujer cayó entonces sobre ellas, y oyó a sus hijos sollozar extrañamente... luego otros sonidos... como de voces familiares riendo... riendo de alegría.
-Dentro de poco se reunirán con nosotros. El tiempo es como un relámpago.
Y, al volverse rebosante de dicha, vio que era sir James quien había hablado, al tiempo que cogía a Palmer del brazo, como en un gesto natural, aunque inesperado, de afectuosa y amable amistad.
-Vamos -dijo Palmer sonriendo, como el que acepta un don en la comunidad universal-, ayudémoslos. No lo comprenderán... Pero siempre podemos intentarlo.
La multitud entera, riente y gozosa, se elevó. Fue, por fin, un instante de vida auténtica y cordial. La paz y la alegría y el júbilo reinaban en todas partes. Entonces comprendió John Mudbury la verdad: que estaba muerto.
Algernon Blackwood (1869-1951)
Complicidad previa al hecho: Algernon Blackwood
Posted: 06 Nov 2009 09:57 AM PST
Complicidad previa al hecho (Accessory before the fact) es un relato de terror del escritor inglés Algernon Blackwood.
Más cercano al horror místico que a la ciencia ficción, este cuento de Blackwood fue publicado en 1914, como parte de la antología fantástica: Ten Minute Stories.
Complicidad previa al hecho.
Accessory Before the Fact, Algernon Blackwood (1869-1951)
Al llegar a aquella encrucijada del páramo Martin se detuvo, y permaneció un rato observando perplejo los cuatro letreros del poste indicador. Aquellos no eran los nombres que esperaba encontrar y, además, no figuraban las distancias; su mapa -tuvo que admitir con fastidio- debía estar completamente anticuado. Lo extendió contra el poste y se inclinó para estudiarlo más de cerca. El viento levantaba las esquinas y las batía contra su cara. Apenas conseguía descifrar la letra pequeña a la tenue luz del atardecer. Sin embargo –por lo que alcanzó a distinguir- parecía ser que dos millas más atrás había tomado un desvío equivocado.
Recordaba aquel desvío. El sendero tenía un aspecto muy tentador, y tras vacilar un momento, se había decidido a seguirlo, atraído -como tantos otros caminantes- por el señuelo de que «quizá resultara ser un atajo». La trampa del atajo es tan vieja como la naturaleza humana. Durante algunos minutos estudió alternativamente el poste y el mapa. Caía la noche y la mochila comenzaba a pesarle. Aquellas dos guías no concordaban en nada y la incertidumbre iba haciendo presa en su ánimo. Se sentía desconcertado, frustrado. Cada vez le costaba más trabajo pensar con claridad. Tomar una decisión le parecía la cosa más difícil del mundo.
«Estoy hecho un lío -pensó-, debo estar cansado», y finalmente optó por seguir la indicación que le pareció más prometedora. «Tarde o temprano me conducirá a una posada, aunque no sea a la que yo pretendía llegar.»
Se confió a la suerte del caminante y reanudó la marcha con energía. En el letrero podía leerse «por la colina Litacy», escrito en unos caracteres muy finos y pequeños que parecían oscilar y cambiar de lugar cada vez que los miraba; aquel nombre no figuraba en el mapa, pero al igual que el atajo, resultaba tentador. Un impulso similar al que había sentido antes volvía a determinar su elección. Sólo que esta vez parecía ser más apremiante, casi urgente.
Fue en aquel momento cuando se dio cuenta de la inmensa soledad del paisaje que le rodeaba. El camino continuaba en línea recta unas cien yardas para después curvarse, como un río plateado, y perderse en el infinito; el intenso tono verdeazulado de las matas de brezo que cubrían los márgenes se fundía con los colores del crepúsculo; y espaciados a uno y otro lado del camino, se alzaban solitarios unos pinos pequeños muy enigmáticos. Desde que se le había ocurrido ese curioso adjetivo no conseguía quitárselo de la cabeza. Eran tantas las cosas que aquella tarde le parecían igualmente enigmáticas... el atajo, el mapa velado, los nombres del poste, sus propios impulsos erráticos o aquel misterioso estado de confusión que le iba embargando. El paisaje entero requería una explicación, aunque quizá «interpretación» fuera la palabra más exacta. Aquellos árboles solitarios se lo habían hecho ver claro ¿Por qué se había extraviado con tanta facilidad? ¿Por qué consentía que aquellas vagas impresiones le indicaran el camino a seguir? ¿Por qué se encontraba aquí, precisamente aquí? ¿Y por qué marchaba ahora «por la colina Litacy»?
Entonces, junto a un prado verde que resplandecía como un rayo de luz en medio de la oscuridad del páramo, distinguió una figura tumbada en la hierba. Era como una mancha en el paisaje, un simple amasijo de harapos sucios a los que su propia fealdad confería cierto aire pintoresco; y su mente -aunque sus conocimientos de alemán eran muy básicos- eligió de inmediato los términos alemanes en vez de los ingleses. Las palabras lump y lumpen acudieron misteriosamente a su memoria. En aquel instante le parecieron las más correctas, las más expresivas, casi como onomatopeyas visuales, si tal cosa fuera posible. Ni «harapos» ni «rufián» habrían hecho justicia a lo que acaba de ver. Sólo en alemán se podía describir aquello con alguna precisión.
Aquel era un mensaje que le enviaba su lado irracional. Pero, aparentemente, le pasó desapercibido. Un momento después, el vagabundo se incorporó y le preguntó la hora. Lo hizo en alemán. Y Martin, sin dudarlo un instante, le respondió también en alemán:
-Halb sieben -las seis y media.
No le falló su intuición. Un vistazo al reloj, cuando lo miró un poco más tarde, se lo confirmó. Oyó que el hombre le decía, con esa solapada insolencia tan característica de los vagabundos:
-Grrasias, muy agrradesido -Martin no había enseñado el reloj; otra intuición de su subconsciente que había obedecido.
Con el ánimo agitado por una extraña mezcla de ideas y sentimientos, avivó el paso y prosiguió su marcha por la soledad del camino. De alguna manera, sabía que le harían esa pregunta y que se la harían en alemán. Aquello hacía que se sintiera nervioso y abatido. Pero había otra cosa que también había contribuido a ese estado de nerviosismo y abatimiento; por alguna extraña razón también se la esperaba... y no se había equivocado. Cuando aquel bulto marrón cubierto de harapos se incorporó para hacerle la pregunta, una parte de él había permanecido tendida en la hierba: había otro bulto marrón y sucio. Eran dos los vagabundos. Pudo verles perfectamente la cara. Tras sus barbas desaliñadas, y medio ocultos por unos viejos sombreros, descubrió unos rostros desagradables y sagaces que le observaban con atención mientras pasaba delante de ellos. Le seguían con la mirada.
Durante un segundo los había mirado fijamente para poder identificarlos mejor. Y había comprendido con horror que sus rostros eran demasiado delicados, demasiado finos y astutos para ser los de unos simples vagabundos. Aquellos hombres no eran ni mucho menos unos vagabundos. Estaban disfrazados.
«¡Qué manera más furtiva de mirarme!», pensó, mientras se alejaba de prisa por aquel camino ensombrecido, plenamente consciente ahora de la abrumadora soledad y desolación del páramo que le rodeaba. Lleno de inquietud y de angustia, aceleró aún más la marcha. De pronto, mientras pensaba en el inoportuno ruido que hacían sus botas de clavos al golpear en la dura superficie del camino, irrumpieron en su mente todo el conjunto de cosas que le habían obsesionado por parecerle «enigmáticas». Le comunicaban un único y categórico mensaje: que todo aquello no tenía nada que ver con él -de ahí su confusión y su perplejidad- que se había entrometido en un escenario que no le correspondía y estaba invadiendo el territorio vital de otra persona. Al tomar algún desvío interno erróneo, se había situado en medio de un conjunto de fuerzas desconocidas que operaban en el pequeño mundo de otro individuo.
Sin darse cuenta, en algún lugar, había traspasado el umbral, y ahora ya se había adentrado demasiado: era un intruso, un entrometido, un mirón. Estaba escuchando, espiando; sus oídos captaban cosas que no tenía ningún derecho a conocer porque no era a él a quien estaban dirigidas. Como un barco en alta mar, interceptaba mensajes de radio que no alcanzaba a descifrar porque su receptor no estaba correctamente sintonizado. Pero había algo más: ¡aquellos mensajes advertían de algún peligro!
El miedo, como la noche, se abatió sobre él. Estaba atrapado en una red de fuerzas sutiles y profundas que era incapaz de controlar, pues desconocía tanto su origen como su propósito. Le habían conducido hacia una inmensa trampa psíquica, elaborada con todo detalle, pero concebida para otra persona. Algo le había atraído hacia ella; algo en el paisaje, en la hora del día, en su estado de ánimo. Alguna oculta debilidad interna había hecho de él una presa fácil. Su miedo pasó a convertirse en terror.
Lo que sucedió entonces ocurrió con tal rapidez y en tan corto espacio de tiempo que le pareció que todo ello se comprimía en un solo instante. Ocurrió de golpe, como en un torbellino. No hubo forma de evitarlo. Haciendo eses de un lado a otro del camino, avanzaba hacia él un hombre que sin duda fingía estar borracho: era un vagabundo. Cuando Martin se apartó para dejarle paso, los bandazos se transformaron en una acometida y el tipo se le vino encima. El impacto fue súbito y brutal; no obstante, mientras se tambaleaba, Martin pudo darse cuenta de que a sus espaldas se abalanzaba sobre él un segundo hombre que le levantó por las piernas y le hizo caer de bruces sobre la tierra con un estrépito sordo.
Entonces comenzaron a lloverle los golpes; distinguió el resplandor de un objeto brillante; y una náusea letal le hundió en un estado de debilidad absoluta que hizo inútil toda defensa. Sintió que un objeto ardiente le penetraba en el cuello y, al instante, comenzó a brotar de sus labios un liquido dulce y viscoso que le asfixiaba. Después, se hizo la oscuridad. ... Sin embargo, en medio de todo el horror yla confusión, se había dado perfecta cuenta de dos cosas: que el primer vagabundo se había escabullido a toda prisa entre los brezales para adelantarle e ir a su encuentro; y que le arrancaban de debajo de la ropa un objeto pesado que unos cierres mantenían firmemente ajustado a su cuerpo...
De repente, las tinieblas se rasgaron, se disiparon del todo. Se encontró de nuevo mirando de cerca el mapa que sostenía apoyado contra el poste. El viento batía las esquinas contra sus mejillas, y él estudiaba atentamente unos nombres, que ahora, podía distinguir con toda nitidez. Alzó la vista: las direcciones que figuraban en el poste eran las que había esperado encontrar, exactamente las mismas que venían en su mapa. Las cosas volvían a estar en su sitio, tal y como debía ser. Leyó el nombre del pueblo al que tenía pensado dirigirse; era perfectamente visible a la luz del crepúsculo, dos millas era la distancia que se indicaba. Perplejo, turbado, incapaz de pensar, apretujó el mapa en el bolsillo sin doblarlo y se apresuró camino adelante como quien acabara de despertar de un sueño espantoso que, en apenas un segundo, hubiera condensado todo el tormento de una prolongada y angustiosa pesadilla.
Se echó a correr con un trote continuo que pronto se convirtió en galope; chorreaba sudor, las piernas le flojeaban y le costaba controlar la respiración. Tan sólo era consciente del deseo irrefrenable de alejarse cuanto antes de aquel poste de la encrucijada donde le había asaltado la terrible visión. Martin, un contable de vacaciones, nunca había sospechado que existieran otros mundos llenos de posibilidades psíquicas. Para él, todo lo ocurrido había sido un auténtico suplicio. Mucho peor que aquella confabulación de jefes y empleados que, en cierta ocasión, le habían acusado injustamente de haber «amañado» un saldo en los libros de cuentas. Corría como si el campo entero, aullando, le pisara los talones. Y en ningún momento le abandonaba la increíble certeza de que nada de aquello le estaba destinado. Había escuchado los secretos de otra persona. Se había apropiado de advertencias que no estaban dirigidas a él, y al hacerlo, había modificado su curso. Había impedido que llegaran a su verdadero destinatario. La conmoción que todo aquello le producía no se podía expresar con palabras. Desajustaba los mecanismos de aquella alma equilibrada y precisa. La advertencia estaba destinada a otra persona, que ya nunca llegaría a recibirla.
El esfuerzo físico acabó por ejercer sobre él un efecto beneficioso y le permitió recobrar hasta cierto punto la calma. A la vista de las luces del pueblo, aminoró la marcha y entró a un ritmo más pausado. Una vez hubo llegado a la posada, inspeccionó y alquiló una habitación, y encargó la cena, a la que acompañó con una sustanciosa y reconfortante jarra de cerveza que le ayudara a mitigar aquella endiablada sed y a completar la total recuperación de su equilibrio mental. Las singulares sensaciones que hasta entonces le habían embargado acabaron por pasársele en gran medida; y de igual manera, le abandonó aquella extraña impresión de que cualquier cosa en su sencillo y saludable mundo requería una explicación. Poseído aún de una vaga inquietud, pero superada ya la sensación de miedo, entró al bar para fumar su pipa de después de cenar y charlar un rato con los parroquianos, como tenía costumbre de hacer cuando estaba de vacaciones. Entonces se fijó en dos hombres que, apoyados en la barra al fondo de la sala, le daban la espalda. Al instante vio sus rostros reflejados en el espejo, y la pipa estuvo a punto de caérsele de la boca. Eran unos rostros bien afeitados, finos y astutos; charlaban mientras tomaban una copa, y Martin alcanzó a coger una o dos palabras de lo que decían: eran palabras alemanas. Los dos vestían bien, no había nada en su atuendo que llamara la atención; con sus trajes de tweed y sus botas de campo podrían haber sido, como él, dos turistas de vacaciones. De pronto, pagaron las copas y se marcharon. En ningún momento llegó a verlos cara a cara, pero volvió a sentirse empapado de sudor y una ráfaga febril de frío y de calor le recorrió todo el cuerpo; había reconocido sin ningún genero de duda a los dos vagabundos, en esta ocasión sin disfrazar... todavía sin disfrazar.
No se movió de su esquina, el regreso de aquel vil terror apenas si le permitía sostener la pipa, que continuaba chupando con frenesí a pesar de estar ya apagada. Con la absoluta claridad de una certeza, acudió de nuevo a su mente la idea de que aquellos hombres no tenían nada que ver con él, y aún más, que por nada del mundo tenía derecho a inmiscuirse en sus asuntos. No tenía locus standi; sería inmoral... incluso si se presentaba la oportunidad. Y tenía la impresión de que la oportunidad se presentaría. Había estado escuchando a escondidas y había accedido a una información privada de carácter secreto que no tenía derecho a utilizar, ni tan siquiera para hacer el bien... ni tan siquiera para salvar una vida. Sentado en aquella esquina -aterrorizado, en silencio- permaneció a la espera de lo que fuera a ocurrir después.
Pero la noche no trajo explicación alguna. No ocurrió nada. Durmió profundamente. En la posada sólo había otro huésped; un hombre, ya entrado en años que, como él, debía de ser un turista. Llevaba gafas con montura de oro, y a la mañana siguiente, Martin oyó cómo preguntaba al posadero el camino para ir a la colina Litacy. Los dientes le empezaron a castañetear y las rodillas le flojearon.
-Doble a la izquierda en el cruce de caminos -se apresuró a decir Martin antes de que el posadero alcanzara a responderle-. Encontrará el poste indicador como a dos millas de aquí; a partir de entonces es cosa de otras cuatro millas.
Con espanto se preguntó cómo diablos podía saberlo.
-Yo voy en la misma dirección -dijo a continuación-. ¡Le acompaño un rato, si no le importa!
Aquellas palabras le habían surgido de manera espontánea, de golpe; sin pensar. Su dirección era justo la contraria pero... no quería que aquel hombre fuera solo. El desconocido, sin embargo, eludió amablemente su ofrecimiento de compañía. Le dio las gracias y le comentó que no tenía pensado partir hasta que el día estuviera más avanzado.
Los tres se encontraban junto al abrevadero que había frente a la posada y, en ese preciso instante, un vagabundo que avanzaba encorvado por el camino alzó la vista y les preguntó la hora. Fue el hombre de las gafas con montura de oro quien respondió.
-Muchas grrassias; muy agrradessido -dijo el vagabundo mientras se alejaba con aquel caminar encorvado y cansino. El posadero, un hombre muy locuaz, aprovechó para hacer un comentario sobre el gran número de alemanes que vivían en Inglaterra y que parecían dispuestos a engrosar las filas de una invasión teutona que, al menos él, consideraba inminente.
Pero Martin no lo escuchó. Aún no había recorrido una milla de camino cuando se adentró en el bosque para enfrentarse con su conciencia a solas. Su debilidad, su cobardía, constituían sin duda un delito. Le atormentaba una genuina angustia. Una docena de veces decidió volver sobre sus pasos, y otras tantas veces, la singular autoridad de aquella voz que le susurraba que no tenía derecho a entrometerse, le detuvo. ¿Cómo iba a actuar basándose en un conocimiento que había obtenido escuchando algo a escondidas? ¿Cómo iba a interferir en los asuntos privados de la vida oculta de otra persona por el simple hecho de haber escuchado, como si de un cruce de líneas se tratara, los peligros secretos que la amenazaban? Una especie de confusión interna le impedía pensar con la más mínima claridad. Aquel desconocido le tomaría por loco. No tenía ningún «hecho» en el que basarse... Reprimió un centenar de impulsos, y finalmente... siguió su camino con el corazón encogido.
Sus dos últimos días de vacaciones fueron un infierno, sembrado de dudas, interrogantes y sobresaltos. Todos ellos justificados más tarde, cuando leyó que un turista había sido asesinado en la colina Litacy. El hombre usaba gafas con montura de oro y llevaba, guardada en un cinturón atado alrededor del cuerpo, una gran cantidad de dinero. Le habían degollado. Y la policía andaba tras la pista de un misterioso par de vagabundos, a los que se creía... alemanes.
Algernon Blackwood (1869-1951)
Más relatos de Algernon Blackwood. I Relatos góticos. I Relatos de terror.
Más literatura:
Relatos fantásticos.
Relatos de fantasmas.
Relatos románticos.
Relatos de vampiros.
El resumen del cuento de Algernon Blackwood: Complicidad previa al hecho (Accessory before the fact) fue escrito por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
El ocupante de la habitacion: Algernon Blackwood
Posted: 06 Nov 2009 09:57 AM PST
El ocupante de la habitación (Occupant of the room) es un relato de terror del escritor inglés Algernon Blackwood.
El cuento fue publicado en la colección de relatos fantásticos de 1917 Day and Night Stories.
El Ocupante de la Habitación.
Occupant of the room, Algernon Blackwood (1869-1951)
Llegó en la diligence amarilla bien entrada la noche, entumecido y lleno de calambres tras tres horas de fatigoso e interminable ascenso. El pueblo, una masa compacta de sombras, dormía ya. Tan sólo delante del hotel persistía aún el bullicio, la luz y la animación... aunque sería ya por poco tiempo. Las caballerías, con la cabeza gacha y paso cansino, cruzaron solas la carretera arrastrando sus arneses por el polvo y desaparecieron en las cuadras; mientras la pesada diligencia, que parecía un gran escarabajo amarillo con las patas quebradas, se quedaba a hacer noche en el lugar hasta donde la habían conducido a rastras.
A pesar del cansancio físico, aquel maestro de escuela, que disfrutaba de las primeras horas de unas vacaciones que le habían costado diez guineas, estaba rebosante de felicidad. La paz que se respiraba en aquel alto valle alpino era maravillosa; las estrellas titilaban sobre los quebrados riscos del Dent du Midi, donde los relucientes neveros se destacaban espectrales sobre unas rocas que parecían de ébano, y el aire helado traía un aroma a pinares, a pastos empapados de rocío y a madera recién cortada. Embargado de una sensación en la que se mezclaban el placer y el asombro, pasó varíos minutos tratando de captar todos aquellos detalles, mientras los otros tres pasajeros daban indicaciones sobre su equipaje y se dirigían a sus respectivas habitaciones. Finalmente, se dio la vuelta, cruzó la basta estera de la entrada, y tras resistir a la tentación de detenerse a contemplar el mapa de las montañas que colgaba junto a la puerta, pasó al deslumbrante recibidor.
De pronto, un desagradable contratiempo hizo que bajara de las nubes y volviera a la cruda realidad. En la posada -la única posada que había- no quedaban habitaciones libres. Hasta los sillones de que disponía estaban ocupados...
¡Qué estúpido había sido de no escribir para hacer una reserva! Claro que, ahora que lo pensaba, le había resultado imposible, pues la decisión de venir la había tomado aquella misma mañana en Ginebra de forma repentina, cautivado por el espléndido día que había amanecido tras una semana de lluvias. El portero, que lucía una chaqueta con ribetes dorados, y una vieja de facciones muy duras -le había llamado la atención la dureza de aquel rostro- no paraban de hablar y de gesticular mientras señalaban al pueblo en todas direcciones, haciéndole unas sugerencias que sólo comprendía a medias, pues sus conocimientos de francés eran limitados y el dialecto en que hablaban era algo verdaderamente espantoso.
«¡Allí -a lo mejor encontraba habitación- o sino allá! Pero aquí, hélas, está todo completo... más de lo que nosotros quisiéramos. ¡Mañana, quizá, si tal y cual dejan su habitación!» Al final, tras mucho encogerse de hombros, la anciana se quedó mirando al portero de la chaqueta ribeteada, y éste, a su vez, se quedó mirando con expresión somnolienta al maestro. No obstante, obedeciendo a uno de esos misteriosos mecanismos que regulan la esperanza, que ni él mismo alcanzó a comprender, y siguiendo las indicaciones, completamente ininteligibles, que le había dado la anciana, salió finalmente a la calle y se encaminó hacia un oscuro grupo de casas que ella le había señalado. De lo único que estaba seguro era de que tenía la intención de aporrear una de aquellas puertas hasta que le dieran una habitación. Estaba demasiado cansado para detenerse a planear las cosas con más detalle. El portero había hecho ademán de acompañarle, pero en el último momento se dio la vuelta y se quedó hablando con la anciana. La borrosa silueta de las casas se vislumbraba en medio de la oscuridad. Corría un aire gélido y el valle entero retumbaba con las carreras y el estruendo de los cursos de agua. Pensaba vagamente que no tardaría en amanecer y que quizá tendría que pasar la noche dando vueltas por el bosque, cuando oyó un ruido sordo a sus espaldas y, al darse la vuelta, vio a una figura que se acercaba apresuradamente hacia él. Era el portero... que venía corriendo.
En el pequeño recibidor de la posada se reanudó una confusa conversación a tres bandas, salpicada de vez en cuando por coloquios en voz baja y apartes susurrados en dialecto entre la mujer y el portero, cuyo resultado final fue que «si a Monsieur no le parecía mal... después de todo, sí que había una habitación, en el primer piso... sólo que, en cierto modo, estaba "ocupada". Bueno, en realidad lo que pasaba era que...».
No obstante, el maestro se quedó con la habitación sin meterse en más averiguaciones sobre aquel embrollo, pues al fin y al cabo le había proporcionado de pronto justo lo que él quería. La ética profesional de los hosteleros no era cosa de su incumbencia. Si aquella mujer le ofrecía alojamiento no le correspondía a él ponerse a discutir sobre si estaba legitimada o no para hacerlo.
Mientras acompañaba al huésped a su habitación, el portero, que a todas luces estaba un tanto nervioso, le fue suministrando en una mezcla de francés y de inglés los detalles que la patrona había omitido, y Minturn, pues tal era el nombre de aquel maestro, no tardó en compartir aquel nerviosismo con él y en verse envuelto en la atmósfera de una posible tragedia. Todo aquel que conozca esa emoción tan característica que producen los altos valles de montaña, uno de cuyos principales atractivos consiste en la realización de escaladas con peligro, comprenderá esa ligera sensación de alarma que suele ir asociada a tales paisajes. Cuando se alza la vista para contemplar los picos desolados que se remontan solitarios en las alturas, no se puede evitar pensar en esos hombres cuya diversión consiste en pasarse varios días y noches seguidos escalando las peligrosas cumbres que se elevan sobre un mar de nubes, y en conquistar, centímetro a centímetro, los picos helados que blanden permanentemente el oscuro pabellón del terror en el cielo. La atmósfera de aventura, aderezada con el posible espanto de una de las tragedias más horribles que quepa imaginarse, es inseparable de cualquier contemplación imaginativa de semejante paisaje; y lo que Minturn dedujo de las palabras del alarmado portero, no perdió nada de su miga a pesar de su desconocimiento del idioma. Una inglesa, la legítima ocupante de la habitación, se había empeñado en ir a las montañas sin guía. Había partido hacía dos días justo antes de que amaneciera -el portero la había visto salir- y... ¡no había regresado! La ruta era difícil y peligrosa, pero no imposible para un escalador experto, aunque fuera solo. Y la inglesa era una montañera curtida. Pero también era una persona terca, que desdeñaba los consejos, le aburrían las advertencias y tenía una fe ciega en sí misma. Además era un tanto rara; no se mezclaba con los demás huéspedes y, a veces, se pasaba días enteros encerrada con llave en su habitación sin dejar entrar a nadie; vamos, una «excéntrica» de tomo y lomo.
Todo esto fue lo que Minturn sacó en claro de lo que el portero le fue contando mientras subía su equipaje y ponía un poco de orden en la habitación; pero hubo algo más. Se enteró también de que ya había salido una partida de rescate y que, por supuesto, podían regresar en cualquier momento. En cuyo caso... En fin, por eso, aunque la habitación estuviera desocupada, seguía siendo de ella. «Pero si a Monsieur no le importa correr el riesgo de tener que dejar la habitación en medio de la noche...» Dado que el locuaz portero parecía empeñado en aportar todo tipo de detalles que ponían en cuestión la validez de la transacción que acababa de realizar, Minturn lo despachó tan pronto como pudo y se dispuso a irse a la cama -que el propio portero había arreglado a toda prisa- para tratar de dormir el máximo de horas posible antes de que viniera alguien a decirle que se tenía que marchar.
La verdad es que al principio se sintió incómodo, francamente incómodo. Estaba en la habitación de otra persona. Realmente no tenía ningún derecho a estar allí. Era una intrusión imperdonable; y mientras deshacía el equipaje, giró en varias ocasiones la cabeza para mirar hacia atrás, como si temiera que alguien le estuviera observando desde alguna de las esquinas. Tenía la impresión de que, en cualquier momento, oiría pasos en el pasillo, llamarían a la puerta y, a continuación, ésta se abriría yvería a aquella fornida inglesa mirándole de arriba a abajo con furia. O aún peor: le oiría preguntarle qué hacía en su habitación, en su dormitorio. ¡Es cierto que podía darle una explicación convincente, pero de todos modos...!
Entonces, al darse cuenta de que ya estaba a medio desvestir, su mente captó durante un segundo la vertiente cómica de la situación, y soltó una carcajada... en voz baja. Pero, de inmediato, a la risa le sucedió aquella súbita sensación de tragedia que ya había experimentado antes. Puede que mientras él sonreía, el cuerpo de esa mujer yaciera roto y helado en esas cumbres espantosas, con los cabellos desordenados por la ventisca y los ojos vidriosos lanzando una mirada vacía a las estrellas... Sólo de pensar en ello se estremecía. La percepción que tenía de esa mujer, a la que no había visto nunca y de la que ni tan siquiera sabía el nombre, se volvió extraordinariamente real. Casi llegaba a imaginarse que se hallaba oculta en algún lugar de la habitación, observando todo lo que él hacía.
Abrió la puerta con cuidado para dejar fuera las botas, y cuando la cerró de nuevo, echó la llave. Después, acabó de deshacer el equipaje y distribuyó las pocas cosas que había traído consigo por la habitación. No tardó mucho en hacerlo; sólo tenía un pequeño baúl de viaje y una mochila y, además, el único lugar donde se podían extender las ropas era el sofá. No había cómoda, y el armario, un mueble excepcionalmente sólido y grande, estaba cerrado con llave. Era evidente que habían guardado a toda prisa las ropas de la inglesa en aquel mueble. El único signo que indicaba su presencia reciente en la habitación era un ramo de Alpenrosen marchitas, colocadas en un jarrón de cristal que había sobre el palanganero. Eso, y un vago olor a perfume, era todo lo que quedaba. No obstante, a pesar de la escasez de vestigios, por toda la habitación se respiraba la extraña y desagradable sensación de que ésta seguía estando ocupada. Durante un instante se palpaba en el ambiente una sutil presencia que parecía susurrar un «acabo de salir», que al convertirse de pronto en un tajante «aún sigo aquí», hacía que se diera rápidamente la vuelta para mirar a sus espaldas.
La aversión que sentía hacia esa habitación en su conjunto era muy singular; y es precisamente la fuerza de ese sentimiento, la única excusa que quizá se pueda esgrimir para justificar el hecho de que arrojara aquellas flores marchitas por la ventana y colgara después su gabardina de la puerta del armario, procurando taparlo lo máximo posible. Lo cierto es que la visión de aquel horrible y gigantesco armario, lleno de la ropa de una mujer que en aquel momento quizá ya no necesitara nada con que cubrir su cuerpo (pues así era como insistía en presentársela su imaginación), provocaba en él una sensación de incongruencia que no sólo le llenaba de perplejidad sino que, además, se iba abriendo paso en su mente hasta transformarse en un sentimiento de espanto verdaderamente grotesco. Sea como fuera, la visión de aquel armario le desagradaba y, casi por puro instinto, lo había tapado. Luego, tras apagar la luz, se metió en la cama.
Pero desde el preciso instante en que la habitación quedó a oscuras, se dio cuenta de que aquello era más de lo que él podía soportar; pues nada más hacerse la oscuridad, sintió una especie de corriente de aire helado que no alcanzaba a explicarse. Y lo curioso es que, al encender la vela que había junto a la cama, advirtió también que le temblaban las manos. La verdad es que aquello era ya demasiado. Su imaginación se estaba tomando muchas libertades y había que llamarla al orden. Pero la forma en que lo hizo fue muy significativa, y el propio carácter deliberado de su acción ponía al descubierto un estado mental que ya había dado cabida al miedo. Y una vez que el miedo se ha metido dentro es muy difícil expulsarlo. Se recostó sobre su codo y se puso a enumerar con sumo cuidado todos los objetos que había en la habitación, con la intención, por así decirlo, de hacer un inventario de todo aquello que percibían sus sentidos, para después trazar una línea, sumarlos y exclamar con decisión: « ¡Esto es todo lo que hay en esta habitación! He contado todas y cada una de las cosas. No hay nada más. ¡Ahora ya puedo dormir tranquilo!».
Fue precisamente durante el absurdo proceso de enumerar los muebles de la habitación, cuando se apoderó de él una terrible y angustiosa sensación de lasitud que casi le impidió acabar sus cuentas. Le acometió con una rapidez y una virulencia asombrosas que hicieron que, sin apenas darse cuenta, se viera abrumado por una molicie atroz difícilmente descriptible. Su primer efecto fue hacerle olvidar su miedo. Ya no tenía la energía suficiente para sentirse verdaderamente asustado o nervioso. El frío permanecía, pero la alarma había desaparecido. Por todos los rincones de aquella personalidad, por lo general vigorosa, se fue extendiendo lentamente el insidioso veneno de una fatiga muscular que, al cabo de unos segundos, pareció transformarse en inercia espiritual. Una súbita conciencia de la supina futilidad y del absurdo de la vida, del esfuerzo, de la lucha; de todo lo que hace que vivir merezca la pena, se fue infiltrando en cada fibra de su ser, dejándole en un estado de extrema debilidad. El espíritu de un negro pesimismo, al que le faltaban fuerzas incluso para manifestarse con cierta energía, invadió las cámaras secretas de su corazón... Todas las imágenes que le venían a la mente aparecían envueltas en grises sombras. ¡Esos caballos sudorosos y aburridos, ascendiendo trabajosamente... a ninguna parte! La patrona aquella de las facciones tan duras, tomándose tanto trabajo en conseguir que su afán de lucro se impusiera sobre su sentido moral... ¡por un puñado de francos! ¡El portero del traje ribeteado; tan quisquilloso, tan locuaz, tan agotador... ardiendo en deseos de contarle todos los chismes que sabía! ¿Para qué servía toda esa gente? Y, en cuanto a él, ¿qué sentido tenía el trabajo penoso y monótono en aquella escuela de la que era maestro? ¿A dónde conducía aquello? ¿De qué valía tanto incierto afán, cuando los secretos últimos de la vida permanecen ocultos y nadie sabe cuál es el sentido final de las cosas? ¡Qué absurdos eran el esfuerzo, la disciplina, el trabajo! ¡Qué vano el placer! ¡Qué triviales hasta las cosas más nobles de la vida!
Dando un salto que casi derribó la vela, Minturn trató de hacer frente a aquel estado de decaimiento. Ese tipo de ideas eran tan ajenas a su carácter habitual, que aquella invasión repentina y cobarde produjo una reacción inmediata. Pero sólo duró un momento. Al instante, la depresión volvió a abatirse sobre él como una ola. Su trabajo -que a fin de cuentas como mucho le permitiría aspirar al tedioso cargo de director de colegio- le parecía tan vano y tan absurdo como aquellas vacaciones en los Alpes. Qué idiota, qué rematadamente idiota había sido de venir aquí, con su mochila a cuestas, para no hacer otra cosa que matarse de cansancio por aquellas montañas en un ascenso agotador que no conducía a ninguna parte, que nada le podía reportar. El estado de ánimo que le poseía era tan lóbrego como una tumba.¡La vida no era más que un repugnante fraude! ¡La religión, un camelo pueril! Todas las cosas no eran más que una trampa; una trampa tendida por la muerte: ¡un juguete de vivos colores que la Naturaleza utiliza como señuelo! ¿Pero, un señuelo, para qué? ¡Para nada! Nada tenía sentido. Lo único real era... LA MUERTE. Y la gente más feliz eran aquellos que antes la encontraban.
Entonces, ¿por qué esperar a que llegue? Absolutamente aterrorizado, saltó de la cama como impulsado por un resorte. ¿Cómo era posible que la mera fatiga pudiera alumbrar un universo tan negro, una actitud tan depresiva, una cobardía que hacía que se tambalearan las raíces mismas de la vida, asestándoles semejante golpe de desesperanza? Por lo general él era una persona fuerte y alegre, rebosante de salud y de vida; pero aquella lasitud atroz arrasaba las bases mismas de su personalidad, conduciéndole a la nada y al deseo de morir. Era como si hubiera desarrollado una Segunda Personalidad. Cierto que había leído que algunas personas, tras sufrir una fuerte impresión, podían llegar a desarrollar como consecuencia de ello unos rasgos de carácter distintos, otros recuerdos, otros gustos y demás cosas por el estilo. Aquella posibilidad siempre le había asustado. Sabía que algunos científicos respaldaban la autenticidad de tales historias, pero a él no le parecía que fueran muy creíbles. Y, no obstante, algo similar a eso era lo que le estaba ocurriendo ahora a su propia conciencia. Estaba, de eso no le cabía ninguna duda, experimentando todas las fluctuaciones mentales... ¡de otra persona! Era algo inmoral. Algo espantoso. Era... bueno, la verdad es que también era algo enormemente interesante.
Y aquel interés que comenzaba a sentir fue el primer signo de que su yo normal estaba regresando. Pues quien siente interés por algo, está vivo, y ama la vida. De un salto, se plantó en medio de la habitación y encendió la luz. Lo primero que captó su atención fue... aquel enorme armario.
-¡Vaya! ¡Ahí está... esa monstruosidad de armario!-exclamó para sí sin querer, aunque en voz alta. Dentro estarían colgadas sus faldas, sus abrigos, sus blusas de verano; todas las ropas de la mujer muerta. Porque ahora sabía que -de uno u otro modo- aquella mujer tenía que estar muerta.
En ese momento, a través de las ventanas abiertas, irrumpió el sonido del agua que caía, y con él llegó también una vívida imagen mental de la desolación de las cumbres barridas por la ventisca. Entonces vio a la mujer -¡sí, verdaderamente la vio!- en el lugar donde había caído; las mejillas cubiertas de escarcha, la nieve en polvo arremolinándose en torno a sus cabellos y a sus ojos, sus extremidades rotas aprisionadas entre bloques de hielo. Por un momento, aquella sensación de lasitud, de vacío vital, se desvaneció ante aquella imagen de un esfuerzo inútil, de la pequeña fuerza de un ser humano peleando con coraje, aunque en vano, contra las potencias impersonales y despiadadas de la naturaleza inerte; y, de nuevo, recuperó su yo habitual. Sin embargo, un instante después, regresó otra vez el terrible frío, la nada, el vacío...
Se descubrió a sí mismo de pie frente al gran armario que guardaba las ropas de aquella mujer. De repente quería ver esas ropas; las cosas que ella había usado y llevado. Estaba muy cerca, casi podía tocarlo. Y un segundo después ya lo había tocado. Estaba golpeando con los nudillos en la madera. Es difícil saber por qué lo hizo. Probablemente se trató de un movimiento reflejo. Algo desde lo más profundo de su ser se lo había dictado... se lo había ordenado; y él, había golpeado la puerta. El sonido sordo de la madera en medio de la quietud de aquella habitación... le horrorizó. El porqué de aquel sentimiento era algo que le resultaba tan inexplicable como la razón por la que se había sentido impulsado a llamar a aquella puerta. El hecho es que, cuando oyó una leve reverberación en el interior del armario, tuvo una conciencia tan vívida de la presencia de la mujer que se quedó de pie temblando con una terrorífica sensación de que algo iba a ocurrir; casi esperaba oír que desde el interior le respondían con un golpe -quizá sólo el frufrú de las faldas colgadas- o, aún peor, que veía como aquella puerta cerrada con llave se abría lentamente hacia afuera.
A partir de ese momento asegura que, de un modo u otro, debió perder parcialmente el control sobre sí mismo, o al menos, una parte importante de su sentido común; pues se vio poseído por un deseo tan irresistible de abrir como fuera aquel armario y de ver las ropas que había dentro, que probó todas las llaves que había en la habitación en un vano intento de abrirlo, hasta que, finalmente, antes de que tuviera tiempo de darse cuenta de lo que hacía... ¡llamó al timbre!
Pero, tras haber llamado al timbre a las dos de la madrugada, sin que hubiera ninguna razón sensata u obvia para hacerlo, y mientras esperaba de pie en medio de la habitación a que viniera algún empleado, se dio cuenta por primera vez que algo ajeno a su ser normal le había impulsado a hacer aquello. Era como si una voz interna le dictara lo que tenía que hacer. Por eso, cuando finalmente se oyeron pasos que se acercaban por el pasillo, y tuvo frente a frente a una doncella adormilada, enojada y muy sorprendida de que la hubieran llamado a esas horas, no tuvo ninguna dificultad en encontrar palabras con las que expresar sus deseos. Aquel mismo poder que le había apremiado a que abriera la puerta del armario también le impelía a pronunciar unas palabras sobre las que, aparentemente, no tenía control alguno.
-¡No es a usted a quien he llamado! -dijo con decisión e impaciencia-. Necesito a un hombre. Despierte al portero y envíemelo inmediatamente. ¡Dése prisa! ¿Es que no me ha oído? ¡Dése prisa!
Cuando la chica se hubo marchado, Minturn, asustado de su propia severidad, se dio cuenta de que aquellas palabras le habían sorprendido a él tanto o más que a la propia doncella. Hasta que no salieron de sus labios no supo exactamente qué era lo que iba a decir. No obstante, comprendía que alguna fuerza ajena a su personalidad estaba utilizando su mente y los órganos de su cuerpo. Aquella negra depresión que le había poseído hacía poco también formaba parte de ello. De algún modo, el poderoso estado de ánimo de la mujer desaparecida se había apoderado de él momentáneamente; con toda seguridad debido a la atmósfera que creaba en la habitación la presencia de cosas que le habían pertenecido. Pero ni siquiera cuando el portero -sin chaqueta ni cuello duro- se hallaba ya junto a él en la habitación, consiguió comprender por qué insistía, hecho una verdadera furia y sin admitir un no por respuesta, en que buscara la llave del armario y abriera inmediatamente la puerta. La escena resultaba bastante curiosa. Tras realizar un intercambio de susurros de asombro con la doncella al fondo del pasillo, el portero se las arregló para encontrar y traer la llave en cuestión. Ni él ni la chica sabían a ciencia cierta qué era lo que pretendía aquel inglés tan nervioso, o por qué ponía tanto empeño en que se abriera un armario a las dos de la madrugada. Le observaban con el aire de quien no puede dejar de preguntarse qué será lo que va a ocurrir a continuación. Sin embargo, algo de la extraña seriedad y del miedo que ahora apreciaban en aquel hombre se les contagió, de modo que cuando la llave chirrió al introducirse en la cerradura, los dos pegaron un respingo.
Contuvieron el aliento mientras la puerta se abría lentamente con un crujido. Todos oyeron el ruido de otra llave al caer contra el suelo de madera del armario... por dentro. Había sido cerrado desde el interior. Pero fue la aterrorizada doncella, desde su posición en el pasillo, quien lo vio primero; y lanzando un grito desgarrador se desplomó contra el pasamanos de la escalera. El portero no hizo intento alguno de rescatarla. Tanto él como el maestro salieron corriendo hacia la puerta, que ahora se hallaba completamente abierta. También ellos lo habían visto.
Colgadas de las perchas no había ropas, ni faldas, ni blusas; lo que vieron fue el cuerpo de la mujer inglesa suspendido en el aire con la cabeza caída hacia delante. Sacudida por el movimiento que se había producido al abrir la puerta, el cuerpo había ido girando lentamente hasta darles la cara... Clavado en la parte de atrás de la puerta había un sobre del hotel con las siguientes palabras escritas con letra temblorosa:
«Cansada... infeliz... desesperada... deprimida... No puedo seguir haciendo frente a la vida... Todo es negro. Tengo que poner fin a esto... Quería hacerlo en las montañas pero tuve miedo. Volví a mi habitación cuando no vi a nadie. Así es más fácil, y mejor...»
Algernon Blackwood (1869-1951)
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El resumen del cuento de Algernon Blackwood: El ocupante de la habitación (Occupant of the room) fue escrito por El Espejo Gotico. Para su utilización escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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